101 — Hostilidad entre parientes

POR aquel tiempo, también Diotima volvió a hablar una vez más con su primo. Cierta noche, sosegado el torbellino que estremecía las habitaciones de la casa Tuzzi, y remansadas sus corrientes en una laguna de paz, Ulrich apareció en escena sentado sobre un banquillo, junto a la pared. Diotima corrió hacia él como una bailarina fatigada y tomó asiento a su lado. Hacía ya mucho que no sucedía esto. A raíz de aquellos paseos, y como consecuencia de ellos, Diotima había evitado todo encuentro «extraoficial» con él.

El rostro de la señora mostraba ligeras huellas de ardor o de cansancio.

Apoyó las manos en el banco y dijo: —¿Qué tal? —sin añadir nada, aunque en rigor hubiera tenido que decir algo más; e, inclinando un poco la cabeza, dirigió su mirada al frente. Parecía encontrarse muy «golpeada», si se nos permite emplear esta expresión pugilística. No tomándose el cuidado de arreglar sus vestidos, permaneció en aquella postura.

Su primo pensó en cabellos desgreñados, en una falda de aldeana y en piernas desnudas. Despojada de sus falsos ornatos, resultaba un bello y robusto ejemplar de mujer y Ulrich tuvo que hacerse violencia para no empuñar la mano de Diotima, como suelen hacer los aldeanos.

—De modo que Arnheim no la hace feliz —dijo con tranquilidad.

Diotima hubiera tenido que enfadarse al oír tal aserto, pero sintió una cierta conmoción y calló; sólo después de una pausa en silencio, contestó: —Su amistad me colma de dicha.

—Yo creía que su amistad la atormentaba.

—¿Y por qué piensa usted eso? Diotima se incorporó reintegrándose a su ser de gran dama. —¿Sabe usted quién me molesta? —preguntó ella esforzándose por dar a sus palabras un tono de broma ligera—, ¡su amigo de usted, el general! ¿Qué quiere ese hombre? ¿Por qué viene? ¿Por qué me mira siempre de esa manera?

—¡Está enamorado de usted! —repuso el primo.

Diotima soltó una carcajada nerviosa. Y continuó: —¿Sabe que me da escalofríos cuando le veo? ¡Me recuerda la muerte!

—Una muerte con una férrea voluntad de vivir, si se le considera sin prejuicios.

—Por lo que se ve, yo no estoy libre de ellos. No me lo puedo explicar. Sólo sé que se apodera de mí un gran pánico cuando me habla y rne declara que le inspiro ideas estupendas al brindarle oportunidades provocadoras. ¡Me sobrecoge un miedo indecible, incomprensible, quimérico!

—¿Ante él?

—¿Ante quién, si no? ¡Es una hiena!

El primo se echó a reír. Diotima prosiguió sus acusaciones sin compasión, como un niño. —¡Merodea en torno nuestro esperando a que todo se nos venga abajo y la muerte termine con todos nuestros esfuerzos!

—Probablemente es esto lo que usted teme. Ilustre prima, ¿no recuerda cómo le predije yo este hundimiento? Es inevitable. Debe ir preparándose para cuando llegue.

Diotima miró a Ulrich con aire majestuoso. Se acordaba muy bien. Recordaba las palabras que le había dirigido el primo al hacerle su primera visita, palabras que estaban destinadas a hacerle daño. Diotima le había advertido que era una gran ventaja poder hacer un llamamiento a la nación, en realidad al mundo entero, con el fin de que no perdiera de vista al espíritu en medio de la materia. Diotima no quería nada gastado, anticuado; sin embargo, la mirada con que fijó sus ojos en el primo fue todavía más atrevida que arrogante. Había programado un Año Universal, un vuelo, una coronadora idealización de la cultura; algunas veces se había aproximado a su consecución, otras se había alejado; había forcejeado y sufrido mucho; los últimos meses le parecieron como una larga travesía por entre olas gigantescas sobre las que se elevaba y se dejaba caer, repitiéndose aquel vaivén a tal ritmo que apenas le permitía formarse idea de lo que sucedía antes o después. Ahora estaba allí, sentada en el banco, como una persona que ha tenido que hacer grandes esfuerzos y se echa, gracias a Dios, a la poltrona sin ánimo de moverse ni de emprender acción alguna, como no sea la de seguir con los ojos la trayectoria del humo de su pipa. Tan poderosa fue aquella sensación, que Diotima misma eligió el ejemplo, asociándolo al recuerdo, de un hombre anciano en el crepúsculo de la tarde. Se veía a sí misma como alguien que ha tenido que librar graves y pasionales batallas. Con voz cansada, dijo a su primo: —Es mucho lo que me ha tocado sobrellevar; estoy muy cambiada.

