88 — La vinculación a grandes cosas

TIEMPOS hace que se debía haber hecho mención a una circunstancia fragmentada en varias combinaciones; su formulación podría rezar así: nada hay tan peligroso para el espíritu como su vinculación a grandes cosas.

Un hombre camina a través de un bosque, escala una montaña y contempla el mundo tendido a sus pies, observa a su hijo por primera vez en sus brazos, o goza de la felicidad de ocupar una posición envidiada; nosotros preguntamos: ¿qué es lo que experimenta en sus adentros? Sin duda, muchas cosas importantes, profundas; así le parece a él; sólo que no tiene la presencia de espíritu para tomarlas, por decirlo así, al pie de la letra. Las cosas admirables que le preceden y le rodean y le encierran como en una cápsula magnética extraen de él sus pensamientos. Luego fija su mirada en miles de detalles, pero le acompaña el sentimiento de haber agotado todas sus municiones. Fuera, la animada, soleada, profunda gran hora, reviste el mundo con plata galvanizada hasta en las últimas hojitas y venillas; pero en su otra extremidad personal se advierte pronto una cierta carencia interior; cabe decir que lo allí existe es una gran «O» redonda y vacía. Tal estado es el síntoma clásico del contacto con todo lo grande y eterno, como también el de la permanencia en el apogeo de la humanidad y de la naturaleza. A las personas que dan preferencia a la compañía de grandes cosas —y entre éstas se cuentan especialmente las almas grandes, para las que no existen cosas pequeñas— les ocurre, sin darse cuenta, que su interior se vacía, emergiendo su contenido a una dilatada superficialidad, por eso, el peligro que ofrece la vinculación a grandes cosas se podría designar también como ley de conservación de la materia espiritual, parece ser válida casi universalmente. Los discursos de altos dignatarios con amplio radio de actividad son generalmente más insustanciales que los nuestros. Las grandes ideas relacionadas de una manera particular con objetos especialmente dignos dan por lo general la sensación de que, aparecido el favor de las circunstancias, serían catalogadas de anticuadas. Los problemas más caros, los de la nación, los de la paz, de la humanidad, de la virtud, y otros semejantes, cargan sobre sus espaldas la más barata flora del espíritu. Sería un mundo muy absurdo si todo fuera así, pero si se admite que el tratamiento de un asunto baladí puede resultar tanto más importante cuanto lo sea el tema del mismo, entonces ése es el mundo del orden.

Sin embargo, esta ley, que tanto contribuye a la comprensión de la a intelectual de Europa, no siempre se revela igualmente clara, y en tiempos de transición de un grupo de grandes objetivos a otro nuevo, el espíritu que aspira a servirlos puede parecer incluso subversivo, aunque cambie más que de librea. Un tránsito semejante era ya de advertir cuando los hombres de los que se va a hablar aquí empezaban a tener sus preocupaciones y triunfos. Así, había, por ejemplo, libros —por comenzar con un objeto de la pertenencia de Arnheim— que alcanzaban tiradas enormes, pero a los que no se les tributaba los más altos honores, bien éstos eran otorgados únicamente a los libros con ediciones de un determinado número de ejemplares. Existían industrias de mucho prestigio, como la del fútbol o del tenis, pero se vacilaba en cuanto a dotar de cátedra en las universidades técnicas. En suma: trátese del bienaventurado pendenciero y almirante Drake, quien importó la patata de América con la que se comenzó a impedir las crisis periódicas de hambre en Europa, trátese del menos bienaventurado, cultísimo e igualmente belicoso almirante Raleigh, quien también pudo importarla, o bien se trate de anónimos soldados españoles o del buen granuja y negrero Hawkins, durante mucho tiempo a nadie se le ocurrió conceder a estos hombres, debido a sus patatas, más importancia que al físico Al-Schirasi, del que sólo se sabe que dio la explicación justa y cabal del arco iris; pero con la era de la burguesía se había iniciado una renovación de la escala de valores en tales merecimientos, la cual había alcanzado en la época de Arnheim un verdadero auge, y ya sólo viejos prejuicios la sofocaban. La cantidad del efecto y el efecto de la cantidad, como nuevo y evidente objeto de culto, luchaban todavía contra un anticuado y ciego culto aristocrático a la alta cualidad, pero en el mundo de las ideas habían surgido ya los más exóticos compromisos: el más importante era el de la idea del «gran espíritu» que, tal como nosotros hemos llegado a conocerla durante la última generación, tenía que ser una síntesis de excelencia propia y de la historia de las patatas, pues se esperaba a un hombre, privilegiado con el aislamiento del genio, que al mismo tiempo tuviera la inteligibilidad universal del ruiseñor.

Era difícil adelantarse a predecir lo que habría de resultar por aquellas vías, ya que el peligro de la vinculación a grandes cosas empezaba a vislumbrarse al desaparecer su grandeza. No hay nada más fácil que burlarse del alguacil que en nombre de Su Majestad trata afablemente a los vecinos convocados; pero lo que generalmente no se sabe hasta pasado mañana es si ese hombre que habla de un modo profético en nombre del mañana es o no es un alguacil. El peligro de la vinculación a grandes cosas tiene esta desagradabilísima particularidad: mientras las cosas cambian, el peligro permanece siempre igual.