99 — De la semicordura y de su segunda mitad fructífera; del parecido entre dos épocas, de la amabilidad de la tía Jane, y del desorden llamado «los nuevos tiempos»

SIN embargo, resultaba también imposible formarse una idea clara de lo que estaba sucediendo en las sesiones del concilio. En general, los progresistas de aquel tiempo eran partidarios del espíritu activo; se había reconocido que el deber de un hombre cerebral era atraer hacia sí la dirección del hombre abdominal. Existía además algo a lo que se llamaba expresionismo; no se podía determinar exactamente en qué consistía, pero, como la misma palabra lo dice, era una presión hacia el exterior: quizá presión de visiones constructivas; lo cierto es que éstas, comparadas con las tradiciones artísticas, eran también destructivas, de suerte que podían llamarse simplemente estructurales; este nombre no compromete a nadie y una «concepción estructural del mundo» suena bien. Pero esto no es todo. Se miraba entonces al mundo y a la vida proyectando la mirada del interior al exterior, pero también en sentido contrario, o sea, del exterior al interior; el intelectualísmo y el individualismo se consideraban ya pasados y egocéntricos, el amor había vuelto a desacreditarse y se estaba a punto de descubrir nuevamente el saludable influjo del arte cursi sobre las masas, cuando afectaba las almas de los puros hombres de acción. «Se es» cambia, al parecer, tan de prisa como «se lleva», y tienen en común que nadie conoce el auténtico secreto del «se», probablemente ni siquiera los negociantes de artículos de moda. Quien se rebelara contra tal hecho produciría infaliblemente la impresión un anto ridicula del hombre que, sujeto entre los polos de una máquina de faradización, se moviera bruscamente y se zarandeara con violencia sin saber quién es su enemigo. Pues el enemigo no está constituido por gente que se aprovecha, con una broma oportuna, de la situación comercial presente, sino que es la inconsistencia fluida y etérea del estado general lo que lo forma, la concurrencia de innumerables dominios, su ilimitada capacidad de asociación y transformación, a lo cual se junta todavía, por parte del receptor, la carencia o el fallo de principios válidos, estables y ordenadores.

Querer apoyarse en algo dentro de este complejo variable de fenómenos es tan difícil como clavar un clavo en el chorro de una fuente; sin embargo, hay algo en ello que parece permanecer idéntico a sí mismo. Pues ¿qué sucede, por ejemplo, cuando el tipo de hombre voluble califica de genial a un jugador de tenis? Una omisión, ¿Y cuando llama igualmente genial a un caballo de carreras? Una omisión todavía mayor. Ese tipo de hombre omite siempre algo, ya llame científico a un futbolista, o ingenioso a un esgrimidor, o bien cuando habla de la derrota trágica de un boxeador; siempre se deja algo. Exagera; pero es la inexactitud la causa de la exageración, así como en una pequeña ciudad es la imprecisión de los conceptos la que hace que el hijo de un modesto comerciante pase por un hombre de gran mundo. Algo habrá de cierto; y ¿por qué las sorpresas de un campeón no han de evocar las de un genio, o sus reflexiones las de un investigador experimentado? Otras cosas que se podrían añadir no son exactas, como es natural; pero lo que resta no se usa, o se usa a lo más a disgusto. Se considera inseguro; es pasado por alto y omitido; y probablemente, cuando nuestro tiempo considera genial a un caballo de carreras o a un tenista, no expresa tanto su concepto de genialidad cuanto su desconfianza frente a las esferas más altas.

Aquí cabría hablar ahora de la tía Jane, de la que se acordó Ulrich al hojear los viejos álbumes de familia que Diotima le había prestado; contemplaba sus rostros y los comparaba con los Tuzzi. De niño, Ulrich había pasado largas temporadas en casa de una tía, hermana de su abuela, cuya amiga era desde tiempos inmemoriales la llamada tía Jane. En realidad no era su tía, sino una profesora de piano para los niños de la familia; a decir verdad, aquella tía no ganó allí tanta gloria como amor, pues, según ella decía, partía de un principio según el cual no tenía sentido hacer ejercicios de piano no habiendo nacido para la música. Su alegría era mayor viendo a los niños trepar a los árboles; de este modo se hizo tía de dos generaciones y, como bajo la influencia de la retroactividad de los años, también amiga de juventud de su desengañada mantenedora.

