ENTRETANTO, Moosbrugger seguía sentado en una celda preventiva del edificio de la audiencia. Su defensor navegaba a toda vela y se esforzaba por impedir que la autoridad clausurara fulminantemente la causa con una última plumada.
Moosbrugger sonreía. Sonreía de aburrimiento.
El aburrimiento acunaba sus pensamientos. De ordinario los extingue; pero, a los suyos, esta vez los acunaba. Era un estado semejante al de un actor sentado en su camarín en espera del momento de salir a escena.
Si Moosbrugger hubiera tenido entonces un gran sable lo hubiera empuñado y degollado la silla. Hubiera cortado la cabeza de la mesa y la de la ventana, la del cubo y la de las puertas. Sobre todo lo decapitado hubiera puesto después su propia cabeza, pues en aquella celda había una sola cabeza, y ésta era hermosa. Podía imaginarla acoplada a todas las cosas, con el ancho cráneo y la cabellera que, partiendo de la coronilla, caía sobre la frente. Así le gustaban las cosas a Moosbrugger.
¡Si al menos el local hubiera sido más amplio y la comida mejor…!
Se alegraba de no poder ver a nadie. Las personas le resultaban difíciles de soportar. Éstas tenían a veces un modo de escupir o de encogerse de hombros que hacían perder toda esperanza y daban ganas de aplicar el puño a sus espaldas y de lanzarlo a su través con el ímpetu que se necesitaba para abrir un agujero en la pared. Moosbrugger no creía en Dios, sino en su razón personal. A las verdades eternas las llamaba despreciativamente juez, cura y gendarme. Tenía que arreglárselas solo, y en estos casos frecuentemente se tiene la impresión de que todos le cierran a uno el paso. Veía delante de sí lo que tantas veces había visto: tinteros, el tapete verde, los lapiceros; luego, el retrato del emperador adosado a la pared y a todos los allí sentados. En su distribución, aquello le parecía una trampa disimulada, en vez de con hierba y bolas, con la sensación de que tenía que ser así. Entonces le venía a la imaginación el soto de un recodo del río, el chirrido de una noria, fragmentos mezclados de paisajes, una colección infinita de recuerdos, de los que no sabía que en su tiempo le habían agradado. Y soñaba: —¡Habría muchas cosas que contar! Del mismo modo que sueña un joven. A Moosbrugger le habían recluido tantas veces que no se había hecho viejo. —La próxima vez tendré más cuidado —pensaba Moosbrugger—; de otro modo no me comprenden. Y luego sonreía con severidad y hablaba de sí mismo con los jueces, como un padre que dice de su hijo: es un granuja, encerradlo como es debido, a ver si así se corrige.
Naturalmente, se indignaba contra el reglamento de la prisión. O algo le dolía. Pero entonces podía hacerse conducir ante el médico de la cárcel o ante el director y así todo se reintegraba a un cierto orden y tranquilidad, como el agua sobre una rata muerta, hundida en el estanque. Claro que no era ésta precisamente la imagen que él se representaba; pero en su interior reinaba la indecible impresión de ser como la amplia superficie de una balsa de agua reflectante a la que nada puede turbar.
Las palabras de que disponía para describir esta impresión eran: ¡Hum! ¡Ya, ya!
La mesa era Moosbrugger.
La silla era Moosbrugger.
La ventana de rejas y la puerta cerrada eran él mismo.
No se le ocurría pensar que aquello podía ser una insensatez o algo extraordinario. Los elásticos habían desaparecido. Detrás de cada cosa o criatura hay, cuando quieren aproximarse a otras cosas o criaturas, un elástico que se estira. Si no, se podrían mezclar todas. Y en cada movimiento existe un elástico que no deja hacer a nadie lo que quiere. Estos elásticos habían desaparecido de repente. ¿O era sólo que el inhibitorio sentimiento parecía como compuesto de elásticos?
