EL general Stumm, que había observado el fracaso de su «camarada», intentó consolarle. —En esta barahúnda de opiniones no hay quien se entienda —dijo indignado, reprochando la conducta de los conciliadores. Después, tras una breve pausa y sin estímulo especial, empezó sus confidencias con unción y cierto regalo: —¿Te acuerdas —le dijo— cómo se me metió en la cabeza investigar hasta poder rendir a los pies de Diotima la idea redentora que ella busca? Hay, según parece, muchas ideas de relieve, pero sólo una tiene que ser finalmente la más importante. Es lógico, ¿verdad? Pues entonces se trata simplemente de traer a semejante mujer al orden. Tú mismo dijiste que ésta es una resolución digna de un Napoleón. ¿Lo recuerdas? Luego me diste, como era de esperar de ti, una serie de excelentes consejos, pero no he tenido ocasión de servirme de ellos. ¡Bien!; dicho brevemente: tomé el asunto por mi cuenta.
Cuando quería observar atentamente a una persona o cosa, el general se ponía, en vez de los quevedos, unas gafas de asta; en aquel momento las sacó del bolsillo y se las colocó sobre la nariz.
Uno de los principios básicos del arte de la guerra es enterarse concienzudamente de la fuerza del adversario. —Por consiguiente —dijo el general—, me he agenciado una tarjeta de entrada para nuestra mundialmente famosa biblioteca y he penetrado en las líneas enemigas, guiado por un bibliotecario que se ofreció a atenderme en cuanto yo le dije quién era. Hemos pasado revista a ese colosal tesoro de libros y puedo decir que esas filas no me han impresionado más que un desfile militar.
Sin embargo, al poco rato me puse a reflexionar y a hacer cálculos mentalmente y esto me dio un resultado insospechado. Mira, antes había pensado que me resultaría muy costoso leer un libro por día; pero alguna vez tenía que decidirme a hacerlo, así tendría derecho a ocupar una cierta posición en la vida intelectual, no importando que hubiera omitido lo uno o lo otro. ¿Y qué crees que me respondió el bibliotecario cuando aquel paseo empezó a hacérseme eterno y le pregunté yo por el total de los volúmenes contenidos en la condenada biblioteca? ¡Tres millones y medio!, me contestó. Al decírmelo, estábamos a la altura del libro número setecientos mil; desde entonces no paré de hacer cálculos. Bueno, no quiero aburrirte; sólo te quiero decir que he seguido haciendo cuentas en el Ministerio con papel y lápiz y el resultado es que necesitaría diez mil años para ver cumplido mi propósito.
«En aquel momento se me paralizaron las piernas, y el mundo me pareció una farsa. Te vuelvo a decir cómo llegué a tranquilizarme: pensando que allí fallaba algo esencial.
»Tú objetarás quizá que no hay por qué leer todos los libros. Y yo te contesto: también en la guerra no hay por qué matar a los soldados uno por uno; sin embargo, todos y cada uno son necesarios. Dirás: también todos los libros son necesarios. Pero ves, aquí es donde falla algo, porque esto no es verdad; ¡se lo he preguntado al bibliotecario!
»Querido amigo, yo he pensado únicamente: este hombre vive entre estos millones de libros, los conoce todos, sabe dónde está cada uno; nadie, pues, mejor que él para ayudarme. Naturalmente, no me dirigí a preguntarle sin más: ¿dónde podría encontrar la idea más hermosa del mundo? Hubiera sonado a preludio de un cuento de hadas y no soy tan tonto como para no darme cuenta de ello; los cuentos no me gustaron ya desde niño. Pero ¿qué hubieras hecho tú? Algo había que preguntarle. Por otra parte, el sentido común me prohibía decirle la verdad, o sea, preparar mi solicitud con informes acerca de la Acción, y rogar al hombre que me orientara hacia su más digno fin. Por tanto, me serví al final de una pequeña estratagema. —¡Vaya, vaya! —comencé inocentemente. —¡Nada, hombre, nada! ¿Y no se podría saber cómo se las arregla usted para encontrar el libro que desea en medio de este inmenso almacén? ¿Sabes? —Le formulé la pregunta tal como creí que le hubiera hecho Diotima, mezclando un poco de admiración hacia él en el tono de la voz, con el propósito de atraerle al reclamo.
