109 — Bonadea, Kakania; sistemas de felicidad y de equilibrio

SI había alguien en Kakania que no entendiera ni quisiera saber nada de política, era Bonadea; y sin embargo, no faltaban motivos que la relacionaran con las naciones irredentas: Bonadea (¡no confundirla con Diotima! Bonadea, la buena diosa, diosa de la castidad, cuyo templo había sido convertido por los designios del destino en escenario de todo libertinaje, esposa del presidente de una audiencia provincial o algo parecido, e infeliz querida de un hombre ni digno ni suficientemente necesitado de ella), Bonadea poseía un sistema y la política kakaniense no poseía ninguno.

El sistema de Bonadea había consistido hasta entonces en una doble vida. Satisfacía su propia ambición en el círculo de una familia con el sobrenombre de distinguida, encontrando en su trato social el placer de ser considerada como dama de gran cultura y estimación; cedía a ciertas tentaciones a que estaba expuesto su espíritu, con el pretexto de ser víctima de una hipersensibilidad constitucional o de un corazón que la inducía a hacer disparates; porque los disparates del corazón son tan honrosos como los crímenes romántico-políticos, incluso no siendo irreprochables las circunstancias concomitantes. El corazón desempeñaba idéntico papel que el honor, la obediencia y la parte tercera del reglamento en la vida del general; o también significaba para ella tanto como el resto irracional en la conducta de toda vida ordenada, el cual consigue al fin enderezar todo lo que no puede afrontar la razón.

Pero este sistema acusaba un defecto de funcionamiento: partía la vida de Bonadea en dos estados, no pudiéndose evitar graves perjuicios en el paso del uno al otro. Pues tan persuasivo se mostraba el corazón antes del desliz como alicaído después; y su propietaria bogaba de continuo sobre las olas espumosas de las tintas negras vertidas en los estados de su alma, los cuales rara vez se equilibraban. De todos modos, era un sistema; es decir, no era un juego de instintos abandonado a su arbitrio —algo así como el sentido que se quería dar en tiempos pasados a la vida haciéndola consistir en un balance automático de gusto y disgusto con un cierto saldo final de placer—, sino que compendia notables dispositivos espirituales para falsificar aquel balance.

Toda persona dispone de un método de esta especie para interpretar a su favor el balance de sus impresiones, de modo que en algún sentido deriva de ahí el mínimo cotidiano de placer existencial, suficiente para ella en tiempos normales. El gusto que halla en la vida puede tener también una parte de disgusto; estas diferencias materiales no tienen importancia, ya que, como es sabido, hay tantos melancólicos felices como marchas fúnebres suspendidas en su propio elemento con no mayor gravedad que una danza en el suyo. Probablemente se puede afirmar, a la inversa, que muchas personas alegres no son más felices que las tristes, pues la felicidad cansa tanto como la infelicidad; estos dos estados corresponden más o menos al principio del volar más lento, o más ligero, que el aire. Pero en seguida se presenta otra objeción: ¿no será verdad la antigua sabiduría de los adinerados, al declarar que no tienen los pobres por qué envidiarles, puesto que creer que el dinero les hace más felices es sólo una ilusión? Lo que éste hace es simplemente imponerles la obligación de elegir un sistema distinto del de su propia vida, cuyo balance de placer se podría saldar con el pequeño excedente de felicidad que posee de todos modos. Teóricamente, esto significa que la familia sin cobijo, si no se hiela en una noche cruda de invierno, al aparecer los primeros rayos del sol matinal es tan feliz como la familia rica que ha de abandonar la cama caliente; y en la práctica resulta que cada cual lleva su carga con la paciencia de un asno, porque también se siente feliz el burro si se siente con fuerzas superiores al carro que arrastra. De hecho, ésta es la más convincente definición de la felicidad personal, comprensible mientras uno se considere como un simple asno. Pero en realidad, de verdad, la felicidad personal (o el equilibrio, el contentamiento, o como se quiera llamar a la más íntima tendencia automática de la persona) no es más autónoma que una piedra en un muro o que una gota de agua en la corriente de un río cargado con las fuerzas y presiones del conjunto. Lo que un individuo hace y siente personalmente es insignificante en comparación con todo aquello de lo que tiene que deducirlo, ya que son otros los que lo hacen y sienten por él, como es debido. Nadie vive únicamente su propio equilibrio, sino que todos se sostienen apoyados en el equilibrio de los estratos que los rodean; y así, en la pequeña fábrica de gustos de la persona entra en juego un sistema de crédito moral extremadamente complicado, sobre el cual habrá que volver a hablar, porque pertenece al balance anímico del conjunto, no menos que al del individuo.

