106 — ¿En qué cree el hombre moderno?, ¿en Dios o en el jefe de una empresa internacional?

INCERTIDUMBRE de Arnheim.

Arnheim solo, en el hotel, asomado a una ventana de su habitación, miraba abajo, a las desnudas copas de los árboles cuyas ramas trenzaban un enrejado bajo el que se movían hombres abigarrados y oscuros, formando dos serpientes entrecruzadas a lo largo del paseo que había comenzado hacia esa hora. Una sonrisa de contrariedad separaba ligeramente los labios del gran hombre.

Hasta entonces no había encontrado dificultades en la señalización de lo que, a su parecer, carecía de alma. ¿Y qué es lo que no carece de alma hoy en día? Las pocas excepciones eran fáciles de ser reconocidas como tales. Al pensamiento de Arnheim acudió, desde la lejanía, el recuerdo de una velada de música de cámara. Se habían reunido varios amigos en su palacio. Los tilos prusianos aromatizaban el ambiente. Sus amigos eran músicos jóvenes, que lo estaban pasando bastante mal; sin embargo, tocaron con entusiasmo la noche entera. ¡Aquello era ánimo, unas horas penetradas en el alma! O bien otro caso: hacía poco que se había negado a continuar pagando un subsidio, concedido durante algún tiempo a un artista. Arnheim había esperado que aquel artista, al saberlo, se enfadaría con él y que se sentiría abandonado por su protector, antes de lograr hacerse; había que decirle que también otros artistas estaban necesitados y cosas parecidas cuya revelación resultaba desagradable. No fue ésa la reacción del artista; al encontrarse con Arnheim en su último viaje dirigió a su mecenas una mirada dura, estrechó su mano y le declaró simplemente: «Me ha puesto en una difícil situación, pero estoy convencido de que un hombre como usted no hace nada sin razones poderosas». A esto se llama un alma viril; Arnheim no rechazó la idea de volver algún día a subvencionar nuevamente a aquel hombre.

En muchos de estos detalles queda todavía algo de alma. Tal observación había sido siempre de gran importancia para Arnheim. Pero cuando hay que entrar en relación directa e incondicional con ella supone un peligro serio para la sinceridad. ¿Estaba por llegar, verdaderamente, un tiempo en que sería posible tomar contacto con las almas sin necesidad de los sentidos? ¿Tenía alguna razón de ser, comparable en valor y en importancia a los fines de la realidad, el tratar el uno con el otro tal como se lo imponía a él y a su maravillosa amiga una necesidad interior? Con la conciencia despierta, él no lo creía ni un solo momento; a pesar de todo, estaba seguro de que favorecía aquella fe de Diotima.

Arnheim se encontraba inmerso en una extraña disociación. La riqueza moral vive hermanada con la pecuniaria; él lo sabía y es fácil comprender por qué es así, pues la moral sustituye el alma por la lógica. Cuando un alma posee moral, entonces no hay para ella problemas morales, sino únicamente problemas lógicos; lo único que se pregunta es si lo que desea hacer cae bajo este o el otro mandamiento, si su intención se ha de interpretar de una manera o de otra, y cosas semejantes; todo ello se puede comparar con una tropa cuyos soldados, hasta entonces salvajes, son sometidos a una disciplina de entrenamiento gimnástico bajo consignas de mando: primero vuelta a la derecha, luego ejercicio de brazos, flexión de piernas, etcétera. Pero la lógica presupone repetición de actos; es claro que, si los acontecimientos se alternaran en torbellino, de modo que nada retornara al mismo lugar, no podríamos hacer el profundo descubrimiento de reconocer que A es igual a A, o que más grande no es más pequeño, sino que lo único que haríamos es soñar; un estado que todo pensador aborrece. Lo mismo vale para la moral; si no hubiera nada que se pudiera repetir, tampoco habría posibilidad de formular prescripciones; y sin poder prescribir algo a los hombres, no daría la moral la menor satisfacción. Esta propiedad, por la que las acciones son reiterables y de la cual están investidas la moral y la razón, va unida al dinero como cualidad inseparable; el dinero se identifica con ella y descompone todos los placeres del mundo en conjuntos de valores adquisitivos con los que se puede emprender lo que se quiera. De ahí que el dinero sea moral y razonable. Y como también es verdad, según todo el mundo sabe, que, al revés, no toda persona moral y razonable posee dinero, se puede concluir que estas propiedades son originarias del dinero o, por lo menos, que el dinero es la coronación de una existencia moral y razonable.

