107 — El conde Leinsdorf logra un éxito político inesperado

CUANDO Su Señoría hablaba acerca de una familia de Estados europeos que debían reunirse jubilosos alrededor del anciano patriarca-emperador, hacía siempre caso omiso de Prusia. Quizá esto tenía ahora más sentido que antes, pues el conde Leinsdorf se sentía directamente molestado por la impresión que le causaba el doctor Paul Arnheim; cada vez que venía el conde a visitar a su amiga Diotima se encontraba con este hombre o con sus huellas; e igual que el jefe de sección Tuzzi, tampoco él sabía en qué pensar. Diotima advertía en Su Señoría algo que no había visto hasta entonces cuando le miraba animosa: las hinchadas venas de manos y cuello, su tez de color tabaco claro y con olor a viejo y aunque Diotima no dejaba de rendir su veneración acostumbrada al gran señor, sin embargo, las radiaciones de su simpatía por él se habían debilitado algo, como las del sol del invierno en comparación con las del sol del verano. El conde Leinsdorf no era inclinado ni al ensueño ni a la música; pero desde que debía aguantar al doctor Arnheim oía con extraña frecuencia un sonido ligero como de bombo y platillos de una banda militar austríaca; o, cuando cerraba los ojos, le inquietaba en su oscuridad el ondeo de banderas negro-amarillas que se agitaban allí a montones. Y tales visiones patrióticas parecían afligir también a otros amigos de la casa Tuzzi. Por lo menos, en todas partes a las que el conde arrimaba la oreja oía hablar de Alemania con el máximo respeto, pero cuando daba a entender que la gran Acción patriótica podría, en el curso de sus acontecimientos, dar al reino hermano alguna pequeña sorpresa, la reverencia se iluminaba con una sonrisa cordial.

Su Señoría había chocado en sus propios dominios con un importante fenómeno. Hay ciertos sentimientos de familia especialmente fuertes; entre ellos se contaba la antipatía contra Alemania difundida antes de la guerra dentro de la familia de los Estados europeos. Quizá era Alemania el país menos unificado espiritualmente, en el cual todos podían encontrar algo con que justificar su aversión; era el país cuya antigua cultura había venido a parar, antes que ninguna otra, bajo las ruedas de los nuevos tiempos, y donde se usaban palabras demasiado altisonantes para designar el oropel y el comercio; era además un país pendenciero, codicioso, fanfarrón y peligrosamente irresponsable, como toda masa excitada; pero todo ello en definitiva sólo era «europeo», y a los europeos aquello les parecía, todo lo más, un poco por encima de lo propiamente europeo. Parece natural que tenga que haber existencias indeseables en las que se acumula el tedio y el desasosiego: algo así como el residuo de una combustión incompleta, resultante de la vida moderna. La posibilidad se trueca repentinamente en realidad dejando hechos una pieza a todos los interesados; y lo que cae mal en esta operación extremadamente desordenada, lo que no cuadra o es inútil y no satisface al espíritu, parece constituir ese odio atmosféricamente distribuido entre todas las criaturas, que es una característica de la civilización moderna y sustituye la desaparecida satisfacción del propio obrar por la fácil insatisfacción de las obras ajenas. La tentativa de englobar este tedio en entidades particulares forma parte de las más antiguas posesiones psicotécnicas de la vida. Así el hechicero extraía del cuerpo del enfermo el fetiche cuidadosamente preparado con anterioridad; y así el buen cristiano transfiere sus culpas al buen judío y afirma que ha sido inducido por él a darse a la publicidad, a la usura, al periodismo y a cosas semejantes. A lo largo de los tiempos se ha cargado la responsabilidad a los truenos, a las brujas, a los socialistas, a los intelectuales y a los militares; y en los últimos años antes de la guerra, por motivos especiales que desaparecen en el conjunto, fue la Alemania prusiana uno de los elementos más grandiosos y queridos en aquella maravillosa operación. En el mundo no solamente Dios tenía Su morada, sino también el diablo. Así como el mal se plasma en cuadros indeseables, el mundo hace del bien un ideal que venera haciendo aquello que parece irrealizable en la propia persona. Se deja que otros hombres forcejeen, mientras que uno observa bien sentado en su puesto: eso es el deporte. Dejar que la gente diga los más grandiosos disparates: eso es el idealismo. Los que quedan salpicados al sacudir el charco del mal: a esos se les llama indeseables. De esta manera encuentra todo en el mundo su lugar y su orden; pero esa técnica de veneración de los santos y de engorde de carneros expiatorios mediante el desasimiento no deja de ser peligrosa, pues electriza al mundo con las corrientes de todos los conflictos interiores sin resolver. Uno se mata o se hermana; ahora bien, no se puede saber si lo hace en serio, porque está ya, en parte, fuera de sí, y todos los acontecimientos parecen tener lugar en medio o detrás de la realidad como una fantasmagoría del odio y del amor. La antigua fe en los demonios, que hacía responsable al Cielo o al Infierno de todo lo bueno o malo experimentado, funcionaba mucho mejor, con mayor precisión y limpieza y sólo se puede esperar en que nosotros, a medida que vaya progresando la psicotecnia, volvamos también a ella.