Desde que habían quedado sin resultado feliz los esfuerzos de Bonadea por reconquistar a su amado, los cuales la hicieron creer que se lo habían robado el espíritu y la energía de Diotima, estaba desmesuradamente celosa de aquella mujer; pero, como sucede en caracteres débiles, había encontrado en la admiración con que la contemplaba una cierta explicación y compensación del detrimento, cosa que la consolaba en parte. En tal estado se hallaba desde hacía bastante tiempo, habiendo logrado ya la gracia de ser recibida por Diotima con la excusa de contribuir modestamente al desarrollo de la Acción Paralela, pero sin ser introducida en la sociedad de aquella casa. Por consiguiente, Bonadea se imaginó que entre Diotima y Ulrich tendría que mediar algún convenio. Así sufría por la crueldad de ambos; y puesto que ella también les amaba, se hizo la ilusión de que sus propios sentimientos eran de una pureza y abnegación incomparables. Por la mañana, cuando su marido abandonaba la vivienda, momento que ella esperaba impaciente, volaba al espejo y ante él se posaba, como un pájaro para aderezarse el plumaje. Luego se peinaba el cabello, lo ensortijaba, lo sujetaba, entrelazándolo cuantas veces fuera necesario para darle una forma comparable con el moño griego de Diotima. Extraía y atusaba pequeños bucles; y aunque la obra resultara un poco ridicula, no lo notaba, pues frente a ella le sonreía, al Otro lado del espejo, un rostro cuya configuración general le recordaba de lejos a la divina. La seguridad, la belleza y la dicha de una criatura que ella admiraba se encabritaban dentro de ella en pequeñas olas, calientes, ligeras, de un misterioso consorcio, como sucede cuando uno está sentado en la playa con los pies en el agua. Esta actitud, semejante a la veneración religiosa —pues desde las máscaras de los dioses con que se reviste el hombre primitivo hasta las ceremonias de la civilización tal gozo carnal de la devota imitación todavía no ha perdido su importancia—, había subyugado a Bonadea, haciendo que ella amara los vestidos y las apariencias con una especie de frenesí. Cuando Bonadea se miraba al espejo, ataviada con un vestido nuevo, jamás se le hubiera ocurrido pensar que vendrían tiempos en que, en vez de, por ejemplo, mangas-gigot, escarolados sobre la frente y largas faldas de campana, llevaría falditas hasta las rodillas y peinado a la garfonne. Tampoco hubiera discutido la posibilidad, pues su cerebro no hubiera sido capaz de hacerse a aquella idea. Se vestía siempre como correspondía a una mujer distinguida y cada seis meses sentía ante la nueva moda el mismo temor reverencial que ante la eternidad. Si se hubiera arrancado a su capacidad de reflexión el reconocimiento de la caducidad de las cosas, no por eso hubiera disminuido en lo más mínimo tan profundo respeto. Ella, simplemente, aceptaba la violencia del mundo; y la época en que se doblaban las esquinas de las tarjetas de visita o se mandaban las felicitaciones de año nuevo a las casas de los amigos, o se quitaban los guantes para bailar, le parecía ahora, en una época en que ya no se hacía, tan pasada como para sus demás contemporáneos la época vivida cien años antes, o sea, algo inconcebible, imposible y superado. Resultaba, por consiguiente, insólito ver a Bonadea sin vestidos; también ella aparecía entonces totalmente despojada de toda protección ideológica, haciéndose víctima desnuda de un apremio implacable que la asaltaba con la inhumanidad de un movimiento sísmico.

