86 — El rey de los comerciantes y la fusión de los intereses del alma y el negocio.

TAMBIÉN: todos los caminos que conducen hacia el espíritu parten del alma, pero ninguno retorna a ella.

Mientras el amor del general cedía terreno a su admiración por Diotima y por Arnheim, éste debería haberse determinado ya mucho antes a no regresar más a aquella casa. Sin embargo, entonces precisamente comenzó a tomar medidas que le obligaban a detenerse allí más de lo acostumbrado; además pidió la reserva de un apartamento en el hotel sin fecha de expiración, y su vida, tan dinámica siempre, parecía pasar ahora al estado de reposo.

Por aquel tiempo estaban sucediendo cosas que tenían al mundo estremecido; a personas bien informadas de fines del año 1913 se les aparecía el mundo bajo la forma de un volcán hirviente, pero sugestionadas por la pacífica laboriosidad reinante creían que nunca podría entrar en erupción. El espíritu de trabajo no era igual en todas partes. Las ventanas del bello y antiguo palacio en la plaza de la Casa de Danzas, donde el jefe de sección gobernaba, arrojaban frecuentemente su luz sobre los árboles desnudos del jardín de enfrente; y a los engreídos holgazanes que pasaban delante por la noche se les ponía la carne de gallina. Pues así como san José se identifica con José el carpintero, así el nombre de «plaza de la Casa de Danzas» se identificaba con el palacio allí erigido y con el secreto de ser éste una de la media docena de misteriosas cocinas donde, tras sus ventanas cubiertas de cortinajes, se condimentaba el destino de la humanidad. El doctor Arnheim estaba bastante enterado de todo. Recibía partes cifrados, y de tiempo en tiempo la visita de algunos de sus representantes con informes personales de la casa central; las venas de su habitación, las que daban a la fachada, aparecían a menudo minadas; un observador de viva imaginación hubiera podido pensar que pernoctaba allí un segundo gobierno, un gobierno de oposición, un moderno mecanismo bélico de la diplomacia comercial. Arnheim se preocupaba de causar personalmente esta impresión, porque sin la sugestión de la apariencia el hombre es como una fruta dulce, acuosa y sin corteza. Empezando por el desayuno, que nunca lo tomaba a solas por este motivo, sino en el comedor común del hotel, Arnheim, con la rutina de un estadista experimentado y con la afabilidad quien se sabe observado, dictaba las órdenes del día a su secretario, quien a su vez las anotaba en taquigrafía; ninguna de tales instrucciones hubiera bastado para satisfacer a Arnheim; pero éstas, dado que no solamente se sucedían ordenadas en su conciencia, sino que eran además interrumpidas por los gustos del desayuno, se elevaban a las alturas. Probablemente las dotes humanas —en las que él tenía sus complacencias— necesitan ciertas limitaciones para poderse desarrollar; el trecho fértil entre la desenfrenada libertad y la cobarde huida de los pensamientos es, tomo todo conocedor de la vida sabe, muy angosto. Por otra parte, él estaba convencido de que depende mucho del poseedor de tales pensamientos, pues a nadie se le escapa que pensamientos de relieve rara vez se deben a un solo autor, y que, por otra parte, el cerebro de un hombre habituado a pensar produce continuamente pensamientos de distinto valor; la conclusión y la forma eficaz y operante de las ideas tienen que venir siempre de fuera, no sólo de la reflexión, sino de todas las circunstancias vitales de la persona. Una pregunta del secretario, una mirada de la mesa vecina, el saludo de uno que entraba, cualquier cosa de esta clase le recordaba a Arnheim cada vez la necesidad de adoptar una actitud impresionante; y esta unidad de su presencia se trasladaba automáticamente a su pensamiento. Semejante experiencia de vida la había resumido en la convicción —de acuerdo con sus necesidades— de que el pensador debe ser al mismo tiempo un hombre práctico.

