ENTRE los altos dignatarios de la casa Tuzzi y la abundancia de ideas allí reunidas se desenvolvía una criatura escurridiza, versátil, entusiasta, no alemana. Sin embargo, Raquel, la pequeña camarera, era como la mozartiana música de cámara. Abría la puerta y se disponía con los brazos extendidos a recibir el gabán de los huéspedes. Ulrich habría querido saber si era verdaderamente consciente de su vinculación a los Tuzzi y buscaba la respuesta en sus ojos; pero los ojos de Raquel se volvían a otra parte o resistían a su mirada como dos ciegos lunares de terciopelo. A Ulrich le parecía que la primera vez que se habían cruzado sus ojos con los de ella la mirada de Raquel había sido distinta y observó, en aquella ocasión, que desde el oscuro ángulo de la antesala los pasos de Raquel eran seguidos por unos grandes ojos como dos caracoles blancos; eran los ojos de Solimán. Pero la pregunta de si no sería acaso aquel joven la causa del retraimiento de Raquel permaneció en suspenso por el hecho de que Raquel no respondía a las miradas del muchacho y se retiraba en seguida tras anunciar cada visita.
La verdad era más romántica de cuanto los curiosos se podían imaginar. Desde que Solimán había conseguido, instigado por tercas sospechas, envolver en oscuras intrigas la resplandeciente figura de Arnheim, habiendo logrado que la infantil admiración de Raquel por Diotima sufriera menoscabo como efecto de aquel cambio, todo lo que ella sentía de apasionada adhesión a una buena conducta y de amor servil se concentraba ahora en Ulrich. Raquel, convencida por Solimán de la necesidad de vigilar los acontecimientos de aquella casa, andaba celosamente al acecho de novedades tras de las puertas y durante el servicio y había escuchado también algunas conversaciones entre el jefe de sección Tuzzi y su esposa. En consecuencia, la situación de Ulrich, medio adversa y medio afectiva, ante la actitud de Diotima y Arnheim no se le había escapado y correspondía exactamente al sentimiento oscilante entre rebelión y remordimiento que abrigaba para su ignorante señora. Además, se acordaba ahora muy bien de haber advertido en una ocasión, ya lejana, que Ulrich había deseado algo de ella. Pero Raquel no pensaba que su persona le pudiera gustar. Sin duda, desde que la habían echado de su propia casa y queriendo mostrar a sus familiares de cuánto era ella capaz, Raquel esperaba perseverante a que le cayera algún día la fortuna: una herencia fortuita; confiaba en que se llegaría a descubrir que era la hija abandonada de una familia noble, buscaba también la oportunidad de salvar la vida de un príncipe; pero no se le había ocurrido pensar nunca en la simple posibilidad de gustar a un señor que frecuentaba la casa de su señora, de poder hacerse su amante y de casarse con él. Por eso se pre-ocupaba nada más que de prestar un gran servicio a Ulrich. Ella y Solimán eran los que habían mandado la invitación al general al enterarse de que éste estaba amistosamente relacionado con Ulrich; pero lo hicieron también porque había que poner en movimiento las cosas y porque un general, dados todos aquellos antecedentes, parecía una personalidad muy a tono con aquella Acción. Sin embargo, debido a que Raquel obraba en connivencia secreta y casi telepática con Ulrich, no se podía evitar que entre ella y él —al que la pequeña vigilaba con curiosidad— mediara aquella avasalladora conformidad, gracias a la cual todos los movimientos, secretamente observados, de sus labios, ojos y dedos, representaban para ella los papeles de actores de los que Raquel pendía con la pasión de una persona que ve escenificada su sencilla existencia. Y cuanto más consciente se hacía de que aquella correlación oprimía sus pechos con no menos tirantez que un vestido ceñido al encorvarse para mirar por el agujero de la cerradura, tanto más culpable se sentía de no oponer más resistencia a las oscuras solicitaciones con que Solimán la cortejaba por aquel mismo tiempo. Éste era el motivo, ignorado de Ulrich, por el que Raquel respondía a su curiosidad con el respetuoso y apasionado de-seo de mostrarse una muchacha bien educada y ejemplar.
