A pesar de alcanzar el infinito las palabras que se pronuncian a cada momento en una gran ciudad para expresar los personales deseos de sus habitantes, jamás se oye entre ellas la palabra «redención». Se puede suponer que todas las demás, las expresiones más pasionales y las de los sentimientos más complicados, incluso las que describen relaciones excepcionales, son gritadas y susurradas en sus muchos duplicados, por ejemplo: «Usted es el bribón más grande de cuantos he conocido», o bien: «No hay mujer tan encantadora como usted». De este modo, las vivencias más personales, tal como se reparten masivamente en toda una ciudad, se podrían representar con las hermosas curvas de una estadística. Pero un hombre alegre nunca le dice a otro: «Tú puedes redimirme», o «sé mi redentor». Se le puede atar a un árbol y dejarlo morir de hambre; se le puede trasladar a una isla deshabitada juntamente con su amada, después de haber pretendido a ésta en vano durante meses; se le puede dejar que falsifique letras de cambio y que encuentre un salvador: todas las palabras del mundo se precipitarán en su boca, pero de seguro que, mientras esté verdaderamente conmovido, nunca dirá «redimir», «redentor» o «redención», aunque lingüísticamente no haya nada que objetar.
Sin embargo, los pueblos reunidos bajo la corona kakaniense se llamaban «naciones irredentas».
El general Stumm von Bordwehr estaba reflexionando. Debido a su cargo en el Ministerio de la Guerra conocía bastante bien las dificultades nacionales que aquejaban a Kakania, pues en las negociaciones presupuestarias, el cuerpo militar era el primero en sentir los efectos del tambaleo político y de sus múltiples miramientos, consecuencias todas de sus problemas internos. Recientemente y a costa de una lividez irritante del señor ministro, el ejército había tenido que retirar una demanda urgente de créditos, porque una nación irredenta había exigido, a cambio de su aprobación de los medios financieros necesarios, contemporizaciones nacionales que el gobierno no podía conceder de ninguna manera sin sobreexcitar la sed de redención de otras naciones. Kakania quedó así indefensa ante el enemigo exterior. Se trataba, en efecto, de conceder un suministro especial a la artillería con el fin de reemplazar por armas modernas los cañones ya totalmente anticuados, los cuales, en comparación con los de otros ejércitos, eran como cuchillos al lado de lanzas; las piezas a adquirir deberían, a su vez, imponerse a las de las otras naciones como lanzas ante cuchillos y esto se había diferido otra vez a un plazo indeterminado. No se podía decir que el general Von Stumm pensase por eso en suicidarse, pero se dejaban entrever profundas indisposiciones en muchos detalles dispersos; ahora bien, la imposibilidad en que se encontraba Kakania de defenderse y de armarse y que se debía a sus intolerables discordias internas hacía que Stumm reflexionase sobre lo «irredento» y sobre el «redimir», tanto más que en medio de sus actividades semiciviles en casa de Diotima no paraba de oír desde hacía algún tiempo la palabra «redención».
A su juicio, aquel término formaba, ante todo, parte del grupo de «palabras pedantes», todavía no bien clasificadas lingüísticamente. Es lo que le dictaba su natural sentido militar; pero Diotima se lo había perturbado, pues la primera vez que el general había oído tal palabra había procedido de labios de ella, quedando Stumm entonces encantado, como también siempre que volvió a oírsela, a pesar de la historia de los cañones; de modo que aquella su primera opinión pasó a ser, en su vida, realmente la segunda. Prescindiendo de este hecho, la teoría de la grandilocuencia le parecía fallar también por otros motivos: bastaba que a los miembros individuales de la familia de la palabra «redimir» se les revistiera de una pequeña y amable broma para que todos ellos aparecieran repentinamente danzando sobre la lengua. «¡Me has salvado!» ¿Quién no hubiera dicho esto o parecido después de diez minutos de espera impaciente o al desaparecer un contratiempo? El general comprendió entonces que no es tanto con las palabras contra lo que choca el buen sentido cuanto con la increíble seriedad que se atribuye a las circunstancias del hecho. Y verdaderamente, cuando Stumm se preguntaba dónde había oído hablar de «redención», además de en casa de Diotima y en la política, concluía que había sido en las iglesias y en los cafés, en revistas de arte y en los libros de Arnheim, los cuales había leído con admiración. Por este camino llegó a ver claro que no es un acontecimiento simple, natural y humano el expresado por semejantes palabras, sino un nudo universal, abstracto; de todos modos, «redimir» y «anhelar la redención» es, al parecer, algo reservado a los espíritus en sus mutuas relaciones.
