91 — Especulación con el espíritu al alza y a la baja

LAS reuniones en casa de los Tuzzi seguían el apremiante ritmo de costumbre.

Durante el «concilio», el jefe de sección dirigió la palabra al «primo». ¿Sabe usted que todo esto ha tenido lugar ya otra vez? Tuzzi hizo un gesto con los ojos, dirigiéndose al hervidero humano de su vivienda desconocida. —En los orígenes de la cristiandad, en los siglos alrededor del nacimiento de Cristo. En la incandescente caldera levantino-helenístico-judaico-cristiana se formaron infinidad de sectas. Y comenzó a enumerarlas: —Los adamitas, cainitas, ebionitas, coliridianos, arcónticos, encratitas, ofitas… Y con una extraña, arrebatada lentitud, como cuando se quiere disimular mesuradamente la habitual ligereza de su obrar, alegó una larga serie de agrupaciones religiosas pre— y paleocristianas; causó la impresión de querer dar a entender prudentemente al primo de su esposa que de cuanto pasaba en su casa estaba mejor enterado de lo que aparentaba.

Añadió luego, como explicación a los nombres citados, que una de las sectas se pronunciaba contraria al matrimonio, ya que imponía la castidad; sin embargo, otra exigía castidad, pero era gracioso observar que tal fin pretendía alcanzarlo mediante ritos orgiásticos. Los miembros de una secta se mutilaban en la creencia de que la carne de mujer era un invento del diablo; en otros casos, hombres y mujeres asistían desnudos a sus funciones religiosas. Creyentes sofistas, llegados a la conclusión de que la serpiente que sedujo a Eva en el Paraíso fue una persona divina, practicaban la sodomía; y otros no perdonaban virgen, pues siendo verdad, a su científico entender, que Jesús no había sido el único hijo de la Madre de Dios, sino que ésta había además dado a luz a otros, la virginidad se debía considerar, en consecuencia, como un error peligroso. Los unos hacían lo contrario de los otros, y todos aducían aproximadamente los mismos motivos y convicciones.

Tuzzi refería todo esto con la seriedad que corresponde a los acontecimientos históricos, por raros que sean, y con el semitono que acompaña a los chistes de hombres. Ambos conversaban de pie, junto a la pared. El jefe de sección, con una desazonada sonrisa, depositó el resto del cigarrillo en el cenicero, echó una mirada distraída a la muchedumbre y como si hubiera querido extender sus consideraciones a lo largo de la duración de un cigarrillo, argumentó con estas palabras: —Estimo que la divergencia de opiniones y la subjetividad de los conceptos que reinaron entonces dirigen el pensamiento, no sin motivo, a los debates de nuestros literatos. Para mañana es posible que los haya dispersado ya el viento. Si, debido a diversas circunstancias históricas, no hubiera surgido oportunamente un burocrático sistema clerical con actividades políticas, hoy día apenas quedaría rastro de la fe cristiana…

Ulrich asintió. —Los funcionarios eclesiásticos, ordenadamente pagados por la feligresía, no consienten bromas acerca de los preceptos de su jurisdicción. Quiero decir que nosotros somos injustos con nuestras facultades ordinarias; si no pudiéramos fiarnos de ellas, no se formaría la historia, pues los esfuerzos espirituales son litigiosos y falaces.