Ahora bien, Arnheim no pensaba a este respecto que la cultura y la religión, por ejemplo, fuesen consecuencia natural del capital; suponía más bien que éste se sometía a aquéllas, pero que las fuerzas espirituales no comprendían suficientemente a las fuerzas activas del ser y que rara vez podían ser exculpadas de ser ajenas a la vida era algo que él gustaba de destacar. Arnheim, el hombre de mirada dominadora, llegó así a hacer otros descubrimientos muy distintos. En efecto, toda acción de pesar algo, todo cálculo y medida, presupone que el objeto de juicio no cambie durante la reflexión; y si esto sucede, hay que activar toda la sagacidad existente para encontrar aún en la mutación algo inmutable. De naturaleza semejante aparece el dinero frente a todas las fuerzas espirituales; según ese modelo, los sabios descomponen el mundo en átomos, leyes, hipótesis y extravagantes signos algebraicos y los técnicos construyen sobre estas ficciones un mundo nuevo. Para un propietario de una industria gigantesca, bien instruido sobre la naturaleza de las fuerzas que le sirven, era aquello tan corriente como son al promedio de los lectores alemanes de novelas las representaciones morales de la Biblia.

Esta necesidad de evidenciación, reiterabilidad y solidez, condición indispensable para el feliz resultado de todo pensamiento y plan —en estos términos seguía reflexionando Arnheim sin dejar de mirar a la calle—, se satisface siempre en el dominio del alma mediante una forma de violencia. Quien desee construir sólidamente en el hombre ha de restringirse a las cualidades y pasiones más bajas, porque sólo tiene consistencia aquello que más estrechamente unido está al egoísmo y que en todas partes puede ser tomado en cuenta; las intenciones superiores son dudosas, contradictorias y fugaces, como el viento. El hombre que sabía que antes o después llegaría a imponerse el gobierno de las naciones a base de los sistemas empleados en la dirección de una fábrica miraba hacia abajo al hervidero de uniformes y a los rostros altivos, con una sonrisa en que se mezclaban superioridad y melancolía. No cabía lugar a duda: si Dios volviese hoy a instaurar entre nosotros el reino milenario, no habría hombre práctico y experimentado que le diera su confianza, a no ser que Aquél tomara medidas penales de seguridad, además del Juicio Final, con policías, guardia civil, ejército, con artículos legales relativos a los delitos de alta traición, con poderes gubernativos y con todo lo necesario para reducir el incalculable rendimiento del alma a estos dos hechos fundamentales: la garantía por parte del futuro habitante del Cielo de que cumpliría todo lo exigido únicamente se puede conseguir mediante la intimidación y apretando los tornillos, o bien mediante el soborno de sus deseos; en una palabra, sólo mediante «métodos duros».

Pero entonces intervendría Paul Arnheim y le diría al Señor:

—¿Por qué, Señor? El egoísmo es la propiedad más segura de la vida humana. Gracias a él han conseguido el político, el soldado y el rey ordenar Tu mundo con astucia y coacción. Ésa es la melodía de la humanidad; Tú y yo tenemos que reconocerlo. Desterrar la coacción supondría debilitar el orden. Hacer al hombre capaz de lograr grandes cosas, aunque sea un bastardo: ¡he ahí nuestro deber primordial! Luego dirigiría Arnheim una sonrisa humilde al Señor, con tranquilidad, a fin de recordarle lo importante que es aceptar con humildad los grandes misterios. Después proseguiría su discurso: —¿Y no es el dinero un método de dirigir las relaciones humanas tan seguro como el de la violencia? ¿Y no nos permite renunciar a su ingenuo empleo? El dinero es violencia espiritualizada, una forma particular, dúctil, refinada, creadora, de la violencia. ¿No se funda el negocio en la astucia y en la coacción, en el fraude y en la explotación, si bien estos elementos son civilizados, transferidos enteramente al interior del hombre y revestidos por fuera con la apariencia de la libertad? El capitalismo, como organización del egoísmo según la jerarquía de las fuerzas adquisitivas, es el orden más perfecto y más humano que hemos podido crear nosotros para honra y gloria Tuya; entre las medidas humanas no hay una más exacta. Y Arnheim le hubiera sugerido al Señor la idea de organizar el reino milenario de acuerdo con los principios del comercio y de confiar su administración a un gran hombre de negocios al que no le debía faltar, naturalmente, una vasta cultura filosófica. Pues, por lo que respecta a la pura religión, a ésta le ha tocado siempre sufrir mucho y, en relación con la inseguridad exis— tencial de los tiempos de guerra, una dirección comercial reportaría incluso a aquélla grandes ventajas.