—¿Redundará en provecho mío? —preguntó él.

Diotima movió la cabeza y sonrió sin mirarle.

—Entonces le voy a hacer una revelación, y es que detrás del general está Arnheim y no yo; usted me ha echado siempre a mí la culpa de la presencia del general —dijo Ulrich de repente—. ¿Se acuerda de lo que le contesté yo cuando me interpeló usted a este propósito?

Diotima lo recordaba. —Manténgase alejada de él —le había dicho el primo. Pero Arnheim le había recomendado que recibiese al general con amabilidad. En aquel instante ella sintió algo imposible de describir, como si estuviese sentada dentro de una nube que le cegaba la vista. Pero pronto se hizo sentir nuevamente el duro banco bajo su cuerpo; Diotima dijo: —No sé cómo ha llegado hasta nosotros ese general; por lo menos, yo no le he invitado. Y el doctor Arnheim, a quien he preguntado, tampoco sabe nada. Ha debido de ser alguna equivocación.

El primo cedió sólo un poco: —Conozco al general desde antes de venir él aquí, pero nos hemos vuelto a ver por primera vez después de largo tiempo en casa de usted —declaró él—. Es naturalmente probable que haya recibido del Ministerio de la Guerra el encargo de espiar las reuniones, pero también creo que él quisiera servirla sinceramente. He oído de su propia boca que Arnheim se preocupa de él de una manera llamativa.

—¡Es que Arnheim está en todo! —repuso Diotima—. Me aconsejó no contrariar al general, pues cree en su buena voluntad y ve en él un sujeto que, con sus influencias oficiales, puede ser útil a nuestros proyectos.

Ulrich sacudió enérgicamente la cabeza. —¡Escuche cómo cacarean todos alrededor suyo! —dijo tan desconsideradamente que le pudieron oír los circunstantes, poniendo así en un apuro a la señora de la casa—. Arnheim les aguanta porque es rico. Tiene dinero, da a todos la razón y sabe que ellos hacen voluntariamente propaganda a su favor.

—¿Pero por qué ha de hacerlo? —protestó Diotima.

—Porque es vanidoso —contestó Ulrich—. ¡Enormemente vanidoso! No sé cómo podría hacerle comprender a usted el alcance de esta afirmación. Hay una vanidad en sentido bíblico: del vacío se hace un sonajero. Vano es el hombre que se cree digno de envidia, porque a su izquierda se levanta la luna sobre Asia mientras que a su derecha cae la noche sobre Europa; así me describió él a mí un viaje a través del mar de Mármara. ¡Probablemente la luna se eleva más hermosa detrás del tiesto de una muchachita enamorada que sobre Asia!

Diotima buscó un lugar donde no pudieran ser oídos por la gente que vagaba de una parte a otra. Dijo suavemente: —Lo que a usted le hostiga son sus éxitos —y le llevó por las habitaciones. Luego, tras una hábil indicación, atravesaron disimuladamente una puerta y entraron en la antesala. Todas las demás habitaciones estaban ocupadas por huéspedes. Una vez allí, comenzó ella: —¿Por qué le tiene usted por enemigo? Con ello me pone en un aprieto.

—¿Es verdad que yo le creo dificultades? —preguntó Urich sorprendido.

—Quizá eso podría inducirme a confiarme a usted. Pero mientras se mantenga usted en tal actitud, no puedo hacerlo.

Diotima se había detenido en la mitad de la antesala. —Por favor, deposite en mí su confianza y dígame tranquilamente todo lo que piensa —rogó Ulrich—. Los dos están mutuamente enamorados, lo sé. ¿Piensan casarse?

—Él me lo ha propuesto —repuso Diotima sin preocuparse de que se encontraban en un lugar inseguro. Los propios sentimientos la dominaban, y no la detenía la indecorosa impertinencia de su primo. —¿Y usted? —preguntó éste.

Diotima se puso colorada como una niña de escuela en el examen. —¡Ése es un problema de grave responsabilidad! —respondió ella vacilante—. No nos debemos dejar llevar hasta el punto de cometer injusticias. Tratándose de acciones de gran trascendencia, el hecho en sí no tiene gran importancia.

