90 — El destronamiento de la ideocracia

PROBABLEMENTE está perfectamente fundado el fenómeno de que, en las épocas en que el espíritu ofrece el espectáculo de un mercado público, se revelen, como auténtico contraste, poetas que nada tienen que ver con su tiempo. Éstos no se ensucian con pensamientos contemporáneos, aportan, por así decirlo, poesía pura, y hablan a sus fieles sobre la grandeza en un lenguaje muerto, como si acabaran de volver de la eternidad y se establecieran interinamente en la tierra, igual que un hombre, que, habiendo emigrado hace tres años a América, regrese a su patria de visita hablando mal su propio idioma. Este fenómeno es aproximadamente el mismo que el registrado cuando un agujero hueco se cubriera, como compensación, con una cúpula hueca; y pues la vaciedad sobresaliente no hace más que engrandecer la común, es muy natural que, a un tiempo de este culto a la persona siga otro que se prevenga escrupulosamente de hacer ostentación de todo lo que significa responsabilidad y grandeza.

Arnheim, con la grata sensación de tener a su persona asegurada a todo riesgo, se disponía cautelosamente a hacer la prueba de afianzarse en aquellas sospechas suyas sobre un futuro desarrollo. No era asunto de poca monta. Él tenía presente todo lo que, a lo largo de los últimos años, había visto en América y Europa: la nueva pasión por el baile, ya se basara éste en el profundo estilo de Beethoven o en el ritmo sensual de la nueva ola; Arnheim pensaba en la pintura, en la que un máximo de correlaciones espirituales debían expresarse con un mínimo de líneas y colores; deliberaba sobre la cinematografía, donde un gesto, inteligible a todos, arrastraba al mundo entero con el solo añadido de una pequeña novedad; consideraba, en fin, cómo el hombre común, convencido del deporte, ya entonces creía conquistar, mediante pataleo infantil, los grandes pechos de la naturaleza. Lo más llamativo de estos fenómenos era una cierta simpatía por la alegoría, si se entiende por tal una cierta relación moralizadora, bajo cuya influencia adquiere todo una significación más excelsa de la que honradamente le corresponde. Pues así como un yelmo y un par de espadas cruzadas traían a la sociedad del barroco el recuerdo de todos los dioses y de sus historias, y del mismo modo que no fue el señor Von Hinz quien besó a la condesa Kunz, sino el dios de la guerra a la diosa de la castidad, Hinz y Kunz sienten hoy, cuando flirtean, el correr del tiempo o algo así como una colección de diez docenas de nuevas ferias de muestras, las cuales ya no forman naturalmente un Olimpo suspendido entre alamedas de tejos, sino la mismísima barahúnda moderna. En el cine, en el teatro, en el salón de baile, en el concierto, en el auto, en el avión, en el agua, al sol, en las sastrerías y en los comercios se observa continuamente una enorme superficie formada por ex—impresiones, por gestos, conductas y vivencias. Muy marcada su configuración particular y exterior, este hecho se asemeja a un cuerpo a gran velocidad de rotación, en cuya superficie se arremolina y se mezcla todo, mientras que el interior permanece informe, burbujeante y apremiante. Y si Arnheim hubiese podido proyectar su mirada sobre los años venideros hubiera visto que mil novecientos veinte años de moral cristiana, millones de muertos en una guerra estremecedora, y un bosque alemán de poesías, cuyas auras cantaban al pudor femenino, no pudieron retardar ni una hora el día en que comenzaron las mujeres a acortar sus cabelleras y sus faldas; las muchachas de Europa se despojaron de la corteza de prohibiciones milenarias y se pelaron como plátanos, quedando desnudas durante unos instantes. Arnheim hubiera visto también otros cambios difíciles de creer. ¿Qué importancia puede tener el saber lo que ha de permanecer o lo que desaparecerá, si se consideran los enormes y probablemente inútiles esfuerzos que tales revoluciones de los estados de la vida han costado a filósofos, pintores y poetas en su trabajo de hacerlas entrar por el camino consciente y responsable del progreso espiritual, en vez de dejarlas seguir el camino trazado por sastres, modas y aventuras?, pues de ahí se puede deducir la fuerza creadora que desarrolla la superficie, en comparación con la infructuosa testarudez del cerebro.