Sobre todo Kakania era un país especialmente idóneo para el trato con lo ideal y lo no ideal; de todas formas, la vida tenía allí algo irreal, y justamente a los kakanienses espiritualmente más ilustres, que se consideraban herederos y portadores de la célebre cultura del Imperio de Kakania —que se extendía desde Beethoven hasta la opereta— les parecía muy natural estar aliados y hermanados con los del Reich alemán y, sin embargo, no los podían aguantar. Los austríacos se alegraban de poder dar a los prusianos alguna pequeña lección y, cuando observaban los éxitos que conseguían los del reino hermano contemplaban la situación de su propia patria con ojos preocupados. Tal situación se debía principalmente al hecho de que Kakania, Estado que en sus orígenes había valido tanto y más que cualquier otro, con el tiempo había ido perdiendo la satisfacción en su propio ser. Ya se había hecho notar varias veces en el transcurso de las sesiones de la Acción Paralela, que la historia universal se elabora de la misma manera que las demás historias; es decir, a los autores rara vez se les ocurre algo nuevo, por lo que se copian unos a otros cuidando de que lo plagiado encuadre en el nuevo contexto y en las nuevas ideas. A eso se une todavía algo que aún no ha sido mencionado: el gusto que sienten en el ejercicio de la historia; en ello entra la convicción, tan común en ellos, de haber compuesto una historia excelente, pasión que enciende y alarga sus orejas y funde cualquier clase de crítica. El conde Leinsdorf poseía aquella convicción y aquella pasión, que podían ser reconocidas también entre sus amistades; pero en el resto de Kakania se habían perdido y hacía tiempo que se andaba buscando un sustitutivo. En lugar de historia de Kakania se decía historia de la nación en que todo es poesía; en ella se versificaba una historia conforme al gusto europeo que entonces hallaba sus complacencias en novelas históricas y en dramas de disfraces. Así, se producía un fenómeno digno de atención y todavía quizá no justamente valorado: hombres encargados de la tramitación de un asunto cualquiera, como la edificación de una escuela o el nombramiento de un jefe de estación ferroviaria se ponían a hablar del año 1600 o del 400, discutían acerca del candidato que deberían elegir atendiendo a la colonización de las estribaciones de los Alpes en el tiempo de la invasión de los bárbaros, y también teniendo en cuenta las luchas de la Contrarreforma. Tales hombres ilustraban además sus controversias con aquellas nociones de magnanimidad, villanía, patria, fidelidad y virilidad, las cuales constituían más o menos la erudición de la generalidad. El conde Leinsdorf, quien no daba importancia a la literatura, quedaba estupefacto cuando ponderaba el bienestar de todos los labradores, obreros y burgueses que desfilaban ante sus ojos en los viajes a sus propiedades bohemias, habitadas por alemanes y checos. Por eso acudía a él la idea de un virus, de una irritación detestable, para explicarse el descontento tan frenético que mostraba aquella gente de vez en cuando respecto a sus mutuas relaciones y a la sabiduría del gobierno, lo cual se hacía tanto más incomprensible cuanto que se mostraban contentos y en paz con todos, en los intervalos de las crisis y cuando no se acordaban de sus ideales.

La política a la que el Estado recurría para defenderse, la famosa política kakaniense de las nacionalidades, seguía el siguiente método: el gobierno, en ciclos alternos de seis meses, ora procedía con castigos contra una nacionalidad insubordinada, ora la respetaba prudentemente; y como en un columpio se eleva una parte al inclinarse la otra, así también era la conducta del gobierno frente a la «nacionalidad» alemana. Ésta desempeñaba un papel importante en Kakania, porque, en la medida de sus posibilidades, procuraba siempre que el Estado fuera poderoso. La misma «nacionalidad» perseveraba desde hacía muchísimo tiempo en la fe de que la historia kakaniense debería tener algún sentido; pero sólo poco a poco, cuando comprendió que en Kakania se podía comenzar como traidor y terminar de ministro y también a la inversa, ejercer el cargo de ministro y continuar sus funciones de traidor, empezó a sentirse nación oprimida. Quizá no es sólo Kakania donde han tenido lugar cosas semejantes; pero lo característico de este Estado era que allí no se registraban revoluciones ni otra clase de movimientos subversivos, porque todo iba al ritmo del tiempo, siguiendo la trayectoria de un desarrollo natural, tranquilo, pendular, impulsado simplemente por la inestabilidad de los conceptos; en fin, en Kakania no había más que nacionalidad oprimida y una plana superior de personas, auténticos opresores que se lamentaban de estar asediados y de ser estafados. A esta gente le preocupaba además el hecho de que no ocurriera nada, o sea, la falta de historia; y estaba plenamente convencida de que, al final, tendría que pasar algo. Cuando se le ocurría a alguno atacar a Alemania, como parecía ser el caso de la Acción Paralela, nadie lo consideraba inoportuno; pues, en primer lugar, los kakanienses se sentían un poco humillados por sus hermanos del Reich; en segundo lugar, los pertenecientes a los círculos gubernativos se creían alemanes; de modo que de ninguna manera podían acentuar más y mejor la imparcialidad desinteresada de la misión de Kakania.