¡No debe de ser tan fácil distinguir con exactitud las diferencias! Por ejemplo, las mujeres sujetan sus medias con elásticos. ¡Ahí las tienes! —pensaba Moosbrugger—. Rodean sus muslos con elásticos como si estos fueran amuletos. Bajo la falda. Como esos anillos con que se protege a los frutales a fin de que los gusanos no puedan subir. Pero pasemos sobre esto rápidamente, para que no se crea que Moosbrugger sentía necesidad de llamar a todo «hermano». Él no era así, estaba únicamente dentro y fuera. Ahora era dueño de todo y lo dominaba. Estaba poniendo todas las cosas en orden antes de que lo mataran. Podía pensar en lo que quería; de momento, todo le obedecía tan dócilmente como un perro al que se le dice ¡quieto! Aunque encarcelado, poseía un colosal sentimiento de poderío.
La sopa llegaba puntual. Puntualmente le despertaban y le sacaban de paseo. Todo se sucedía en la celda con puntualidad, con rigor e inflexilidad. A veces le parecía increíble. Debido a una extraña inversión, pensaba como si aquel orden procediera de sí mismo, aunque sabía que le era impuesto.
Otras personas reúnen experiencias similares, echadas a la sombra veraniega de un seto, cuando zumban las abejas y el sol atraviesa pequeño y duro el cielo lácteo; el mundo gira entonces alrededor de tales personas como un juguete mecánico. A Moosbrugger esta sensación se la proporcionaba el aspecto geométrico que ofrecía su celda.
En su contemplación se daba cuenta de las ganas locas con que deseaba una buena comida; soñaba con ella, y de día aparecían ante sus ojos los contornos de un buen plato de asado de cerdo, con una persistencia casi siniestra, en cuanto su espíritu se desembarazaba de otros quehaceres. —Dos porciones —pedía Moosbrugger—; o tres. Pensaba en ello con tanta intensidad, y alimentaba la imaginación tan glotonamente, que de pronto se sentía lleno y con ganas de vomitar; se le empapuzaba el pensamiento. —¿Por qué será —reflexionaba balanceando la cabeza— que al deseo de comer sigue tan inmediatamente la sensación de estar próximo a reventar? Entre el comer y el reventár median todos los placeres del mundo; ¡pero qué mundo! ¡Se podrían citar cien ejemplos para demostrar su angostura! Baste uno: la mujer que no se posee es como si de noche saliera la luna elevándose cada vez más alta, y como si chupara y rechupara el corazón; sin embargo, habiéndola poseído, uno quisiera pisar su rostro con el talón. ¿Por qué es esto así? Se acordaba de que a menudo le habían hecho aquella misma pregunta. Podía responder que las mujeres son mujeres y hombres, porque éstos corren tras ellas. Pero tampoco querían entender esto aquellos que le preguntaban. Querían saber por qué se le había metido a Moosbrugger en la cabeza que la gente estaba confabulada contra él. ¡Como si su mismo cuerpo no estuviera incluso unido a ellos en la conspiración! Tratándose de mujeres, la cosa es clara. Pero también con hombres se entendía su cuerpo mejor que él mismo; una palabra llama a la otra, se sabe lo que conviene, el uno gira durante todo el día alrededor del otro, y en un abrir y cerrar de ojos se sale de la estrecha raya en la que se alterna con otros sin riesgo; pero si era su cuerpo el que lo había hecho venir sólo el cuerpo debería librarle de ello. Por lo que Moosbrugger se recordaba que siempre había sido irritable o medroso, y su pecho se precipitaba con los brazos hacia delante como un gran perro al que se le ha dado una orden. Lo demás, ni Moosbrugger lo podía comprender; el espacio entre afabilidad y hartura es, naturalmente, estrecho, y si la cosa empieza así, se vuelve, rápidamente, terriblemente angosto.
