GERDA esperó en vano la visita de Ulrich. La verdad era que él se había olvidado de la promesa, o que se acordaba de ella cuando tenía otra cosa que hacer.
—¡Déjale! —decía la señora Klementine como respuesta a las murmuraciones del director Fischel—. Tan bien le tratamos nosotros antes, que ahora se muestra arrogante. No insistas, que de nada sirve; tú no vales para eso.
Gerda sentía nostalgia de su viejo amigo. Deseaba su presencia y sabía que habría de desear de él todavía más si venía. A pesar de sus veintitrés años, no tenía ninguna experiencia, salvo de un tal señor Glanz que, secundado por su padre, la pretendía prudentemente y aparte de sus amigos cristiano-germánicos, quienes a veces no le parecían hombres, sino colegiales. «¿Por qué no vendrá?» —se preguntaba Gerda cuando pensaba en Ulrich. Se tenía por seguro, en el círculo de sus amigos, que la Acción Paralela era una institución destinada a desbaratar al pueblo alemán y Gerda se avergonzaba por eso de que él tomara parte en ella; le hubiera gustado oír el parecer de Ulrich y esperaba le revelara los motivos de su ausencia.
La madre decía al padre: —Has dejado escapar la ocasión de vincularte a este movimiento. Hubiera beneficiado a Gerda y la hubiera hecho pensar en otras cosas; ¡son tantos los que frecuentan la casa de Tuzzi…! Se había llegado a saber que el señor Fischel había olvidado el deber de contestar a la invitación de Su Señoría. Y ahora tenía que pagar las consecuencias.
Los jóvenes, a los que Gerda llamaba «sus espíritus amigos», se habían establecido en la casa Fischel como los pretendientes de Penélope y deliberaban allí sobre la actitud que debería adoptar un joven alemán frente a la Acción Paralela. —¡Un financiero debe demostrar, en unas circunstancias dadas, poseer el sentido del mecenazgo! —exigía la señora Klementine de su marido cuando éste declaraba violentamente que él no había traído a su casa como preceptor a Hans Sepp, el «director espiritual de Gerda», ni que le entregaba su buen dinero para que diera aquel resultado. Así fue en efecto: Hans Sepp, el estudiante que no prometía llegar a ser capaz de sostener una familia, había entrado en aquella casa como preceptor; y, aprovechándose de las contradicciones allí reinantes, se había hecho el tirano del hogar; ahora se reunía en la casa Fischel con sus amigos, convertidos también en amigos de Gerda y todos juntos buscaban los modos de salvar a la nobleza alemana que en el salón de Diotima (de la cual se decía que no hacía distinción entre personas de su raza y las de otra raza extraña) caía en las redes del espíritu judío. Y si bien estas declaraciones eran generalmente atenuadas por cierta prudente objetividad en presencia de Leo Fischel, surgían a veces palabras y discusiones suficientes para sacarle de quicio. Inquietaba el hecho de que en un siglo privado de la facultad de erigir grandes símbolos se emprendiese una obra que habría de conducir a la catástrofe final; y las expresiones «altamente significativo», «exaltación de lo humano» y «libre humanitarismo» hacían temblar las gafas en la nariz de Fischel cada vez que las oía. En su casa se elaboraban términos como «estética de la vida ideológica», «curvas del desarrollo espiritual» y «actividad oscilante». Se dio cuenta de que, cada quince días, tenía lugar en su casa una «hora de clarificación». Pidió explicaciones, y resultó que en tales reuniones se leía a Stefan George. Leo Fischel consultó su vieja enciclopedia sobre tal personaje. Pero lo que más irritaba al antiguo liberal era que aquellos «mocosos», cuando hablaban de la Acción Paralela, llamaban «homúnculos petimetres» a todos los funcionarios ministeriales, presidentes de bancos y letrados allí presentes; le molestaba sobremanera que afirmaran, decepcionados, que hoy día no se dan ya grandes ideas, o que no hay nadie que las entienda; también sacaba de quicio a Fischel al defender que la «humanidad» es una palabra hueca y que sólo la nación o, como ellos decían, el conjunto de pueblos y costumbres tienen valor real.