Por consiguiente, era del todo comprensible que el conde Leinsdorf no se imaginara en aquellas circunstancias que su empresa pudiera considerarse pangermánica. Pero el hecho de ser tenida por tal derivaba de que entre las correspondientes «secciones populares», cuyos deseos debían ser presentados a las distintas comisiones de la Acción Paralela, comenzaban a faltar las representaciones eslavas y a los embajadores ex-tranjeros les iban llegando poco a poco noticias tan tremendas sobre Arnheim, sobre el jefe de sección Tuzzi y sobre un complot alemán contra el elemento eslavo, que algo de ello llegó también, en la confusa forma de rumor, hasta los oídos de Su Señoría. Esto confirmaba su miedo ante el hecho de que, también en los días en que no ocurría nada de especial, se encontraba uno agobiado por una actividad difícil, debida a la imposibilidad de hacer muchas cosas. Pero él, siendo como era un político realista, no vaciló en responder con un movimiento contrario; y, por desgracia, se le escapó la formulación de un cálculo, tan audaz que se pensó al principio en un error político. La presidencia del comité de propaganda —la de aquel cuya misión consistía en hacer popular a la Acción Paralela— estaba todavía vacante y el conde Leinsdorf había tomado la determinación de elegir para tal puesto al barón Wisnieczky, fundando su reflexión en que Wisnieczky, que había desempeñado hacía algunos años el cargo de ministro, pertenecía a un gabinete deshecho más tarde, por los partidos alemanes y que se había dado a conocer como organizador de una política de hostilidad contra Alemania. Su Señoría tenía su plan. Ya en los comienzos de la Acción Paralela, uno de sus pensamientos había sido ganarse para ella previamente a los kakanienses de origen alemán, menos vinculados a la patria que a la nación alemana. Si las otras «estirpes» consideraban a Kakania —lo cual era verdad— como a una prisión y confesaban abiertamente su amor a Francia, Italia y Rusia, esto no pasaba de ser una especie de añoranza lejana y ningún político serio las podía equiparar al entusiasmo que algunos alemanes mostraban por el Reich alemán, el cual abrazaba geográficamente a Kakania y había formado juntamente con éste una sola unidad política hasta la generación precedente. A estos alemanes renegados, cuya actividad causaba en el conde Leinsdorf —ya que también él era alemán— los sentimientos más dolorosos, aludía su dicho famoso: «¡Vendrán por sí mismos!» Entretanto, aquella declaración había ascendido al rango de profecía política sobre la que se fundaba la Acción Paralela; significaba aproximadamente que era necesario conquistar primero para el patriotismo a «los otros grupos de la nacionalidad austríaca»; pues si se conseguía esto, todos los círculos alemanes se verían obligados a seguirles; ya se sabe que excluirse de hacer algo en que todo el mundo participa resulta mucho más difícil que negarse a dar el primer paso en una nueva obra. El plan de aproximación a los alemanes comenzaba así perjudicando a los mismos alemanes y favoreciendo a las demás naciones; el conde Leinsdorf hacía tiempo que se había dado cuenta de ello; pero cuando llegó la hora de la acción actuó él igual que los demás y precisamente esto fue lo que le movió a adjudicar la presidencia del comité propagandístico a Su Excelencia el barón Wisnieczky, quien, a juicio de Leinsdorf, era polaco de nacimiento, pero kakaniense de corazón.

Sería difícil determinar si Su Señoría había hecho la elección con conciencia de que era opuesta a las ideas alemanas, como se lo hicieron saber a continuación; de todas formas, es probable que hubiera creído servir con ella a las auténticas ideas alemanas. La consecuencia fue que inmediatamente se registró, incluso en ambientes alemanes, un movimiento impulsivo contra la Acción Paralela, de suerte que ésta, al fin, fue considerada de una parte como un complot antialemán y por tanto abiertamente combatida, mientras que en la otra parte pasaba como una maquinación pangermánica, evadiéndose de ella desde un principio con toda clase de prudentes pretextos. Resultado tan inesperado como éste no se le escapó tampoco a Su Señoría y en todas partes suscitó serias preocupaciones. El mismo conde Leinsdorf fue castigado de modo especial por tal tribulación; preguntado insistentemente por gente alarmada, tanto por Diotima como por otros directivos, les ponía a aquellos pusilánimes una cara inescrutable, pero de fidelidad al deber, al tiempo que les respondía:

—Nuestro primer intento no nos ha dado inmediatamente un resultado satisfactorio, pero quien persiga un fin alto no ha de mirar a las conclusiones del momento; en todo caso, el interés por la Acción Paralela ha crecido y lo demás, en tanto que nosotros perseveremos, llegará por sí solo.