94 — Las noches de Diotima

DIOTIMA se admiraba de que Arnheim soportara a toda aquella gente con visible complacencia, pues el estado de sus sentimientos correspondía exactamente con el que ella había retratado algunas veces con la frase «los negocios internacionales no son más que un peu de bruit autour de notre âme».

Se sentía frecuentemente abrumada al mirar a su alrededor y ver su casa tan llena de nobleza mundana y del espíritu. De la historia de su vida le había quedado únicamente el extremado contraste entre la profundidad y la altura, su condición de niña en la angustiosa estrechez de la clase media y ahora el éxito alucinante. Aunque se encontraba en un peldaño de vertiginosa estrechez experimentaba la urgencia de levantar nuevamente el pie en espera de elevarse todavía más. La incertidumbre la atraía. Luchaba con la tentación de introducirse en una vida en la que actividad, espíritu, alma y sueño se aúnan. En realidad, ya no le preocupaba la búsqueda de una idea coronadora de la Acción Paralela; también la Austria universal se le había hecho indiferente; la experiencia misma de que a todo gran diseño del espíritu humano se opone un diseño contrario ya no la horrorizaba. El desarrollo de las cosas no aparece lógico allí donde revisten importancia; su carrera evoca más bien la imagen del rayo, la del fuego, y Diotima se había acostumbrado a esta figuración, de modo que ya no le interesaba la grandeza de la que se sentía rodeada. De buen grado hubiera dejado plantada a la Acción y se hubiera casado con Arnheim, así como para una niña pequeña todas las dificultades se resuelven cuando las deja caer y se arroja a los brazos de su padre. Pero la sostenía el increíble crecimiento externo de su actividad. No hallaba tiempo para decidirse. El nexo exterior de los acontecimientos y el interior seguían su trayectoria como dos raíles independientes, paralelos, cuyos conatos de unión resultaban vanos. Sucedía lo misino que en su vida conyugal, la cual aparentaba desarrollarse más feliz que nunca, mientras que en realidad se estaba descomponiendo su solidez anímica. En conformidad con su propio carácter, Diotima debería haber hablado abiertamente a su esposo; pero no encontraba nada que poder decirle. ¿Amaba a Arnheim? Sus relaciones con él podían tener tantos nombres, que el tan trivial del amor se le mezclaba a veces en sus pensamientos. Todavía no se habían besado nunca, y Tuzzi no hubiera llegado comprender los más íntimos abrazos de sus almas, aun cuando los hubieran confesado. Diotima se maravillaba a veces de que ella y Arnheim encontraran mayor tema de conversación. Pero no había dejado totalmente la costumbre de la buena jovencita que mira con ojos codiciosos los hombres de más edad; y junto al primo, quien le parecía más joven que ella misma y a quien despreciaba un poco, se habría podido representar —si no en sentido propio, al menos en sentido figurado— escenas palpables más fácilmente que en relación con el hombre a quien amaba y quien tan patentes muestras de aprecio le daba cuando ella disolvía sus pensamientos en consideraciones generales de gran altura espiritual. Diotima sabía que para dar cambios radicales a los estados de ánimo hay que entrar en ellos a tientas y luego despertar entre sus cuatro nuevas paredes, sin que por lo general se pueda recordar de qué modo se entró; pero Diotima se sentía expuesta a influjos que la mantenían alerta. No era del todo inmune a la aversión que el austríaco medio de su tiempo tenía hacia el hermano alemán. Tal aversión, en su forma cada vez menos clásica, correspondía a una imagen que plantaba cándidamente las veneradas cabezas de Goethe y de Schiller sobre un cuerpo que había sido alimentado con flan y salsas, y que acusaba algo de su intestinal inhumanidad. Y aunque el éxito de Arnheim mostraba gran relieve en todo aquel ambiente, no se le escapaba que, pasada la sorpresa del primer momento, surgían también contrariedades que en ninguna parte adquirían forma ni se manifestaban, pero que susurraban dudas en su oído y le avisaban acerca de la diferencia existente entre su conducta y las reservas de ciertas personas de las que, por lo demás, solía tomar ejemplo. Ahora bien, las aversiones entre pueblos no son de ordinario otra cosa que aversión a sí mismo, brotan de los oscuros meandros de las propias contradicciones y se fijan en una víctima apropiada. Es éste procedimiento de la más remota antigüedad: el curandero tomaba la varita que decía ser la «sede del demonio» y expulsaba con ella la enfermedad del cuerpo afligido. La circunstancia de que su amante fuera prusiano inundaba su alma de turbación y de espanto, sin permitirle hacerla una idea cabal de lo que ello representaba, y no sin motivo llamaba pasión a este indeterminado estado que tan claramente se distinguía de la simple rusticidad de la vida matrimonial.

