97 — Poderes y maniobras secretas de Clarisse

CLARISSE estaba en su habitación; de Walter no se sabía ni por dónde andaba; ella vestía bata y sostenía en la mano una manzana. Bata y manzana eran las dos fuentes de las que manaba un arroyo estrecho e inadvertido de realidad. ¿Por qué Moosbrugger le parecía musical? Lo ignoraba. Quizá todos los asesinos son musicales. Sabía, sin embargo, que en cierta ocasión había escrito a Su Señoría una carta acerca de este asuntóse acordaba todavía de su contenido aproximado, pero no lograba desentrañarlo.

Y el hombre sin atributos ¿era acaso insensible a la música?

Puesto que no acudió a su mente una respuesta satisfactoria, abandonó aquel pensamiento y pasó a otro.

Al poco tiempo le vino una idea; Ulrich es el hombre sin atributos. Un hombre sin atributos no puede ser musical. Pero ¿debe ser, entonces, insensible a la música?

Siguió adelante.

Una vez, Ulrich había dicho a Clarisse: eres una niña heroica.

Ella se lo repitió a sí misma: —¡Niña y heroica! El calor se hizo visible en sus mejillas y le impuso un deber confuso.

Sus pensamientos la empujaban en dos direcciones. Se sentía atraída y rechazada, pero no acertaba a distinguir hacia dónde ni de dónde. Finalmente, una suave sensación de ternura, que no sabía cómo quedaba aún en su interior, la impulsó a dirigirse en busca de Walter. Se levantó y dejó la manzana.

Le daba pena que Walter estuviera siempre atormentado por su causa. Ya a sus quince años ella se había dado cuenta de lo fácilmente que se le podía angustiar. Bastaba que proclamara enérgicamente sobre cualquier problema que no era en realidad como él decía; en seguida se sobresaltaba, aunque estuviera seguro de que tenía razón. Clarisse sabía que su esposo la temía, y que temía que ella se volviera loca. Una vez se le escapó este pensamiento, pero al instante lo corrigió; sin embargo, desde entonces Clarisse supo cómo pensaba su marido. Ella no tenía nada en contra. Nietzsche dice: «¿Existe pesimismo en el poder? ¿Una intelectual inclinación a la austeridad, al horror, al mal? ¿Una profundidad de las tendencias antimorales? ¿Un apetito hacía lo espantoso como enemigo digno?» Tales palabras producían en su boca, cuando las pensaba, una excitación sensual, tan dulce y fuerte como leche que apenas pudiera tragar.

Clarisse pensaba en el hijo que Walter deseaba. Y que también temía, prensible, si pensaba en la posibilidad de que la madre se volviera Clarisse guardaba para su esposo un sentimiento de ternura, aun cuando ella se le negara obstinadamente. Había olvidado que se había propuesto buscar a Walter. Algo ocurría en su cuerpo. Los pechos de Clarisse se hincharon; a través de las venas de brazos y piernas corrió más denso el torrente sanguíneo; sintió un apremio vago en las regiones de la vejiga y del intestino. Su cuerpo estrecho se hizo profundo hacia dentro, posible, vivo, extraño, lo uno después de lo otro; daba a luz a un niño, el cual sonreía en sus brazos; desde sus hombros hasta el suelo caía resplandeciente el vestido de oro de la Virgen, y el coro cantaba. De ella, de sus entrañas había nacido al mundo el Señor.

Pero apenas hubo pasado aquella sensación, su cuerpo se reintegró dejándola entreabierta, como la madera cuando desprende una astilla; Clarisse era esbelta, recogida; se detestaba; sentía entonces una alegría cruel. No quería poner la cosa tan fácil a Walter. —Desearía que fueran tu victoria y tu libertad las que ansiaran al hijo —se dijo a sí misma— deberias hacer salir de ti monumentos vivos. Pero primero has de ser rígido para mí misma, en cuerpo y alma. Clarisse sonrió; era una sonrisa que llameaba incisiva, como el fuego sobre el que descansa una gran piedra.