Ulrich no llegó a comprender estas palabras, pues él no sabía nada de las noches en que Diotima acallaba la voz de la pasión logrando la serenidad justiciera de las almas, cuyo amor se inclina a derecha o a izquierda como los brazos de una balanza. Por eso, a Ulrich le pareció mejor cortar el hilo directo de la conversación, y dijo: —De buena gana hablaría yo con usted acerca de las relaciones que me vinculan a Arnheim, porque me da lástima que en las circunstancias presentes piense usted en hostilidades. Creo que comprendo a Arnheim bastante bien. Imagínese que todo lo que está teniendo lugar en esta casa… llamémoslo síntesis, tal como usted lo desea, todo eso lo ha experimentado ya él muchas veces. El movimiento espiritual, allí donde se presenta en forma de convicciones, se presenta al mismo tiempo en forma de convicciones contradictorias. Y encarnado en lo que se suele designar como una gran personalidad intelectual, allí se siente tan inseguro como una caja de cartón en el agua, mientras no se le tributen honores espontáneos y procedentes de todas las direcciones. Al menos en Alemania, el amor otorgado a reconocidas personalidades nos conmueve a todos tanto como a los borrachos que se lanzan amorosos al cuello de un desconocido y luego lo derriban por motivos igualmente oscuros. Me hago, pues, idea clara de lo que siente Arnheim: tiene que ser algo así como un mareo; y cuando en semejante ambiente él reflexiona sobre el empleo que se puede dar a una riqueza sagazmente administrada es como si posara el pie sobre tierra firme después de un largo viaje por vía marítima. Echará de ver que las proposiciones, las sugerencias, los deseos, la solicitud, las obras, aspiran a aproximarse a la riqueza, y esto es una imagen del propio espíritu. Porque incluso los pensamientos que andan tras el poder dependen de ideas que lo poseen ya. No sé cómo explicarme: la diferencia entre un pensamiento ambicioso y otro envidiable apenas es perceptible. Pero al aparecer esta falsa conexión con la grandeza, sustituyendo a la pobreza y pureza mundanas del espíritu, aparece también, y naturalmente con derecho, una seudograndeza y, en fin, todo lo que la publicidad y la habilidad comercial hacen pasar como grande. ¡He ahí a Arnheim en toda su inocencia y culpabilidad!

—¡Habla usted como un santo! —repuso Diotima irónicamente.

—Reconozco que sus asuntos no me afectan; ¡pero la manera de soportar los efectos combinados de la grandeza exterior e interior, y de querer transformarla en una humanidad ejemplar, me podría estimular a una fiera santidad!

—¡Oh, cómo se equivoca! —le interrumpió Diotima con vehemencia—. Usted se representa la imagen de un rico decepcionado. Sin embargo, la riqueza es para Arnheim una responsabilidad tremenda. Cuida de su negocio con la solicitud que otro pondría en el cuidado de una persona a él confiada. Y el obrar es para su ser una profunda necesidad; trata al mundo con amabilidad, porque hay que moverse, según dice él, para hacerse sentir. ¿O es acaso Goethe el que lo dice? Arnheim me lo explicó un día detalladamente. Comparte la opinión de que se puede comenzar a hacer el bien sólo después de haber iniciado un obrar efectivo; confieso, pues, que también yo he tenido a veces la impresión de encontrarle demasiado diligente en el trato con los demás.

Mientras así hablaban, iban y venían de un lado a otro de la antesala, de cuyas paredes sólo espejos y vestidos colgaban. Diotima se detuvo y posó una mano sobre el brazo de su primo. —Este hombre afortunado —dijo ella— sostiene el modesto principio de que el individuo no es más fuerte que un enfermo desahuciado. ¿No es cierto que también usted puede admitir esto? ¡Cuando una persona se queda sola incurre en mil exageraciones! Diotima miró al suelo, como para buscar algo, mientras sentía cómo descansaban los ojos de su primo sobre sus propios párpados inclinados. —¡Oh! Yo podría hablar de mí misma, de lo sola que me he encontrado en los últimos tiempos —prosiguió ella—, pero lo mismo veo en usted. Me da la sensación de estar amargado y de no sentirse feliz. Aparece en disconformidad con el ambiente que le rodea, lo cual queda evidenciado en todas sus palabras. Le digo francamente que Arnheim se me ha quejado del desaire con que usted corresponde a sus atenciones.