El jefe de sección alzó los ojos desconfiado, e inmediatamente volvió a retirarlos. Declaraciones de esta clase las juzgaba él demasiado liberales. A pesar de todo, trataba a aquel primo de su mujer, aunque no hacía mucho que le conocía, con muestras de especial cariño y familiaridad. Tuzzi iba y venía, y daba la impresión de que, aun rodeado de todo aquel barullo de su casa, vivía internado en otro mundo, cuyo superior significado se sustraía a su comprensión; pero a veces parecía sentirse incapaz de resistir y en la necesidad de declararse a alguno, aunque esto lo hacía de un modo confuso y sólo con su primo, con el cual entablaba en seguida el diálogo. Era una reacción natural frente al dolor que le producía su esposa con su omisión de reconocimiento, lo cual tenía él que Soportar en sus relaciones con ella, no obstante los ocasionales accesos de ternura. En esos momentos, Diotima le besaba como una niña; como una niña de catorce años a quien, Dios sabe por qué afectación, le da a veces por cubrir de besos a un niño más pequeño. Entonces, el labio superior de Tuzzi, protegido bajo su erizado bigote, se retraía instintivamente, de vergüenza. El cambio que se había operado en su hogar había puesto a su esposa y a él en una situación crítica. Él no había olvidado las quejas de Diotima sobre sus ronquidos, había también leído entretanto los escritos de Arnheim, y estaba dispuesto a hablar de todo ello; algunas cosas las podía reconocer, muchas otras las debía reprobar, y algunas no llegaba a comprenderlas. Lo diría con aquella segura serenidad que da por sobrentendido: tanto peor para el autor. Pero en tales asuntos Tuzzi estaba acostumbrado a pronunciar sencillamente el acreditado del hombre experimentado, y a contar con la probabilidad de que Diotima le pudiera contradecir. La necesidad, por tanto, de tener que internarse con ella en tan ligera discusión le pareció una alteración de su vida privada tan injusta que no pudo decidirse a pedir explicaciones; atendidos sus deseos semiinconscientes, hubiera desafiado a Arnheim a duelo. Tuzzi frunció de repente el ceño, contrayendo sus hermosos ojos marrones, y se dijo para sí que en adelante debería poner más rigor en la vigilancia de sus propios caprichos. El primo, a su lado (para Tuzzi, un hombre del que no se podía fiar demasiado), le recordaba a su mujer, si bien sólo por la asociación de ideas del parentesco que, en realidad, apenas tenía contenido real; también había observado desde hacía tiempo que Arnheim alejaba de un modo cauteloso al joven, mientras que éste no disimulaba su propia repugnancia. Éstas eran dos observaciones poco sustanciales y, sin embargo, bastaron para intranquilizar a Tuzzi con una inexplicable afección. Abrió los ojos morenos y durante unos instantes los mantuvo desencajados, mirando a la habitación sin ver nada. El primo de su señora, por lo demás, miraba al vacío con aburrida familiaridad y ni siquiera se había dado cuenta de la pausa hecha en la conversación. Tuzzi sintió la necesidad de decir algo; se había apoderado él una sensación de inseguridad, como en un enfermo de dolencia imaginaría a quien se le pueden averiguar los pensamientos. —Usted se goza en pensar mal de todos —advirtió él sonriendo, como si la aseveración acerca de los funcionarios eclesiásticos hubiera tenido que esperar hasta ahora a las puertas de las orejas antes de penetrar en sus oídos. —Mi mujer —prosiguió— no hace mal en desconfiar de los simpáticos auxilios de su parentela. Si me es lícito decirlo, sus pensamientos sobre el prójimo la inclinan a la especulación a la baja.

—Esa expresión es excelente —respondió Ulrich, gozoso—, aunque tengo que resignarme a no alcanzarla. Pues es la historia universal la que siempre ha especulado con el hombre a la baja o al alza; a la baja, mediante astucia y violencia, al alza, más o menos como su señora de usted lo intenta aquí, mediante la fe en el poder de las ideas. También el doctor Arnheim es, si se puede creer en sus palabras, un alcista. Por el contrario, usted, como bajista de profesión, debe sentir en este coro de ángeles emociones que me gustaría conocer.

Escrutó con interés al jefe de sección. Tuzzi sacó la pitillera del bolsillo y se encogió de hombros. —¿Por qué cree usted que yo tengo que opinar sobre eso de modo distinto que mi señora? —respondió él. Quería quitar a la conversación su carácter personal, pero con aquella respuesta no hizo más que reforzarlo; sin embargo, el otro, afortunadamente, no se dio cuenta de ello y continuó diciendo: —Nosotros somos una masa que toma la forma del molde en el que de alguna manera viene a depositarse.

—Eso es demasiado elevado para mí —replicó Tuzzi queriendo evadir el problema.