Inútilmente se preguntaba Ulrich por qué tendría que ser tan casta aquella criatura nacida para el juego del amor; Raquel lo parecía en tal grado que hacía casi pensar en una frígida obstinación, no muy rara en mujeres graciosas. Pero cambió de idea y quedó quizá un poco decepcionado al presenciar un día una escena sorprendente. Arnheim acababa de llegar, Solimán se había agachado junto a la puerta de la asamblea, en la antesala y Raquel se retiró tan rápida como siempre. Pero Ulrich aprovechó el momento de la agitación producida por la entrada de Arnheim para salir fuera y coger un pañuelo de su abrigo. La luz se había apagado nuevamente; mas Solimán, todavía allí, no se dio cuenta de que Ulrich, desaparecido en la sombra de los bastidores, había simulado simplemente el abrir y cerrar de la puerta, dando la sensación de haber vuelto a abandonar la antesala. El negro se enderezó luego cautelosamente y sacó de su cazadora una gran flor. Fue un gladiolo blanco, hermoso; lo contempló; después emprendió la búsqueda de Raquel, andando sobre las puntas de los pies y pasando por delante de la cocina. Ulrich, que sabía ya dónde se encontraba la habitación de la doncella, le siguió discretamente y vio lo que sucedía a continuación. Solimán apretó la flor contra sus labios y la colocó luego en el picaporte, doblando violentamente el tallo para introducir su extremo en el agujero de la cerradura.
Había sido difícil extraer del ramo aquel gladiolo; había tenido que realizar la maniobra de paso hacia Raquel y había tenido que esconderlo disimuladamente para no ser visto. Raquel sabía apreciar tales atenciones. Ser descubierta y despedida era para ella, sin embargo, equivalente a Muerte y Juicio Final; por eso le resultaba desagradable tener que guardarse continuamente y en todas partes de Solimán y le hacían poca gracia los pellizcos que éste le daba en las piernas al salir repentinamente de su escondrijo, sin que ella pudiera gritar; pero no la dejaba de impresionar que hubiera alguien que se arriesgara a colmarla de atenciones, se tomara la gran molestia de espiar todos sus pasos y pusiera a prueba su carácter en situaciones difíciles. Aquel pequeño mono apretaba el acelerador de tal manera que a Raquel le parecía insensato y peligroso; así lo experimentaba ella. A veces, contrariando a sus propios principios, sin prescindir de todas las descabelladas esperanzas que llenaban su cabeza y aparte de los importantes acontecimientos en lejana perspectiva, sentía Raquel el pecaminoso deseo de aprovecharse sin reservas de los gruesos labios de aquel moro de sangre real, siempre al servicio de la pequeña muchacha de servicio.
Un día le preguntó Solimán si ella tendría valor. Arnheim había salido al monte en compañía de Diotima y de algunos de sus amigos y a él no le había llevado consigo. La cocinera había recibido veinticuatro horas de permiso y el jefe de sección Tuzzi iría a comer al restaurante. Raquel había hablado a Solimán sobre los restos de cigarrillos que había encontrado en su cuarto y la preocupación de Diotima acerca de la interpretación que daría a aquello la pequeña fue resuelta de común acuerdo por ésta y por el moro con el supuesto de que algo tendría que estar pasando en el concilio cuando exigía de ellos un aumento tal de actividad. Al preguntarle Solimán si tendría ella valor, le había revelado su intención de quitar a su señor los documentos que autentificaban su noble ascendencia. Raquel no creía en la existencia de tales papeles, pero toda aquella fascinante intriga le causaba la impresión de que algo había de ocurrir. Habían convenido en que Raquel conservaría la cofia blanca y el delantal de camarera cuando Solimán viniera por ella y la acompañara al hotel, a fin de que pudieran creer los demás que había sido enviada por sus señores con algún recado. Cuando salieron a la calle, de la pechera del delantal, guarnecido de encajes, ascendió una ola de calor tan espeso que a Raquel se le nublaron los ojos. Pero Solimán, impertérrito, detuvo un coche; desde hacía algún tiempo disponía de mucho dinero, pues Arnheim andaba bastante despistado. Se envalentonó también Raquel y subió al coche delante de todos, como si fuera su deber de profesión ir de paseo con un negrito. Era por la mañana y las aceras volaban con la elegante ociosidad frecuente en aquellas calles, mientras que Raquel había vuelto a intranquilizarse como por el apuro de un robo en perspectiva. Procuró acomodarse en el coche adoptando la postura que había observado en Diotima; pero arriba y abajo, allí donde la tocaban los almohadones, sentía un confuso movimiento de balanceo. El coche iba cerrado y Solimán aprovechó la oportunidad que le brindaba el cuerpo recostado de la doncella para sellar sus labios con el ancho cuño de su boca. Bien se les podía haber visto a través de la ventana, pero el coche volaba y una sensación evocadora del suave hervor de un líquido aromático se derramaba de los oscilantes cojines, al costado de Raquel.
