105 — Los amantes de sentimientos elevados no están para bromas

A continuación de su excursión a la montaña, Arnheim había prolongado su ausencia más de lo acostumbrado. La expresión «ausencia», que él mismo empleaba sin darse cuenta, era impropia, y para decirlo correctamente hubiera debido emplear la de «fuera de casa». Pensaba Arnheim que diversos motivos habían hecho urgente la necesidad de tomar una determinación. Se sentía perseguido por desagradables sueños en estado de vigilia; nunca hasta entonces había albergado semejantes pensamientos en su austera cabeza. Uno sobre todo era particularmente obstinado: se veía situado junto a Diotima en lo más alto de la torre de una iglesia; bajo sus pies, el paisaje permanecía verde durante un momento y luego saltaban ambos al vacío. Entrar por la noche en el dormitorio de los Tuzzi sin fines caballerosos era lo mismo que dispararle un tiro al jefe de sección. También hubiera podido Arnheim derribarle en un duelo, pero eso le parecía menos natural; aquella fantasía había sido ya agravada por demasiadas ceremonias reales; y cuanto más se aproximaba Arnheim a la realidad, tanto más desagradable se hacía el crecimiento de los obstáculos. En definitiva, no estaba descartada la posibilidad de acudir, por decirlo así, libremente y con confianza al señor Tuzzi para solicitarle la mano de su esposa. ¿Pero qué iría él a decir? Colocarse en una situación llena de posibilidades significaba exponerse a hacer el ridículo. Suponiendo que Tuzzi hubiera de responder con una actitud humana y reducido el escándalo a su mínima expresión —e incluso en el caso de no darse escándalo alguno, ya que comenzaba a tolerarse el divorcio aun en la mejor sociedad—, todavía se imponía la verdad de que un soltero de edad avanzada hace siempre un poco el ridículo al contraer un matrimonio tardío, así como también sucede lo mismo cuando a un matrimonio les nace un hijo al celebrar sus bodas de plata. Y si Arnheim se decidía a dar un paso crucial en su vida, su responsabilidad respecto a los negocios exigiría que se casara con una gran viuda americana o con una dama afín a la nobleza imperial por lo menos, y no con la mujer divorciada de un funcionario burgués. Para él, todo acto, incluso el sexual, estaba penetrado de responsabilidad. En un tiempo como el presente, en que es tan raro el sentido de la propia responsabilidad en lo que se hace o se piensa, no era sólo la ambición personal la que ponía tales objeciones, sino precisamente una necesidad suprapersonal de armonizar el poder desarrollado en las manos de Arnheim, o sea, aquella organización que, nacida originariamente del deseo de dinero, había crecido por encima de él, tenía una razón y voluntad propias, se debía engrandecer y consolidar, podía caer enferma y anquilosarse si no se activaba. Había que armonizar, pues, tal poder con las fuerzas y jerarquías del mundo, cosa que no había tenido reparo en revelársela a Diotima, si mal no recordaba. Claro que Arnheim podía permitirse también pretender a una pastora de cabras, pero se lo podía permitir sólo personalmente, siendo siempre posible excusarle como víctima de una debilidad personal.