—Humanidad es una expresión que no me dice nada, papá —contestaba Gerda a las reprensiones de su padre—; esa palabra carece hoy día de contenido; pero «mi nación» ¡eso sí que es palpable!
—¡Tu nación! —comenzó entonces Leo Fischel, intentando decir algo de los profetas y de su propio padre, que había sido abogado en Trieste.
—Lo sé —le interrumpió Gerda—. Pero la nación a la que yo me refiero es la espiritual.
—Te voy a encerrar en tu cuarto hasta que adquieras uso de razón —dijo luego papá Leo—. Y a tus amigos les voy a prohibir la entrada en esta casa. Son personas indisciplinadas que se ocupan en asuntos de conciencia en vez de trabajar.
—Conozco tu modo de pensar —repuso Gerda—. Vosotros, personas ya mayores, creéis que está en vuestra mano humillarnos porque nos alimentáis. Sois capitalistas patriarcales.
La solicitud paterna originaba a menudo semejantes diálogos.
—¿Y de qué ibas a vivir tú, si no fuera yo capitalista? —preguntó el señor de la casa.
—No puedo saberlo todo. —Así cortaba Gerda ordinariamente tan dilatadas conversaciones. —Pero sé que científicos, educadores, directores de almas, políticos y otros hombres de acción trabajan por crear nuevos artículos de fe.
Quizá se empeñó todavía Fischel en preguntar irónicamente: —¿Tales directores de almas y políticos sois vosotros mismos? —pero sólo lo hizo por apropiarse la última palabra; al final se alegraba siempre de que Gerda no hubiera advertido cómo, acostumbrado a tener que ceder, se apoderaba de él el miedo en cuanto se cruzaba en la discusión algo desvariado. A tal punto llegaba a veces que, en el momento de cerrar semejantes coloquios, se ponía incluso a alabar cuidadosamente el orden de la Acción Paralela, en contraste con las diligencias opuestas de su casa; pero esto sucedía sólo cuando Klementine no estaba al alcance de su voz.
Lo que confería a la pugna de Gerda contra las exhortaciones paternas la sufrida obstinación de los mártires, y que también se hacía sentir confusamente en Leo y Klementine era una exhalación de inocente voluptuosidad que inundaba la casa. En las charlas de aquellos jóvenes se tocaban todos los temas sobre los que sus padres guardaban un amargo silencio. Incluso lo que ellos llamaban «sentimiento nacional», aquella aspiración de sus yos —en continuo estado de guerra— a fundirse en una unidad quimérica que ellos llamaban «comunidad germano-cristiana», tenía en sí algo del Eros alado, contrastando con las roedoras relaciones amorosas de sus mayores. Aquellos jóvenes despreciaban juiciosamente la «concupiscencia», la «arrogante mentira de los groseros placeres de la vida», como decían ellos; pero de metafísica y de fervores hablaban tanto que en el alma del oyente surgía sin querer el plácido y antitético recuerdo de físicos contactos y de ardores sensuales. El mismo Leo Fischel debía reconocer que el celo sin reserva, con el que ellos hablaban, mostraba al escucha las raíces de sus ideas y se las hacían sentir hasta en la pantorrilla, cosa que él reprobaba, pues efecto del contacto con grandes ideas debía ser, según él, una sublime elevación.
Klementine dijo, por el contrario: —¡No debes rechazar todo sin más, Leo!
—¿Cómo pueden afirmar que la posesión nos despoja del espíritu? —empezó él a disputar con su mujer—. ¿Estoy acaso materializado? Quizá tú estés a medio camino, porque tomas en serio sus habladurías.
—No comprendes, Leo; ellos opinan en sentido cristiano, aspiran a una vida mejor, más elevada que esta terrena.
—Eso no es cristiano, sino mal entendido —protestó Leo.
—Al final, los que ven la verdadera realidad no son quizá los realistas, sino los que miran a su interior —opinó Klementine.
