103 — La tentación

AL quedarse solos, Ulrich se dio cuenta de que Gerda estaba claramente excitada. Tomó su mano y el brazo de Gerda comenzó a temblar, desligándose luego del poder de Ulrich. —No sabe usted —dijo ella— lo que eso significa para Hans: ¡un objetivo! Usted se burla. ¡Claro que es fácil! Me parece que a usted se le han vuelto los pensamientos todavía más inmundos. Gerda se había esforzado por buscar una palabra fuerte y ahora se asustaba ante la que le había salido. Ulrich intentó nuevamente apresar su mano, pero ella retiró el brazo. —¡Nosotros no nos contentamos con esto! —interpeló ella; aquellas palabras fueron pronunciadas con vehemente desprecio, y su cuerpo titubeó.

—Lo sé —bromeó Ulrich—; todo lo que tiene lugar entre ustedes debe satisfacer los más exigentes imperativos. Es precisamente por eso por lo que me he inclinado a comportarme de esa manera a la que ustedes llaman amable. Y usted no puede imaginarse lo a gusto que estaba yo con usted, cuando teníamos otra clase de conversaciones.

—Usted ha sido siempre igual —replicó vivamente Gerda.

—Siempre he sido indeciso —dijo Ulrich con sencillez, escrutando al mismo tiempo el rostro de su amiga—. ¿Quiere que le cuente algo de lo que está sucediendo en casa de mi prima?

En los ojos de Gerda brilló una sensación, claramente distinguible de la perplejidad en que la situaba el acercamiento de Ulrich, pues estaba ala espera impaciente de semejantes revelaciones, para transmitírselas luego a Hans, lo cual debía disimular. Su amigo comenzó con cierta satisfacción el relato; y como un animal que al olfatear el aire espeso cambia instintivamente de sentido, pasó a otro tema: —¿Todavía recuerda la historia que le conté acerca de la luna? —preguntó—. Quisiera empezar con una cuestión parecida.

—¿Me va a contar nuevas mentiras? —asestó Gerda.

—¡A ser posible, no! Usted recordará, de los cursos que ha visitado, qué sucede cuando se propone uno averiguar si una cosa es de ley o no lo es. Una de dos: o se cuenta por adelantado con las razones de que lo es, como en física y química, en cuyo caso, aun cuando las observaciones no den el resultado buscado, siempre se le aproximan de alguna manera, de suerte que se pueden calcular; o bien se carece de tales razones, como sucede a menudo en la vida, presentándose entonces un fenómeno del que no se sabe si responde a una ley o a la casualidad; el asunto cobra aquí interés desde el punto de vista humano. Porque ahora, de un montón de observaciones se hace un montón de cifras; después se practica el reparto: ¿cuántas cifras corresponden al espacio entre esto y aquello, entre el valor siguiente y el de más allá?, y se forma con todo ello un cuadro de distribución; se ve si la frecuencia del fenómeno presenta o no una variabilidad sistemática de aumento o disminución; se obtiene una serie estacionaria o una fundación distributiva; se calcula la medida de las oscilaciones, el término medio de las diferencias de los valores arbitrarios, el valor central, el valor tipo, el valor medio, la dispersión, etc. Con tales nociones se procede al análisis del fenómeno en cuestión.