El moreno no tuvo reparo en hacer parar el coche frente a la entrada del hotel. Los criados, en mangas de camisa de seda negra y con sus delantales verdes, se echaron a reír al ver bajar del coche a Raquel; el portero curioseó a través de la puerta de cristal mientras Solimán pagaba al cochero y Raquel creyó que el empedrado cedía bajo sus pies. Pero luego pensó que Solimán tendría que gozar de gran reputación en aquel hotel, pues nadie les detuvo al cruzar el inmenso vestíbulo de columnas. En el salón estaban sentados algunos señores, quienes desde sus butacones siguieron a Raquel con la mirada. Ella volvió a avergonzarse profundamente; después, subió la escalera donde se encontró con varias muchachas vestidas igual que ella, de negro y con sus cofias blancas, sólo que no tan elegantes; se imaginó entonces ser ella como un explorador que, perdido en una isla desconocida y quizá peligrosa, tropieza con seres humanos.
A continuación entró Raquel, por primera vez en su vida, en la habitación de un hotel de lujo. Solimán cerró ante todo las puertas; luego se creyó en el deber de besar nuevamente a su amiga. Los besos que se cambiaban desde hacía algún tiempo Raquel y Solimán tenían algo del ardor de los besos infantiles; más que peligrosos asaltos eran confirmaciones; y también ahora, lo más urgente que le pareció a Solimán al verse solo con Raquel en una habitación fue cerrar las puertas de la manera más romántica que pudo. Bajó las persianas y tapó el agujero de las cerraduras. También a Raquel le excitaron tanto aquellos preparativos, que no le quedó tiempo para pensar en su atrevimiento y en la vergüenza que le causaría ser descubierta.
En seguida la acercó Solimán a los armarios y bártulos de Arnheim; todos estaban abiertos, menos uno. Era, pues, claro que sólo en éste podía ocultarse el secreto. El moreno tomó las llaves de las maletas abiertas y las probó en la cerradura. Ninguna servía. Solimán insistió una y otra vez; toda la provisión de camellos, príncipes, mensajeros secretos y sospechas sobre Arnheim quedaron desembalados por su lengua. Pidió a Raquel una horquilla de su cabeza e intentó formar con ella una ganzúa. Al resultar esto inútil, cogió todas las llaves de los armarios y de las cómodas, las extendió ante sus rodillas y permaneció un momento agachado, reflexionando sobre una nueva decisión que tomar. —Ya ves cómo se previene de mí —dijo a Raquel rascándose la nariz—. Pero a ti te dará igual que comience mostrándote todo lo demás.