—¿Le ha dicho que desearía mi amistad? ¡Mentira!

Diotima alzó los ojos y rió. —¡Ya está usted exagerando otra vez! Los dos, él y yo, deseamos la amistad de usted. Quizá precisamente porque es usted así. Pero en esto tengo que hacer algunas consideraciones preliminares; Arnheim adujo, a tal efecto, los ejemplos siguientes… —Diotima vaciló un momento y luego se corrigió—: No, iría demasiado lejos. Sea dicho, pues, brevemente: Arnheim asegura que es necesario servirse de ios medios que le proporciona a uno el tiempo; afirma incluso que hay que obrar siempre partiendo de dos puntos de vista: nunca con una actitud netamente revolucionaria, y jamás con miras sólo contrarrevolucionarias; nunca con amor u odio absolutos, nunca cediendo a una inclinación, sino desarrollando todo lo que se posee. Eso no es, sin embargo, prudente, tal como usted mismo dice; más bien es signo de una vasta naturaleza, sintética y simple, que sobrepasa las diferencias superficiales, una naturaleza dominadora.

—¿Y qué tiene que ver eso conmigo? —preguntó Ulrich.

La objeción tuvo por resultado el desgarro del recuerdo de una conversación sobre la escolástica, sobre la Iglesia, Goethe y Napoleón, y el de la niebla de cultura que se había condensado alrededor de la cabeza de Diotima; ésta se vio de repente al lado de su primo sentado sobre el banco de los zapatos, hacia el cual le había dirigido ella en el acaloramiento de las explicaciones; la espalda de Ulrich esquivaba obstinadamente los abrigos ajenos colgados detrás de él, al tiempo que los cabellos de Diotima se habían enredado entre aquellas ropas, por lo que necesitaron aderezo. Mientras se los arreglaba, ella contestó: —¡Pero usted es todo lo contrario! ¡Usted quisiera volver a crear el mundo a su imagen y semejanza! ¡Opone siempre de algún modo pasiva resistencia, en el sentido estricto de esta tremenda expresión! Diotima se quedó muy satisfecha de haberle manifestado tan prolijamente su opinión. Pero no debían permanecer allí donde estaban sentados, sobre esto reflexionó ella entre una y otra cosa, pues podían presentarse en cualquier momento huéspedes de otras habitaciones. —Usted es un criticón, no recuerdo que usted haya encontrado alguna vez algo bueno —continuó—; más que por espíritu de contradicción alaba todo aquello que en la actualidad parece insoportable. Si se tratara de salvar un poco de sentimiento y de intención ante la perspectiva del inanimado desierto de nuestro tiempo sin Dios se podría estar seguro de que usted defendería con entusiasmo la especialización, el desorden y la existencia negativa. Al pronunciar estas últimas palabras se levantó sonriendo dando a entender que deberían buscar otro lugar. Lo que podían hacer era regresar a la sala o, caso de querer proseguir la conversación, tendrían que ocultarse a las miradas de los demás; al dormitorio de los Tuzzi hubieran tenido fácil acceso por una puerta secreta, pero a Diotima le pareció excesiva confianza conducir allí a su primo, tanto más que al hacer sitio en la casa para la recepción de los invitados se acumulaba en aquella habitación un desorden incalculable; por lo cual no quedaba más refugio libre que las dos cámaras de la servidumbre. Al fin decidió el pensamiento de que no sería inoportuno mezclar la parte de entretenida aventura bohemia con la referente a su deber de inspeccionar sin previo aviso la habitación de Raquel, que, por lo demás, nunca revisaba. Mientras se dirigían a ella, Diotima se excusó de la propuesta y luego, en el cuarto, continuó aleccionando a Ulrich: —Se diría que usted pretende contaminar a Arnheim en toda ocasión. Sus contradicciones le afligen. Él es un hombre moderno de gran categoría. Usted, sin embargo, anda al borde de lo imposible. Él es positivo y perfectamente equilibrado; usted es, en realidad, asocial. Él aspira a la unidad y pelea hasta con las uñas para tomar decisiones; usted, al contrario, manifiesta una mentalidad deforme. Él está atento a lo que se va realizando; ¿y usted? ¿Qué hace usted? Usted hace como si el mundo fuera a comenzar mañana. Al menos eso es lo que se deduce de su modo de hablar. Esta actitud la viene adoptando desde el primer día que le manifesté habérsenos presentado una oportunidad de realizar cosas grandes. Y cuando esta oportunidad es considerada como una dádiva del destino, aparecida en el momento decisivo y en espera sigilosa de una respuesta con ojos interrogadores, por decirlo así, usted se conduce entonces como un malicioso jovenzuelo dispuesto a estropearlo todo. Diotima se sintió obligada a atenuar con sabias palabras el apuro de encontrarse en aquella habitación; y, exagerando un poco sus reproches al primo, cobró ánimo para afrontar la situación.