Aquel ocaso periódico de su cultura en las vicisitudes de un mundo enmohecido de materia ya no se repetía; y desde que Bonadea dedicaba cuidados tan misteriosos a su buen parecido vivía la parte ilegítima de su vida como viuda, experiencia que no había vuelto a tener desde sus veinte años. Bien se puede considerar regla general el hecho de que las mujeres que se esmeran demasiado en el arreglo de su figura son relativamente virtuosas, pues entonces los medios deshancan al fin; análogamente, de grandes campeones deportivos salen a menudo malos amantes; de oficiales al parecer demasiado marciales, malos soldados; y de cabezas de espesa enjundia intelectual, incluso cabezones. Pero para Bonadea no sólo se trataba aquí de un asunto de distribución energética; se había entregado, en su nueva vida, a una actividad sorprendente. Prolongaba sus cejas con el amor de un pintor, se esmaltaba ligeramente la frente y las mejillas para aureolar el natural, distanciándolo de la realidad mediante una débil exaltación propia del estilo sacro; regulaba los movimientos del cuerpo con un suave corsé bien ajustado, y ante sus grandes pechos, que le habían resultado siempre embarazosos y denigrantes por parecerle demasiado femeninos, se inclinaba con amor de hermana. Su marido no se sorprendía poco cuando, al hacerle cosquillas en el cuello, recibía como respuesta: —No me estropees el peinado; o cuando al preguntar: —¿No quieres darme la mano?, ella contestaba: —¡Imposible, estoy con el vestido nuevo! Sin embargo, la fuerza del pecado había soltado al mismo tiempo las bisagras con que ella tenía aprisionado su cuerpo, y giraba alrededor de Bonadea como un astro primaveral en torno a un nuevo mundo transfigurado; y, bajo la influencia de aquella especie de radiaciones inusitadas y suavemente atenuadas, se sentía liberada de su «hipersensibilidad» como de una pústula maligna. Su esposo se preguntó receloso, por primera vez desde que se habían casado, si no andaría por allí algún tercero perturbando la paz de su hogar.

Pero lo que se había revelado con aquello no era más que un fenómeno perteneciente al sistema de la vida. Los vestidos, apartados de la fluida corriente del presente y considerados en su fantástico ser, como forma superpuesta a una figura humana, son extrañas excrecencias y añadidos tubulares, dignos de figurar junto a las narigueras de los negros o los bezotes de los indios; ¡pero cómo fascinan vistos junto a los atributos de que revisten a su posesor! Entonces ocurre lo mismo que cuando, con mucho ringorrango, se traza el sentido de una gran palabra sobre un pliego de papel. Imagínese que la invisible bondad y exquisitez de una persona aparece repentinamente suspendida detrás de la coronilla de su cabeza en forma de aureola, grande como la luna llena y dorada como la yema de un huevo, según se puede ver en viejos cuadros piadosos; y piénsese que este fenómeno tiene lugar en pleno paseo por la calle, o al tomar el té arrimado a un buen sándwich: resultaría sin duda uno de los más tremendos y estremecedores espectáculos. Ese poder de hacer visible lo invisible, e incluso lo inexistente, es el que demuestra a diario una prenda de vestir bien hecha.