—¡Ah, el Mucki! —exclamaba, por ejemplo, la tía Jane, insensible a los años; lo decía con tal indulgencia y admiración por el pequeño tío Nepomuk —quien contaba ya entonces cuarenta años de edad—, que su voz vivía aún hoy para aquel que la había escuchado. La voz de la tía Jane parecía estar empolvada con harina, igual que el brazo cuando se introduce en un saco de harina fina. Una voz empañada, envuelta como con pan rallado; no era de extrañar, pues la tía tomaba mucho café negro y fumaba cigarros Virginia, largos, estrechos y fuertes que, juntamente con la edad, habían comido y ennegrecido sus dientes. Al mirarle a la cara podía pensarse también que el tono de su voz estaba en relación con las finas e innumerable rayas que cubrían su piel como una xilografía. Su rostro era largo y afable; no había cambiado para las generaciones posteriores, así como tampoco había cambiado nada de la tía Jane. Siempre, durante toda su vida, había llevado un solo vestido, si bien, como es de suponer, reproducido: era una bolsa estrecha, acanalada, de seda negra; descendía hasta el suelo sin autorizar ninguna clase de extravío corporal y se cerraba con muchos botones negros como la sotana de un sacerdote. Arriba apenas sobresalía el cuello duro, de puntas separadas, entre las cuales la garganta, hundida bajo la descarnada piel del cuello, formaba surcos movedizos a cada chupada del cigarro; las mangas estrechas terminaban en puños rígidos, blancos y la bóveda consistía en una peluca pelirroja, con tonalidades rubias, un poco escarolada y con la raya en medio. Pasados los años, llegó a verse el lienzo por entre la raya; pero más conmovedoras eran todavía las dos entradas donde se veían las grises sienes junto al cabello teñido de la peluca, lo cual era señal de que la tía Jane no había conservado durante toda su vida la misma edad.

Se habría podido creer que ella se había anticipado en varios decenios al tipo de mujer masculina que más tarde se puso de moda; pero no en todo, pues en su pecho palpitaba un corazón muy femenino. Se hubiera podido creer también que alguna vez ella fue una pianista de gran fama, venida a menos al perder el contacto con su tiempo; en estos términos hablaban las apariencias. Pero tampoco era así del todo; Jane nunca había sido más que una profesora de piano, y tanto su cabeza de hombre como su sotana se explicaban solamente por el hecho de que la tía Jane, de joven, se había entusiasmado por Franz Liszt, con el que se había encontrado algunas veces en sociedad durante breve tiempo; fue entonces cuando dio a su nombre la forma inglesa. Ella permaneció fiel a este encuentro, como un caballero enamorado que lleva hasta su ancianidad los colores de su dama sin pretender otra cosa; y en esto era Jane sensacional, como si hubiera llevado aun después de jubilarse el uniforme de sus gloriosos días. El secreto mismo de su vida era de naturaleza semejante: en la familia se comenzaba a respetar al adolescente sólo después de hecha una seria advertencia como acto de consagración del joven en desarrollo. Jane no era una niña (pues un alma exigente tarda en elegir) cuando encontró al hombre de su amor; con él se casó contrariando a la voluntad de sus familiares. Este hombre había sido naturalmente un artista, si bien nada más que fotógrafo debido a las adversas circunstancias de la vida provinciana. Pero al poco de casarse empezó a contraer deudas como un genio y a darse apasionadamente a la bebida. La tía Jane se sometía a privaciones por él, iba a buscarle a las tabernas para devolverle a su Olimpo y lloraba a solas y también postrada de rodillas ante él. Su marido tenía todo el aire de un genio: poderosa boca y arrogante cabellera; si la tía Jane hubiera sido capaz de transmitirle el ardor de su propia desesperación, el desgraciado se hubiera exaltado con sus vicios como Lord Byron. Sin embargo, el fotógrafo dificultaba la transmisión de sentimientos, abandonó a Jane al cumplirse un año de la boda y se fue con su rústica criada a la que había dejado encinta; poco después murió bastante arruinado. Jane cortó un mechón de su formidable cabeza y lo guardó, adoptó el hijo ilegítimo de su difunto esposo y lo crió a costa de grandes sacrificios; rara vez hablaba de aquel pasado, pues no se puede exigir de una vida atropellada que resulte benigna.