—Si soy, pues, así como usted dice, ¿en qué le puedo servir? —preguntó Ulrich. Estaba sentado en la pequeña cama de hierro de Raquel, la pequeña doncella, y Diotima en la pequeña silla de paja, a un brazo de distancia de él. La respuesta de Diotima fue sorprendente: —Si me diera a mí por comportarme ante usted de un modo desvergonzado —dijo ella sin rodeos—, seguramente usted se sentiría como un arcángel en su gloria. Ella misma se asustó de sus propias palabras. Había querido aludir simplemente a su espíritu de contradicción y decir bromeando que él se mostraría complaciente y amable en el momento en que su interlocutor no lo mereciera; pero inconscientemente se abrió en ella una fuente de donde manaron palabras que, al poco de pronunciarlas, le parecieron algo absurdas, pero, de modo extraño, en conformidad con sus relaciones con el primo.

Este se dio cuenta del alcance de aquella frase; miró a Diotima sin decir nada y, tras un silencio, respondió con la pregunta: —¿Está usted muy enamorada de él?

Diotima bajó los ojos. —¡Cuidado que son impertinentes sus preguntas! ¿Cree que todavía soy una muchachita que se enamora de cualquiera?

Pero su primo insistió: —He preguntado por una razón que puedo explicar; quiero saber si usted ha experimentado ya la necesidad que siente todo ser humano —incluidos los más endiablados monstruos de esa sala contigua— de desnudarse, de abrazar y de cantar en vez de hablar; yo creo que usted debería ir de uno a otro y los debería besar a todos en los labios. Si le parece esto demasiado escandaloso, puede echarse encima una camisa de noche.

Diotima contestó: —¡Vaya imaginación más obsequiosa que tiene usted!

—¿Y qué me dice si le revelo que a mí me es conocida ya esta necesidad desde hace mucho tiempo? Ha habido personas de gran prestancia convencidas de que el mundo debería hacer otro tanto.

—¡Entonces usted mismo tiene la culpa, si no lo hace! —le cortó Diotima—. Sin embargo, no es necesario describirlo tan ridiculamente. Se había acordado de que su aventura con Arnheim era indescriptible y que despertaba el deseo de una vida en que tendrían que desaparecer las diferencias sociales y unificarse la actividad, el alma, el espíritu y el sueño.

Ulrich no contestó. Ofreció a su prima un cigarrillo. Ella lo aceptó. Mientras las nubes perfumadas embalsamaban la «estrecha camarilla», Diotima reflexionó sobre qué iría a pensar Raquel al descubrir las huellas difuminadas de aquella visita. ¿Sería necesario ventilar la habitación? ¿O dar a la mañana siguiente una explicación a la pequeña? Cosa curiosa: el pensamiento de Raquel le sugirió la decisión de quedarse allí; había estado a punto de poner fin a aquella entrevista tan extraordinaria, pero los privilegios de su intelectual superioridad y el aroma del tabaco, de una visita misteriosa, inexplicable para su doncella, vinieron casi a identificarse proporcionándole un gran placer.

El primo observó a Diotima. Se maravilló de haberle hablado de aquella forma, pero continuó; tenía necesidad de compañía. —Le diré en qué condiciones podría llegar a sentirme tan seráfico, pues la palabra «seráfico» no es un adjetivo demasiado exagerado para expresar que uno no sólo soporta corporalmente a su semejante, sino que también lo puede palpar sin estremecerse, por decirlo así, bajo sus enaguas psicológicas.

—¡A no ser que se trate de una señora! —intercaló Diotima pensando en la mala fama que tenía su primo en la familia.

—¡No, sin hacer excepciones!

—¡Tiene usted razón! Lo que yo llamo «amar al ser humano en la mujer» se da rarísima vez. Según Diotima, hacía tiempo que Ulrich tenía la particularidad de acercarse con sus opiniones a las suyas; pero lo que él decía era algo insuficiente y terminaba malográndose.