—Y entonces me preguntó, muy meloso y solícito, qué era lo que el general deseaba saber. Con ello me puso en un apuro. —Oh, muchas cosas —le respondí cavilando.
—Quiero decir, ¿qué problema o qué autor le interesa? ¿Historia de las guerras? —repuso.
—No, eso no; más bien historia de la paz.
—¿Historia? ¡Quizá la literatura pacifista de la actualidad!
—No —dije—; no es precisamente eso lo que busco. Por ejemplo, una colección de las grandes ideas de la humanidad, si existe.
—Él calló. —Acaso un libro sobre la realización de cosas muy importantes —dije.
—¡En ese caso, ética teológica! —opinó.
—Sí, también puede ser una ética teológica, pero tiene que tratar acerca de la antigua cultura de Austria y sobre Grillparzer —insistí yo. —¿Sabes? En mis ojos debió de brillar una sed tan devoradora de saber que aquel tipo temió yo fuera a estrujarle como a un limón; le hablé algo como de itinerarios de los ferrocarriles que deben permitir establecer entre los pensamientos toda suerte de comunicaciones y empalmes arbitrarios; entonces me mostró una cordialidad poco tranquilizadora, invitándome a pasar a la sala de los catálogos, donde me dijo que me podía quedar solo, no obstante estar esto prohibido y reservado a los bibliotecarios. Entré, pues, en el sanctasanctórum de la biblioteca. Te aseguro que tuve la impresión de penetrar en el interior de un cráneo. Toda la nave estaba emparedada con estanterías y sus correspondientes anaqueles; en todas partes aparecían escaleras para subir hasta los libros más altos, y catálogos y bibliografías cubrían los pupitres y mesas; en suma: la quintaesencia del saber y, sin embargo, ningún libro decente para leer; nada más que libros sobre libros; olía también a fósforo cerebral y no me equivoco si afirmo que me parecía haber conseguido algo. Pero naturalmente, cuando el hombre quiso dejarme solo, sentí una cosa especial, yo diría que angustia, recogimiento, intranquilidad. El bibliotecario se encaramó a lo alto de la escalera, como un mono, en busca de un libro que había localizado desde abajo, y me lo bajó diciendo: —«Aquí tiene usted, mi general, una bibliografía de bibliografías —tú ya sabes de qué se trata—, o sea, un índice alfabético de los índices alfabéticos de los títulos de aquellos libros y trabajos publicados en los cinco últimos años acerca del desarrollo de los problemas éticos, con exclusión de la teología y de las bellas artes». Algo así me dijo haciendo ademán de marcharse. Pero yo le cogí de la chaqueta a tiempo y le retuve junto a mí. —«Señor bibliotecario —exclamé—, no se vaya sin revelarme antes el secreto de que usted se sirve para desenvolverse en este… manicomio de libros»; se me escapó esta palabra, pero tampoco era distinta la impresión que me había causado. Creo que me entendió mal. Reflexionando, me ha venido al pensamiento lo que se suele decir de los locos: que para ellos, los verdaderamente averiados son los demás; de todos modos, el hombre no paraba de mirar a mi sable, y yo no encontraba modo de distraerle, porque me estaba dando miedo. Puesto que yo no le dejaba libre, se cuadró repentinamente delante de mí, como si fuera a saltar su cuerpo momificado por encima de sus pantalones estremecidos y acentuando con gravedad cada palabra que seguidamente me dirigió, se pudo deducir de aquella entonación que iba a revelar el secreto de tales muros: —«Señor general, dijo, ¿desea saber cómo me las arreglo para conocer todos los libros? Se lo puedo comunicar ahora mismo: ¡no leyendo ninguno!».