Después se acordó de que también su padre había temido a Walter. Se refería a años pasados, a lo cual estaba acostumbrada; Walter y ella solía preguntarse: ¿te acuerdas?, y entonces el pasado proyectaba mágicamente su luz sobre la actualidad. Era un hermoso experimento que a Clarisse le gustaba. Le sucedía quizá lo mismo que cuando uno se vuelve a mirar hacia atrás, después de haber caminado a disgusto durante mucho tiempo: todo el vacío recorrido se postra a los pies del caminante, transformado de repente en una bella perspectiva; pero ellos no lo entendían así, sino que daban mucha importancia a sus recuerdos. Por eso a Clarisse le parecía demasiado exagerado y enredoso que su padre —el envejecido pintor, por entonces persona de gran poder para ella— hubiese tenido miedo de Walter, el hombre con el que había entrado el nuevo movimiento en su casa; Walter, a su vez, temía a Clarisse. Experimentaba una impresión semejante a la sentida cuando, al abrazar Clarisse a su amiga Lucy Pachhofen, tenía que hablar de «papá», sabiendo que papá era el amante de Lucy, pues todo esto ocurría en la misma época.

Las mejillas de Clarisse volvieron a inflamarse. Se ocupaba ardientemente en reconstruir aquellos típicos gemidos, aquellos sonidos lastimeros de los que había hablado con su amigo. Tomó un espejo y trató, con los labios apuradamente cerrados, de reproducir la cara que debía de haber puesto aquella noche en que su padre había acudido a su dormitorio. No consiguió emitir el rumor que la tentación había desatado en su pecho. Pensó que tal rumor debía de estar todavía hoy allí dentro, en su pecho, igual que aquel otro día. Era un sonido sin miramientos y sin reservas; pero nunca había subido a la superficie. Clarisse dejó el espejo y miró precavida alrededor, confirmando con ojos voladores la realidad de su soledad. Después, palpando con los dedos el vestido, buscó el lunar, aquel medallón de terciopelo negro. Allí estaba, en la curvatura de la región inguinal, medio escondido entre los muslos, al margen del vello distribuido en esa parte con cierta irregularidad; Clarisse posó la mano encima, rechazó todo pensamiento y esperó ansiosa a la turbación consiguiente. Ésta llegó en seguida. Pero no fue una delicada afluencia de voluptuosidad lo que sintió, sino su propio brazo rígido, duro como el brazo de un hombre; pensó que, si lo alzaba entonces, podría dar al traste con todo. A este rincón de su cuerpo lo llamaba «ojo del diablo». Ante él había retrocedido su padre. El ojo del diablo miraba atravesando los vestidos, «se fijaba» en los hombres, los hechizaba, pero no les permitía moverse mientras Clarisse no lo deseaba. Clarisse acentuaba algunas palabras, las entrecomillaba, las hacía resaltar como si estuvieran subrayadas con gruesos trazos de tinta; tales palabras así destacadas tenían entonces un sentido tenso, tirante como su brazo. ¿Se le habrá ocurrido a alguien pensar que verdaderamente se puede asir algo con el ojo? Ella fue la primera en tomar en la mano aquella palabra, a la que retuvo como a una piedra que se va a lanzar en una determinada dirección. Era parte del poder batiente de su brazo. Todo aquello la hizo olvidarse del gemido que había querido reproducir, y pasó a pensar en su hermana menor, Marión. Teniendo ésta todavía cuatro años de edad, sus padres se habían visto obligados a atarle las manos por la noche, ya que sí no las metía de puro gusto bajo las mantas y actuaban en el interior como dos cachorros de oso colmenero en un árbol de miel. Más tarde, Clarisse había tenido que separar a Walter y Marión. La sensualidad rondaba en su familia como el vino entre viñadores. Aquél era su destino. Y ella se sentía oprimida por tan pesado lastre. Sin embargo, sus pensamientos salieron a pasear por el pasado: la tirantez cedió en el brazo y éste recobró su normalidad; la mano quedó olvidada en el seno. En aquel tiempo todavía había tratado a Walter de usted. Realmente, Clarisse le debía muchísimo. Walter le había traído el mensaje de que hay hombres que sólo digieren los muebles fríos y claros, hombres que cuelen sus habitaciones cuadros representativos de la verdad. El le había pedido en alta voz libros de Peter Altenberg: pequeñas historias de muchachitas jugando al aro entre exuberantes macizos de tulipanes, con ojos tan claros, tan dulces e inocentes como los de una cabritilla y Clarisse había sabido desde aquel momento que sus esbeltas piernas, que a ella le parecían todavía infantiles, significaban lo mismo que aquel chiste del «qué sé yo qué».