Ulrich se alegró, pero con su gozo se contradijo a sí mismo; se complacía ordenadamente en conversar con un hombre que no contestaba a las provocaciones intelectuales y que no tenía o no quería usar de otro medio de defensa sino el de poner a salvo toda su persona. La primitiva ojeriza que había tenido a Tuzzi hacía tiempo que se había transformado en lo contrario, bajo la presión de la mucho mayor antipatía frente a los aspavientos de aquella casa; sencillamente, no comprendía por qué los toleraba Tuzzi, y se hacía toda clase de suposiciones. Fue conociéndole muy lentamente y en lo externo, como un animal al que se observa, sin el adelanto que supone el examen de la palabra de personas que, como él, hablan por evidente necesidad. Al principio le había gustado el aspecto de aquel hombre seco, de estatura escasamente mediana, y sus ojos oscuros, vigorosos, que delataban un sentimiento más inseguro y que no eran, ni mucho menos, los de un funcionario, pero que tampoco correspondían a la real persona de Tuzzi, según se demostraba en las conversaciones, a no ser que se tratara de lo que no pocas veces sucede: que tenía ojos de niño asomados a facciones viriles, como ventanas abiertas a un aposento interior deshabitado, cerrado y olvidado desde hace tiempo. Otra cosa que le había llamado la atención al primo era el olor del cuerpo de Tuzzi: un olor a quina, a cajón de pino seco, o a una mezcla de efectos de sol, de mar, de exotismo, de estreñimiento y de discretas huellas del barbero. Este olor le daba que pensar; conocía sólo dos personas de olor característico: Tuzzi y Moosbrugger. Cuando se le presentaba el aroma agridulce de Tuzzi y pensaba al mismo tiempo en Diotima —sobre cuya amplia superficie posaba el fino polvo del cosmético perfumado que no parecía ocultar nada— deducía contrastes pasionales que no correspondían a la verdadera y un tanto rara convivencia de aquellas dos personas. Ulrich tuvo que forzar sus pensamientos hasta situarlos a una distancia de las cosas considerada como prudencial, antes de que pudiera replicar a las contestaciones evasivas de Tuzzi.

—Es presunción mía… —empezó de nuevo en aquel tono algo fastidioso pero decidido, que expresa cortésmente el pesar de tener que aburrir también al otro, porque la situación en la que se encuentran ambos de momento no permite cosa mejor—. Es, sin duda, presunción mía pretender formularle a usted una definición de la diplomacia; pero confío que me corregirá. Lo intento, pues, diciendo que la diplomacia expone que un orden digno de confianza sólo se puede alcanzar mediante las más sólidas bajezas de la humanidad; este orden es un idealismo a la baja; por usar otra vez esta excelente expresión. Y a mí me parece de una melancolía encantadora, porque presupone que la desconfianza frente a estras fuerzas superiores nos abre tanto los caminos de la antropofagia como los de la crítica de la razón pura.

—Desgraciadamente —protestó el jefe de sección—, usted tiene idea muy romántica de la diplomacia y confunde, como muchos otros, la política con la intriga. En rigor podría ser justa su definición refiriéndose a épocas en que la ejercieron diletantes principescos, pero no coincide con la realidad en un tiempo en que todo depende de miras burguesas. Nosotros no somos melancólicos, sino optimistas. Debemos creer en un futuro propicio; si no, no podremos justificarnos ante nuestra propia conciencia, que no está formada de distinto modo que la de los demás hombres. Si se empeña usted en emplear la palabra antropofagia le responderé solamente que el meritorio programa de la diplomacia es alejar al mundo del canibalismo; pero para poder conseguirlo hay que creer en algo más elevado.

—¿En qué cree usted? —le interrumpió el primo, sin rodeos.

—¡Mire! —dijo Tuzzi—. Ya no soy un niño para que pueda contestar sin más ni más. Sólo he querido decir que cuanto más acierte un plomático a identificarse con las corrientes espirituales de su tiempo tanto más fácil le resultará su misión. Y a la inversa, se ha visto durante últimas generaciones que cuanta más diplomacia se necesita, mayor «el progreso del espíritu en todos los campos; y ¿quién diría que esto no es natural?»

—¿Natural? ¡Entonces dice usted lo mismo que yo! —exclamó Ulrich con un brío adaptado a la poco entretenida escena que aquellos Sombres representaban. —Yo he hecho resaltar —continuó— que el espíritu y el bien no pueden seguir existiendo sin el auxilio del mal y de la materia y usted me responde, más o menos, que cuanto más espíritu existe, más prudencia se necesita. Digamos, pues: se puede tratar al hombre como a una vil criatura, pero no por eso se consigue inducirlo a cualquier acción; es también posible entusiasmarle, pero no por eso se puede esperar todo de él. Nosotros oscilamos entre los dos métodos, y ambos los mezclamos; eso es todo. Creo poderme regocijar de mi conformidad con usted en un plano más amplio de lo que usted quiere reconocer.

El jefe de sección Tuzzi se volvió hacia el molesto inquisidor; una pequeña sonrisa alzó su bigote, sus luminosos ojos miraron con una expresión entre irónica y condescendiente; lo que él deseaba era poner fin a aquella conversación, resbaladiza como aguanieve helada e inútilmente infantil como el deslizarse de los niños en trineo. —¡Vea! Le parecerá probablemente una barbaridad —respondió—, pero se lo explicaré: el filosofar debería ser una actividad reservada sólo a los profesores. Naturalmente, quiero excluir de esta regla a nuestros grandes filósofos reconocidos, a los cuales tengo yo en gran estima y cuyas obras he leído sin dejar una; pero su vida se proyecta hasta el presente. Y nuestros profesores están para eso, pues ésa es su profesión, fuera de la cual no tienen por qué poner sus cuidados en otros asuntos; en fin, también los maestros son necesarios para que la cosa no muera. Por lo demás, tenía razón la antigua máxima austríaca de que el ciudadano no debe preocuparse de todo. De ahí rara vez procede cosa buena y uno se vuelve fácilmente presuntuoso.