—Se lo voy a explicar en serio —dijo él, obstinado esta vez. Sentado, con la parte superior del cuerpo inclinado hacia adelante, había apoyado los antebrazos sobre los musculosos muslos y miraba con ojos sombríos al suelo—. Todavía seguimos diciendo: yo amo a esta mujer y odio a aquel hombre, en vez de decir, éste o aquél me atrae o me repugna. Dando un paso más, habría que añadir que yo provoco en ellos la capacidad de atraerme o de rechazarme. Acercándome más a la exactitud, tendríamos que afirmar que son ellos los que hacen resaltar en mí las cualidades para ello necesarias. Por lo demás, no se puede asegurar cuándo se da el primer paso, porque es una dependencia recíproca, funcional, como entre dos balones elásticos o dos circuitos eléctricos. Naturalmente, sabemos todos desde hace tiempo que también nosotros deberíamos sentir las cosas de esta manera, pero siempre avanzamos mucho más adelante, prefiriendo situar la causa y el origen en el campo magnético del sentimiento que nos rodea; incluso cuando uno de nosotros reconoce el haber imitado a otros, lo expresa como sí fuera una aportación activa suya. Por eso le he preguntado y vuelvo a preguntarle si ha estado usted alguna vez apasionadamente enamorada, iracunda o desesperada. Pues a poco que esté uno dotado de espíritu observador comprende exactamente que, en un estado de máxima excitación, al hombre le sucede lo mismo que a una abeja en el cristal de una ventana y lo mismo que a un infusorio en agua envenenada: se sufre una tempestad emocional, se divaga sin rumbo y a ciegas, se choca cien veces contra lo impenetrable y, al fin, si hay suerte, se encuentra la salida, a lo cual, naturalmente después y una vez petrificado el estado de conciencia, se lo califica de acción planificada.

—Tengo que objetarle —hizo notar Diotima— que eso sería una indigna y desconsoladora concepción de los sentimientos que pueden determinar la vida de una persona.

—Quizá le preocupa a usted la vieja y aburrida polémica de si el hombre es dueño de sí mismo o no —replicó Ulrich alzando repentinamente los ojos—. Si todo tiene una causa, ya no se puede ser responsable de nada, o cosa por el estilo. Le confieso que a lo largo de toda mi vida no me he detenido más de un cuarto de hora en la consideración de este punto; pertenece al género de problemas de una época que han sido superados sin que nadie se haya dado cuenta; deriva de la teología, y, fuera de los juristas que conservan todavía mucha teología en su cabeza y en sus narices el olor a humo de los autos de fe, hoy día ya nadie pregunta por las causas, excepción hecha de los miembros de la familia, que dicen: tú eres la causa de mis noches desveladas, o bien: la caída de los cereales en las cotizaciones fue causa de su ruina. Pero pregunte a un malhechor, después de haberle sacudido la conciencia, por las causas de su fechoría. No las sabrá, aun cuando su conciencia no se haya ausentado ni un solo momento de la acción.

Diotima se incorporó más rígida. —¿Por qué habla usted tan a menudo de criminales? Muestra una predilección especial por temas de la delincuencia. Eso tiene que significar algo.

—No —respondió el primo—. Eso no significa nada. A lo más, cierto alboroto interior. La vida ordinaria es el término medio de todos los crímenes que podemos cometer. Y ya que hemos hecho mención de la teología, quisiera hacerle una pregunta.

—Sin duda que será la misma de antes; si he estado alguna vez apasionadamente enamorada o celosa.

—No. Reflexione un poco: si Dios lo predetermina todo, ¿cómo puede pecar el hombre? Ésta fue una cuestión que ocupó a nuestros antepasados y que siempre sigue siendo actual, como usted ve. Según el concepto que se habían formado algunos sobre el ser de Dios, éste resultaba un intrigante anormal. Es ofendido en cosas con las que él está de propio acuerdo, fuerza al hombre a incurrir en un error que él mismo va a tomar a mal; Dios no solamente lo sabe con antelación… para tan resignado amor tendríamos también ejemplos, sino que lo provoca. En una situación parecida nos encontramos todos hoy día, los unos frente a los otros. El yo pierde el sentido que ha tenido hasta ahora, como un soberano promulgador de leyes; nosotros aprendemos a interpretar su desarrollo legal, la influencia de su derredor, las diferencias de estructura, su desaparición en los momentos de máxima actividad, en una palabra: las leyes que regulan su formación y su conducta. Dése cuenta, prima: ¡las leyes de la personalidad! Esto es como una corporación sindical de serpientes venenosas, o como una cámara de comercio para ladrones. En efecto, siendo las leyes la cosa más impersonal del mundo, la personalidad llegará pronto a no ser más que un imaginario punto de reunión de lo impersonal, y resultará difícil encontrar para ella una posición honrosa de la que no pueda usted prescindir…