Vivían todos juntos en un apartamento veraniego; varias familias de conocidos habían arrendado sus villas junto a un lago y todos los dormitorios fueron pronto ocupados por parejas de amigos y amigas invitados. Clarisse dormía con Marión; a las once venía a veces sigilosamente a la habitación, a charlar al claro de la luna, el doctor Meingast, quien ora era un hombre célebre en Suiza y en aquel entonces había sido oran izador de fiestas y el ídolo de todas las madres. ¿Qué años contaba a la sazón Clarisse? Quince o dieciséis, o entre catorce y quince, o sea, cuando llegó su compañero de colegio Georg Groschl, quien era de poca más edad que Marión y Clarisse. El doctor Meingast anduvo despistado fuella noche; apenas hizo unas pequeñas consideraciones acerca de los rayos lunares, acerca de la insensibilidad de los padres durmientes y de Ios nuevos huéspedes, desapareció repentinamente causando la impresión de que había venido sólo a dejar en poder de las niñas al fornido Georg, su admirador. Georg no dijo nada, estaba probablemente acobardo; y las chicas, que habían contestado a Meingast hasta entonces, callaron ahora. Pero luego, Georg, apretando primero los dientes, se acercó a oscuras a la cama de Marión. En la habitación penetraba desde fuera un poquito de luz; pero en el ángulo, donde estaban situadas las camas, se cernían masas opacas de sombras, las cuales impedían a Clarisse la visibilidad. Ésta entrevió solamente cómo Georg parecía estar de píe junto la cama, contemplando a Marión y de espaldas a Clarisse, y Marión no emitía sonido alguno, como si no estuviera allí. Este estado duró largo tiempo. Hasta que por fin, sin que Marión hubiera roto su silencio, Georg salió de las sombras como un criminal y, pasando por el centro de la habitación, donde sus brazos y espalda reflejaron pálidos la claridad de la luna, se dirigió a Clarisse, quien a toda prisa había vuelto a acostarse y se había cubierto hasta la barbilla. Ella pensó que entonces se repetirían en su cuerpo los secretos que se habían revelado a Marión, y quedó inmóvil esperando, mientras que Georg se detenía mudo ante su lecho, según le pareció a ella, con los labios contraídos en un gesto siniestro. Finalmente apareció su mano como una serpiente, la cual se deslizó sobre Clarisse. Lo que hizo Georg no lo recordaba tan claro; no conservaba una idea precisa; y lo poco que percibió de los movimientos de Georg, a pesar de su excitación, no lo podía resumir. En aquel momen to no experimentó ningún deleite, sino después; sintió la presencia de una fuerte conmoción, indecible, ansiosa; Clarisse permaneció quieta temblorosa como la piedra de un puente sobre el que pasa infinitamente lento un gran vehículo de transporte; no fue capaz de pronunciar palabra y no puso trabas a cuanto se desarrolló en ella. Georg la dejó luego y desapareció sin despedirse; ninguna de las dos hermanas llegó a saber concretamente lo que le había sucedido a la otra; tan poca ayuda se habían pedido para su propia liberación como para hacerse copartícipes, y pasaron años hasta que se hablaron sobre este acontecimiento.