A pesar de tal convicción, no concedía mucha importancia a su actividad del momento; si bien perseguía con ella un fin del que podían derivarse eventualmente sorprendentes ventajas, sin embargo temía sacrificar a su estancia un tiempo imposible de ser justificado. En pensamientos se repetía muchas veces la antigua y fría máxima: divide et impera. Este principio se refiere a todo trato con personas y cosas, y exige cierta desvalorización de cada relación por separado en bien del conjunto, pues el secreto de las condiciones del actuar, si se quiere tener éxito, es el mismo de un hombre a quien aman muchas mujeres, aunque éste no de preferencia a ninguna. Pero tales reflexiones no le servían de nada; su memoria le representaba las exigencias que presenta el mundo al hombre nacido para una gran actividad; con todo, y después de haber examinado repetidamente su interior, no consiguió formularse una conclusión: la de convencerse de que estaba enamorado. Y esto era cosa extraña, porque un corazón de unos cincuenta años es un músculo correoso que no se dilata tan fácilmente como el de un joven de veinte con el amor en flor; todo ello le proporcionó, pues, considerables desazones.

En primer lugar comprobó preocupado que sus amplios intereses iban marchitándose como una flor robada a sus raíces; y que, por otra parte, crecían las insignificantes impresiones diarias: la de la aparición de un gorrión en la ventana o la de una sonrisa del camarero. En cuanto a sus conceptos morales que de ordinario constituían un sistema imponente de fuerza imposible de evadir, advirtió que perdía coherencia y que, a la vez, adquiría un algo corpóreo. Se le podía dar el nombre de acatamiento, pero esta palabra tenía un sentido mucho más amplio y, en todo caso, también distinto, pues sin él no se va a ninguna parte; acatamiento al deber, a un superior o a un guía. El acatamiento a la vida, con su riqueza y su diversidad, había sido juzgado por él como una virtud viril, como la quintaesencia de una conducta irreprochable que, por muf abierta que sea, implica más reserva que entrega. Y lo mismo se podría decir de la felicidad que, considerada en relación con la mujer, evoca la caballerosidad y la mansedumbre, la abnegación y la delicadeza, todas las virtudes que se suponen en los contactos de un hombre con una mujer, en los cuales pierden esas virtudes su mejor riqueza, de modo que es difícil decir si también el amor se precipita hacia ellos como el agua hacia bismos, o si el amor femenino es un paraje volcánico cuyo calor da a todo lo que florece en su superficie. Por eso, en compañía de hombres, más claramente que en presencia de mujeres se siente un grado más elevado de vanidad masculina; Arnheim, cuando parangonaba su riqueza de ideas —trasladada a las esferas del poder— con el estado de felicidad producido por el influjo de Diotima, no podía sustraerse a la impresión de un movimiento retrospectivo que le hacía pensar en acontecimientos pasados.

A veces sentía ansias de abrazos y besos, como un niño que, al no ver respondidos sus deseos, se arroja apasionadamente a las piernas de quien se los rehusa; o bien se apoderaba de él la necesidad de sollozar, proferir al mundo palabras de desafío, y de raptar a su querida en sus propios brazos. Ahora se advierte que, tras el dintel de la irresponsabilidad de la persona consciente, de donde salen las fábulas y las poesías, mora también toda clase de recuerdos infantiles, visibles cuando la ligera embriaguez del cansancio o el juego libre del alcohol o alguna otra conmoción iluminan aquellas regiones; las corazonadas de Arnheim no eran más concretas que aquellos esquemas, de modo que no hubiera tenido motivos para intranquilizarse a causa de ellos (ni para acrecentar con tal inquietud la preocupación inicial), si aquellas regresiones le hubieran convencido de que su vida psíquica estaba llena de desvirtuados preparados morales. Los valores universales que él siempre procuraba infundir en sus actividades, como hombre de personalidad europea, se presentaban en él como algo carente de interioridad. Quizá sea esto natural, si hay algo que ha de valer para todos; pero lo extraño era la inversión de aquel fin que se imponía igualmente en Arnheim, pues si los valores universales carecen de interioridad, entonces el hombre interior es inversamente el inválido; y así, a Arnheim le perseguía ahora continuamente no sólo el apremio de hacer algo llamativo e impropio, irrazonable e ilegítimo, sino también el vejamen de que esto era lo justo en un sentido que ascendía la razón. Desde que había vuelto a probar el fuego que le cauterizaba la lengua le dominaba la sensación de haber olvidado el camino andado en un principio, y toda su ideología de hombre grande le parecía ser solamente una sustitución forzosa de algo perdido.