El general hizo un gesto de sorpresa con la cabeza, atónito ante los descubrimientos a que le había llevado el ejercicio de sus funciones ministeriales. Corrió el vidrio rojo de la lámpara, encendida sobre la puerta de su oficina en señal de que el señor estaba ocupado en una conferencia importante y mientras sus oficiales suspiraban por verlo y se volvían sin atreverse a llamar él proseguía su meditación. Los representantes del espíritu con que se encontraba por todas partes no estaban satisfechos. De todo tenían que criticar, no había lugar donde no se registraran excesos de acción u omisión, nunca estaban de acuerdo con el modo en que se realizaban las cosas. A la larga terminaron por hacérsele antipáticos. Se asemejaban a esas personas desgraciadas, sensibles, que siempre se sientan donde hay corriente. Renegaban del exceso de ciencia y de ignorancia, de la grosería y del refinamiento, de la manía de disputar y de la indiferencia: en todas partes a donde miraban descubrían alguna fisura abierta. Sus pensamientos no se tranquilizaban nunca y se fijaban en los restos de las cosas que vagan eternamente errantes, sin reducirse jamás al orden. Finalmente, estaban convencidos de que la época en que vivían había sido condenada a la esterilidad espiritual, la cual, sólo mediante un acontecimiento extraordinario o por un hombre excepcional podría ser redimida. Así surgió entre los llamados intelectuales el gusto por la palabra «redimir» y por sus derivadas. Nadie dudaba de que sería imposible seguir adelante si no aparecía pronto un mesías. Éste sería distinto según los casos: un mesías de la medicina para redimir a la terapéutica de las investigaciones científicas (mientras se desarrollan éstas quedan desahuciados y mueren los hombres); o un mesías de la poesía, capaz de escribir un drama que arrastrara al teatro a millones de espectadores y alcanzara un récord de altura espiritual sin precedentes. Fuera de aquella convicción, según la cual cada una de las actividades humanas se podría restituir a sí misma sólo mediante la intervención de un mesías especial, se daba también, naturalmente, el deseo simple e intacto de un mesías de mano dura para todo el conjunto. Fueron, pues, tiempos realmente mesíánicos los últimos que precedieron a la gran guerra y el hecho de que naciones enteras esperaran una redención no era un fenómeno especial ni extraordinario.
A decir verdad, para el general no había por qué tomar aquello más al pie de la letra que todo lo demás que se decía. —Si el Redentor volviera otra vez a la tierra —pensaba él—, los hombres habrían de deshacer su gobierno lo mismo que cualquier otro. De su experiencia personal deducía que tal fenómeno se debía al exceso de libros y de artículos escritos por la gente de entonces. —Ahora se ve lo razonable que es el reglamento militar —se decía— al prohibir a los oficiales la publicación de libros sin autorización especial de sus superiores. Stumm estaba algo estremecido: un amago tan fuerte de conformismo no lo había registrado desde hacía mucho tiempo. Sin duda, él mismo pensaba demasiado, lo cual era consecuencia del contacto con el espíritu civil; el espíritu civil había perdido evidentemente el privilegio de poseer una estable concepción del mundo. Stumm lo veía claro y por eso enjuiciaba ahora desde otro punto de vista todas aquellas habladurías sobre la redención. Para explicarse este nuevo aspecto del problema, el general recurrió a los recuerdos de las antiguas lecciones de religión y de historia. No es tan fácil decir lo que pensó entonces; pero si se lo hubiera sacado alguien de su cabeza y lo hubiera desdoblado cuidadosamente hubiera contemplado lo siguiente: comenzando por la parte eclesiástica y contando con una viva fe en la religión se podía arrojar a un buen cristiano o a un piadoso judío desde el piso que se quisiera: siempre caía, por así decirlo, sobre los pies de su alma. Esto era debido a que todas las religiones, en sus explicaciones sobre la vida, sobrentendían un resto incalculable al que llamaban