Clarisse había encontrado la manzana; la mordía y la trituraba ahora con los dientes. Georg no se había traicionado ni había confesado el hecho nunca, salvo algunas veces que había aparecido en los primeros tiempos estático y con ojos significativos; hoy era ya un elegante y acreditado jurisconsulto del gobierno, y Marión estaba casada. Pero el doctor Meingast tenía más historia: se había despojado de su cinismo al salir al extranjero, se hizo eso que fuera de las universidades llaman un «eminente filósofo», atraía a todas partes una multitud de estudiantes de ambos sexos y no hacía mucho tiempo que había escrito una carta a Walter y Clarisse, en la cual les anunciaba que próximamente visitaría su patria para poder trabajar sin ser molestado por sus secuaces; les había preguntado también si podían acogerle en su casa, pues había oído que vivían «entre urbe y naturaleza». Y quizá fue éste el origen del que procedieron aquel día los pensamientos de Clarisse.

—¡Dios mío, qué tiempos aquellos! —pensó ella. Recordó también que aquello había sucedido en el verano precedente al que pasó con Lucy. Meingast la besaba entonces cuando quería. —¿Me permite usted un beso? —solía decir él cortésmente antes de darlo, y así besaba también a todas sus demás amigas; Clarisse sabía también de una muchacha cuya falda no podía ver sin que le viniera el recuerdo de unos ojos abatidos por falsa santidad. Meingast se lo había contado; Clarisse —por entonces todavía de quince años— solía decir al adulto doctor Meingast, cuando le narraba éste las aventuras de sus amigas: —¡Usted es un cerdo! Ella gozaba diciéndoselo e injuriándole, como si semejantes palabras fueran botas y espuelas, pero temía quedar al final sin fuerzas para resistir; y cuando le pedía él un beso, ella no se atrevía a negarlo por temor a parecer imbécil.

Sin embargo, la primera vez que Walter la besó, le dijo muy seria: —He prometido a mamá no hacerlo nunca. He aquí la diferencia: Walter hablaba tan bien como el Evangelio y hablaba mucho; arte y filosofía aureolaban su persona, así como a la luna la rodea un celaje de nubes transparentes. Delante de ella Walter leía en voz alta. Pero lo principios que la miraba siempre con predilección frente a todas sus demás amigas; así comenzó la amistad; era como cuando se ve que la luna nos contempla y juntamos las manos. Por supuesto, sus relaciones siguieron su curso manifestándose también en apretones de manos; ambos se las fechaban extáticos, ahora sin palabras, con una extraña fuerza de unión. Clarisse sentía su cuerpo purificado por aquella mano; cuando él andaba distraído y frío, ella se consideraba desdichada. —¡Tú sabes que eso supone para mí! —le decía. A escondidas se trataban de tú, entonces. Walter infundió en Clarisse interés y amor por el montañismo y por los insectos, no habiendo visto hasta entonces más naturaleza los paisajes que pintaba y vendía papá o alguno de sus colegas. De repente se despertó en ella el espíritu de la crítica familiar; se sintió nuevamente otra. Clarisse se acordaba también con exactitud de las circunstancias de la broma: —Sus piernas, señorita Clarisse —dijo Walter— tienen relación con el arte verdadero que todos los cuadros pintados por su papá. En el apartamento tenían un piano en el que tocaban a cuatro manos. Clarisse aprendía de él, deseaba superar a sus amigas y familiares. Nadie comprendía cómo se puede tocar el piano en días de verano en lugar de ir a bañarse o a remar; pero ella había puesto sus esperanzas Walter; en seguida se había propuesto, ya entonces, ser su «hembra», quedarse con él y si por alguna falta en el juego quedaba vencida, todo ardía en ella, pero sobre todo el placer. Y Walter la dominaba muchas veces, pues el espíritu no hace concesiones, pero sólo al piano. Fuera de la música, no era tampoco raro que Meingast la besase; una noche de luna, bogando por el lago, Walter remaba y ella se adelantó a reclinar su cabera sobre el pecho de Meingast, atento al timón. Meingast manejaba el timón de mala manera, sin saber hacia dónde la había de llevar. Sin embargo, Walter, estando una vez en la puerta junto a ella, después de la lección de piano, aprovechó el último momento para abrazarla, la cogió por detrás y la cubrió de besos, pero ella no experimentó más que la desagradable sensación de quedarse sin aliento, por lo que se deshizo de él bruscamente. A pesar de todo, estaba resuelta a no dejarle escapar, pasara lo que pasara con el otro.