De esta forma Arnheim llegó consecuentemente a acordarse de su niñez. En los retratos de aquel tiempo aparecía él con unos ojos grandes, negros y redondos, tal como se los pintan al Niño Jesús en discusión con los doctores de la ley; veía a todas las educadoras y educadores congregados a su alrededor y admirados de su talento, pues había sido un alumno inteligente, así como también había tenido inteligentes educadores. Siempre se había conservado ferviente y cariñoso, pero incapaz de tolerar injusticias; puesto que había sido demasiado protegido para que éstas pudieran llegar hasta su persona, si alguna vez le había tocado presenciar una contienda en la calle había defendido al desconocido inocente y luchado a su favor. Esto había sido una hazaña considerable, si se tienen en cuenta los obstáculos que le habían opuesto los demás; como que antes de un minuto de pelea se le echaba encima alguno para separarle de su contrario. Y debido a que de aquel modo se habían prolongado tales luchas durante el tiempo suficiente para reunir alguna que otra experiencia dolorosa —interrumpida oportunamente para dejarle la impresión de ser valiente e invencible—, Arnheim todavía hoy pensaba en ello con aprobación; y el atributo señorial de un valor por nada amedrentado pasó más tarde a sus libros y a sus convicciones, como lo necesita el hombre que quiere enseñar a sus contemporáneos el modo en que deben portarse para ser felices y vivir con dignidad.

De aquel estado de su niñez conservaba aún recuerdos relativamente vivos; pero un estado algo posterior, declarado como continuación transformadora del primero, se mostraba adormecido al espectador o, mejor dicho, petrificado, si es permitido considerar a los diamantes piedras. El amor era resucitado diariamente a una nueva vida por el toque de Diotima; y resultaba interesante que Arnheim hubiera tenido el amor en su mano siendo todavía un adolescente y antes de tratar con mujeres y con determinadas personas; esto era un hecho desconcertante que no llegó a explicárselo satisfactoriamente en toda su vida, aunque lo sometió siempre a las interpretaciones más modernas. A lo que él se refería era quizá la inexplicable aproximación de algo todavía ausente, como las fugaces expresiones de un rostro que no dependen de éste, sino de algunos otros rostros, presuntos, más allá de todo lo registrado por los ojos; eran cortas melodías en medio del bullicio, sentimientos en los hombres; sí, él tenía dentro de sí sentimientos que, cuando los buscaban sus palabras, no eran todavía sentimientos, sino sólo brotes, como si se alargara algo en él, buceando y goteando por las puntas; así se alargan a veces las cosas en días primaverales de fiebre ardiente, cuando las sombras se arrastran sobre ellas, tan quietas y tan movedizas como las imágenes reflejadas en el arroyo.