—¡Me haces reír! —exclamó Fischel. Pero se equivocó, pues lloraba interiormente ante la impotencia de dominar el despliegue de aquel ambiente.
El director Fischel sentía ahora, más que nunca, la necesidad de respirar aire puro; al terminar el trabajo no le urgía ya volver rápidamente a casa y, cuando salía de la oficina durante el día, le gustaba detenerse a pasear un rato en alguno de los parques de la ciudad, aunque fuera invierno. Desde sus tiempos de pasante conservaba aquella predilección por los jardines públicos. Debido a algún motivo que él no se explicaba, el ayuntamiento había hecho pintar, al terminar el otoño, las sillas plegables de hierro; allí estaban, pues, recién pintadas de verde, arrimadas las unas a las otras sobre el camino blanco de nieve, sugiriendo a la fantasía un cuadro de primavera. Leo Fischel se sentaba a veces en una de aquellas sillas, solo y bien abrigado, junto a una pista de juego o en el paseo y contemplaba al aya que, con sus niños al sol, disfrutaba de la saludable naturaleza del invierno. Jugaban éstos al diábolo o se tiraban pequeñas bolas de nieve y las niñas abrían sus grandes ojos de mujer. ¡Ah! —pensaba Fischel—, ésos son los mismos ojos que, en el semblante de una hermosa mujer madura, causan la estupenda impresión de ser los ojos de una niña. Le hacía bien observar el juego de las niñas pe-queñas, en cuyos ojos flotaba todavía el amor, como en un estanque encantado adonde un día vendría a llevárselo la cigüeña; a veces miraba también a las institutrices. En sus años jóvenes había gozado frecuentemente de aquel espectáculo, estando todavía ante el mostrador de la vida y sin dinero para tomar algo, con el solo poder de reflexionar sobre lo que le tendría reservado el destino. Por desgracia, éste no le había sonreído; así le parecía ahora a él. Durante un instante creyó henchirse de exuberancia, juvenil, sentado como estaba entre el blanco de los copos y el verde de las praderas. Cuando su sentido de la realidad tornaba después al reconocimiento de la nieve y del barniz verde, ¡cosa curiosa!, siempre le venían al pensamiento los últimos ingresos. El dinero da independencia; pero de momento, todo el sueldo se lo llevaban las necesidades de la familia y las reservas que exigía la razón; sería, pues, necesario —pensaba él— hacer alguna otra cosa fuera de su servicio ordinario para hacerse independiente; por ejemplo, explotar sus conocimientos de Bolsa, de igual modo que hacían los directores generales. Pero tales ideas le venían a Leo sólo cuando observaba los juegos de las niñas y los rechazaba, porque no se sentía con el temperamento adecuado para la especulación. Él era procurador, de director no tenía más que el título, y no veía posibilidad de avanzar más allá; se acobardaba en seguida, con plena conciencia, de la consideración de que un pobre animal de carga, como él, tenía ya las espaldas demasiado encorvadas para poderse enderezar con libertad. No sabía que reflexionaba así simplemente para poner un obstáculo insuperable entre él y los hermosos niños y ayas que en aquellos momentos de oxigenación constituían para él la tentación de la vida; pues, aun en aquel estado de malhumor que le detenía en el camino hacia casa, Fischel era un inmejorable padre de familia y hubiera dado cualquier cosa por transformar aquel infierno de hogar en un coro angélico suspendido en torno al padre eterno como director titular.
También a Ulrich le gustaban los jardines; los atravesaba cuando podía; sucedió, pues, que un buen día se encontró nuevamente con Fischel, quien de repente se acordó de todo lo que había tenido que aguantar en casa debido a la Acción Paralela. Se quejó de que el joven no hubiera hecho aprecio a las invitaciones de sus viejos amigos, lo cual, tanto más probable le parecía cuanto que estaba persuadido de que una amistad superficial se envejece lo mismo que la más profunda.
El joven afirmó que verdaderamente le alegraba muchísimo volver a visitar a Fischel y se lamentó de la ridicula actividad que se lo había impedido hasta entonces.