Es curioso lo que sucede en estos asuntos. El aliento del doctor Meingast ténía algo que disolvía toda resistencia, un algo de aire puro y suave, capaz de hacer feliz a una mujer sin darse cuenta; Walter, por el contrario, sufriendo, según bien sabía Clarisse, de pereza intestinal, afín ésta a su lentitud en las decisiones, despedía un aliento enmohecido, en parte ardiente, en parte denso, paralizador. Esta mezcla de elementos espirituales y corpóreos había influido ya desde un principio y Clarisse no se admiraba de ello, pues nada le parecía más natural que eso que dice Nietzsche: que el cuerpo de una persona es su alma. Sus propias piernas no eran más geniales que su cabeza, lo eran en la misma medida, lo eran verdaderamente; su mano tocada por Walter ponía inmediatamente en movimiento una corriente de intenciones y aseveraciones que atravesaba su cuerpo entero desde la coronilla hasta el suelo, pero sin palabras; y su juventud, tan pronto como se hizo consciente, se rebeló contra las convicciones y otros absurdos de sus padres, sencillamente con la frescura de un cuerpo recio que desprecia todos aquellos sentimientos que evocan los lejanos lechos nupciales y las mullidas alfombras persas, todo ello tan preciado a los ojos de la rigurosa generación pasada. Lo corpóreo seguía, pues, desempeñando un papel, que Clarisse estimaba de gran valor y distinto del que le concedían otros. Pero en este punto, Clarisse dio el alto a sus recuerdos. En realidad no sucedió esto exactamente, sino que más bien fueron los mismos recuerdos los que la lanzaron sin un aterrizaje brusco al momento presente. Pues todo esto y lo que siguió, ella hubiera querido contárselo a su amigo sin atributos. Quizá Meingast no quedó lejos de sus recuerdos, ya que poco después de aquel agitado verano había desaparecido, huyendo al extranjero; en su persona había comenzado entonces aquella prodigiosa transformación que hizo de un vividor desaprensivo un célebre pensador, y Clarisse había vuelto a verle sólo muy brevemente desde entonces, sin tiempo para detenerse a discurrir en el pasado. Pero considerándose a sí misma, reconoció la parte que a ella le había tocado en tal metamorfosis. Mucho había ocurrido entre ambos antes de la desaparición de Meingast: sin Walter y con la celosa participación de Walter, suplantando a Walter, espoleándole, irritándole, tormentas espirituales, horas de frenesí como son las precedentes a una tormenta que enajenan a marido y mujer y horas de desfogue que aplacan toda la pasión y se tienden como el verde de los prados al aire puro de la amistad. Clarisse había tenido que sobreponerse a muchas cosas, y no de mala gana; pero la niña curiosa se vengaba después a su modo, manifestando la propia opinión a su desenfrenado amigo; y debido a que Meingast, poco antes de marchar, se había vuelto más serio y amable, casi magnánimo y melancólico en sus rivalidades con Walter, ella estaba hoy completamente convencida de haber incorporado a si misma todo aquello que había turbado la naturaleza de Meingast antes de irse a Suiza, lo cual había hecho posible en ella la inesperada transación. Este parecer suyo fue consolidado por los hechos que siguieren torno a ella y a Walter; Clarisse no podía desligar todos aquellos días y meses transcurridos hacía mucho tiempo; pero en definitiva, no portaba saber cuándo había tenido lugar lo uno o lo otro; en conjunto al reticente acercamiento a Walter había sucedido una época romántica con paseos y declaraciones y con actos de posesión espiritual, contentes éstos en los pequeños desórdenes, innumerables e infinitos, angustiados y placenteros, a los cuales se sienten arrastrados dos antes faltos de valor para decidirse y para guardar castidad. Parecía como si Meingast les hubiera contagiado sus pecados con el fin de que los probaran otra vez en un sentido más alto y los apuraran hasta el paroxismo; así lo consideraron ambos. Hoy, cuando para Clarisse el amor de Walter resultaba tan indiferente que a veces hasta le repugnaba, veía odavía más claro el hecho de que el delirio de la sed de amor, el cual la había enfurecido en tal medida, no podía ser otra cosa sino una encarnaación de algo incorpóreo, con un significado, misión y destino reservados en las estrellas para los elegidos.