Semejantes objetos se parecen a los deudores que devuelven con réditos enormes el capital que les hemos prestado; en realidad, todo es cosa de deudas, pues los atributos de los vestidos los poseen también las convicciones, los prejuicios, las teorías, las esperanzas, la fe en algo, los pensamientos, e incluso la irreflexión, en cuanto ésta está persuadida de su propia verdad sólo gracias a sí misma. Todas estas cosas, al prestarnos sus bienes, sirven a la causa de iluminar el mundo con el resplandor que irradiamos nosotros; y en el fondo, a esto se reduce ese problema para el que cada uno tiene su propio sistema de solucionarlo. Con un arte múltiple y considerable nosotros producimos una obcecación que nos permite vivir junto a las cosas más desorbitantes del modo más despreocupado, porque reconocemos en estas muecas congeladas del universo a una mesa o a una silla, a un grito o a un brazo extendido, a una velocidad o a un pollo asado. Entre el abismo de un cielo abierto sobre nuestras cabezas y otro abismo celeste ligeramente cubierto bajo los pies somos capaces de sentirnos en la tierra tan tranquilos como en una habitación cerrada. Sabemos que la vida se pierde tanto en la inhumana anchura del espacio como en la inhumana estrechez del mundo atómico, pero entre una y otra consideramos «cosa del mundo» a toda una serie de imágenes, sin inquietarnos el hecho de que esto significa únicamente la preferencia de las impresiones que recibimos a una cierta distancia media. Tal actitud alcanza una altura considerablemente inferior a la de nuestra inteligencia, pero esto mismo demuestra la gran parte que toma nuestro sentimiento en ella. Efectivamente, las disposiciones espirituales más importantes de la humanidad sirven a la conservación de un constante estado de ánimo, y todos los sentimientos, todas las pasiones del mundo no son nada frente a los enormes esfuerzos, aunque completamente inconscientes, que hace la humanidad para mantener su gozosa serenidad. Apenas vale la pena hablar de ello; así de irreprochable es. Pero si se observa de más cerca se ve que es un estado de conciencia extremadamente artificial el que confiere al hombre el derecho de entrada en el intermedio de las órbitas de los astros, y el que le permite meter dignamente la mano entre el segundo y el tercer botón de la chaqueta, dentro del casi infinito desconocimiento del mundo. Y para llevarlo a cabo, todo hombre, tanto el idiota como el sabio, no solamente utiliza sus ardides, sino que estos sistemas personales de los ardides se introducen con arte en las disposiciones morales e intelectuales que equilibran a la sociedad y a la colectividad, las cuales sirven en escala mayor al mismo fin. Este engranaje es parecido al de la gran naturaleza, donde todos los campos magnéticos del cosmos actúan sobre el de la Tierra sin que se note, porque el acontecimiento terrestre es cabalmente el resultado; y el alivio espiritual experimentado de ese modo es tan grande que los más sabios, así como también las niñas pequeñas que nada saben, se consideran muy inteligentes y buenas en estado de reposo.

Pero de tiempo en tiempo, después de tales estados de satisfacción, que en cierto sentido podrían llamarse también estados coactivos del sentimiento y de la voluntad, parece que se nos echa encima lo contrario; o, para expresarlo en términos de manicomio, de repente les da a todas las ideas por huir a la desbandada sobre la Tierra, a continuación de cuyo aterrizaje la vida humana se organiza en torno a nuevos centros y a nuevos ejes. La causa de todas las grandes revoluciones —más profunda que el pretexto— no se encuentra en la acumulación de los inconvenientes, sino en el desgaste de la consistencia que sostiene la satisfacción artificiosa de las almas. Se podría citar, a este propósito, la famosa sentencia de los primeros tiempos de la Escolástica que en latín reza «Credo ut intelligam», y que, traducida un poco libremente a nuestro lenguaje contemporáneo, diría: «¡Señor, Dios mío, concede a mi espíritu un crédito a la producción!» ¡Quién sabe si los credos humanos no son casos especiales de crédito! En el amor y en los negocios, en la ciencia y en los saltos acrobáticos, hay que creer antes de vencer y lograr; ¿y por qué no ha de valer esta misma ley en la vida entera? Suponiendo que su orden está bien fundado, siempre se mezcla una parte voluntaria de fe; ésta señala incluso, como en una planta, el punto de donde brota; y si se ha consumido esta fe, para la cual no hay cuenta ni garantía, la ruina no se hace esperar; las épocas y los reinos desaparecen, igual que los negocios, en cuanto se malogra el crédito. Y con esta consideración sistemática del equilibrio psíquico se habría pasado del hermoso ejemplo de Bonadea al triste de Kakania. Kakania era efectivamente el primer país al que Dios le retiró el crédito en aquella fase del desarrollo, el gusto de vivir, la fe en sí misma y la capacidad —común a todos los Estados civilizados— de propagar la útil ilusión de tener una misión que cumplir. Era un país inteligente y albergaba hombres cultivados. Como todos los hombres cultivados de todos los lugares de la Tierra, éstos también discurrían entre el enorme revoltijo de ruidos, velocidades, innovaciones, controversias y todo lo demás que forma parte del paisaje óptico y acústico de nuestra vida, sin fijarse en una característica anímica determinada. Como todos los demás, también ellos leían y oían diariamente algunas docenas de noticias que les ponían los pelos de punta y estaban dispuestos a ponerse en movimiento, a intervenir. Pero no se llegó a ello; porque, momentos más tarde, el impulso cedía, detenido por nuevas emociones procedentes de su conciencia; como todos los demás, se sentían también rodeados de muerte, homicidios, pasión, espíritu de sacrificio, grandeza: fenómenos enrollados en el ovillo que se había formado a su alrededor, pero no podían enredarse en aquellas aventuras por ser cautivos de su oficina o de cualquier otro puesto profesional; y cuando se liberaban por la tarde, la caldera hirviente de su interior, que no sabían en qué emplear, explotaba en diversiones que no les divertían. Y aún les ocurría otra cosa a los cultivados cuando no se entregaban tan exclusivamente como Bonadea al amor: perdían el favor del crédito y el del engaño. Ya no sabían adonde se dirigían sus sonrisas, sus suspiros, sus pensamientos. ¿Por qué habían pensado y sonreído? Sus opiniones eran casuales, sus tendencias existían allí desde tiempos atrás; de alguna manera todo pendía en el aire, como un esquema en el que se penetra. No podían hacer o dejar de hacer nada de todo corazón, porque no había una ley para su unidad. Así, el hombre cultivado era quien sentía la presencia de deudas en continua progresión ascendente y la imposibilidad de saldarlas. Él era quien veía la inevitable quiebra y acusaba a la época en la que estaba condenado a vivir, aunque vivía en ella tan a gusto como cualquier otro; o bien, con el coraje de quien no tiene nada que perder, se precipitaba sobre toda idea que le prometiese algún cambio.