Diotima pasaba noches enteras desvelada; en estas noches daba vueltas entre un industrial prusiano y un jefe de sección austríaco. En la transfiguración del adormecimiento pasaba delante de ella la figura de Arnheim, transparente de luz. Diotima volaba al lado del hombre amado, a través de un cielo de nuevas glorias, pero este cielo tenía un desagradable azul de Prusia. Mientras tanto, en la noche oscura reposaba el cuerpo amarillo del jefe de sección, todavía junto al de Diotima. Aunque ella apenas lo sospechaba, allí estaba, como un símbolo negro y gualdo de la vieja cultura kakaniense, aunque de ésta poco había en Tuzzi. Detrás se alzaba la fachada barroca del palacio del conde Leinsdorf, su ilustre amigo; la proximidad de Beethoven, de Mozart, de Haydn, del príncipe Eugenio se cernía a su alrededor, como la añoranza que se siente hacia una cosa, incluso antes de ser abandonada. Diotima no podía decidirse a marchar sin más de aquel mundo, a pesar de que casi odiaba a su marido. En el bello y amplio cuerpo de Diotima vagaba desamparada su alma, como en un espacioso campo florido.

—No debo ser injusta —se decía a sí misma—. Funcionario y burócrata, este hombre ya no es vigilante, atractivo y acogedor, pero en su juventud habría tenido quizá la posibilidad de serlo. Recordó las horas de su noviazgo, aunque su marido para entonces había dejado ya de ser un jovencito. —Ha conquistado su puesto y personalidad a base de aplicación y de fidelidad al deber —pensaba bondadosa—; y no se barrunta que eso es lo que le ha costado la vida a su personalidad.

A raíz de su propia victoria social, Diotima comenzó a pensar más indulgentemente de su esposo y, en consecuencia, su pensamiento empezó a contemporizar consigo misma. —No hay hombres de razón y de provecho en estado puro; cada uno entra en la vida con un alma viva —pensó—, pero la monotonía de la existencia lo cubre como la arena cubre los obstáculos del desierto, las pasiones vulgares caen sobre él como un incendio, y luego el mundo gélido causa en su ser esa frigidez en la que languidece el alma. Pero Diotima era demasiado retraída para decírselo a su marido antes de que fuera tarde. ¡Qué cosa más triste! Estaba segura de que nunca tendría valor para enredar a Tuzzi en el escándalo de un divorcio. Ése sería un conflicto que, si llegara a suceder, produciría en su marido, compenetrado como estaba con su vida funcionarial, un enorme estremecimiento.

—¡Es preferible, pues, el adulterio! —se dijo de repente.

Hacia el adulterio se dirigían los pensamientos de Diotima desde hacía algún tiempo.

Es estéril la idea de tener que cumplir el deber allí donde se ha sido designado; se malgastan fuerzas enormes para nada. ¡El verdadero deber consiste en elegir el propio puesto y dar forma conscientemente a las relaciones! Si Diotima se condenaba a perseverar junto a su esposo, aquello todavía tendría algún valor, una desgracia parcialmente inútil y útil, ante la cual tenía ella el deber de decidirse. Verdad es que Diotima no había conseguido aún superar aquella precaria sensación de meretricio y de desagradable liviandad que le evocaban todas las historias de adulterios que conocía. Pero nunca hubiera podido imaginar que ella misma iba a encontrarse en semejante situación. Poner la mano en el picaporte de un cuarto extraño le parecía como revolcarse en un charco. Subir escaleras ajenas, vestida de sedas crujientes, era una imagen ante la que se rebelaba el sosiego moral de su cuerpo. Los besos apresurados contrariaban su naturaleza igual que el aleteo huidizo de las palabras de amor. Prefería en mucho una catástrofe. Citas extremas, agonizantes palabras de despedida en la garganta, serios conflictos entre el deber de amada y de madre: todo esto se acomodaba mejor a su idiosincrasia. Pero debido a los ahorradores cálculos de su marido, no tenía hijos, y la tragedia debía evitarse. Así, eligió los modelos renacentistas para casos de necesidad: amor encendido, con un puñal en el corazón. No lograba hacerse una idea exacta de aquello, pero era sin duda algo rígido, poblado de columnas rajadas y de nubes volantes al fondo. Culpa, vencimiento de la sensación de culpabilidad, placer expiado por el dolor, temblaban en aquel cuadro y llenaban a Diotima de exaltación y de fervor inauditos. —El ser humano debería vivir donde mejor pueda desarrollar sus facultades y donde mejores posibilidades tenga —pensó ella—, ¡pues allí, simultáneamente, es útil al más profundo incremento de vida del todo!