Presentó, pues, a Raquel la desconcertante riqueza de las maletas y armarios de Arnheim. Ella, en cuclillas frente a la exposición, y con las manos cogidas entre las rodillas, contemplaba con curiosidad los objetos. Una de las cosas que nunca había visto hasta entonces era el guardarropa íntimo de aquel hombre, uno de los hombres mejor servidos por los más delicados placeres. Su buen señor no vestía mal, claro está, pero no tenía ni dinero ni especial interés para hacerse con las más refinadas invenciones de sastres, camiseros y otros fabricantes de lujosos artículos de hogar y de viaje; tampoco su dueña poseía cosas tan exquisitas, tan delicadas y tan difíciles de usar como aquel hombre de tan ilimitada opulencia. Raquel admiró horrorizada aquellos tesoros; y Solimán, orgulloso de la impresión que causaba con las posesiones de su señor, sacó todo lo que encontró, puso en marcha todos los aparatos y reveló solícito todos los secretos. Raquel comenzaba a sentirse cansada cuando de repente se le impuso una extraña comprobación. Hacía algún tiempo que venía viendo en la ropa interior y en el ajuar de Diotima cosas parecidas a las que estaba descubriendo ahora. No eran ciertamente tan numerosas ni de tanto valor como éstas; pero, comparadas con la anterior simplicidad monacal, resultaban francamente más afines a la fastuosidad ahora contemplada que a la severidad de antes. En aquel momento se apoderó de Raquel la escandalosa sospecha de que las relaciones entre su señora y Arnheim no fueran tan espirituales como ella había creído.
Se puso colorada hasta en la raíz del pelo.
Sus pensamientos no habían tocado aquel tema desde que servía en casa de Diotima. La majestad del cuerpo de su señora había absorbido la atención de sus ojos, sin pararse a reflexionar sobre el empleo de tal majestad; se había tragado la pildora con su envoltura. Su satisfacción por poder vivir en medio de una sociedad de alto rango había sido tan grande que, en todo aquel tiempo, para Raquel, a su vez tan accesible a la seducción, un hombre no era precisamente un ser del otro sexo, sino sencillamente una persona extraña, romántica y novelesca. A medida que su nobleza de corazón iba haciéndose más pueril, el hombre la reintegraba al estado de sus años anteriores a la pubertad, cuando es tan fácil entusiasmarse desinteresadamente por una grandeza ajena; sólo así se podía explicar que las fábulas de Solimán, que hacían reír despreciativamente a una cocinera, encontraran en Raquel acogida y debilidad embriagadoras. Pero mientras ella, inclinada hacia el suelo, veía claras las relaciones adúlteras de Arnheim y Diotima, se completaba en su interior una transformación iniciada desde hacía tiempo y consistente en el paso de un estado artificial del alma a otro sospechoso del mundo y de la carne.
Raquel se despojó repentinamente de todo romanticismo, se mostró desazonada y ostentó su entrañable cuerpo, encerrando en sí el pensamiento de que también una muchacha de servicio puede hacer valer sus derechos. Solimán seguía doblado junto a ella, atento a los comentarios sobre su muestrario; había recogido todo lo particularmente admirado por Raquel e intentaba llenar el bolsillo del delantal con regalos que no parecían de demasiado precio. Luego se puso en pie de un salto y con una navaja volvió a forcejear violentamente la maleta cerrada. Declaró con vehemencia que quería extraer del talonario de cheques de su señor una gran suma de dinero —en cuestiones de dinero no era tan Cándido aquel truhán— a fin de fugarse con Raquel, pero primero tenía que hallar sus papeles.
Raquel, arrodillada hasta entonces, se incorporó, vació enérgicamente sus bolsillos repletos de cosas y dijo: —¡Para de hablar! Ya no me queda tiempo; ¿qué hora es? Su voz se había hecho más grave. Estiró el delantal y se arregló la cofia. Solimán se dio cuenta de que Raquel le había aguado la fiesta y que de repente se había hecho más vieja que él. Pero antes de que ella se pudiera defender le dio un beso de despedida. Los labios de la joven no temblaron como otras veces, sino que chuparon sedientos el fruto jugoso de la boca de Solimán, doblando hacia atrás la cabeza del moreno, más bajo de estatura y sujetándolo con una fuerza y vehemencia tales que por poco le ahoga. Solimán pataleó y cuando consiguió liberarse le pareció como si hubiera sido sumergido en el agua por un muchacho más fuerte que él; su primera reacción fue vengarse de aquel desagradable acto de violencia. Pero Raquel se escabulló a través de la puerta y la mirada de Solimán, lo único con que pudo ya alcanzarla, fue al principio de rabia, como una flecha con la punta incendiada, pero reducida al final a suave ceniza. Recogió del suelo el rescoldo de las riquezas de su señor para volverlas a su lugar; se había convertido en un joven deseoso de obtener lo que de ningún modo era inaccesible.