Ulrich habló en un tranquilo tono explicativo y hubiera sido difícil distinguir si lo que quería era hacer memoria de tiempos pasados o divertirse hipnotizando a Gerda con su ciencia. Gerda se había distanciado de él; sentada en un sillón, con su medio cuerpo superior inclinado hacia adelante, mostraba un pliegue de concentración entre las cejas, y miraba al suelo. Su despecho se acobardaba cuando alguien le hablaba tan objetivamente y se refería a su ambición intelectual; ahora sentía desaparecer de sí la seguridad que ésta le había inspirado. Gerda tenía estudios en un Instituto de Ciencias de la Naturaleza y algunos semestres de universidad; había tomado contacto con un sinfín de nuevas ciencias, reacias a los moldes del espíritu clásico y humanístico; semejante estilo de cultura deja en buena parte de la juventud la sensación de una total incapacidad, mientras que por delante se le presentan los nuevos tiempos como un mundo nuevo, cuyo suelo no puede ser ya roturado con viejas herramientas. Gerda no sabía lo que pretendía Ulrich; le creía porque le amaba y no le creía por ser ella unos diez años más joven que él y por pertenecer a otra generación considerada todavía intacta. Estos dos sentimientos se entrelazaban de la manera más confusa, mientras él seguía hablando. —Y ahora —continuó Ulrich— se hacen observaciones con todas las apariencias de ley natural, pero sin el fundamento en que ésta pueda ser reconocida. La regularidad de las series estadísticas es a veces tan constante como la de las leyes. Usted habrá oído citar seguramente, en las lecciones de sociología, algunos ejemplos, como la estadística de los divorcios en América. O bien la correspondencia de los naci-mientos de niños y de niñas, cuya proporción es una de las más constantes. Usted sabe también que un número bastante regular de reclutas intentan todos los años librarse del servicio militar mediante mutilación voluntaria. O que en la población europea se registra un porcentaje anual casi invariable de suicidios. También el robo, el estupro y, por lo que yo sé, la bancarrota, muestran anualmente una frecuencia igual, poco más o menos…

Aquí intentó Gerda manifestar su desacuerdo. —¿Me quiere explicar usted ahora en qué consiste el progreso? —exclamó, esforzándose por mezclar una gran dosis de ironía en aquella suposición.

—¡Natural! —repuso Ulrich sin dejarse interrumpir—. A esto se le llama, algo veladamente, «ley de las grandes cifras». Esto quiere decir, más o menos, que uno se mata por este motivo y el otro por el de más allá, pero en gran parte desaparece lo casual y personal quedando… ¡Vamos a ver!, ¿qué queda? Es lo que yo quiero preguntarle. Pues queda, como usted ve, lo que todos nosotros, profanos en la materia, denominamos llanamente «promedio», y lo cual nadie sabe en qué consiste. Permítame añadir que se ha procurado explicar esta ley de las grandes cifras de un modo lógico y formal, como si fuera algo evidente; y al contrario, se ha afirmado también que tal regularidad de los fenómenos, sin enlace común con sus causas, es inexplicable en el lenguaje tradicional del pensamiento; además, aparte de otros análisis de los fenómenos, también se ha defendido que no se trata sólo de acontecimientos aislados, sino también de ignoradas leyes de la totalidad. No quiero aburrirle a usted descendiendo a detalles; tampoco los tengo ahora presentes; pero me interesaría personalmente saber si detrás se ocultan leyes sociales desconocidas, o si, simplemente, por una ironía de la naturaleza, lo excepcional consiste en la carencia de fenómenos excepcionales y si el más alto sentido del mundo se manifiesta como algo equivalente al promedio de la más abismal falta de sentido. Tanto lo uno como lo otro debería ejercer una influencia decisiva en nuestro sentimiento vital. Como quiera que sea, en esta ley de las grandes cifras descansa la posibilidad de una vida ordenada; si no existiera esta ley de compensación, pasaría todo un año sin que sucediera nada y en el siguiente nada parecería seguro; la superabundancia alternaría con la escasez, los niños se harían sentir por exceso o por carencia numérica y la humanidad revolotearía de una parte a otra entre sus celestiales e infernales posibilidades, como un pajarito cuando se aproxima alguien a su jaula.

—¿Todo eso es cierto? —preguntó Gerda, insegura.

—Lo debe saber usted.

—Claro que lo sé; sé de casos particulares. Dudo, sin embargo, de si se ha referido usted a esto antes, cuando todos disputaban sobre ello. Lo que dijo usted sobre el progreso sonó como si pretendiera molestarnos.

—Así piensa usted siempre. ¿Pero qué sabemos nosotros de lo que es nuestro progreso? ¡Absolutamente nada! Hay muchas posibilidades de definirlo y lo que he hecho es exponer una.

—¡Posibilidades! He ahí su modo de pensar habitual, ¿por qué no se formula usted nunca la pregunta de cómo tendría que ser?