impenetrabilidad de los designios de Dios; si al mortal no le salía bien la cuenta le bastaba con acordarse de aquel resto y su espíritu podía frotarse las manos satisfecho. A este caer-de-pie y al frotarse-las-manos se les llama «concepción del mundo», cosa que ha olvidado el hombre contemporáneo. Éste debe abstenerse completamente de toda reflexión sobre la propia vida en la que muchos se complacen; de otro modo incurre en la discrepancia de tener que pensar y de no poder obtener nunca satisfacción completa. Esta discrepancia ha tomado frecuentemente, en el correr de los tiempos, tanto la forma de total incredulidad como la de renovada y completa sumisión a la fe; la forma que toma más comúnmente hoy día se identifica con la convicción de que no hay vida humana verdadera sin participación activa del espíritu y con el hecho de que tampoco la hay con excesiva espiritualización. En este principio se funda exclusivamente nuestra cultura. Ésta pone máximo empeño en dotar de medios pecuniarios a los institutos de enseñanza e investigación, pero no invierte en ellos sumas demasiado elevadas, sino tales que se puedan comparar a las desembolsadas en diversiones, automóviles y armas. Dicha cultura abre todas las puertas al hombre capaz, pero cuida de que sea también un buen negociante. Reconoce cualquier idea después de haber opuesto alguna resistencia, pero ello redunda automáticamente en provecho de la idea contraria. Esto parece una tremenda debilidad y negligencia; pero supone también un gran esfuerzo consciente de hacer saber al espíritu que no todo es espíritu; pues si se tomase verdaderamente en serio, aunque sólo fuera una vez, alguna de las ideas que influyen en nuestra vida, de modo que no quedara nada de la idea contraria, ¡nuestra cultura no sería más nuestra cultura!
El general tenía un pequeño puño de niño; lo apretaba y lo abatía sobre la superficie de la mesa, como enfundado en un guante guarnecido con piel de cabra, mientras sus sentimientos le confirmaban la necesidad absoluta de un puño de hierro. Como oficial, poseía su «concepción del mundo». El resto irracional de tal concepción se llamaba honor, obediencia, jefe supremo del ejército, parte tercera del reglamento de servicio y resumiéndolo todo, perseveraba en la convicción de que la guerra no es más que una continuación de la paz con medios más violentos, un orden enérgicamente vigilado, sin el cual el mundo no puede subsistir. Los gestos con que el general había golpeado sobre la mesa hubieran resultado un poco ridículos si un puño hubiera significado sólo algo atlético y no algo espiritual, una especie de complemento indispensable del espíritu. Stumm von Bordwehr estaba ya bastante harto del mundo civil. Había descubierto que los bedeles de las bibliotecas eran los únicos hombres con una visión firme del estado civil. Había comprendido la paradoja del exceso de orden, cuyo perfeccionamiento tendría que suponer inevitablemente inactividad. Sentía algo raro en su interior, como una aclaración al porqué de la existencia del orden máximo en el sector militar, siendo así que en éste ha de verse como una inexorable disponibilidad al sacrificio de la vida. Ciertas reflexiones inexplicables le habían conducido a la conclusión de que el orden evoca de alguna manera el deseo de derramar sangre. Stumm se dijo, preocupado, que no debería seguir trabajando a aquella marcha. —¿Y qué es, en resumidas cuentas, el espíritu? —se preguntó rebelándose—. Yo creo que no es ése de quien se dice que sale a medianoche envuelto en una sábana blanca. ¿Qué puede ser, pues, sino cierto orden que imponemos a nuestras sensaciones y experiencias? Pero entonces —así concluyó, resueltamente satisfecho de su ocurrencia—, si el espíritu no es más que experiencias ordenadas, no se le necesita para nada en un mundo ordenado.
Dando un suspiro de alivio, Stumm von Bordwehr corrió la placa de la entrada declarando «libre» el acceso; luego se miró al espejo y se peinó para ocultar a los ojos de sus subordinados toda huella de emoción.