Tuzzi enrolló un cigarrillo y calló; no sentía necesidad de excusar sus «barbaridades». Ulrich observó sus morenos y estilizados dedos, y se quedó encantado de la insolente simpleza con que Tuzzi le había obsequiado. —Usted ha enunciado el moderno principio del que las iglesias se sirven desde hace miles de años en las relaciones de sus miembros, y el que aplica últimamente el socialismo —observó cortésmente. Tuzzi levantó furtivamente la vista para ver si conseguía entender lo que el primo le había querido decir con aquel resumen. Luego esperó a que éste expusiera de nuevo una larga reflexión y se adelantó a indignarse de tan eterna indiscreción espiritual. Pero el primo no hizo más que contemplar con satisfacción a aquel hombre de tiempos heroicos. Ya venía sospechando que Tuzzi tenía que tener motivos para tolerar dentro de ciertos límites las relaciones de su esposa y Arnheim, y hubiera querido saber lo que esperaba conseguir con su proceder. Pero esto permanecía incierto. Quizá Tuzzi se conducía de esta forma al estilo de las instituciones bancadas en sus relaciones con la Acción Paralela, de la cual procuraban mantenerse alejados sin que por eso renunciaran a poner al menos un dedo de su mano en ella, y así no se daba cuenta de la segunda primavera amorosa que había florecido en Diotima, a pesar de su evidencia. No era fácil creerlo. Ulrich se regalaba en contemplar los profundos surcos y estigmas del rostro de su vecino, el duro complejo de sus músculos maxilares al morder con los dientes la boquilla del cigarrillo. Este hombre despertaba en él una idea de pura virilidad. Estaba un poco harto de tanto hablar consigo mismo; y el figurarse a un hombre parco en palabras le producía un placer que le agradaba. Se imaginó que Tuzzi seguramente habría soportado de niño a otros niños habladores; de éstos proceden más tarde los eruditos, mientras que de los niños que de mejor grado escupen entre dientes cuando abren la boca resultan hombres reacios a pensar en cosas inútiles y propensos a buscar en la acción, en la intriga, en la simple resistencia y defensa una compensación del estado al que llevan las sensaciones y el pensamiento; de tal situación se avergüezan esos hombres hasta tal punto que llegan a emplear las ideas y los sentimientos casi con el único fin de inducir a error a otros hombres. Como es natural, Tuzzi, si hubiera oído una observación semejante, la hubiera rechazado como demasiado sentimental, pues él seguía el principio de no transigir exageraciones y novedades desacostumbradas, ni en un sentido ni en otro. No se podía hablar con él de aquello que su persona representaba a la perfección; intentarlo era tan expuesto como preguntar a un músico, actor o bailarín, sobre lo que quiere expresar; y Ulrich sintió en aquel momento el deseo de dar al jefe de sección una palmada en la espalda, o de acariciarle dulcemente la cabellera, para escenificar pantomímicamente su recíproca conformidad.

Ulrich no se podía explicar del todo que Tuzzi sintiera, no sólo de cariño, sino también ahora, la necesidad de escupir entre dientes como un hombre. El jefe de sección percibía algo de la benevolencia de su compañero, y tal situación le resultaba incómoda. Sabía que la declaración que había hecho sobre filosofía contenía, a los oídos de un extraño, una mezcla de toda suerte de ideas no precisamente muy ortodoxas y había tenido que ser el demonio el que, cabalgando sobre él, le había conducido a ar al «primo» (algunos motivos tendría para llamar siempre así a Ulrich) aquella jovial muestra de su confianza. No podía sufrir a los hombres dicharacheros, y se preguntaba desconcertado si no sería al fin su propio deseo, aunque ignorado: hacer de aquel pariente un aliado junto a su esposa; al toque de tal pensamiento, su piel se enrojeció, e inconscientemente se apartó de Ulrich dando hacia adelante unos pasos torpemente enmascarados por una excusa casual.

Pero después cambió de idea, retrocedió y le dijo: —¿Se ha preguntado usted alguna vez por qué se suele detener tanto el doctor Arnheim en nuestra casa? Tuzzi se imaginó de repente que con semejante pregunta demostraría que daba por descartada toda relación con su mujer.