—¡Ustedes son muy precipitados! En todo tiene que haber un fin, un ideal, un programa, un absoluto. Y lo que resulta de todo eso es un compromiso, un promedio. ¿No quiere usted reconocer que desear y hacer siempre lo más alto es, a la larga, penoso y ridículo, para no conseguir al final más que medianías?

En realidad esta conversación no fue muy distinta de la mantenida con Diotima; sólo lo externo se diferenció; el contenido de ambas, sin embargo, se podía haber mezclado fácilmente sin forzarlo. Así, resultaba también indiferente saber cuál de las dos mujeres se sentaba delante: un cuerpo que, introducido en un campo de energía intelectual ya existente, activaba ciertos procesos. Ulrich observó a Gerda, quien no daba respuesta a su pregunta. Allí estaba ella, delgada, con su pequeño pliegue de mal humor entre los ojos. También el principio de los pechos, que se dejaba ver dentro del escote de la blusa, formaba un pliegue cóncavo, un surco vertical. Brazos y piernas aparecían en toda su largura y delicadeza. Blanda primavera, inflamada por el ardor prematuro del verano. Esta impresión le causaba Gerda sintiendo a la vez el contraste de su testarudez, oculto en un cuerpo joven como aquél. Una extraña mezcla de aversión y resignación inundó el interior de Ulrich, pues de repente le pareció encontrarse ante una decisión más urgente de lo que él se había imaginado, creyendo que aquella joven había sido designada para colaborar. Instintivamente comenzó él a hablarle de la impresión que le había causado la llamada juventud de la Acción Paralela, y concluyó con palabras que sorprendieron a Gerda: —También allí son muy radicales; a mí no me pueden ver. Yo les pago con la misma moneda, pues, aunque a mi estilo, también yo soy radical, cualquier género de desorden me es más soportable que el desorden intelectual. Yo quisiera contemplar las ideas no solamente desdobladas, sino también organizadas. Desearía ver en ellas no sólo oscilación, sino también densidad. Y usted, indispensable amiga, me reprocha de hablar sólo de aquello que podría ser, en vez de lo que debería ser. Yo no confundo lo uno con lo otro. Probablemente está ahí la cualidad más anacrónica que se puede dar, pues nada resulta hoy día más extraño que las relaciones mutuas entre rigor y vida sentimental; y nuestra precisión mecánica las ha llevado tan lejos, que la imprecisión de la vida nos parece su auténtico complemento. ¿Por qué no quiere comprenderme usted? Probablemente es usted totalmente incapaz de hacerlo, y yo soy un pesado al esforzarme por atolondrar su moderna cabeza. Cierto, Gerda, a veces me pregunto si efectivamente no seré injusto. Acaso aquellos a los que yo no puedo aguantar hacen lo que yo no quise alguna vez. Obran quizás en falso, sin cabeza; el uno corre hacia una parte, el otro hacia la otra, cada uno con un pensamiento en el pico, al cual consideran único en el mundo; cada uno se cree listo como nadie, y todos juntos piensan que la época está condenada a la esterilidad. Pero ¿quién sabe si no es al revés: que ellos, uno por uno, son tontos; y juntos, fecundos? Parece como si hoy día cada verdad viniera al mundo dividida en dos contraverdades; esto puede ser una manera de conseguir un resultado transpersonal. El promedio, la suma de los intentos no se revela ya en el individuo que se hace insoportablemente parcial, pero el todo es como una comunidad experimental. En una palabra, sea usted comprensivo con un hombre mayor cuya soledad le lleva a cometer desafueros.

—¡Pues no me ha dicho usted poco! —replicó Gerda, desabrida—. ¿Por qué no escribe usted un libro sobre sus ideas? Quizá podría ser útil a usted mismo y a nosotros.

—¿Pero cómo quiere usted que escriba yo un libro? —dijo Ulrich—. A mí me parió mi madre, y no un tintero.