Y no se avergonzaba; más bien hubiera querido llorar al comparar el pasado con el presente. Pero Clarisse no lloraba nunca; apretaba los labios, de los que se derivaba algo parecido a una sonrisa. Su brazo besado hasta la axila, sus piernas vigiladas por el ojo del diablo, su cuerpo doblegado mil veces por la furia del amante y encogiéndose como una soga, conservaban la maravillosa sensación concomitante del amor: de que todos los gestos que se hacen son de misteriosa importancia. A Clarisse, allí sentada, le parecía ser ella misma la actriz de la pausa. En realidad no sabía lo que la esperaba; pero estaba convencida de que el inmenso objeto de todos los amantes es conservarse en la forma en que se vieron mutuamente al arribar la cumbre de la convivencia. Allí estaba su brazo, allí sus piernas; su cabeza posada sobre el cuerpo, preparada a percibir la señal que no podía faltar. Quizá no es fácil imaginarse aquello a lo que Clarisse se refería; para ella esto no era un problema. Había escrito una carta al conde Leinsdorf con la sugerencia relativa al «año nietzscheriano» y con el ruego de procurar la liberación del asesino Moosbrugger, quizá también con la propuesta de darle publicidad en recuerdo de la pasión de aquellos que cargan con los disipados pecados de todos. Ahora supo por qué lo hizo. Había que empezar por decir algo. Probablemente no se expresó bien, pero no importa; lo principal es comenzar y terminar con la resignación y el consentimiento. Está demostrado históricamente que el mundo, de tiempo en tiempo «de era en era», palabras que sonaron como dos campanas invisibles, pero cercanas, necesita de hombres que se resistan a cooperar en la mentira, lo cual levanta consecuentemente una polvareda desagradable. Hasta aquí la cosa estaba clara.

Es también claro que quienes levantan polvaredas así llegan a experimentar la opresión del mundo. Clarisse sabía que los grandes genios de la humanidad han tenido mucho que sufrir y no se extrañaba de que en ciertos días y semanas sintiera su vida oprimida por un peso plomífero, como si sobre ella cayera una losa gigantesca; pero también esto pasaba. A todos ocurre igual; la Iglesia ha designado tiempos de luto para abreviarlo y para impedir que décadas repetidas sean infectadas por el abatimiento y la apatía, según ha acaecido. Más difíciles de afrontar eran otros momentos de la vida de Clarisse, demasiado libres y carentes de oposición, en los que le bastaba una palabra para sacarla de quicio. Entonces vivía fuera de sí, sin saber dónde; pero no por eso se ausentaba; al contrario, se podía afirmar que se introvertía en el interior de un espacio más profundo, situado —de un modo inconcebible en una imaginación vulgar— dentro de los límites que abarcaba su cuerpo en el mundo. ¡Pero de qué sirven las palabras en un asunto que está por encima de su alcance! Clarisse volvía poco a poco en sí, aparecía de nuevo entre los demás sintiendo en la cabeza un leve cosquilleo, como tras una hemorragia nasal. Clarisse sabía que eran momentos peligrosos los que a veces atravesaba. Eran evidentemente preparativos y pruebas. Por lo demás, tenía la costumbre de pensar en varias cosas a la vez, así como se sacan y meten los cajones de una mesa donde uno está medio al lado medio debajo de otros; como esto es complicado, se comprende que haya quien sienta la necesidad de sacar el cajón de un tirón; muchos lo habrían intentado, pero sin conseguirlo.