Fischel deploró los tiempos adversos que tanto dificultaban el desarrollo del negocio. Es una relajación de la moral. Todo se ha vuelto muy material y precipitado.
—¡Y yo que pensaba que era usted envidiable! —respondió Ulrich—. La profesión del hombre de negocios debe de ser un auténtico sanatorio del alma. Al menos, es la única profesión con un saludable fundamento de ideas.
—¡Cierto! —corroboró Fischel—. ¡El negociante sirve al progreso humano, se contenta con una ganancia lícita y le va tan mal como a cualquier otro! —añadió con oscura melancolía.
Ulrich se había declarado dispuesto a acompañarle a casa.
Llegados a ella, encontraron la atmósfera sumamente enrarecida.
Todos los amigos estaban allí, en plena lucha verbal. Aquellos jóvenes frecuentaban todavía el colegio o cursaban el primer semestre de universidad; algunos de ellos tenían ya un empleo en el comercio. Cómo se habían reunido en aquel círculo no lo sabían ni ellos mismos. Se habían juntado de uno en uno. Algunos se habían conocido en distintas agrupaciones nacionales de estudiantes, otros, en círculos católicos o socialistas, otros, en clubes de exploradores.
No es arriesgado admitir que lo único de común en todos ellos era Leo Fischel. Un movimiento intelectual necesita un cuerpo para que pueda durar y éste era la vivienda de Fischel, juntamente con su avituallamiento y una cierta regulación del tráfico gracias a la señora Klementine. A esta vivienda pertenecía Gerda; a Gerda pertenecía Hans Sepp; y Hans Sepp, el estudiante de la tez sucia, pero de alma mucho más pura, no era el guía porque aquella gente joven no tenía guía que reconocer; sin embargo, era el elemento más pasional. Cuando se terciaba, celebraban sus reuniones también en diversos sitios donde admitían a otras mujeres, además de Gerda; pero, en sustancia, aquel movimiento era tal como queda descrito.
A pesar de todo, la procedencia del entusiasmo de aquellos jóvenes resultaba tan notable como la aparición de una nueva enfermedad o como una larga serie de golpes de fortuna. Cuando comenzó a declinar el sol del antiguo idealismo europeo y a oscurecerse el espíritu de la raza blanca, muchas antorchas pasaron de mano en mano —antorchas de ideas… ¡Dios sabe dónde habían sido robadas o descubiertas!— y formaron aquí y allí una ondeante laguna de fuego, encendido por pequeñas comunidades espirituales. Así ocurrió en los últimos años que precedieron a la gran guerra: entre la gente joven se hablaba mucho de amor y de vida comunitaria y, especialmente los jóvenes antisemitas de la casa del director Fischel, se amparaban bajo el signo universal de la comunión y del amor. La verdadera comunidad surge como efecto de una ley interior: la más profunda, la más simple, la más perfecta y la primera de todas las leyes es la del amor. Como ya se ha dicho, no se trata del amor bajo, sensual, pues la posesión corporal es un invento de Mammón y no causa más que divisiones y recuerdos. Y naturalmente, tampoco se puede amar a todos y a cada uno de los hombres. Pero se puede respetar a uno de esos caracteres, en la medida en que él se esfuerce por ser un hombre entero, bajo la más estricta responsabilidad propia. De esta manera disputaban aquellos jóvenes en nombre del amor.
Pero aquel día se habían puesto de acuerdo para atacar todos juntos a Klementine, quien se alegró de sentirse otra vez joven y quien interiormente reconocía que el amor conyugal tenía mucho de común con el servicio de intereses de un capital; sin embargo, de ninguna manera permitía que se reprobara la Acción Paralela, alegando que los arios sólo serían capaces de crear símbolos estando solos, sin mezcla de otras razas. La señora Klementine a duras penas consiguió dominarse, y Gerda iluminó dos discos rojos en las mejillas, de rabia de que su madre no se decidiera a abandonar la habitación. Al entrar en casa Leo Fischel, acompañado de Ulrich, ella hizo una señal a Hans Sepp, rogándole clausurase la sesión; y Hans dijo conciliador: —Los hombres de nuestro tiempo no aciertan a crear cosas grandes —palabras estas con las que creyó dar al asunto una forma impersonal, a lo cual estaba ya acostumbrado.