Claro está que aquello no era muy distinto de lo que estaba ocurriendo en todo el mundo; pero cuando Dios privó del crédito a Kakania hizo algo especial: revelar a pueblos enteros las dificultades de la civilización. Estos pueblos estaban instalados, en su suelo kakaniense, como bacterias, sin preocuparse de la ordenada redondez del délo o de cosa parecida; pero de repente se sintieron demasiado prietos. El hombre generalmente no sabe que se debe creer más de lo que es a fin de poder ser lo que es; pero de alguna forma lo tiene que percibir por endma o alrededor de sí, y a veces puede verse repentinamente desprovisto de ello. Entonces le falta algo imaginario. En Kakania no había sucedido absolutamente nada y antes se había pensado que en eso precisamente consistía la antigua y discreta civilización kakaniense, pero esta nada resultaba tan inquietante como el no poder dormir o el no llegar a comprender. Y por eso, los intelectuales, una vez persuadidos de que las cosas tendrían carácter distinto en una civilización «nacional», no encontraban reparo en convencer de ello a los pueblos kakanienses. Era una especie de suplencia de la religión o del buen emperador vienés, o sencillamente una explicación del hecho incomprensible de que la semana tiene siete días. Hay muchas cosas inexplicables, pero cuando se canta el himno nacional no se sienten. Hubiera sido, naturalmente, el momento en que un buen kakaniense, a la pregunta: —¿Qué es usted?, hubiera respondido con entusiasmo: —¡Nada! Pues esto significa algo para aquel al que se habían dado plenos poderes con el fin de hacer de un kakaniense todo lo que no era todavía. Pero los kakanienses no eran porfiados y se contentaban con la mitad, esforzándose cada, nación en hacer de la otra lo que bien le pareciera. En tales circunstancias es difícil imaginarse los sufrimientos que no le aquejan a uno. Y a través de dos milenios de educación altruista nos hemos vuelto tan desinteresados que, cuando recae lo desagradable sobre mí o sobre ti, se hace partícipe siempre al vecino. Sin embargo, no se debe ver en el famoso nacionalismo kakaniense nada especialmente salvaje. Fue un fenómeno más histórico que real. Los habitantes del país se querían bien; es cierto que se daban de garrotazos y se escupían a la cara, pero esto lo hacían en consideración a una civilización superior, así como, por ejemplo, ocurre que una persona, que a solas no se atreve a hacer daño a una mosca, condena a muerte a un hombre ante la imagen del Crucificado de la sala de juicios. Bien se puede decir: cada vez que sus yos superiores hacían una pausa, los kakanienses respiraban hondo y se sentían como mansos instrumentos para la comida, para cuya finalidad habían sido creados igual que todos los demás; al mismo tiempo se admiraban de las experiencias adquiridas como instrumentos de la historia.