Así —claro que mucho más tarde y con otras cadencias— se había expresado un poeta estimado por Arnheim; de esta manera había formulado su pensamiento, porque se había hecho tema de alternativa literaria la persona de aquel hombre misterioso, huidizo a las miradas del público; pero ni el mismo escritor le comprendía, pues Arnheim hacía tales alusiones en charlas sobre el despertar de un alma nueva, las cuales habían estado en boga durante su juventud; o bien las relacionaba con largos y delgados cuerpos de muchacha, contemplados con agrado en los cuadros de aquel tiempo, y decorados con un par de labios semejantes al cáliz carnoso de una flor. Entonces, hacia el año 1887, «¡Dios mío, ha pasado ya casi una generación entera!», pensó Arnheim, sus propias fotografías mostraban a un hombre moderno, «nuevo», según se le llamaba en aquel tiempo; es decir, Arnheim aparecía en ellas vestido con un chaleco negro de satén, cerrado hasta el cuello; y con una corbata ancha, de seda pesada, anudada a la moda Biedermeier, pero que, atendiendo a la intención, debía recordar a Baudelaire; tal evocación venía secundada por una orquídea que, hincada en un ojal como un nuevo invento de peligroso encanto, llevaba Arnheim júnior cuando tenía que asistir a un banquete y exhibir su joven figura en una sociedad de robustos negociantes y amigos de su padre. En los retratos de días de labor aparecía, por el contrario, con el ornato de un metro plegable asomado al bolsillo de un traje ligero de práctico corte inglés, y con el exotismo de un cuello alto y rígido que daba a su cabeza aire de gran prestancia. Así se había presentado Arnheim de joven; y aún hoy no podía negar a sus retratos una cierta dosis de simpatía. Arnheim jugaba al tenis con habilidad y con una pasión todavía desacostumbrada, juego que en aquellos sus principios tenía lugar sobre suelo de hierba; ante la admiración de su padre y sin ocultarse nadie, frecuentaba las reuniones de obreros, pues durante su año de estudios en Zúrich había tomado un contacto escandaloso con las ideas socialistas, pero al día siguiente no sentía escrúpulos en atravesar con su caballo, a rienda suelta, un pueblo de trabajadores. En suma, todo esto a un revuelto de elementos espirituales, contradictorios pero nuevos, todos cuales sugerían a uno la ilusión de haber nacido en el momento más oportuno, ilusión muy importante, aunque más tarde se echaba de ver, como es natural, que su valor no estaba precisamente en el hecho de ser rara. Arnheim, concediendo cada día más lugar a las ideas conservadoras, dudaba incluso de si aquel sentimiento en continua renovación, de ser él un hombre de última hora, no representaría una prodigalidad de la naturaleza; él no lo denunciaba a la publicidad, porque no le agradaba renunciar a nada que había poseído alguna vez; su ser de coleccionista había conservado en sí todo lo que le habían dado los tiempos. Sin embargo, hoy, por muy armónica y variada que se representara él la vida, se contemplaba a sí mismo impresionado de modo especial y con efectos distintos por algo que le había parecido al principio lo más inverosímil de todo: ¡aquel estado romántico y profético que le había persuadido y hecho pertenecer no sólo a un mundo en rápido movimiento, sino también a otro suspendido del anterior como un aliento ahogado!

Aquel barrunto entusiasta, que había vuelto a hacerse presente en él con todo su ser a través de Diotima, proporcionó sosiego a todas sus actividades y ocupaciones; el tumulto de las inconsecuencias juveniles y las esperanzadoras y cambiantes perspectivas cedieron lugar al sueño de que todas las palabras, acontecimientos y obligaciones podían ser una única cosa en su profundidad apartada de la superficie. En tales momentos callaba hasta la ambición; los sucesos reales sonaban a lo lejos, como el ruido al otro lado del jardín; él creía que el alma, salida de su cauce, sólo entonces se hacía presente. Nunca se repetiría suficientemente que aquello no era filosofía, sino una experiencia corporal, semejante al efecto que produce la luna deslumbrada por el sol de la mañana. En tal estado vivió ya el joven Paul Arnheim cuando se sentaba a comer en un restaurante de gran categoría correctamente vestido y sin descuidar de ninguna manera su deber; pero se podía decir que de él a él mediaba una distancia igual a la existente entre él y la persona o cosa más próximas. Parecía que el mundo exterior no terminaba en su piel, y que el interior no traspasaba simplemente la ventana de la reflexión, sino que ambos se confundían en una indivisible soledad y presencia, tan apacible, tranquila y elevada como un sueño sin pesadillas. Bajo el aspecto moral ahora se manifestaba en él una gran ecuanimidad e indiferencia; nada era grande o pequeño: una poesía y un beso en la mano de una dama pesaban tanto como una obra en varios volúmenes o como una proeza política; y todo mal era absurdo en la misma medida en que aparecía inútil el bien, rodeado de la tierna afinidad primitiva de todos los seres. Arnheim se conducía, por tanto, como de costumbre; sólo que aparentaba dar a todo aquello una significación intangible, detrás de cuyas llamas temblorosas se erguía inmóvil el hombre interior, el cual miraba al de fuera que, a su vez, estaba comiendo una manzana o tomándose medidas para un traje en casa del sastre.