En aquel momento, Ulrich intervino fatalmente en la conversación, y preguntó a Hans, con un poco de malicia frente a Fischel, si no creía absolutamente en el progreso.
—¿Progreso? —contestó Hans Sepp por todo lo alto—. ¡Piense usted en los hombres que tuvo la humanidad hace cien años, antes de que se diera el progreso: Beethoven, Goethe, Napoleón, Hebbel!
—¡Hum! —exclamó Ulrich—; hace cien años, el último era todavía un bebé.
—¡Los señoritos desdeñan las cifras exactas! —explicó satisfecho el director Fischel. Ulrich no quiso insistir; sabía que Hans Sepp estaba celoso de él y le despreciaba; pero los extravagantes amigos de Gerda le resultaban simpáticos. Se sentó, pues, entre ellos y prosiguió: —En los distintos dominios de la competencia humana hacemos innegablemente tantos progresos que el complejo entero nos da la impresión de no hacer progreso alguno. En definitiva, progreso es el producto de todos los esfuerzos juntos; sin más se puede adelantar la afirmación de que el verdadero progreso resulta ser aquello que nadie esperaba.
El oscuro tupé de Hans Sepp se enderezó hacia él como un cuerno estremecido. —Usted mismo lo dice: lo que nadie esperaba. ¡Divagación cacareante! ¡Cien caminos y, sin embargo, ninguno! ¡Pensamientos, sí, pero de alma nada! ¡Y nada de carácter! La frase salta de la página, la palabra salta de la frase, el todo no es ya un todo; lo dice también Nietzsche, aparte de que el egoísmo de Nietzsche es también un valor negativo de la vida. Cíteme un solo valor íntegro, último, por el que, a modo de ejemplo, se orienta usted en la vida.
—¡Vete a tomar vientos! —protestó el director Fischel. Pero Ulrich preguntó a Hans: —¿No ha sido usted nunca capaz de vivir sin un valor último?
—No —dijo Hans—. ¡Pero le confieso que ello me hace infeliz!
—¡Diablos! —rió Ulrich—. Todo lo que está en nuestra mano se funda en el hecho de que nosotros no somos demasiado estrictos y no nos pasamos el día esperando el conocimiento supremo; el Medioevo hizo eso y permaneció en la ignorancia.
—¡Ahí está la cuestión! —respondió Hans Sepp—. A mí me parece que somos nosotros los que andamos en la ignorancia.
—Pero usted tiene que reconocer que nuestra ignorancia es dichosa y variada en extremo.
Del fondo surgió una voz ronca y tranquila:
—¡Variedad! ¡Saber! ¡Progreso relativo!: conceptos del pensamiento mecánico, propio de una época deshilachada por el capitalismo. ¡Ya no necesito decir más…!
También Leo Fischel murmuró algo. De lo que se pudo entender resultó, según él, que Ulrich se confabulaba demasiado con aquellos jóvenes irrespetuosos; acto seguido, se atrincheró detrás de un periódico sacado del bolsillo.
Pero a Ulrich le divertía aquello, y preguntó: —¿Es progreso una vivienda con seis habitaciones, baño para la servidumbre, aspiradora eléctrica y demás, comparada con las casas antiguas de techo alto, gruesos muros y graciosas bóvedas?
—¡No! —gritó Hans Sepp.
—¿Es el avión progreso en comparación con la diligencia?
—¡Sí! —gritó el director Fischel.
—¿El trabajo mecánico frente al manual?
—¡Trabajo manual! —gritó Hans.
—¡Máquina! —gritó Leo.
—Yo pienso —dijo Ulrich— que cada paso del progreso es al mismo tiempo un paso hacia atrás. El progreso muestra siempre un sentido determinado. Y puesto que nuestra vida no tiene en su conjunto sentido alguno, el progreso no se da en el conjunto.