»Ya te digo; ¡a poco no resisto más! Pero él, advirtiendo mi sobresalto, pasó a explicarme su afirmación. El secreto de todos los buenos bibliotecarios está en no leer nada de la literatura a ellos encomendada, exceptuados los títulos e índices. —El que se detiene en su contenido está perdido como bibliotecario —así me lo declaró—. Nunca obtendrá una idea de conjunto.
»Le pregunté decepcionado: —Entonces, ¿usted no ha leído nunca libro alguno de los aquí expuestos?
»—Jamás, excepción hecha de los catálogos.
»—¿Y es usted doctor?»
»—Claro que lo soy; incluso catedrático de la universidad, docente privado de ciencia bibliotecaria. Es una auténtica ciencia —comentó—. ¿Cuántos cree que son, mi general, los sistemas empleados para distribuir los libros, para ordenar los títulos, corregir las erratas de imprenta, las indicaciones falsas de las portadas, y demás?»
»Te confío que, cuando se fue y me dejó solo, tuve ganas de hacer una de dos: o prorrumpir en lágrimas o encender un cigarrillo, pero ninguna de las dos cosas me estaba allí permitida. ¿Qué piensas que ocurrió? —prosiguió el general, regocijado—. Estando yo de tal manera aturdido, se me acercó un viejo dependiente que al parecer nos había observado antes, dio un par de vueltas alrededor mío con cordialidad, se detuvo frente a mí, me miró fijo y comenzó a hablarme con una voz pulida por el polvo de los libros o por el jugo de las propinas. «¿Qué desea, mi general?», me preguntó. Yo desvié su curiosidad, pero el viejo insistió: —Frecuentemente acuden a nosotros oficiales de la Escuela militar; el señor general no tiene más que decirme qué tema le interesa actualmente: ¿Julio César, el príncipe Eugenio, el conde Daun? ¿Desea acaso algo moderno? ¿La ley de Defensa Militar? ¿Las actas de las negociaciones presupuestarias? Te digo que el hombre habló de un modo tan razonable, y sabía tanto del contenido de los libros, que le di una propina al mismo tiempo que le pregunté qué era lo que hacía para estar tan enterado. ¿Y qué crees tú que dijo? Me repitió que los cadetes, cuando recibían la tarea de presentar algún ejercicio escrito, venían a veces a él y le pedían libros. —Al entregárselos yo —continuó—, protestan contra los absurdos que les hacen aprender y entonces me entero de cantidad de cosas. O bien nos visita algún diputado, encargado de hacer el presupuesto de la educación escolar, y me pregunta por la documentación que el diputado del año anterior utilizó para redactar idéntico informe. O también viene el señor prelado, dedicado desde hace quince años al estudio de ciertos coleópteros. O un profesor de la universidad se queja de que lleva tres semanas esperando un libro que no acaban de entregarle y entonces hay que buscarlo en todos los anaqueles vecinos, por si acaso lo han cambiado de lugar, hasta que se comprueba que lo tiene él mismo en casa desde hace dos años sin devolverlo. En este servicio llevo ya cuarenta años; así, pues, se da uno cuenta en seguida de lo que desea y lee cada persona».
—¡Pero lo que yo persigo —le dije— no es tan fácil de averiguar!»
—¿Y qué crees que me respondió? Me miró primero modestamente, asintió con la cabeza y dijo: —Con su permiso, señor general; todo se puede dar. No hace mucho hablé con una señora que me dijo lo mismo que usted. Quizá le sea ya conocida, mi general; es la esposa del señor Tuzzi, el jefe de sección en el Ministerio de Asuntos Exteriores.