Así habló el primo. Diotima adujo de paso: —Pero querido amigo, todos debemos actuar lo más personalmente que podamos. Y después concluyó: —Verdaderamente, hoy está usted muy teológico; por este lado aún no le conocía yo a usted. Permaneció sentada en la misma actitud de una bailarina fatigada. Un robusto y hermoso ejemplar de mujer; de alguna manera, ella sentía esto mismo en sus miembros. Durante semanas, e incluso meses, Diotima había huido de su primo. Pero le tenía simpatía. Le divertía verle de frac en aquel cuarto débilmente iluminado, blanco y negro como un caballero maltés; aquel blanco y negro tenía algo de la pasión de una cruz. Diotima miró a su alrededor, a aquel modesto dormitorio; la Acción Paralela estaba lejana, detrás de sí quedaban grandes batallas apasionadamente libradas. La habitación era simple como el deber, adornada sólo con hojas de palmera y tarjetas de colores sin escribir, hincadas en las esquinas del espejo; entre éstas aparecía, pues, el rostro de Raquel como enguirnaldado por el esplendor de la metrópoli cuando la pequeña se miraba al espejo. ¿Y dónde se lavaba? Con levantar el ala de aquel estrecho armarito se hacía visible una palangana de aluminio; así lo recordaba Diotima al tiempo que pensaba: este hombre quiere y no quiere.

Le miró tranquila como una amable interlocutora. —¿De verdad que Arnheim, quiere casarse conmigo? —se preguntó a sí misma. Lo ha dicho. Pero no ha insistido. ¡Tiene tanto que hablar…! Pero también el primo, en lugar de tratar de asuntos dispares, debía haber preguntado: bueno ¿y cómo están las cosas? ¿Y por qué no lo preguntó? A Diotima le pareció que Ulrich la comprendería si ella se decidía a contarle sus luchas interiores. —¿Redundará en provecho mío? —Le había preguntado él según su costumbre, cuando Diotima le reveló que ella había cambiado. ¡Fresco! Diotima sonrió.

Aquellos dos hombres eran ambos bastante raros. ¿Por qué tenía el primo ojeriza a Arnheim? Diotima sabía que Arnheim buscaba captarse la simpatía de Ulrich; pero también éste, a juzgar por sus bruscas declaraciones, se interesaba por Arnheim. —¡Y hay que ver lo mal que le comprende! —pensó ella nuevamente—, ¡pero no se puede con él! Por lo demás, no sólo se rebelaba su alma contra su propio cuerpo desposado con el jefe de sección Tuzzi, sino a veces también su cuerpo contra el alma, a la que el amor vacilante y transportador de Arnheim había tumbado, rendida al margen de un desierto sobre el que quizá temblaba únicamente el engañoso espejismo de la nostalgia. Hubiera deseado hacer partícipe a su primo de sus sufrimientos y debilidades; la resuelta parcialidad de que generalmente hacía él ostentación agradaba a Diotima. Cierto que apreciaba mucho más la equilibrada adaptabilidad de Arnheim, pero Ulrich no titubearía tanto en el momento de formular una determinación, a pesar de sus teorías, según las cuales, seguramente lo hubiera disuelto todo en unas cuantas generalidades. Diotima abrigaba este sentimiento, aunque no sabía a qué atribuirlo; es posible que fuera reminiscencia de las impresiones recibidas en la primera de sus visitas. Si en aquel momento se le aparecía Arnheim como un monstruoso esfuerzo, como una carga regia para su alma, una carga que le hacía tambalearse en todas direcciones, entonces creía que todo lo que le había dicho Ulrich tenía el único efecto de echar a perder el sentido de la responsabilidad entre cientos de otras cosas, y de hacerla caer en un sospechoso estado de libertad. De repente sintió la necesidad de volverse más complicada de lo que era. Y sin saber bien por qué, se acordó al mismo tiempo de cómo una vez, de pequeña, había salvado de un peligro a un niño; al llevar a éste en sus brazos, el pequeño la había golpeado obstinadamente con las rodillas sobre el vientre para impedir a Diotima su acción salvadora. La intensidad de aquel recuerdo, que se le había representado tan improvisadamente como si hubiera bajado por la chimenea a la solitaria habitación, la puso fuera de sí. —¿Apasionadamente? —pensó ella. ¿Por qué le repetía Ulrich continuamente la misma pregunta? ¡Como si no fuera ella capaz de mostrarse apasionada! Diotima se había olvidado de atenderle y, no sabiendo si lo que iba a decir era o no oportuno, le interrumpió sencillamente, prescindió de lo que él decía, y de una vez y riendo (aunque no era seguro que se diera cuenta de que reía en medio de tan esporádica emoción) dio la respuesta: —Pero yo estoy apasionadamente enamorada.