Leo Fischel dejó caer el periódico: —¿Qué considera usted mejor: atravesar el Atlántico en seis días o necesitar para ello seis semanas?
—Yo diría que es un auténtico progreso poder hacer lo uno y lo otro. Sin embargo, nuestros jóvenes cristianos lo ponen en tela de juicio.
El grupo se quedó inmóvil, como un arco tenso. Ulrich había paralizado la conversación, pero no la agresividad. Continuó tranquilamente: —No obstante, se puede afirmar lo contrario. Si nuestra vida hace progreso en los detalles, tiene sentido en los detalles. Si han tenido alguna vez sentido los sacrificios humanos a los dioses, por ejemplo, o las hogueras donde se quemaban las brujas, o los afeites del cabello, de todas estas acciones vitales deriva un sentimiento lleno de sentido, aun cuando el progreso esté en una humanidad y unas costumbres más higiénicas. El error se cifra en que el progreso intenta acabar con el sentido antiguo.
—¿Pretende usted decir por casualidad —preguntó Fischel— que debemos volver a los sacrificios humanos después de haber superado, gracias a Dios, tan oscuras abominaciones?
—¡No es tan seguro que fueran abominaciones! —respondió Hans en lugar de Ulrich—. Cuando se zampa usted una inocente liebre, entonces sí que comete usted una abominación; pero cuando un caníbal se come reverentemente a un hombre extraño a su tribu, solemnizando el banquete con ceremonias religiosas, no sabemos lo que pasa en él.
—Algo especial tenían que haber visto en ello los hombres de tales tiempos —se le asoció Ulrich—; de otra manera no se hubieran dado tantas personas amables que se mostraran de acuerdo con ellos. Quizá lo podemos ser también nosotros sin tanto sacrificio. Y quizá sacrificamos todavía muchos hombres, porque no nos hemos planteado debidamente el problema de la auténtica superación de las antiguas ocurrencias de la humanidad. Éstos son asuntos oscuros y difíciles de explicar.
—Pero para su manera de concebir las cosas, la meta deseada sigue siendo una suma o un balance —explotó aquí Hans Sepp, ahora contra Ulrich—. Usted cree en el progreso burgués, igual que el director Fischel, sólo que lo expresa de un modo más complicado y perverso con el fin de que no se lo adivine nadie. Ulrich había expuesto la opinión de sus amigos y ahora buscaba el rostro de Gerda. Se dispuso a recoger negligentemente sus pensamientos, sin advertir que Fischel y los jóvenes estaban igualmente prontos a lanzarse tanto sobre él como sobre cualquier otro.
—¡Pero Hans! ¿También usted tiende hacia algún fin? —dijo él de nuevo.
—Yo no. Algo dentro de mí. A través de mí —repuso brevemente Hans Sepp.
—¿Y lo conseguirá? —Leo Fischel no había podido retener aquella pregunta irónica y con ella se declaró, a todos y a sí mismo, partidario de Ulrich.
—¡No lo sé! —contestó Hans, sombrío.
—Debería someterse a examen: ¡eso sería progreso! —tampoco Leo Fischel había podido privarse de hacer aquella observación; tan excitado estaba; pero no menos por su amigo que por los muchachos.
En aquel momento, la habitación se descompuso. La señora Klementine echó una mirada conjuradora a su marido; Gerda intentó prevenir a Hans y Hans buscó palabras para descargar nuevamente contra Ulrich: —Téngalo por seguro —le dijo a voz en grito—; en el fondo, usted no elabora ningún pensamiento del que Fischel no sea capaz.
Entonces se precipitó hacia fuera y sus amigos le siguieron detrás, haciendo antes una reverencia furibunda. El director Fischel, acosado por las miradas de Klementine, gesticuló como si en aquel preciso momento le viniera a la memoria su deber de amo de casa y se escabulló refunfuñando hacia la antesala para dirigir todavía a los jóvenes unas palabras amables. En la sala habían quedado Gerda, Ulrich y Klementine; ésta respiró hondo, una vez descongestionada la atmósfera de la estancia. Luego, se levantó dejando solos a Gerda y al estupefacto Ulrich.