El primo le miró con impertérrita perplejidad. La justa respuesta apareció tan obvia que fue difícil encontrar otra. —¿Cree usted —preguntó paralizado— que puede tener él un motivo especial? ¿Y que éste tiene que referirse a problemas del negocio?

—Yo no soy quién para afirmar nada —contestó Tuzzi con sentido diplomático—. Pero ¿puede darse otro motivo?

—Naturalmente que no —cumplimentó Ulrich—. Ha hecho usted una excelente observación. Tengo que confesar que yo no había reparado en ella; me figuraba más o menos que sería cosa de sus aficiones literarias. En resumidas cuentas, tampoco esto dejaría de ser posible.

El jefe de sección concedió a la hipótesis una vaga sonrisa. —Ahora debería explicarme usted por qué ha de tener un hombre como Arnheim aficiones literarias —preguntó él; pero se arrepintió en seguida, ya que el primo se apresuró a contestar nuevamente: —¿No se ha dado cuenta usted —empezó— de la cantidad de personas que hoy día hablan consigo mismas en la calle?

Tuzzi se encogió de hombros con indiferencia.

—Algo no funciona en ellas. Al parecer, no pueden vivir completamente sus experiencias o les es imposible asimilarlas, y tienen por eso que echar los restos. Y de ahí creo yo que surge una exagerada necesidad de escribir. Quizá esto no aparezca tan claro al escribir, pues entonces siempre se alcanza algún resultado debido al talento y a la práctica, lo cual deja muy atrás su procedencia; pero en la lectura se revela inequívoco. Hoy día casi nadie lee; todos se sirven del escritor únicamente para descargar en él, de un modo perverso, los propios excedentes bajo forma de aceptación o repudio.

—Usted cree, entonces, que en la vida de Arnheim hay algo que no convence —indicó Tuzzi, esta vez dándose cuenta—. He leído últimamente sus libros por pura curiosidad, porque muchos le atribuyen grandes posibilidades políticas; confieso que yo no veo ni su necesidad ni su fin.

—La pregunta se podría enunciar en términos mucho más generales —estimó el primo—. Si es un hombre tan rico en dinero e influencias, que puede satisfacer todos sus deseos, ¿por qué escribe? En realidad, yo debería preguntar ingenuamente por qué escriben todos los narradores de profesión. Refieren, como si se hubiesen dado, cosas que no se han dado nunca. Es evidente. ¿Pero admiran la vida como los gorrones admiran al rico, sin cansarse jamás de criticar lo poco que se ocupa de ellos? ¿O es que rumian y vuelven a rumiar? ¿O son quizá ladrones de felicidad, elaborando en la fantasía algo que realmente no pueden conseguir o soportar?

—¿No ha escrito usted nunca? —le interrumpió Tuzzi.

—Jamás, y ello me incomodaba. Pues no soy tan feliz como para eximirme del deber de hacerlo. ¡A causa de una tendencia totalmente anorml me he propuesto matarme si no me llega pronto ese imperativo! Esto lo dijo con una amabilidad tan seria, que la broma, surgida en curso de la conversación sin él buscarla, apareció allí como un arrecife a flor de agua.

Tuzzi lo notó, y con su tacto acostumbrado restableció la continuidad, —Luego en definitiva —consiguió—, la idea de usted coincide con la mía si yo afirmo que los funcionarios comienzan a escribir cuando se jubilan. ¿Pero cómo se concilia esto con lo del doctor Arnheim? El primo calló.

—¿Sabe usted que Arnheim está muy pesimista respecto de la Acción y que piensa «a la baja» de semejante empresa a la que se dedica con gran espíritu de sacrificio? —dijo Tuzzi de improviso con voz disminuida. Se había acordado repentinamente de las dudas que había expuesto Arnheim en sus primeras conversaciones con él y su mujer acerca de las perspectivas de la Acción Paralela; el hecho de que le hubiera venido esto al pensamiento en aquel instante, tan lejano como quedaba la fecha en que había ocurrido, le pareció, sin saber por qué, una señal del éxito de su diplomacia, aunque hasta entonces no había conseguido averiguar nada sobre los motivos de la presencia de Arnheim en su casa.

El primo puso cara de sorprendido.

Quizá sólo por amabilidad, porque quería seguir en silencio. Pero de todos modos, a los dos señores, separados inmediatamente después por los invitados que se les acercaron, les quedó la impresión de haber mantenido una conversación animada.