La vida de la tía Jane no tuvo, por consiguiente, poco de afectación romántica, pero más tarde, cuando el fotógrafo, en su imperfección terrena, dejó de hechizar durante largo tiempo su vida también la imperfecta sustancia del amor de Jane llegó de algún modo a descomponerse, y de tal existencia no quedó en su corazón más que la forma eterna del amor y del entusiasmo; a distancia estas vivencias se proyectaban como si hubieran sido verdaderamente sobrecogedoras. Así era la tía Jane. Su contenido espiritual acaso no era grande, ¡pero su forma anímica era tan bella…! Sus ademanes eran heroicos, y esos gestos resultan desagradables cuando se sabe que carecen de fondo; si están completamente vacíos, aparecen como un juego de llamas y una fe ardiente. La tía Jane vivía sólo de té, café y de dos tazas de caldo diarias; pero en las calles de aquella pequeña ciudad, las gentes no se detenían a mirarla cuando pasaba embutida en su sotana negra porque sabían que era una mujer de orden y concierto; y todavía más: profesaban hacia ella una cierta veneración, porque, no obstante ser una persona de bien, había conservado la capacidad de aparecer ante los demás tal como ella se sentía, aunque sin saber más detalles de los que guardaba su corazón.

Esta fue, pues, la historia de la tía Jane, muerta largos años ha, después de alcanzar una avanzada edad. También la tía-abuela había muerto, y muerto estaba el tío Nepomuk; ahora bien, ¿por qué vivieron?, se preguntaba Ulrich. En aquel tiempo hubiera dado algo por poder volver a hablar, siquiera una vez, con la tía Jane. Hojeaba los viejos y gruesos álbumes y contemplaba las fotografías de su familia que de alguna manera habían llegado a manos de Diotima y cuanto más se detenía en los principios de aquel nuevo arte gráfico tanto más orgullosa le parecía la pose que las personas adoptaban en él. Según era de apreciar, apoyaban sus pies sobre rocas de cartón, revestidas éstas de hiedra artificial; si eran oficiales, ensanchaban las piernas y entre ellas empuñaban el sable; si eran muchachas, posaban sus manos sobre el regazo y abrían sus grandes ojos; si eran hombres solteros, sus pantalones ascendían desde el suelo como columnas salomónicas de humo, con esforzado romanticismo, sin la raya del planchado, y sus chaquetas daban un salto redondo algo frenético, una vez desbancada la dignidad rígida de la levita burguesa. Esto había tenido lugar entre los años mil ochocientos sesenta y setenta, superados ya los comienzos rudimentarios de la técnica fotográfica. La revolución del año cuarenta yacía ya lejana como una época desierta y la vida presentaba nuevos índices, cuyos títulos apenas se recuerdan ya hoy día; las lágrimas, los abrazos y las declaraciones en que la nueva burguesía había buscado el alma a principios de su era habían pasado también de moda; pero de manera semejante a como una ola se desliza hasta la arena de una playa, aquella magnanimidad había alcanzado a los vestidos de entonces y a una cierta extravagancia privada a la que se podía dar un apelativo mejor, pero de la que no vemos por el momento más que fotografías. Fue el tiempo en que los fotógrafos llevaban chaquetas de terciopelo y mostacho de modo parecido a los pintores, y los pintores dibujaban grandes cartones sobre los que desfilaban compañías de ilustres personalidades; a las personas privadas les parecía vivir en un tiempo que también para ellas había inventado un procedimiento de inmortalización. Queda solamente por decir que los hombres nunca se sintieron tan geniales y grandiosos como en aquella época y que tampoco nunca existieron tan pocos hombres extraordinarios como entonces, o al menos rara vez consiguieron sobresalir entre los demás.