¿Era esto imaginación o la sombra de una realidad imposible de ser comprendida jamás del todo? Únicamente se puede decir, como respuesta, que todas las religiones, en circunstancias especiales de desarrollo, han mantenido su realidad, y otro tanto han repetido todos los enamorados, todos los románticos y todos los amantes de la luna, de la primavera, de la muerte feliz y de los primeros días del otoño. Pero más tarde llega a perderse esto de nuevo; se volatiliza o se diseca; lo uno no se puede distinguir de lo otro; sin embargo, un día se advierte que ambos elementos han sido sustituidos, y se olvidan rápidamente como los acontecimientos irreales, como los sueños y las obsesiones. Dado que esta primigenia y universal experiencia de amor coincide, por lo común, con el primer enamoramiento personal, se sabe después cómo juzgarla y a cuenta entre las necedades sólo permitidas antes de adquirir el derecho a sufragio político. Así era esto en sustancia, pero, como Arnheim yo lo había relacionado con una mujer, tampoco se le podía hacer desaparecer de su corazón a un tiempo con ella, de un modo natural; en su lugar aparecieron impresiones encubridoras, experimentadas en su ser al mirar a participar en los negocios de su padre, al terminar sus estudios y sus vacaciones. Puesto que no hacía nada a medias, descubrió allí en seguida que la vida activa, bien organizada, era un poema mucho más elevado que todos los compuestos por los poetas en sus escritorios, y esto era ya otra cosa.

En esto se revelaron sus dotes de ejemplaridad, pues el poema de la vida aventaja a todas las demás poesías en que aquél se escribe con grandes caracteres, cualquiera que sea su contenido. El mundo gira alrededor del más insignificante aprendiz, si éste está empleado en un comercio mundial; continentes se asoman a sus espaldas, de modo que nada de lo que hace queda privado de importancia; por el contrario, tratándose de un escritor solitario en su habitación, por mucho que se esfuerce, a su alrededor giran, a lo más, las moscas. Esto es tan evidente que a muchos, apenas comienzan a crear con el material de la vida, les parece que todo lo que Ies había conmovido antes se reducía a «simple literatura», es decir, ejerce en el mejor de los casos un influjo débil y confuso, en general contradictorio y autodestructivo, sin relación alguna con las ponderaciones hechas a su organización. Las cosas no le sucedieron exactamente así a Arnheim, quien ni negaba las bellas sugerencias del arte, ni se inclinaba a tachar de necedad u obsesión nada de lo que alguna vez le había conmovido; tan pronto como reconoció la superioridad de sus relaciones adultas frente a las quiméricas de la juventud puso manos a la obra para fundir ambos grupos de experiencias a la luz de sus nuevos descubrimientos viriles. En realidad, con esto hizo simplemente lo mismo que la mayoría de los intelectuales, los cuales, al ingresar en la vida utilitaria, no quieren renegar de sus antiguos intereses; al contrario, apaciguan y equilibran los impulsos entusiastas de su juventud. La revelación del gran poema de la vida, en cuya redacción conscientemente colaboran, les devuelve el ánimo de diletantes, perdido al quemar sus propias poesías; Poetizando la vida, pueden considerarse con derecho especialistas innatos; a su actividad cotidiana la impregnan de responsabilidad moral, se creen situados frente a mil decisiones dirigidas a hacer de aquélla algo honesto y hermoso, toman ejemplo de la idea de que Goethe vivió así, y afirman que no les agradaría la vida sin música, sin naturaleza, sin la contemplación de los inocentes juegos de los niños o de los animales, y sin un buen libro. La clase media así espiritualizada es en Alemania la consumidora principal de las artes y de toda literatura que no sea demasiado difícil, pero los miembros de esta clase social miran al arte y a la literatura —estimada antes como satisfacción de los deseos— con un ojo, por lo menos, despreciativo, lo cual es de comprender, aunque aquel arte precedente fue, en su estilo, más perfecto de lo que les parece; o bien piensan lo que un hojalatero pensaría de un escultor de estatuas de yeso, si tuviera la debilidad de encontrar belleza en tales productos.