Clarisse experimentaba, pues, preparativos y síntomas premonitorios, así como otros hacen alarde de un estómago de hierro: comerían hasta vidrios, dicen. Clarisse había demostrado que verdaderamente podía tomar algo por su cuenta; había dado pruebas de su poder a su padre, a Meingast, a Georg Gróschl, pero en sus relaciones con Walter todavía necesitaba esforzarse. Y a pesar de que éstas se iban enmoheciendo, todavía eran suaves; pero hacía ya cierto tiempo que Clarisse abrigaba la intención de probar su poder en el hombre sin atributos. No habría podido concretar desde cuándo; dependía de aquel nombre que había disgustado a Walter y que Ulrich había consentido. Antes —tenía Clarisse que reconocerlo—, en años pasados, no le había tomado en consideración, a pesar de haber sido los dos buenos amigos. Pero «hombre-sin-atributos» era un apellido que le recordaba, por ejemplo, horas de piano, o sea, aquellas melancolías, saltos de alegría, explosiones de cólera, sensaciones experimentadas en la interpretación de la música sin llegar a verdaderas pasiones. A esto se sentía vinculada. De aquí se derivaba directamente la afirmación de que hay que negarse a todo aquello en lo que no se pone toda el alma; en esta creencia miraba ella frente a frente la disparatada realidad de su matrimonio. Un hombre sin atributos no dice «no» a la vida, sino «todavía no», y se reserva fuerzas; esto lo había comprendido ella con todo su cuerpo. Quizá el sentido de todos aquellos momentos en que Clarisse se desbordaba había que buscarlo en el deseo de hacerse «madre de Dios». Recordó la visión que había tenido no hacía todavía un cuarto de hora. —¡Quién sabe si no puede llegar toda madre a ser «madre de Dios»! —pensó ella—, no haciendo concesiones, sin mentir y sin obrar, dando a luz en forma de niño a aquello que contiene la madre en la profundidad de su ser. En el caso de que no consiga nada para sí —añadió con tristeza. Aquel pensamiento no era de su gusto, antes bien la llenaba de la sensación, mezcla de angustia y felicidad, de ser víctima de un sacrificio. Y aunque su visión hubiese sido —no una imagen aparecida sobre las ramas de un árbol, entre hojas rémulas como llamas de cirio y luego se hubiera desvanecido con rapidez, su talante no hubiera dejado por eso de mudarse. Una casualidad la llevó, en el momento siguiente, al descubrimiento, insignificante para otros, de que la palabra madre estaba contenida en la expresión «lunar», —Muttermal—; para ella esto significaba tanto como si de repente se hubiera escrito su destino en las estrellas. La maravillosa idea, según la cual la mujer debe acoger dentro de sí al hombre como madre y como amada, la ablandó y emocionó. No supo cómo se le había ocurrido aquello; lo cierto es que disolvió su resistencia y recobró fuerzas.

Pero todavía no confiaba plenamente en el hombre sin atributos. Sus palabras no siempre correspondían a sus pensamientos. Cuando afirmaba que sus ideas no se podían realizar, o que no había cosa que tomara en serio, esto no era más que un subterfugio; ella bien lo sabía. Ambos se habían descubierto mutuamente y se conocían al detalle, mientras que Walter creía que Clarisse a veces enloquecía. Sin embargo, Ulrich reflejaba algo de amarga perfidia, se adhería diabólicamente al desfile rítmico del mundo. Era necesario desligarle. Clarisse le debía rescatar.

Clarisse le había dicho a Walter: mátalo. Pero esto no había significado gran cosa, pues ella no se había dado cuenta del alcance de su palabra; lo que quiso decir fue que habría que hacer algo para apartarlo de sí y no había que perder tiempo.

Clarisse lucharía con él.

Rió, se rascó la nariz. Iba y venía en la oscuridad. Había que poner manos a la obra en la Acción Paralela. Lo que allí sucediera escapaba a los conocimientos de Clarisse.