Así hubiera hablado Arnheim, ya que una voz profunda le decía claramente que no se puede renunciar al dinero como no se puede renunciar a la razón y a la moral. Pero otra voz, igualmente profunda, le dijo con la misma claridad que habría que atreverse a renunciar a la razón, a la moral y a toda existencia racionalizada. Y esta voz era casi la más poderosa, precisamente en los vertiginosos momentos en los que él no sentía otro deseo que el de estrellarse, como un errante satélite, contra la masa solar de Diotima. Entonces, el crecimiento de los pensamientos le parecía tan extraño y tan extrínseco como el de las uñas y el del cabello. La vida moral se le presentaba como algo muerto y un secreto aborrecimiento del orden y de la moral le hacía sonrojarse. A Arnheim le ocurría lo mismo que a su época. Ésta adora el dinero, el orden, la ciencia, el cálculo, las medidas y pesos, en resumidas cuentas, el espíritu del dinero y sus afines; pero al mismo tiempo lo lamenta. Nuestros contemporáneos manejan el martülo y la regla de cálculo durante las horas de trabajo, y fuera de ellas se conducen como un corro de niños que, llevados por la presión del problema «¿y ahora qué hacemos?», corren de una exageración a otra, causándoles esto al final una sensación de disgusto; no pueden deshacerse de esa voz interior que les exhorta a la conversión. A este fin se ordena el principio de la división del trabajo, por el cual se encarga de tales presentimientos y lamentos a intelectuales especializados: confesados y confesores, traficantes de indulgencias, misioneros literarios y predicadores; si uno no se ve personalmente en la situación de atenerse a ellos, se da mucho valor al saber que existe esa clase de gente; y el mismo significado de esta clase de rescates morales tienen las frases y medios pecuniarios que anualmente sumerge el Estado en instituciones culturales sin fondo.