Gerda se preguntó si un libro de Ulrich podría ser verdaderamente útil. Como todos los jóvenes de su círculo, atribuía también demasiada importancia a la eficacia de los libros. En aquella casa reinaba un silencio profundo desde que ambos callaban; al parecer, el matrimonio Fischel había abandonado la vivienda, siguiendo a los indignados huéspedes. Y Gerda sintió las sugerencias de la proximidad de aquel poderoso cuerpo de hombre; lo sentía siempre que estaban solos los dos, contra sus propias convicciones. Entonces se propuso oponer tenaz resistencia y comenzó a temblar. Ulrich lo notó, se levantó, posó su mano sobre la débil espalda de Gerda, y dijo: —Le voy a hacer una proposición, Gerda. Supongamos que en el dominio de la moral ocurre lo mismo que en la teoría cinética de los gases: todo vuela a la buena de Dios; cada cosa toma el rumbo que se le antoja; pero si se calcula aquello que, por así decirlo, no tiene razón de ser, eso es precisamente lo que realmente resulta. ¡Se dan extrañas coincidencias! Supongamos también que una cantidad determinada de ideas anda revuelta en la actualidad, y que da por resultado un valor de término medio; éste se desplaza lenta y automáticamente, en un desarrollo al que se le llama progreso o situación histórica. Pero lo principal es que nuestro movimiento aislado y personal no cuenta para nada; podemos pensar u obrar a derecha o a izquierda, hacia arriba o hacia abajo, al estilo antiguo o al nuevo, a la ligera o reflexionando: todo es indiferente al término medio, no dependiendo éste de nosotros, sino sólo de Dios y del mundo.

Al pronunciar las últimas palabras, Ulrich hizo ademán de estrechar a Gerda entre sus brazos, aunque presintió que le iba a costar trabajo.

Gerda montó en cólera. —¡Usted comienza siempre con serias reflexiones —exclamó ella— para seguir después con los triviales aspavientos de un gallo! El rostro se le encendió apareciendo sobre él manchas circulares; sus labios parecieron sudar; pero algo hermoso reflejó su arrebato. —Eso que usted está haciendo es precisamente lo que no queremos nosotros. Entonces Ulrich no pudo resistir a la tentación de preguntarle suavemente:

—¿La posesión mata?

—¡No quiero hablar con usted de eso! —replicó Gerda, igualmente en voz baja.

—Lo mismo da que sea posesión de una persona o de una cosa —continuó Ulrich—. Yo también lo sé. Gerda, yo la comprendo a usted y a Hans mejor de lo que usted cree. A ver, dígame lo que desean usted y Hans.

—Mire; ¡nada! —exclamó Gerda triunfante—. Es imposible de explicar. También papá repite siempre: «Piensa bien lo que quieres. Al fin te darás cuenta de que no tiene sentido». ¡Todo resulta absurdo, si se reflexiona! ¡Si nos empeñamos mucho en ser siempre muy sensatos no saldremos nunca de la vulgaridad! ¡Su racionalismo le inspirará a usted alguna objeción contra lo que he dicho!

Ulrich meneó la cabeza. —¿Y qué ha ocurrido, a todo esto, con la demostración contra el conde Leinsdorf? —preguntó él mansamente, como si semejante asunto tuviera que ver algo con el tema tratado.

—¡Ah! ¡Usted es un espía! —exclamó Gerda.

—Supóngase, pues, que soy un espía; pero dígamelo, Gerda. Por mí puede pensar usted lo que quiera.

Gerda se incomodó. —Nada de especial. O sea, una demostración de la juventud alemana. Quizá un desfile, invectivas. ¡La Acción Paralela es un ignominia!

—¿Por qué?

Gerda se encogió de hombros.

—¡Siéntese otra vez! —rogó Ulrich—. Usted exagera. Hablemos con tranquilidad.

Gerda obedeció. —Escuche y vea si comprendo o no su situación —prosiguió Ulrich—: Usted dice, pues, que la posesión mata y piensa primero en el dinero y en sus padres. Éstas son naturalmente almas muertas…

Gerda hizo un gesto desdeñoso.

—Entonces dejemos el dinero y pasemos a tratar de la posesión en general. El hombre que es dueño de sí mismo, el hombre poseedor de convicciones, el hombre que se deja apoderar de sus propias pasiones o de otras ajenas, o simplemente de sus hábitos o de sus éxitos, el hombre que quiere conquistar algo, en fin, el hombre que busca alguna cosa: ¿rechaza usted a este hombre? Usted quiere hacerse peregrina. Nómada, dijo una vez Hans, si mal no recuerdo. ¿En un nuevo sentido y hacia un nuevo ser? ¿Es así?

