89 — Hay que acomodarse a los tiempos

EL doctor Arnheim había recibido la anunciada visita de dos directivos de su firma con los que había conferenciado largo tiempo; a la mañana siguiente aparecieron revueltas sobre las mesas del salón actas y cuentas, en espera del secretario. Arnheim debía tomar acuerdos, los delegados tenían que regresar en un tren de la tarde, y él gozaba hoy, como siempre, del favor de las circunstancias que le garantizaban bajo todo punto de vista una cierta emoción. —En diez años —pensó él— la ciencia habrá progresado tanto que la firma dispondrá de aviación propia para los traslados; entonces podré veranear en el Himalaya y dirigir desde allí a todo mi personal. Dado que las resoluciones ya las había tomado la noche anterior, y puesto que para aquel día no le quedaba más que volver a examinarlas y autorizarlas, en este momento se encontraba libre; se había hecho servir el desayuno en la habitación y, mientras fumaba el cigarro matinal, se relajaba en el espiritual esparcimiento de reconstruir su encuentro con Diotima, reunión que la noche precedente había tenido que interrumpir antes de lo debido. Aquella vez se había congregado una sociedad muy divertida: muchos de los concurrentes no contaban todavía treinta años de edad o, al menos, no sobrepasaban los treinta y cinco; todavía eran medio bohemios, pero con renombre y registrados en los periódicos. Habían acudido no solamente hijos del país, sino también huéspedes de todo el mundo, atraídos por la noticia de que en Kakania vivía una mujer de la sociedad ocupada en abrir al espíritu una calle a través del mundo, a veces daba la impresión de que aquello era una cafetería, y Arnheim sonreía pensando en Diotima, quien parecía estar aturdida entre los cuatro muros de su casa; pero en conjunto a Arnheim le pareció una velada muy animada y, en medio de todo, un experimento extraordinario. Su amiga, decepcionada tras las estériles reuniones de las más encumbradas personalidades, audazmente había hecho la prueba de abrir las puertas la Acción Paralela a las corrientes más nuevas del espíritu; las relaciones de Arnheim le habían prestado buen servicio a tal efecto. Arnheim meneaba simplemente la cabeza cuando recordaba las conversaciones que había tenido que oír; se le antojaban ni más ni menos que estúpidas, pero: —Hay que ser condescendiente con la juventud —se decía para sí—; quien la reprueba sin más se hace ridículo e insoportable. Se sentía pues, si cabe decirlo así, seriamente divertido, ya que semejante asistencia resultaba un poco excesiva para una sola vez.

¿Qué era, según aquellos jóvenes, lo que se debía llevar el demonio?, experiencia. Ellos se referían a aquella experiencia personal, de cuyo calor centrífugo y adherencia a la realidad se había entusiasmado, quince años antes, el impresionismo, como de un dondiego de noche. Ahora llamaban al impresionismo blando y acéfalo. ¡Exigían dominio de la sensualidad y síntesis espiritual!

¿Y no era la síntesis, en suma, una antítesis del escepticismo, de la Psicología, de la introspección, de las inclinaciones literarias propias de los tiempos de nuestros padres?

Por lo visto no enjuiciaban la síntesis muy filosóficamente; lo que ellos entendían por tal se refería más bien a la necesidad que sus jóvenes huesos y músculos sentían de libertad de movimiento, su síntesis hacía relación al salto y la danza en las que uno se prohibe cualquier estorbo de la crítica. Si les venía al caso, no tenían reparo en mandar la síntesis al quinto infierno, juntamente con el análisis y el pensamiento entero. Otros afirmaban que el espíritu debería ser incrementado por el jugo de la experiencia. De ordinario, los que así se expresaban eran naturalmente miembros de algún otro grupo; pero a veces eran también, en el celo, los mismos de antes.

Empleaban las palabras más caprichosas. ¡Exigían energía intelectual! Un estilo ágil de pensamiento, que salte al pecho del mundo. El agudo cerebro del hombre cósmico. ¡Cuántas otras frases de este estilo no tuvo que oír Arnheim!

La reorganización del hombre según un plan americano de trabajo universal a base de fuerzas mecanizadas.

El lirismo unido al más irruptor dramatismo de la vida.

El tecnicismo: un espíritu digno de la era de las máquinas.

¡Blériot —había exclamado alguien— atraviesa en este momento el canal de la Mancha a cincuenta kilómetros por hora! Un poema cincuenta-kilométrico es lo que habría que escribir; toda la enmohecida literatura restante debería echarse a la basura.