Esto es el destronamiento de la ideocracia, del cerebro, el traslado del espíritu a la periferia, la última problemática, tal como lo veía Arnheim. Es cierto que la vida se ha conducido siempre por este camino; continuamente ha llevado al hombre, en su reconstrucción, de fuera hacia dentro, con la diferencia de que antes se experimentaba la necesidad de producir algo de dentro hacia fuera. El mismo perro del general, cuyo simpático recuerdo acudió en aquel instante a la mente de Arnheim, no hubiera sido nunca capaz de comprender otro desarrollo, ya que el equilibrado y obediente hombre del siglo pasado ha formado a este fiel compro del hombre a su imagen y semejanza; pero la prima de este perro la ganga salvaje de las estepas que baila horas largas, lo entendería todo. Cuando ésta eriza las plumas o escarba con las patas goza quizá de más alma que un letrado al enlazar unos pensamientos, sentado a su escritorio. En definitiva, todos los pensamientos proceden de las articulares, de los músculos, glándulas, ojos, oídos y de las vagas impresiones generales que contiene en sí el saco cutáneo al que pertenecen. Los siglos pasados cometieron quizá un grave error al atribuir un valor tan grande a la inteligencia y a la razón, a las convicciones, a los conceptos y al saber; fue como querer considerar al registro y al archivo como las páginas importantes de un ministerio por la simple razón de que se encuentran en la oficina central, si bien no pasan de ser dependencias auxiliares cuyas órdenes les vienen de fuera.

Y de repente, Arnheim, estimulado posiblemente por los ligeros fenómenos de relajación que producía en él el amor, encontró el lugar donde se debía buscar el pensamiento redentor y ordenador de aquel enredo: iba unido de un modo simpático a la idea de aumento de transacciones. Una aumentativa transacción de pensamientos y experiencias era una realidad innegable de los nuevos tiempos, y tenía que ser consecuencia natural del hecho de haberse sustraído a la elaboración espiritual con la pérdida de tiempo consiguiente. Veía reemplazado el cerebro del sigo por la ley de la oferta y la demanda, el pensador formalista por el comerciante moderador, y disfrutó instintivamente del conmovedor espectáculo de una enorme producción de experiencias que se unían y separaban libremente, una especie de flan nervioso que, con cualquier sacudida, tiembla en todas sus partes, un gigantesco tamtam que retumba desaforado apenas se le toca. Que estas imágenes no se encuadraran entre sí era secuela del fantástico estado al que habían trasladado a Arnheim; pues a éste le parecía que precisamente una vida así se podría comparar a un sueño durante el cual se presencian a un tiempo los acontecimientos exteriores más maravillosos y se permanece sigiloso en el centro del interior con un yo sutil en cuyo vacío todos los sentimientos relucen como tubos de luz azul. La vida reflexiona alrededor del hombre y, danzando, establece para su persona relaciones que él, sirviéndose de la razón, no acierta a mezclar calidoscópicamente, sino tras mucha dificultad y a fuerza de tiempo. Así, Arnheim, como negociante y, al mismo tiempo, excitado hasta en las veinte puntas de sus dedos de pies y manos pensaba en las libres relaciones del comercio espiritual y corporal de un próximo futuro, y no consideraba desacertada la posibilidad de que algo colectivo, panlógico, estuviera en formación, como tampoco que el hombre, abandonando su anticuado individualismo, se encontrase, con toda la superioridad y la inventiva de la raza blanca, en viaje de regreso hacia una reforma del Edén para traer al rural atraso del jardín del Paraíso un programa moderno y de gran amenidad.

Una sola cosa le causaba desagrado. Pues así como se posee en sueños la facultad de introducir en un suceso un sentimiento inexplicable que cruza toda la persona, así también se tiene la misma facultad en estado de vigilia, pero sólo a los quince o dieciséis años, cuando se va todavía a la escuela. También entonces se dan en el hombre, como ya se sabe, grandes oscilaciones, apremios impulsivos y experiencias disformes; las sensaciones son tumultuosas, pero todavía no muy diferenciadas: amor e ira, felicidad y escarnio, en resumen, todos los abstractos morales, son acontecimientos convulsivos que, o bien se extienden sobre todo el mundo, o bien se reducen a la nada; tristeza, ternura, grandeza y generosidad abovedan el vacío del alto cielo. ¿Y qué sucede? De fuera, del mundo articulado, acude una forma hecha: una palabra, un verso, una risa demoníaca; vienen Napoleón, César, Cristo, o quizá nada más que unas lágrimas sobre la tumba paterna; y he ahí que surge de repente la obra de conjunto. Esta obra de primerizo es, paso a paso —lo cual se descuida demasiado frecuentemente—, una expresión acabada del sentimiento, la cópula más apurada de propósito y realización, y la más perfecta introducción de las experiencias de un joven en la vida del gran Napoleón. Parece, sin embargo, que el nexo de lo grande con lo pequeño no es, por alguna causa, reversible. Tanto en los sueños como en la juventud, cuando uno ha pronunciado un gran discurso y se despierta pudiendo desgraciadamente captar todavía las últimas palabras, sucede que éstas no son tan extraordinariamente hermosas como habían parecido. Ya no se tiene la sensación etérea e iridiscente del gallo bailador; más bien lo que hace es solamente aullar con mucho sentimiento a la luna, como el agraciado y ya citado can del señor general.

Luego, no todo podía coincidir aquí —reflexionó Arnheim animándose—; pero naturalmente hay que tomar en serio la necesidad de acomodarse a los tiempos, añadió vigilante; pues, al fin, ¿había asunto que portara más que el aplicar aquel acreditado principio de fabricación bien a la confección de la vida?