—Todo es tal como usted dice. ¡Usted es tremendo! ¡La inteligencia puede imitar al alma!

—¿Y pertenece la inteligencia al grupo de la posesión? ¿Mide, pesa, reparte, recoge como un viejo banquero? ¿Pero no le he contado hoy una buena cantidad de historias por las que nuestra alma siente una especial simpatía?

—¡Un alma fría!

—Eso es, Gerda. Ahora bien, le voy a decir sólo por qué me muestro yo partidario de las almas frías e incluso de los banqueros.

—¡Porque usted es un cobarde! Ulrich advirtió que Gerda, al hablar, descubría sus dientes como un animalito aterrorizado.

—¡Sí, por Dios! —repuso él—. Sin embargo, usted me va a creer hombre capaz, aunque no de otra cosa, por lo menos de atracar esta casa subiéndome por el alambre del pararrayos, o de correr a lo largo de la cornisa más estrecha, si no estuviera convencido de que todas las tentativas de huida conducen nuevamente a papá.

Gerda se negaba a dialogar con Ulrich sobre aquel tema desde que una vez se habían entretenido ambos en otro parecido; los sentimientos de los que se trataba pertenecían exclusivamente a ella y a Hans; y más todavía que la burla de Ulrich, Gerda temía su aprobación, pues ésta la hubiera hecho rendirse en las manos de él antes de poder saber si se lo creía o lo maldecía. A partir del momento que acababa de transcurrir, en el cual le habían sorprendido las palabras melancólicas de Ulrich cuyas consecuencias le tocaba ahora soportar, se revelaban claramente las dudas tan violentas con las que ella luchaba en su interior. Pero también a Ulrich le sucedía algo parecido. Lejos estaba él de experimentar una pérfida alegría por considerarse superior a la joven; no tomaba en serio a Gerda y, ya que esto suponía una cierta aversión espiritual, generalmente él le decía cosas desagradables. Pero desde hacía algún tiempo, cuanto más acaloradamente representaba Ulrich ante ella el papel de abogado del mundo, tanto más maravilloso resultaba el deseo por el que se sentía atraído a confiarse a ella y a mostrarle su interior sin malicia y sin adornos, o a contemplar el de ella, desnudo como un limaco. Pensativo, fijó sus ojos en el rostro de Gerda, al mismo tiempo que le decía: —Mi ojo podría reposar entre sus mejillas como las nubes en el cielo. No sé si las nubes descansan de buen grado en el cielo; pero, en resumidas cuentas, sé tanto como todos los Hans acerca de los momentos en que Dios nos agarra como si fuéramos un guante y nos da la vuelta lentamente sobre sus dedos. Ustedes se hacen las cosas demasiado fáciles, ven elementos negativos en el mundo positivo en que vivimos, y afirman sin más que el mundo positivo pertenece a los padres y a los mayores y que el oscuro mundo negativo se debe a la nueva juventud. No quiero hacer de espía de sus padres, querida Gerda, pero le invito a reflexionar sobre el hecho de que, en la elección entre banquero y ángel, también la más real naturaleza del oficio de banquero tiene su importancia.

—¿Quiere usted que le sirva un té? —dijo ella bruscamente—. ¿Me permite poner nuestra casa a su disposición? Mi deseo es darle a usted a conocer a la impecable hija de mis padres. Gerda se había concentrado nuevamente.

—Supongamos que usted se va a casar con Hans.

—¡Pero no es verdad que tenga yo tales intenciones!

—Alguna meta hay que tener; usted no puede vivir siempre de las peleas con sus padres.

—Alguna vez saldré de casa, me haré independiente y permaneceremos amigos.

—Por favor, querida Gerda, supongamos que usted se va a casar con Hans o cosa parecida; será inevitable siguiendo las cosas como van. Y ahora imagínese que está usted limpiándose los dientes por la mañana, ausente del mundo, mientras Hans examina una factura del fisco.

—¿De verdad que tengo que imaginármelo?