A este respecto, Ulrich se preguntaba frecuentemente si no habría cierta correspondencia entre aquella época, en que un fotógrafo podía considerarse genial porque bebía, llevaba el cuello desabrochado y demostraba su nobleza de alma —con ayuda del procedimiento más moderno— a todos sus contemporáneos que venían a posar ante el objetivo, y esta otra en la que sólo los caballos de carreras son considerados como francamente geniales por su insuperable habilidad de estirarse y encogerse. Las dos épocas muestran diferencias: el presente mira al pasado con aire de superioridad, de arriba abajo; y si el pasado se hubiera descuidado en llegar más tarde, miraría igual de orgulloso al presente; pero, en lo principal, las dos épocas se parecen mucho: tanto aquí como allí desempeñan un papel muy importante la inexactitud y la omisión de las discrepancias definitivas. La parte se confunde con el todo, una vaga analogía con la ejecución de la verdad y el pellejo vacío de una gran palabra es rellenado con un nuevo contenido conforme a las exigencias de la moda. Resulta grandioso, aunque no resiste largo tiempo. Los hombres que hablaban en el salón de Diotima nunca se equivocaban directamente, porque sus conceptos eran tan imprecisos como las siluetas entre el vapor de un lavadero. —¡Esos conceptos que sostienen la vida como el aleteo al águila! —pensó Ulrich—. ¡Esos innumerables conceptos morales y estéticos que son por naturaleza tan delicados como sólidas montañas en difuminada lontananza! A fuerza de vueltas tales ideas se multiplicaban en sus bocas y no se podía hablar un momento acerca de ellas sin pasar inconscientemente a la que más próxima estuviera.

Siempre se ha llamado a esta clase de hombres encarnación de los «nuevos tiempos». Esta expresión es como un saco en el que se quisiera encerrar cautivos los vientos de Eolo; es la excusa constante que abogan los hombres para poner las cosas, no en su debido orden, concreto, sino en la estructura ilusoria de una quimera, Y en ella se manifiesta el reconocimiento de un error. La convicción que tenían de su obligación de ordenar el mundo vivía en aquellos hombres de un modo muy extraño. Si se quisiera llamar «semicordura» a lo que les guiaba en sus empresas hacia aquel fin sería de notar que precisamente la otra mitad no mencionada, o, por no omitirla, la parte estúpida, nunca exacta y justa, de esta semicordura, poseía una inagotable fuerza renovadora y una gran fecundidad. Tenía vida, versatilidad, inquietud, variación en los puntos de vista. Pero ellos mismos sabían bien de qué se trataba. Todo ello les sacudía, se agitaba en sus cabezas; se movían en una época de nerviosismo y algo andaba fuera de quicio: todos, uno por uno, se creían inteligentes, pero en conjunto se sentían infecundos. Si eran, por lo demás, hombres de talento —su imprecisión no lo excluía—, el observador que examinaba sus cabezas a través de estrechas e incrustadas ventanas veía en ellas el tiempo nuboso, los ferrocarriles, los hilos telegráficos, árboles y animales, todo el animado cuadro del amado mundo; nadie miraba el interior de su propia ventana, sino el de las demás.

Ulrich se permitió una vez la broma de pedirles explicaciones sobre lo que pensaban; ellos le miraron con gesto de desagrado, calificaron su deseo de signo de un espíritu escéptico y mecanicista y afirmaron solemnemente que las complicaciones más extremas sólo se deben resolver de un modo muy simple; así, los nuevos tiempos, apenas se hayan desenredado del presente, presentarán una fisonomía completamente simple. Ulrich no causó en ellos impresión alguna; la tía Jane le hubiera dicho acariciándole el rostro: —Yo les comprendo muy bien; tú les molestas con tu seriedad.