La división del trabajo era también propiedad de Arnheim. Cuando se sentaba en su despacho de director y examinaba las cuentas se hubiera avergonzado de no pensar como negociante y técnico; pero tratándose de un asunto donde no entraba en juego el dinero de su empresa se hubiera avergonzado de no reflexionar al revés y de no proclamar que había que ofrecer al hombre la posibilidad de elevarse por otros caminos que no fueran el erróneo de la regularidad, de las prescripciones, de la unicidad de medidas y de otras cosas semejantes, cuyos resultados son absolutamente extrínsecos y, en realidad, accesorios. No cabe duda de que a este otro camino se le llama religión; Arnheim había escrito libros sobre este tema. En aquellos libros había hablado también de mitos, de la vuelta a la simplicidad, del reino del alma, de la espiritualización de la economía, del ser de la acción y de otras cosas por el estilo que llenaban muchas páginas; estrictamente hablando, el asunto presentaba tantos aspectos cuantos apreciaba él en sí mismo cuando se ocupaba desinteresadamente de su persona, tal como tiene que hacer un hombre con grandes misiones en perspectiva. Pero el destino habría de hacer que aquella división del trabajo se frustrara en la hora decisiva. En el momento en que quería arrojarse al fuego de su sentimiento, o en que sentía la necesidad de ser tan grande y entero como las figuras de los tiempos primitivos, tan despreocupado como puede serlo únicamente el verdadero noble, tan íntegramente religioso como lo exige la cordialidad del amor; en el momento, pues, en que, sin mirar a sus pantalones ni a su futuro, deseaba postrarse a los pies de Diotima, una voz le retenía. Era la voz inoportuna de la razón o, como él se decía irritado, la del cálculo y la del pataleo, que hoy se oponen dondequiera a la edificación de una vida elevada al misterio del sentimiento. Odiaba aquella voz y al mismo tiempo sabía que no le faltaba razón. Pues suponiendo que se pueda hablar de luna de miel: ¿en qué forma se figuraba él que habría de vivir con Diotima, una vez transcurrida la luna de miel? Él volvería a sus negocios y afrontaría juntamente con aquella mujer las demás obligaciones de la vida. El año se repartiría entre operaciones financieras y descansos en el seno de la naturaleza, de la parte animal y vegetativa de su propio ser. Quizá sería posible un gran consorcio, verdaderamente humano, de actividad y calma, de necesidad vital y de hermosura. Aquello era muy apetecible y se cernía ante Arnheim como un fin. Según él, no poseía capacidad para hacer grandes operaciones financieras quien no conociera el desahogo y la relajación absolutas, el tenderse cuan largo era uno, apartado del mundo, vestido quizá sólo con un delantal. Pero una satisfacción salvaje, muda, urgía dentro de Arnheim, pues todo aquello estaba en contradicción con el sentimiento inicial y final que Diotima despertaba en él. Diariamente, cuando volvía a ver a aquella mujer, a aquella clásica figura con un algo moderno de obsequiosa redondez, Arnheim se desconcertaba, sentía un derretimiento escurridizo de sus fuerzas, la imposibilidad de hospedar en su interior a aquella criatura equilibrada, estática, armónicamente engastada en su propia órbita. Aquello no era ya un sentimiento sublimemente humano, como tampoco sólo humano. Todo el vacío de la eternidad se encerraba en aquel estado. Arnheim contemplaba la belleza de su amada con ojos que parecían haberla buscado durante mil años y que ahora, al encontrarla, quedaban repentinamente desocupados, lo cual revelaba su incapacidad con los rasgos inconfundibles del estupor, del asombro casi idiota. El sentimiento no suministraba ya contestación alguna a aquel exceso de postulados y sólo se podía comparar al deseo de dejar que un cañón les disparara a los dos juntos hacia los espacios celestes.

Diotima, siempre tan delicada, había encontrado también la palabra justa. En uno de aquellos momentos se acordó de que ya el gran Dostoievski había descubierto una cierta relación entre amor, idiotez y santidad interior; pero los hombres actuales, los que no habían conocido la Rusia creyente, necesitaban primero de una redención especial para poder entender aquel pensamiento.

Aquellas palabras traducían la más secreta sensación del corazón de Arnheim.

El instante en que fueron pronunciadas fue uno de aquéllos, llenos de supraindividualismo y al mismo tiempo de supraobjetividad que hacen subir los humos a la cabeza como una trompeta estreñida de la que no pueden salir los sonidos; nada había allí que no fuera importante, empezando por la más diminuta jicara del estante —colocada en el espació como un Van Gogh— hasta los cuerpos humanos que, inflamados y elevados por lo indecible, parecían hacer fuerza sobre él.

Diotima dijo asustada: —Lo que haría más a gusto ahora es bromear; el humor es hermoso, flota sobre los fenómenos, libre de toda concupiscencia.

Arnheim sonrió. Se había levantado y estaba moviéndose por la habitación para desentumecerse. —Si yo la despedazara; si me diera a mí por vociferar y bailar; si me abriera la garganta para arrancarme el corazón y entregárselo a ella: ¿habría de ocurrir entonces un milagro? —se preguntó a sí mismo. Pero a medida que fue enfriándose se reintegró también a sus cabales.

Aquella escena se había hecho ahora presente y viva en la memoria de Arnheim. Su mirada volvió a posarse, gélida, sobre la calle, bajo sus pies. —Verdaderamente sería necesario el milagro de una redención —se dijo—, y otros hombres deberían poblar la tierra antes de que se pueda pensar en la realización de semejante cosa. Ya no se esforzó más por adivinar cómo y de qué necesitaría ser redimida la humanidad. Regresó a su escritorio abandonado media hora antes, a sus cartas y papeles, y llamó a Solimán para que hiciera pasar a su secretario.

Mientras le esperaba y redondeaba en pensamiento las primeras frases del dictado, lo experimentado se cristalizó interiormente en una bella figura cuya moralidad dejaba mucho que desear. —A un hombre consciente de su responsabilidad —se dijo Arnheim convencido— le está permitido, al hacer donación de su alma, sacrificar los intereses, pero nunca el capital.