No obstante, era cierto que había propuesto a Diotima el matrimonio. Lo había hecho porque quería evitar las complicaciones del adulterio, incompatibles con un orden de vida concienzudo. Diotima se lo había agradecido con un apretón de manos y con una sonrisa, inspirada en los más artísticos cuadros de la historia, al tiempo que le había dicho: —¡No hay que creer nunca que amamos más sinceramente a aquellos a los que abrazamos…! Después de esta respuesta, tan ambigua como la amarillenta seducción del cáliz de un austero lirio, a Arnheim le había faltado valor para repetir su solicitud. Pero en su lugar surgieron conversaciones de carácter general, en las cuales las palabras divorcio, matrimonio, adulterio y parecidas demostraban el urgente deseo de ser des-tacadas. Así, Arnheim y Diotima se habían preocupado repetidas veces de profundizar en el tema del adulterio tal como era considerado en la literatura moderna; y Diotima opinaba que este problema era afrontado en su sentido puramente sensual y sin relación alguna con los altos valores de la disciplina, del renunciamiento y de la ascesis heroica, opinión desgraciadamente compartida también por Arnheim, de modo que lo único que le quedaba a éste por añadir era que el sentido del profundo misterio de la persona humana se ha echado a perder hoy día casi universalmente. Este misterio consiste en aceptar que no todo es permisible. Las épocas en que se ha proclamado la licitud total han hecho infelices a los que las han vivido. Disciplina, continencia, caballerosidad, música, costumbres, poesía, forma, prohibiciones, todo esto no tiene otra justificación que la de dar a la vida una configuración definida y limitada. La felicidad sin límites no existe. No hay felicidad grande sin grandes prohibiciones. Tampoco en los negocios se puede correr detrás de cualquier ventaja; tal actitud no conduce a nada. En la limitación está el secreto de la propia personalidad, el secreto de la fuerza, el de la felicidad, el de la fe y el del deber del hombre de considerarse un ser microscópico en medio del universo. Así se explicaba Arnheim y Diotima no podía menos de declararse conforme. En cierto sentido, una consecuencia deplorable de tales exteriorizaciones era el hecho de que ellos concedieran al concepto de legitimidad una plenitud de sentido que no cuenta para la generalidad de las personas. Sin embargo, las almas grandes siempre sienten sed de legitimidad. En horas de encumbramiento se vislumbra la vertical severidad del todo. Y el comerciante, aunque domine el mundo, respeta la realeza, la nobleza y el clero como elementos portadores de lo irracional. Pues lo legítimo es simple, como simple es todo lo grande y no necesita de inteligencia. Homero fue un hombre simple. Sencillo fue también Cristo. Los grandes espíritus vuelven siempre a los principios simples e incluso —por qué no decirlo— ocupan los puestos vulgares de la moral; en resumidas cuentas: a nadie le resulta tan difícil como a las almas verdaderamente libres el obrar contra los usos y costumbres.

Semejantes apreciaciones, en cuanto verdaderas, no son favorables al propósito de asaltar un matrimonio ajeno. Así, Arnheim y Diotima se encontraban en la situación de dos personas unidas a veces por un estupendo puente levadizo, en cuyo intermedio se abría oficialmente un foso de pocos metros que les impedía el paso al encuentro recíproco. Arnheim lamentaba profundamente no poseer una chispa de aquella concupiscencia que es idéntica en todas las cosas y que arrastra al hombre hacia un negocio peligroso, igual que hacia un amor irreflexivo; después de aquellos lamentos pasó a hablar detalladamente de la concupiscencia. La concupiscencia, siguiendo su opinión, es precisamente el sentimiento correspondiente, en nuestra era, a la cultura racional. Ningún otro sentimiento se orienta tan unívocamente como éste a su propio fin. Se hinca como una flecha enérgicamente disparada y sin la oscilación de una banda de pájaros en la cambiante lejanía. Empobrece el alma como la empobrecen también el cálculo, la matemática y la brutalidad. De este modo reprobatorio se expresó Arnheim sobre la concupiscencia, sintiéndola vocear en su interior como un esclavo encadenado en el sótano.

Diotima hizo una nueva tentativa. Extendió la mano al amigo y le rogó: —¡Prefiramos callar! La palabra puede alcanzar grandes cosas, pero hay cosas todavía mayores. La auténtica verdad que une a dos personas no se puede expresar. En cuanto nos ponemos a hablar, las puertas se cierran; la palabra sólo sirve en las comunicaciones irreales, se habla en las horas en que no se vive…

Arnheim asintió: —Tiene razón, la palabra consciente de sí misma da a los movimientos invisibles de nuestro interior una forma caprichosa y pobre.