Arnheim era entre aquella clase media como un clavel de jardín junto a otros silvestres. Para él no existían subversión espiritual ni renovación de principios, sino que sus problemas continuos eran sólo el enlazarse con lo existente, la toma de posesión, las correcciones suaves, el resurgimiento moral del desfigurado privilegio de los poderes constituidos. No era un presumido ni un adorador de lo que estaba por encima suyo; presentado en la Corte y en contacto con la alta nobleza y con los más sobresalientes de la burocracia, intentó amoldarse a aquel ambiente, no como imitador, sino como amante de las costumbres feudales y tradicionales, sin olvidar su origen burgués, por decirlo de algún modo: frankfurt-goethiano, y sin querer hacerlo olvidar. Pero con esto su contraposición se consumía y un contraste mayor le hubiera parecido que le quitaba el derecho a la vida. Interiormente estaba convencido de que los hombres creadores —y al frente los negociantes, dirigiendo la vida y constituyendo una nueva era— estaban llamados a sustituir las antiguas fuerzas del ser por la soberanía; esto le daba a Arnheim cierto tranquilo aire de superioridad, justificada desde entonces por la sucesiva evolución; pero tampoco concediendo al dinero el derecho de soberanía quedaba resuelto el problema que planteaba el uso adecuado de tal autoridad. Sus predecesores en la dirección de los bancos y de las grandes industrias habían tenido una labor fácil; habían sido caballeros, y a sus contrarios los habían hecho papilla dejando al clero el manejo de la sartén; por el contrario, el hombre contemporáneo tiene en el dinero —según entendía Arnheim— el método moderno más seguro para el tratamiento de todas las relaciones; pero si tal método puede ser duro y exacto como una guillotina, puede también ser tan sensible como un reumático —baste pensar en las contracciones y anquilosamientos de la Bolsa al menor incidente—, y depende, de una manera sumamente suave todo lo que cae bajo su dominio. A través de esta frágil dependencia de todas las configuraciones vitales que sólo un ciego engreimiento lógico puede olvidar llegó Arnheim a ver en el gran comerciante la tesis de la subversión y la perseverancia, del poder y la civilización burguesa, del riesgo razonable y de la erudición completa; pero más al fondo én preparación una figuración simbólica de la democracia. Mediante trabajo severo e infatigable sobre su propia personalidad, mediante organización espiritual de las relaciones sociales y comerciales de su competencia y sirviéndose de las ideas de composición y de gobierno del estado, quería participar en la construcción de una nueva era en la que fuerzas de la sociedad, desiguales por naturaleza y por destino, fueran completa y útilmente ordenadas, y donde el ideal no se pudiera romper al contacto con las realidades necesariamente limitadas, antes bien, tendría e purificarse y fortalecerse. Para expresarlo en términos concretos había hecho la fusión de los intereses del negocio y del alma, desarrollando el concepto cumbre de «rey del negocio»; y el sentimiento de amor que había acariciado antes y que le había puesto en claro la reducción del todo a la unidad, era ahora el núcleo de su idea de unidad y de armonía distribuidos a la cultura y a los intereses humanos. Por entonces aproximadamente comenzó Arnheim a publicar sus escritos, y la palabra alma apareció en ellos. Se puede suponer que la usó por método, por sacar ventaja, por ser la palabra reina, pues no hay duda de que príncipes y generales no tienen alma, y entre los financieros él era el primero. Es también cierto que su papel implicaba la necesidad de defenderse —de un modo inaccesible al entendimiento comercial— contra tal ambiente, tan estrecho y juicioso, y en especial contra la superior naturaleza directriz de su padre, junto al que empezaba poco a poco a figurar como el príncipe heredero a punto de envejecer. No hay tampoco duda de que su ambición de dominar todo lo digno de ser sabido —una sed de erudición imposible de saciar en la medida que él la sentía— encontraba en el alma un medio de desvalorizar todo lo que su inteligencia no conseguía entender. En esto no era él ninguna excepción; seguía la trayectoria del tiempo, que volvía a manifestar una marcada tendencia a lo religioso, no por motivos de fe, sino sólo, según parece, debido a una puntillosa rebelión femenina contra el dinero, el saber y el cálculo, a lo cual se supeditaban todos apasionadamente. Pero era dudosa y problemática la cuestión de si Arnheim creía en el alma cuando hablaba de ella, y de si atribuía a su posesión la misma realidad que a la posesión de sus acciones. Él se servía de tal nombre como de un vocablo para algo que no acertaba a expresar. Llevado de su manía de hablar —pues era un hablador que no cedía tan fácilmente la palabra a los demás, y después, tras haberse dado cuenta de la impresión que era capaz de suscitar en el público, comenzó a dejarse llevar de la misma debilidad también en sus escritos—, hablaba sobre el alma como si su correspondiente existencia fuera tan obvia como la de nuestras espaldas, aunque no se vean. Se apoderó de él una verdadera pasión por escribir de esta forma sobre algo que implicaba incertidumbre y cierto presentimiento, y que, en el mundo excesivamente concreto de los negocios, aparece tan abstracto como un profundo silencio expresado a voz en grito; él no negaba la utilidad del saber; más bien al contrario, causaba sensación con sus diligentes compilaciones, como sólo puede hacerlo un hombre con todos los medios necesarios a su disposición; pero después de haber impresionado a sus lectores o a su auditorio declaraba que, por encima del alcance de las sutilezas y de la exactitud, existe un reino de sabiduría que se abre sólo a una visión; Arnheim describía la voluntad fundadora de los Estados y del comercio internacional para dar a entender que él, a pesar de su grandeza, era sólo un brazo necesitado, para moverse, de un corazón impulsado por lo invisible; explicaba a sus oyentes los progresos de la técnica o el valor de las virtudes de la manera más ordinaria, tal como se lo imagina cualquier ciudadano, pero con el fin de añadir que semejante uso de las fuerzas del espíritu y de la naturaleza va envuelto de una ignorancia crasa si no se intuye su esencia, o sea, si no se sabe que son agitaciones de un océano situado bajo ellas en una profundidad donde apenas se perciben las olas. Y formulaba tales declaraciones en el estilo de los decretos dictados por el regente de una reina destronada, el cual organiza el mundo conforme a las instrucciones que ella misma le ha dado antes.