Recordaba muy bien que los señores que se expresaban en términos extranjeros y que constituían su tribunal de justicia le habían reprochado frecuentemente: —¡Pero por eso no se liquida de esa forma a una persona! Moosbrugger se encogía de hombros. Se ha matado a gente por cuatro monedas o por nada, porque a algún otro se le ha metido eso en la cabeza. Pero él miraba por sí mismo y no llegaba a tanto. El reproche le había hecho mella con el tiempo; hubiera querido saber por qué se le hacía de cuando en cuando el mundo tan estrecho, o como se diga, de modo que se sentía obligado a abrirse paso violentamente, a fin de que se le bajara la sangre de la cabeza y tornara a circular. Especulaba. ¿Y no le sucedía lo mismo con sus reflexiones? Cuando iniciaba una buena época, no hubiera cesado de sonreír de tanto gusto que experimentaba— Ya no le escocían más los pensamientos en el cerebro, sino que —de repente— se posesionaba de él una sola idea. La diferencia era tan grande como la existente entre el balancearse de un niño pequeño y la danza de una bella mujer. Un auténtico embrujo. Aparece un acordeón; sobre la mes, la luz; entran volando mariposas de la noche de verano: así saltaban sus ocurrencias a la luz de la única idea, o bien Moosbrugger las sujetaba con sus grandes dedos cuando se le acercaban, y las estrujaba; durante un momento tomaban la aventurera apariencia de pequeños dragones. Había caído sobre el mundo una gota de sangre de Moosbrugger. No se podía ver, porque estaba en la oscuridad; pero él percibía que ocurría en lo invisible. Lo lacio se enderezaba hacia fuera inmediatamente. Las arrugas desaparecían al estirarse el cuerpo terso. Un baile sigiloso reemplazaba el insoportable zumbido con el que muchas veces le atormentaba el mundo. Todo lo que sucedía ahora era bello, así como se encuentra hermosa a una muchacha fea cuando deja de estar sola y la toman otros de la mano, cuando se la lleva al baile y la mira alguno a la cara. Resultaba curioso: al abrir Moosbrugger los ojos y mirar a la gente presente a su alrededor en los momentos en que todo le obedecía danzando, también a él le parecían hermosas las personas. Entonces no se conjuraban contra él, no formaban muro alguno y quedaba demostrado que sólo el esfuerzo de quererle aventajar era lo que desfibraba el rostro de las personas y las cosas como bajo un gran peso. En estas ocasiones, Moosbrugger bailaba ante ellas. Bailaba invisiblemente, por dignidad; él, quien en la vida no bailaba con nadie; danzaba al son de una música que conducía al recogimiento y al sueño, al regazo de la Madre de Dios y, al fin, a la misma tranquilidad de Dios, a un estado de maravillosa inverosimilitud, de mortal derretimiento; bailaba días enteros sin ser visto por nadie hasta haber sacado fuera todo lo que, hecho invisible por el frío, colgaba de las cosas, rígido y fino como una telaraña.
Si no se ha probado esto, ¿cómo se puede juzgar lo demás? A los días y semanas fáciles, en que Moosbrugger podía casi escurrirse de su piel, venían siempre los largos tiempos de encarcelamiento. Las prisiones del estado no eran nada en comparación con el arresto. Si entonces deseaba pensar, todo se contraía en él, abismándose en un amargo vacío. Odiaba los hogares de obreros y las instituciones de cultura popular donde le podían enseñar a pensar. ¿A él? ¡Si todavía se acordaba de las grandes zancadas que podían dar en su cabeza los pensamientos! Entonces se arrastraba por el mundo sobre suelas de plomo, con la esperanza de poder encontrar un lugar distinto. Saludaba a aquella esperanza con una sonrisa de resignación. Nunca había conseguido encontrar un término medio entre sus dos estados en el cual pudiera establecerse. Estaba harto. Sonreía con un espíritu magnánimo en espera de la muerte.
Por lo demás, había visto mucho. Baviera y Austria, hasta Turquía ¡Y cuántos acontecimientos de los que había leído en los periódicos no habían tenido lugar a lo largo de su vida! Eran tiempos agitados. Y en su interior se sentía orgulloso de haber vivido en ellos. Así consideraba la cosa, se trataba de un asunto complicado y triste, pero en definitiva su camino seguía una trayectoria media, y al final podía ser contemplado desde su nacimiento hasta la muerte. Moosbrugger no tenía de ningún modo el presentimiento de que iba a ser ejecutado; se ajusticiaba a sí mismo con ayuda de los demás. Y todo constituía de alguna manera un complejo único: las carreteras, las ciudades, los gendarmes y los pájaros, los muertos y su muerte. Moosbrugger no alcanzaba a comprenderlo bien, pero mucho menos los demás, por mucho que hablaran de ello.
Escupía a la tierra y pensaba en el cielo que le parecía una trampa cubierta de azul. —Las ratoneras de Eslovaquia son así, altas y abovedadas —pensaba.