EL general estaba sentado desde hacía tiempo en una de las sillas acostadas a la pared y distribuidas en torno al campo del torneo espiritual; su «patrón», como acostumbraba a llamar a Ulrich, comparecía a su lado, y entre ambos quedaba libre una silla; sobre ella descansaban dos refrescantes copas de vino, que habían apresado en el aparador. La chaqueta azul-claro del general había resbalado hacia arriba formando pla-gues sobre el vientre como los de una frente fruncida. Los dos señores callaban, atentos a una conversación. —Hay que reconocer que el juego de Beaupré es genial —dijo uno—; lo he visto jugar aquí en el verano, y en la Riviera durante el invierno. Cuando hace una falta, le sonríe la fortuna. Y sus faltas no son excepción; su juego desdice, en el estilo de la técnica tenista; pero este bendito de Dios se sustrae a las leyes normales del tenis.
—Yo prefiero el tenis científico al intuitivo —objetó otro—; Braddock, por ejemplo. Quizá no llegue nadie a la perfección, pero Braddock anda cerca de ella.
El primer interlocutor repuso: —El genio de Beaupré, su aventurada, genial improvisación alcanza el apogeo cuando le falla la ciencia.
Un tercero: —Genio es posiblemente un término exagerado. —¿Y cómo quiere usted que lo llame? El genio es el que inspira al hombre, en los momentos más inverosímiles, el modo más estratégico de dirigir la pelota.
—Yo diría —replicó el braddockiano— que la personalidad se demuestra siempre, sea una raqueta lo que se tiene en la mano, o los destinos del pueblo.
”No, no; genio es demasiado decir —protestó el tercero.
El cuarto era músico. Y dijo: —Está usted equivocado. Usted descuida el pensar real, propio del deporte, porque está acostumbrado, según parece, a estimar más de lo debido el de la lógica sistemática. Esto es tan anticuado como el prejuicio de que la música es enriquecimiento sensaciones y el deporte escuela de la voluntad. El ejercicio a base de puro movimiento es tan mágico que el hombre no lo puede soportar sin ayuda de algo; esto lo ve usted en el cine cuando falta la música. Y la música es fuerza motriz del interior, excita la fantasía del movimiento. Quien conoce la magia de la música no vacilará un instante en reconocer que se puede otorgar el nombre de genio a un personaje del mundo del deporte; sólo la ciencia carece de genio: es pura acrobacia cerebral.
—Luego tengo razón —dijo el admirador de Beaupré— si niego el carácter genial al juego científico de Beaupré.
—Usted descuida —el braddockiano defendió a su ídolo— que en este asunto hay que tener presente el nuevo matiz del concepto de ciencia.
—En definitiva, ¿cuál de los dos vence? —preguntó alguno. Nadie lo sabía; a menudo se habían ganado el uno al otro, pero ninguno recordaba el número exacto de resultados.
—Preguntémosle a Arnheim —propuso uno de los presentes.
El grupo se disolvió. Sobre las tres sillas continuó reinando el silencio. Por fin exclamó el general Stumm, pensativo: —Perdona, he seguido toda la conversación; ¿no te parece que se podría decir lo mismo de un general invencible, exceptuada la música? ¿Por qué se da a las victorias de los tenistas el calificativo de geniales, y a las de un general el de bárbaras? Desde que su «patrón» le había aconsejado intentar abordar a Diotima con el tema de la cultura física, el general había reflexionado repetidas veces sobre el modo de utilizar, no obstante su repugnancia inicial, este prometedor acceso a las ideas civiles; pero los obstáculos fueron enormes en todo sentido, según tuvo que reconocer desgraciadamente cada vez que lo intentó.