Quizás era este orden su más fuerte y auténtica pasión, un afán de poderío que superaba todo lo que un hombre de su posición podía concederse, y que conducía como consecuencia inmediata a que aquel señor, tan poderoso en el dominio de la realidad, se retirase a su finca al menos una vez al año, y dictase allí un libro a su taquígrafo. Aquel extraño presentimiento, aparecido por primera vez y con la mayor viveza en las románticas horas de su juventud, se había abierto camino por allí, pero a veces afligía a Arnheim, aunque con fuerzas debilitadas. En medio de sus negocios internacionales le sobrevino entonces como una dulce parálisis y una nostalgia claustral, la cual le decía al oído que todas las contradicciones, todas las grandes ideas, todas las experiencias y esfuerzos de la vida no son simplemente una única cosa, tal como se consideran indebidamente cultura y humanidad, sino que también tienen un tremendamente literal significado de centelleante inactividad, así como cuando, en un día de sol enfermizo, desea uno cruzarse de brazos, contemplar los las praderas y permanecer así siempre. Su actividad de escritor era en ese sentido un compromiso. Y dado que no se tiene más que un ser ésta intangible, por estar confinada en el exilio y comunidad desde allí de una manera confusa y ambigua a todos los problemas de la vida a los que se puede aplicar este mensaje regio, surgió en él a poco esa seria perplejidad en la que incurren todos los legitimos profetas cuando el asunto dura demasiado. Bastaba que Arnheim se diera a escribir en soledad para que la pluma, con fantástica fertilidad, condujese sus pensamientos acerca del alma a los problemas del espíritu, a los de las virtudes, a los de la ciencia y de la política que, irradiados por un foco invisible, aparecían como una iluminación mágica, clara y uniforme. Aquella urgencia expansiva tenía algo de embaucador; pero él estaba a este respecto sujeto a la escisión de la conciencia, que para muchos es premisa de la creación literaria, excluyendo y olvidando el espíritu o lo que no encuadra en su planificación. En presencia de un interlocutor y poniéndose a través de su persona en comunicación con todos los asuntos de la Tierra, Arnheim no hubiera descendido nunca a tantos detalles, pero, inclinado sobre un papel preparado para reflejar sus ideas, entregaba gozoso a expresar en forma alegórica opiniones de las cuales las menos eran firmes; en su mayor parte formaban una bruma de palabras, cuya única reivindicación de realismo —no poco considerable— insistía en elevarse siempre de un modo inconsciente en los mismos lugares.