—Su papá diría que sí, si tuviera él idea de lo despabilado que está el mundo; la gente ordinaria sabe, por desgracia, amontonar las vivencias extraordinarias en la quilla del barco de la vida, a una profundidad tal que nunca se hacen notorias, Pero hagamos una pregunta más fácil: ¿exigirá usted que Hans le sea fiel? ¡La fidelidad pertenece al conjunto de la posesión! Usted debería encontrar natural que a Hans se le levantara el alma junto a otra mujer. Es más: debería considerar como un enriquecimiento de su propio estado eso que usted prevé como cosa de ley.

—No crea —contestó Gerda— que no hablamos nosotros acerca de tales problemas. No se puede ser de golpe un hombre nuevo; pero es muy burgués hacer de eso un argumento en contra.

—Su padre exige efectivamente de usted algo muy distinto de lo que usted piensa. Él no afirma nunca que en estos asuntos es más competente que usted y Hans; dice, sencillamente, que no comprende lo que usted hace. Pero sabe que la violencia es cosa muy razonable; la cree más razonable que usted, él y Hans juntos. ¿Y si ofreciese dinero a Hans para que éste terminara tranquilamente sus estudios? ¿Si le prometiese, después de un tiempo de prueba, si no directamente su mano, al menos retirar su sistemático «o? ¿Y si añadiera sólo la condición de suspender todo contacto entre ustedes, absolutamente todo, o sea, incluso los contactos que se han permitido hasta ahora?»

—¿Se ha prestado usted a esto?

—Lo único a que me he prestado es a explicarle a usted el tipo de papá que tiene. Es una oscura divinidad de una preeminencia pavorosa. Piensa que el dinero llevaría a Hans a conseguir aquello de lo que él quisiera verle investido: la cordura que se adquiere en contacto con la realidad. Según él, a un Hans con entradas mensuales limitadas le sería imposible seguir siendo tan ilimitadamente necio. ¡Pero quién sabe si el papá de usted no es un iluso! Yo le admiró, así como admiro los compromisos, los términos medios, la sequedad, las cifras muertas. Yo no creo en el demonio; pero si creyese, me lo habría de imaginar como un entrenador que excita al cielo a batir grandes récords. Le he prometido influir insistentemente sobre usted, para que de sus ilusiones no quede nada más que… realidad.

Ulrich sintió pesar al pronunciar tales palabras. Gerda seguía sentada delante de él, ardiente, con lágrimas e ira mezcladas en sus ojos. Por fin encontraban paso libre ella y Hans. ¿Pero qué había sucedido? ¿Les había traicionado Ulrich, o les quería ayudar? Ella no lo sabía; tanto lo uno como lo otro parecía adaptado a hacerla feliz o infeliz. En su desconcierto, desconfió de él y descubrió con pasión que aquel hombre era partidario suyo en las cosas más sagradas, sólo que no lo quería manifestar.

Ulrich añadió: —Su padre desea en el fondo, como es natural, que entretanto la pretenda yo a usted y le haga cambiar de ideas.

—De ninguna manera —embistió Gerda con dificultad.

—Por supuesto que entre nosotros este asunto está descartado —repuso Ulrich suavemente—. Pero no se puede continuar como hasta ahora. Yo me he prevenido ya demasiado. Ulrich intentó sonreír; se había hecho sumamente enojoso. En realidad no había querido nada de todo aquello. Sentía la indecisión de aquella alma y se despreciaba a sí mismo por la crueldad que en él provocaba.

Y Gerda le miró en el mismo instante con ojos horrorizados. De repente apareció tan hermosa como un fuego al que uno se ha aproximado demasiado, casi sin figura, sólo ardor sofocado por la voluntad.

—Usted debería venir alguna vez a mi casa —propuso él—. Aquí no se puede hablar como uno quisiera. El vacío de la desconsideración masculina socavó sus propios ojos.

—No —protestó Gerda. Pero desvió la mirada y Ulrich, tristemente, como si la viera levantarse de nuevo ante él con aquel giro de ojos, observó la silueta ni bella ni fea de la joven que respiraba ahora con dificultad. Ulrich exhaló un suspiro profundo y sincero.