Predicaban el acelerismo, o sea, el más alto grado de la velocidad de la experiencia, tomando pie en la biomecánica deportiva y en la precisión acrobática.

La renovación fotogénica a base de filmes.

Después, uno de ellos había dicho que el hombre era un misterioso espacio interior, por lo que se precisaba ponerlo en relación con el cosmos mediante el cono, la esfera, el cilindro y el cubo. Pero también se había mantenido la opinión contraria: que el individualístico concepto—base del arte estaba a punto de perecer, y que sería necesario injertar al hombre del futuro un nuevo sentido de la vivienda, construyendo casas y barriadas económicas. Y mientras que de un lado se había formado una vecindad individualística y otra social, una tercera objetaba que sólo los artistas religiosos se pueden llamar sociales en el verdadero sentido de la expresión. Sobre esto, un grupo de nuevos arquitectos reclamó para sí la dirección, pues la religión es la finalidad de la arquitectura; además, con el influjo concomitante del amor patrio y el autoctonismo. El grupo religioso, fortalecido por el cúbico, argüyó que el arte no era un asunto dependiente, sino una cuestión central, cumplimiento de leyes cósmicas pero en el transcurso de la polémica el grupo cúbico volvió a abandonar al religioso, aliándose con los arquitectos en la creencia de que la relación con el cosmos se conseguía mejor mediante formas espaciales, las cuales dan validez y tipismo al elemento individual. Brotó la frase de que era necesario verse dentro del alma humana para luego aislarse de ella en tres dimensiones. Después preguntó alguien, con aire porfiado y efectista a qué se daba más importancia, si a diez mil personas hambrientas o a una obra de arte. De hecho, ya que la mayoría eran de alguna manera artistas, se mostraron todos de acuerdo en admitir que el restablecimiento espiritual del hombre habría que buscarlo únicamente en el arte, sólo discordaron al tratar sobre la naturaleza de este restablecimiento y sobre las exigencias que habría que presentar, en consecuencia, Acción Paralela. Acto seguido ocupó la presidencia el primitivo grupo social, e hizo oír nuevas voces. A la pregunta de si era más importancia obra de arte o la necesidad de diez mil personas siguió la problemática de si diez mil obras de arte compensan la miseria de un solo hombre. Artistas poderosos declararon que no le es lícito al artista darse tanta importancia; ¡fuera con su autoexaltación!, ¡que pase hambre y aprenda a ser social! Ésta fue su petición. La vida es la más grande y única obra artística, dijo alguno. Una voz enérgica replicó: ¡No es el arte lo que une, sino el hambre! Una voz conciliadora recordó que el remedio mejor contra la exagerada estima de sí mismo es, en el arte, empezar por la base de una actividad febril. Y después de aquel dictamen confrontador, otro aprovechó la pausa producida por el cansancio o por el tedio común para preguntar de nuevo plácidamente si creían que se podía manifestar algo sin haber restablecido antes el contacto entre hombre y espacio. Ésta fue la señal para que nuevamente pidieran la palabra el tecnicismo, el acelerismo y lo demás; el debate se prolongó, pues, largo tiempo sin concluir nada. Pero al fin se llegó a un acuerdo, porque había que ir a casa y se quería tener un resultado; por eso convinieron todos en formular una aserción que, más o menos, decía así: El tiempo actual es exigente, agitado, rebelde y desgraciado; el Mesías en el que la época espeera y confía no se ha hecho todavía visible. Arnheim reflexionó un momento.

Siempre se había visto rodeado de un círculo de gente; cuando se desprendía de su auditorio alguna persona dura de oído o falta de alcandés, inmediatamente la sustituía otra. También en esta ocasión Arnheim abía constituido perentoriamente el punto clave de la asamblea, si bien no siempre había sido muy claro en aquella discusión un tanto grosera. Hacía tiempo que para él eran cosa trillada los asuntos en que se ocupaban los demás. Las referencias de su saber estaban elevadas al cubo: había hecho construir una ciudad-jardín para sus empleados, entendía de maquinas, de su lógica y de su ritmo, sabía hablar de la introspección del alma y había invertido capital en la incipiente industria cinematográfica. Haciendo el resumen de aquel análisis, Arnheim se dio cuenta de que no lo había desarrollado tan ordenadamente como se le presentaba sin quererlo en la memoria. Tales discusiones describen una trayectoria característica, como si a los contrincantes, colocados dentro de un polígono con los ojos vendados, se les ordenara emprender, con un bastón por arma una marcha en línea recta; es un espectáculo embrollado y fatigoso, sin lógica. ¿No es, sin embargo, una imagen de la trayectoria que describen las grandes ideas? Tampoco tal proyección resulta del influjo de las prohibiciones y leyes de la lógica cuya fuerza ejecutiva es, a lo más, de la incumbencia de la policía, sino de los impulsos desordenados del espíritu. De este tenor fueron las preguntas que se hizo Arnheim al acordarse de las atenciones con que había sido recibido, y le pareció posible la afirmación de que el nuevo modo de pensar se asemejaba a la libre asociación de ideas en una cabeza destornillada, lo cual es sin duda impresionante.