Observó a su marido en cuanto la noche se lo permitió. Así como el ojo no percibe los rayos ultravioletas del espectro, así tampoco aquel hombre inteligente habría sabido reconocer ciertas realidades del alma. Tuzzi respiraba ignorante, tranquilo y mecido por el pensamiento de que, durante sus ocho merecidas horas de vacación espiritual, en Europa no podía ocurrir nada de importancia. Aquella paz no debía faltar, aunque sólo fuera para impresionar a Diotima, y más de una vez se repitió ella la palabra «¡renuncia!». Adiós a Arnheim, grande, generosa palabra de dolor, abnegación de tempestuosa sublimidad, escisión beethoveniana; el recio músculo de su corazón se dilataba tenso ante tales requerimientos. Las perspectivas se cubrían de conversaciones otoñales, con un melancólico fondo de lejanos montes azules. ¡Pero abstinencia y lecho conyugal! Diotima se incorporó del susto sobre la almohada; sus negros cabellos se ensortijaron salvajes. El sueño de Tuzzi no era ya el de la inocencia, sino el de la serpiente con un conejo en su cuerpo. No faltó mucho para que Diotima lo despertara y le gritara algo a propósito de este asunto; le hubiera dicho que ella le tenía que abandonar, ¡que debía!, ¡que quería!, frente a semejante dilema no hubiera sido raro verla refugiada en una escena de histerismo; pero su organismo estaba demasiado sano, notaba que su cuerpo no reaccionaba con extremado horror frente al de Tuzzi. Ante esta carencia de horror sentía Diotima la aridez del espanto. En vano intentaban las lágrimas correr por sus mejillas; era además de notar que, precisamente en aquella situación, el pensar en Ulrich le aportaba un cierto consuelo. Por este tiempo no pensaba nunca en él, pero su extraña declaración de que él quería anular la realidad y que Arnheim la sobreestimaba adquirían ahora una incomprensible y vacilante resonancia a la que Diotima no había prestado oídos antes, pero que en estas noches se hacía patente. —Esto sólo quiere decir que no es necesario preocuparse demasiado de lo que está por suceder —se dijo irritada—; es lo más natural del mundo. Y mientras traducía tan mal y tan ingenuamente aquella idea, se dio cuenta de que algo había allí que no entendía, y precisamente aquello fue lo que la tranquilizó, apaciguamiento este semejante al de un somnífero paralizador de la desesperación y la conciencia. El tiempo pasaba como una flecha negra. Diotima se sentía consolada pensando que su incapacidad de desesperarse podría llegar, de alguna manera, a hacerse digna de justificación, pero no se le revelaba esto muy claro.

De noche los pensamientos discurrían unas veces al descubierto y otras entre sueños, como el agua entre las montañas calizas del Carso; y cuando tras una pausa salían de nuevo al luminoso remanso, Diotima tenía la impresión de que aquel espumoso encrespamiento de las aguas no había sido más que un sueño. El arroyo que serpenteaba efervescente al otro lado de la sierra no se identificaba con la corriente tranquila a la que al fin Diotima afluía. Ira, aborrecimiento, valor, miedo, se habían desvanecido, no debían existir tales sentimientos, no existían: en la lucha de las almas no hay culpable. También Ulrich había sido olvidado. Ya no quedaban más que los misterios supremos, la eterna aspiración del alma. Su moralidad no depende de lo que se hace, no de los movimientos de la conciencia ni de la pasión. Las pasiones son también un peu de bruit autour de notre âme. Se pueden conquistar o perder imperios; el alma no se mueve. Y nada se puede hacer para cambiar el destino, pero a veces surge éste de lo profundo del ser, sigiloso, diariamente, como la música de las esferas celestes. Diotima estaba ahora más despierta que nunca, pero rebosante de confianza. Estos pensamientos, con su punto final invisible a los ojos, tenían la ventajosa virtud de adormecerla inmediatamente en las noches más desveladas. Sentía, en aterciopelada visión, el traspaso de su amor a la oscuridad infinita elevada sobre las estrellas; inseparable de ella, inseparable de Paul Arnheim, inaccesible a planes e intenciones. Le quedó el tiempo justo de tomar un sorbo del vaso de agua azucarada que había dejado sobre la mesilla para combatir el insomnio; siempre recurría a él en el último momento, porque en los de turbulencia se le olvidaba. El suave sonido de sorber le pareció el susurro del amado, presente detrás de la pared junto a la que dormía su esposo, ausente a todo ruido; luego, Diotima recostó su cabeza sobre la almohada, sumergiéndose en el silencio de la existencia.