—¡Pero qué dices! —Estuve a punto de caer del susto. Al notarlo el viejo, me trajo justo los libros que se había hecho reservar Diotima. Por tanto, ahora, cuando vuelvo a la biblioteca, experimento la sensación secreta de una boda espiritual y de cuando en cuando escribo prudentemente a lápiz una señal o palabra al margen de la página, sabiendo que al día siguiente la leerá ella, sin poder hacerse idea de quién está en su cabeza cuando reflexiona sobre el significado de semejantes anotaciones.
El general hizo una pausa de beatitud. Pero a continuación se reintegró con un gran esfuerzo; una amarga seriedad inundó su rostro, y prosiguió: —Concéntrate ahora todo lo que puedas, que te voy a hacer una pregunta: todos estamos convencidos de que nuestra época es casi la más ordenada de la historia. Una vez consideré que esto era un prejuicio de Diotima, pero veo que también yo lo tengo. He de reconocer que los únicos que cultivan un orden espiritual a toda prueba son los bibliotecarios. Permíteme que te pregunte…; no, no te pregunto nada; ya hablamos de ello a su debido tiempo. Desde entonces he vuelto a reflexionar sobre el asunto y por eso te digo ahora: imagínate que estás bebiendo aguardiente, ¿estamos? No es malo en ciertas ocasiones. Pero tú tomas aguardiente, bebe que te bebe. ¿Me sigues? El primer resultado sería una borrachera, luego el delírium trémens, y por fin la conducción de tu cadáver; ante la tumba el sacerdote pronunciaría algunas palabras sobre la férrea voluntad que debe preceder y acompañar al cumplimiento del deber. ¿Has pensado bien en ello? Si lo has hecho, la cosa está clara. Haz, pues, ahora los posibles por imaginarte un ejemplo a base de agua. Imagínate que tienes que beber mucha, sin parar, y que terminas ahogándote. Imagínate que comes hasta obstruir el intestino. Y luego los remedios: quinina, arsénico, morfina. ¿Para qué?, preguntarás. Amado camarada, ahí va la proposición mejor: imagínate un orden. O si quieres, imagínate primero una gran idea; después, una más grande, cada vez mayor; y según este modelo, imagina en tu cabeza un orden en progresión ascendente. Al principio, resulta tan bonito como la habitación de una señorita vieja y limpio como la caballeriza de un cuartel; luego, grandioso como una brigada alineada; luego, tan loco como cuando se vuelve del casino por la noche y se ordena a las estrellas: ¡Universo, atención! ¡Media vuelta a la derecha! También podemos decir que el orden es al principio como un recluta tartamudo de piernas, al cual le enseñas tú a andar. Después, como suele ocurrir en sueños, sin participar en carrera alguna, de pronto das un salto hasta ministro de la Guerra. Pero imagínate por fin un orden acabado, universal, un orden de la humanidad, en una palabra, un orden civil perfecto: te aseguro que ahí está la muerte por congelación, una rigidez cadavérica, un paisaje lunar, una epidemia geométrica.
«Me entretuve con el dependiente de la biblioteca, en cuya conversación me recomendó leyese a Kant o algo semejante que excediera los límites de los conceptos y de las potencias cognoscitivas. Pero, propiamente, a mí ya no me interesaba leer más. Albergaba en mi interior un peregrino sentimiento: la comprensión de por qué nosotros, los militares, los que aventajamos a todos en punto a orden, tenemos que estar al mismo tiempo dispuestos a dar la vida en cualquier instante. Para explicar el porqué no encuentro palabras. De una manera o de otra, el orden se transforma en necesidad de matar. Y ahora estoy preocupado, porque tu prima, con todos sus esfuerzos, puede ocasionarse a sí misma graves daños, mientras que yo no la puedo ayudar más que antes. ¿Me comprendes? A las grandes y admirables ideas inspiradas por la ciencia y el arte sea tributado todo honor. Nada de lo dicho fue dirigido contra ellas».