Ulrich se le rió a la cara. —Usted no es capaz de eso —dijo él.

Diotima se había levantado, ocupó las manos en el cabello y miró fijamente a Ulrich con ojos de sorpresa.

—Para ser apasionado —explicó él serenamente— se necesita perfecta exactitud y objetividad. Dos «yos» que conocen lo problemático que es hoy día el «yo» se apoyan mutuamente, según creo, si se trata de verdadero amor y no de una actividad habitual; ambos están tan íntimamente encadenados que el uno es la causa del otro cuando se sienten engrandecer, y flotan como un velo. Es muy difícil no hacer falsos movimientos, aun habiendo ejercitado los auténticos durante largo tiempo. En este mundo es de todos modos difícil experimentar las sensaciones propias de cada cosa. Al contrario de lo que dicta un prejuicio general, para conseguirlo se necesita una cierta pedantería. Por lo demás, esto era precisamente lo que yo quería decirle. Usted me ha halagado mucho, Diotima, al atribuirme el carácter de un arcángel en potencia; con toda modestia, como verá en seguida. Pues sólo siendo los hombres absolutamente objetivos, lo cual equivale casi a ser impersonales, serían también todo amor. Porque únicamente en aquel estado serían también todo sensibilidad y sensación y pensamiento; todos los elementos que forman a la persona son cariñosos, porque se buscan mutuamente; sólo la persona misma no lo es. ¡Estar apasionadamente enamorada es, pues, algo que quizá ni usted misma desearía…!

Él se había esforzado por decir aquello con la menor solemnidad que pudo; para regular la expresión de su rostro se encendió otro cigarrillo, y también Diotima, en su perplejidad, aceptó el ofrecido por Ulrich. Adoptó una actitud de burlona obstinación y echó el humo al aire para mostrar su independencia, ya que no le había entendido muy bien. Pero en conjunto, como acontecimiento, le había impresionado el que su primo le hubiera dicho todo aquello precisamente en aquella habitación en la que se encontraban solos, y le chocaba que no se hubiera preocupado en lo más mínimo de acariciar su mano ni de tocar su cabello, a pesar de que ambos habían sentido, como una corriente magnética, la atracción recíproca de sus cuerpos tan próximos. —Y si de pronto se pusieran… —pensó ella. ¿Pero qué se podía hacer en aquel cuarto? Diotima miró alrededor. ¿Se portaría como una ramera? ¡Sollozar!, he ahí una palabra de colegiala que se le ocurrió repentinamente. Y si de pronto hiciera ella lo que él pedía: desnudarse, abrazar y cantar… ¿cantar? ¿Tocar el arpa? Diotima le miró sonriente. Ulrich le pareció un hermano travieso en cuya compañía se puede hacer cualquier cosa. También él sonreía. Pero su sonrisa era como una ventana ciega; porque Ulrich, después de haber cedido a la tentación de entretener a Diotima en aquella charla, se avergonzaba de ello. Sin embargo, ella se barruntaba la posibilidad de amar a aquel hombre; la cuestión se le aparecía tal como era a su juicio la música moderna: insatisfactoria, pero desbordante de emotiva heterogeneidad. Y aunque Diotima creía experimentar naturalmente más que él mismo, sus piernas, firmes frente a Ulrich, comenzaron a sentir un ardor secreto, de tal modo que con un gesto que evidenciaba la exagerada duración de aquel coloquio, dijo de repente a su primo: Querido amigo, es absurdo lo que estamos haciendo; quédese usted aquí todavía un momento, yo voy a salir antes para presentarme de nuevo a nuestros huéspedes.