Por excepción, Arnheim encendió un segundo cigarro, a pesar de que ordinariamente no accedía a debilidades sensuales de tal género. Y mientras sostenía la cerilla entre los dedos y usaba de los músculos de la cara para efectuar las primeras chupadas no pudo disimular la sonrisa que le salió espontánea al venirle a la imaginación la figura del pequeño general, quien se le había acercado a hablarle en el transcurso de la velada. Puesto que los Arnheim poseían una fábrica de cañones y de planchas de blindaje, y sabido que, en caso de emergencia, podían producir enorme cantidad de munición, comprendió muy bien que el algo raro, pero simpático general (éste hablaba de modo distinto a los generales prusianos, en un tono más remiso, natural, pero también, por así decirlo, imbuido de una antigua cultura; claro que se podía añadir «de una cultura en decadencia») se volviera confidencialmente hacia él —suspirando, ¡y no sin filosofía!— y le hablara acerca de las conversaciones que se habían sostenido aquella noche, las cuales mostraban, al menos en parte según estaba claro, un carácter radicalmente pacifista.

El general, único oficial presente, no las tenía todas consigo, y se quejó de la volubilidad de la opinión pública, debido a la aclamación con que habían sido acogidas ciertas declaraciones referentes a la santidad de la vida humana. —Yo no entiendo a esta gente nueva. Con estas palabras se había dirigido a Arnheim como a un genio de talla internacional, y le había pedido una aclaración: —No comprendo por qué hablan con un desconocimiento tal de generales sanguinarios. A mí me parece que comprendo bastante bien a las personas mayores que suelen acudir a estas reuniones, aunque también es cierto que no me puedo imaginar cosa menos marcial. Por ejemplo, cuando el famoso poeta…, no sé cómo se llama: ese anciano señor de elevada estatura y de vientre pronunciado, el que ha dejado de escribir los versos sobre las deidades griegas, sobre las estrellas, sentimientos eternos del hombre; la señora de la casa me ha dicho que es un auténtico poeta, cuyos méritos de verdadero calibre los ha adquirido en una época que lo único que engorda, a lo más, es a la inteligencia. Pues, como digo, yo no he leído nada de él, pero estoy seguro de le comprendería siendo verdad que su prestigio se cifra realmente en mero hecho de no andarse en contemplaciones; en definitiva, el mundo otorga a personas como él el nombre de estrategas. El sargento, si me permite usted poner un ejemplo de orden tan inferior, tiene que preocuparse naturalmente del bienestar de cada uno de los hombres de su compañía; el estratega, sin embargo, piensa en mil hombres, considerándolos todos como unidad mínima, y debe ser también capaz de sacrificar diez unidades si se lo exige un fin superior. No veo lógica ninguna en quien se empeña en llamarle a uno en un caso general sanguinario y en el otro ideal eterno; le ruego que me lo explique, si es posible.

Las circunstancias especiales que rodeaban a Arnheim en aquella ciudad y en aquel ambiente social habían despertado en él ciertos deseos de regocijarse poniendo a los demás en tela de burla, inclinación por lo demás cuidadosamente inhibida. Sabía a quién se refería el pequeño general, aunque no lo manifestaba; además, no había por qué hacerlo, él mismo habría podido aducir varios ejemplos de tal especie. Aquella tarde habían causado mal efecto; no había que pasarlo por alto.

