92 — Del régimen de vida de la gente rica

TODA aquella curiosidad y admiración que despertaba la persona consciente de Arnheim posiblemente hubiera hecho a otro hombre desinflado y prevenido; éste, tal hubiera podido creer que semejante entusiasmo sólo se debía a su dinero. Pero Arnheim consideraba la desconfianza como signo de una mentalidad innoble, interpretación que un hombre de su categoría únicamente podía permitirse sobrentendiendo sus unívocos expedientes comerciales; además, estaba convencido de que la riqueza es un atributo del carácter. Todos los ricos pensaban igual. Y también los pobres. El mundo entero está secretamente persuadido de lo mismo. Sólo la lógica presenta dificultades al defender que la propiedad pecuniaria confiere quizá ciertos atributos, pero nunca puede convertirse en una propiedad humana. Las apariencias castigan la mentira. No hay nariz que no perciba inmediatamente el delicado olor a independencia, hábito de mandar, hábito de elegir para sí siempre lo mejor, leve desprecio del mundo, constante y consciente responsabilidad del poder, dependiente de la elevación y de la seguridad de los ingresos. El aspecto exterior de estas personas denuncia que están alimentadas y rejuvenecidas diariamente por una selección de fuerzas universales. El dinero circula en su superficie como la savia en una flor; aquí no se dan préstamos de propiedades, ni posibilidad de adquirir hábitos, nada que se reciba de modo indirecto y de segunda mano. Si se quitan las cuentas corrientes y los créditos, el rico no sólo se queda sin dinero, sino que en el día en que se de cuenta de ello aparecerá ajado como una flor marchita. Con la misma rapidez con que todos advirtieron la propiedad de su ser de rico, descubren ahora la indescriptible propiedad de su nada, la cual huele como una fétida nube de inseguridad, desconfianza, ineptitud y pobreza. La riqueza es, pues, una propiedad personal, simple, que no se puede descomponer sin destruir.

Pero los efectos y las relaciones de esta rara propiedad son extraordinariamente difíciles y exigen gran fuerza moral para poder dominarlos. Sólo la gente que no tiene dinero se figura la riqueza como un sueño; los que la poseen, en cambio, apenas se juntan con otros que no la poseen prorrumpen en lamentaciones acerca de los disgustos que les ocasionan sus riquezas. Arnheim, por ejemplo, había pensado que, en realidad, cualquiera de los directores técnicos y comerciales de su firma le aventajaba considerablemente en determinadas materias, y tenía que repetirse todos los días que, desde un punto de vista suficientemente elevado, pensamientos, saber, fidelidad, talento, prudencia y semejantes, aparecen como propiedades que se pueden comprar, porque existen en abundancia, mientras que la habilidad de servirse de ellas presupone además otras propiedades, exclusivas de los pocos que han nacido y se han desarrollado en las alturas. Una dificultad no menos considerable de la gente rica es que todo el mundo espera recibir dinero de ella. El dinero no es problema para un rico, y cinco o diez mil marcos no aumentan ni disminuyen el volumen de su cartera. Los ricos acostumbran ademas a asegurar en toda ocasión que el dinero no cambia el valor de una persona; quieren decir que, aun sin dinero, ellos valdrían tanto como con él, y toman muy mal que alguien les contradiga. Por desgracia, así sucede no pocas veces e incluso entre intelectuales. No es raro que éstos se vean a menudo sin dinero, y con la única riqueza de su talento y sus proyectos pero no por eso se sienten disminuidos en su valor y nada les parece más natural que rogar a un amigo opulento —para el que no cuenta el dinero— que emplee lo sobrante en subvencionarles, citando algún fin pío comprenden que el rico pretenda ayudarles con sus propias con sus habilidades y con su fuerza magnética. De este modo si al rico en contradicción con la naturaleza del dinero, pues éste tiende a la multiplicación de su caudal, de idéntico modo a como la naturaleza animal procura su reproducción. Se puede hacer una mala inversión capital, y que éste caiga derrotado en el campo del honor financiero; puede comprar con él un automóvil nuevo, aunque el viejo nada tenga que envidiar al recién adquirido; uno puede hacerse acompañar de los mismos caballos de polo y tomar hospedaje en los hoteles más caros de los centros internacionales de veraneo; se pueden organizar concursos artísticos y competiciones hípicas; se puede gastar en una cena de cien invitados tanto como para alimentar a cien familias modestas durante un año entero: de todos estos modos se echa el dinero por la ventana, al estilo del sembrador, y vuelve a entrar por la puerta multiplicado. Pero su donación callada para ciertos fines y personas de las que no se saca nada es comparable a un asesinato del dinero a traición. Si los fines son buenos y las personas incomparables, debe el rico atenderlas y socorrerlas con todos los medios, pero de ninguna manera con dinero. Éste era uno de los principios de Arnheim, y su perseverancia en aplicarlo le había procurado fama de activo y hábil promotor del desarrollo espiritual de tiempo.

Arnheim podía afirmar de sí mismo que sus ideas eran las de un socialista, es decir, las mismas que las de muchos otros ricos. Éstos no tienen reparo en admitir que su capital se debe a una ley natural de la sociedad, y están plenamente convencidos de que es el hombre quien da a la propiedad su significado y no la propiedad al hombre. Discuten tranquilamente y sostienen que desaparecerá la propiedad el día que ellos no esten presentes y se afianzan en su opinión de poseer carácter social contemplando la gran cantidad de socialistas auténticos que, en confiada espera de la inevitable revolución, prefieren entretanto frecuentar el trato de los ricos más que el de los pobres. Se podría proseguir largo tiempo el relato, tratándose de enumerar todas las relaciones pecuniarias de que Arnheim estaba enseñoreado. La actividad administrativa no es una ocupación que se pueda separar de las demás actividades espirituales. En Arnheim era frecuente que diese a sus amigos artistas e intelectuales no sólo consejos, sino también dinero, cuando se lo pedían insistentemente; pero no siempre, y nunca mucho. Ellos le aseguraban que él era el único en todo el mundo al que se atrevían a pedir, pues sólo él poseía las propiedades espirituales necesarias para tal objeto; Arnheim se lo creía, ya que estaba persuadido de que la necesidad de capital penetra en todo lo concerniente al género humano, y de que es tan natural como la necesidad del aire para la respiración, mientras que, por otra parte, compartía la opinión de que el dinero es una potencia espiritual, pero la aplicaba únicamente con delicado comedimiento.

¿Y de dónde proceden la admiración y el amor? ¿No es esto un misterio difícil de revelar, redondo y frágil como un huevo? ¿Es más sincero el amor cuando lo despierta un bigote que cuando es debido a un automóvil? ¿Resulta el amor inspirado por un hijo moreno de un país meridional más personal que el promovido por el hijo de un gran empresario? En un tiempo en que casi todos los hombres se afeitaban totalmente la barba, Arnheim seguía llevando un mechón agudo en la barbilla y un bigote corto; cuando se olvidaba de sí mismo hablando a un público atento, la sensación de tener sobre el rostro algo extraño, que sin embargo le pertenecía, despertaba en él, por motivos que ni él mismo acababa de comprender, el agradable recuerdo de su dinero.