—¡No hable! —repitió Diotima posando su mano sobre el brazo de Arnheim—. Cuando estamos callados me da la impresión de que nos regalamos mutuamente un momento de vida. Después de una pausa retiró su mano y suspiró: —Hay minutos en que se ven brillar las piedras preciosas ocultas en el alma.

—Quizá llegue un día —añadió Arnheim—, y se dan muchas pruebas de su proximidad, en que las almas se mirarán unas a otras sin necesidad de los sentidos. Las almas se unen cuando se separan los labios.

Los labios de Diotima se pronunciaron arrugados hacia adelante, formando como la corola inclinada de una flor en la que penetra una mariposa. Estaba, en espíritu, completamente embriagada. Característica del amor, así como también de todos los demás estados de exaltación, es quizá una ligera ilusión interpretativa; en todas partes donde caía una palabra se iluminaba un significado múltiple, aparecía como un dios velado y se deshacía en silencio. Diotima había conocido aquel fenómeno en sus horas de éxtasis solitario, pero nunca hasta entonces había llegado al límite todavía soportable de la felicidad espiritual; reinaba en ella una verdadera anarquía de superabundancia, una ligereza de movimientos de lo divino parecida al deslizamiento sobre patines, y a veces le parecía estar próxima a caer desmayada.

Arnheim le salía al paso con grandes frases. Intercalaba detenciones y pausas. Luego, volvía a envolverlos a los dos la tensa red de profundos pensamientos.

Lo angustioso de aquella amplia felicidad era que no permitía concentración. Continuamente se levantaban en Arnheim olas temblorosas, propagadas en infinitos círculos concéntricos hasta alcanzar la lejanía, pero nunca se unían para emprender juntos una acción torrencial. Diotima, sin embargo, había llegado tan lejos que, al menos en espíritu, consideraba delicado y superior preferir los riesgos del adulterio a la grosera catástrofe del aniquilamiento de un plan de vida y Arnheim hacía tiempo que se había decidido moralmente a aceptar aquel sacrificio y a casarse con ella. De una manera o de otra se podían otorgar ambos todos los minutos que quisieran, lo sabían; pero no sabían cómo tenían que quererlo, pues la felicidad elevaba sus almas, para ello creadas, a una altura tan sublime que sentían miedo ante los movimientos desagradables: temor naturalismo en personas con una nube por pedestal.

Así, sus espíritus habían absorbido todo lo que de grande y hermoso había derramado la vida en ellos, pues en el momento álgido experimentaban una extraña decepción. Los deseos y vanidades, que habían llenado generalmente su ser, yacían ahora a sus pies, como casitas y granjas de juguete en el fondo del valle, con cacareos, ladridos y demás ruidos ahogados en la calma. Lo que quedaba era silencio, vacío y profundidad.

—¿Seremos nosotros de los elegidos? —pensaba Diotima viéndose en la cumbre más alta del sentimiento así creado y presintiendo algo martirizador e inimaginable. Y no sólo Diotima sabía de experiencias de grado inferior, sino también un hombre poco digno de confianza como su primo; recientemente se había escrito mucho sobre ellas. Pero si no engañaban los informes, cada mil años se dan épocas en las que el alma se encuentra más próxima al despertar y abierta a la luz de la realidad gracias a la acción de unos individuos aislados, sometidos a otros trabajos, además del simple leer y hablar. A este respecto, entre los pensamientos de Diotima apareció repentinamente la misteriosa figura del general que no había sido invitado. Y, dirigiéndose al amigo ocupado en buscar nuevas palabras, le dijo suavemente mientras la excitación tensaba entre ambos un arco tembloroso: —¡La inteligencia no es el único medio de que disponen dos personas para entenderse!

Y Arnheim contestó: —No —su mirada penetró horizontal, como un rayo del sol poniente, en los ojos de Diotima—. Ya lo ha dicho usted antes: la auténtica verdad que une a dos personas no se puede expresar; todo esfuerzo en este sentido quedará frustrado.