Arnheim, concentrándose durante un momento en estos desagradables pensamientos, retuvo el humo del cigarro entre los labios abiertos, su situación en aquella sociedad no era tampoco muy fácil. No obstante la estima de que gozaba, había llegado a sus oídos alguna observación malintencionada, como si hubiera sido directamente dirigida contra él; lo que se condenaba era a menudo nada menos que aquello que él había amado en su juventud, precisamente como si tales jóvenes amaran ahora las ideas de su propia generación. Él experimentaba allí una sensación especial, casi adversa, al sentirse obsequiado por la juventud, la cual al mismo tiempo se mofaba desconsideradamente de un pasado por el que él se interesaba en sus adentros; Arnheim percibía dentro de sí una sensación de elasticidad, una disposición de cambio, espíritu de iniciativa, se podía casi decir que tenía la perversidad de una mala conciencia bien disimulada. Reflexionó rápidamente sobre lo que le separaba a él de aquella nueva generación. Los jóvenes se contradecían mutuamente en todo; lo único en que convenían era en la lucha contra la objetividad, contra la responsabilidad moral y contra la persona equilibrada. Una circunstancia particular ponía a Arnheim en trance de alegrarse del mal ajeno. La estimación exagerada que se hacía de algunos de sus coetáneos, en los que lo personal sobresalía muy por lo alto, le había resultado siempre antipática. Un adversario tan distinguido como él no citaba nombres ni siquiera mentalmente; pero bien sabía en quién pensaba. —Un joven sobrio, modesto, codicioso de ilustres placeres —por emplear palabras de Heine a quien Arnheim amaba en lo secreto de su interior y de quien hacía ahora memoria. —Hay que alabar sus aspiraciones y su aplicación en la poesía…, los amargos esfuerzos, la imponderable perseverancia, el rencoroso forcejeo con que elabora sus versos… Las musas no se le muestran propicias, pero él tiene en su mano el genio de la lengua… La angustiosa violencia que se tiene que hacer a sí mismo recibe de él el apelativo de proeza de palabras. Arnheim poseía una retentiva extraordinaria y podía citar de memoria páginas enteras. Se distrajo. Se extraño de que Heine, luchando contra un hombre de su mismo tiempo, hubiera descrito anticipadamente fenómenos que sólo ahora habían llegado a ser admirados; fijando luego su pensamiento en el segundo representante de la gran corriente idealistica alemana —el poeta del general—, se sintió estimulado a producir obras propias. Esto fue el golpe de espíritu, el pábulo con el que se daba reciedumbre a su ánimo tras de la carestía. El solemne idealismo de aquel poeta se asemejaba a esos instrumentos de viento, grandes y profundos, de las orquestas, que parecen calderas de locomotoras elevadas a las alturas, y que producen gruñidos y ruidos embarazosos. Con un sonido cubren miles de posibilidades. Arrojan de un soplido grandes paquetes llenos de sentimientos eternos. El que tiene capacidad para ventilar versos de esta manera —pensó Arnheim no sin amargura— es considerado hoy día como poeta diferenciado del literato. ¿Y por qué no como general? Esta gente mantiene buenas relaciones con la muerte y continuamente necesita de algunos miles de muertos para gozar con dignidad del momento huidizo de la vida.

Pero, en esto, había hecho alguno la afirmación de que incluso el perro del general, reconvenido por aullar a la luna en una noche de rosas, podría responder: ¡Qué queréis, pues! ¡Si ésa es la luna y éstos los sentimientos eternos de mi raza! ¡Exactamente igual que uno de los señores que han alcanzado por ahí la celebridad! Sí, él podría añadir todavía que su sentimiento se había fortalecido con la experiencia, que su expresión se había enriquecido y alterado, pero con una simplicidad tal que el público le comprendía; en cuanto a los pensamientos, éstos se retiraban detrás de su sensación, pero eso correspondía en todo a las exigencias vigentes, y en la literatura no había constituido jamás obstáculo alguno.

Arnheim, desagradablemente sorprendido, retuvo otra vez el humo del cigarro entre los labios, los cuales permanecieron un momento abiertos, como una barrera fronteriza a media altura entre la persona y el mundo exterior. Para algunos de estos poetas, particularmente castizos, Arnheim había tenido siempre palabras laudatorias, como les es debido, y en algunas ocasiones los había ayudado con dinero; pero en el fondo los podía ver, según se daba cuenta ahora, así como tampoco a sus elevados versos. —A estas señorías heráldicas, que ni siquiera son capaces de mantenerse a sí mismas —pensó él—, se las debía confinar en parque nacional, junto con los últimos bisontes y águilas. Y puesto que resultaba anacrónico subvencionarlos —así se había demostrado en transcurso de la velada—, Arnheim concluyó sus reflexiones, no sin provecho propio.