El que le quisiera criticar por eso debería tener presente que el poseer una doble personalidad espiritual ya no representa desde hace mucho tiempo una especial cualidad, cuya demostración es exclusiva de los feos; debería más bien considerar que, al ritmo de nuestros tiempos, la posibilidad de pensar políticamente, la capacidad de escribir un artículo periodístico, la fuerza para prestar fe a las nuevas direcciones del arte y de la literatura y muchas otras cosas imposibles de enumerar se fundan elusivamente en la facultad de convencerse durante unas horas, contra propia opinión, de la capacidad de separar una parte del contenido de la plena conciencia y de ampliarla hasta convertirla en estado de perpetua convicción. De este modo era todavía ventajoso que Arnheim nunca estuviera, en realidad, totalmente convencido de lo que decía. Llegado la plenitud de la virilidad, no le quedaba ya asunto por tratar, poseía amplias convicciones y, continuando de la misma manera su marcha ascensional, no veía límites que le hicieran poner fin en el futuro a la adquisición de nuevas convicciones, armónicamente derivadas de las antiguas. A un pensador tan eficiente, quien en otros estados de conciencia calculaba la rentabilidad y examinaba el balance, no se le podía escapar que aquello era un obrar sin márgenes ni corriente, aunque se perdía también de vista de tanto como se extendía; eso mismo se circunscribía únicamente en la unidad de su persona, y si bien Arnheim era bien pagado de sí mismo, este estado no satisfacía a su razón. Echaba la culpa al resto irracional que la vida muestra por doquier al observador avisado; intentaba también tranquilizarse, encogiéndose de hombros, con la consideración de que actualmente todo se pierde en el infinito; y, puesto que nadie puede elevarse propiamente sobre las debilidades de su siglo, vislumbraba incluso una preciosa posibilidad de ejercitar la virtud de la modestia común a todos los grandes hombres, y así se supeditaba sin recelos a las figuras de Homero o de Buda, considerando que aquéllos habían vivido en tiempos más propicios; pero después, una vez culminado su éxito literario sin que en su vida de príncipe heredero se hubiese mudado cosa alguna de importancia aumentó aquel resto irracional, creció de un modo abrumador la carencia de resultados concretos y el disgusto de ver frustrado el fin y de haber olvidado su primer deseo. Contemplaba su obra y, aun pudiendo sentirse satisfecho de sus logros, le parecía a veces que todos estos pensamientos, formando una especie de muro de brillantes cada día más grueso, le habían separado solamente de un principio de efectos nostálgicos.

Precisamente entonces acababa de ocurrirle algo desagradable de esta suerte, y aquello le había conmovido mucho. Arnheim había aprovechado los ratos de ocio, que se concedía ahora más frecuentemente que de costumbre, para dictar a su mecanógrafo un artículo sobre la armonía entre los edificios de los cargos públicos y los conceptos estatales; al ir a pronunciar la frase: «sentimos el silencio de los muros cuando contemplamos este palacio» se interrumpió a continuación de la palabra «silencio», para gozar durante unos instantes del cuadro de la «Cancellería» de Roma, que en aquel preciso momento se había presentado, sin ser llamada, a sus ojos interiores; pero, cuando revisó lo escrito, vio que el secretario, adelantándose según costumbre, había puesto ya: «nosotros sentimos el silencio del alma cuando…». Aquel día, Arnheim dejó de dictar, y al día siguiente mandó tachar la frase.

Ahora bien, ¿cuánto pesaba, frente a experiencias tan vastas y profundas, aquel algo común al amor, vinculado corporalmente a una mujer? Arnheim debía reconocer, por desgracia, que pesaba exactamente tanto como el juicio sintetizador de su vida, de que todos los caminos que conducen al espíritu parten del alma, pero ninguno retorna a ella.

Cierto que muchas mujeres se habían considerado dichosas de sentirse relacionadas con él, pero éstas, si no eran naturalezas parasitarias, eran estas, mujeres de estudios y de actividad, pues con el tipo de mujer mantenida y que se gana con sus medios la vida era fácil entenderse tratándose de asuntos tan claros; las exigencias morales de su naturaleza le habían conducido siempre a relaciones en las que el instinto y las divergencias, que inevitablemente le acompañaban, encontraban un cierto yo en la razón. Pero Diotima fue la primera hembra que abrazó su secreta vida metamoral, y él la miraba a veces, por eso, con envidia.

A fin de cuentas, ella no era más que la mujer de un funcionario, de los mejores modales, eso sí, pero sin la suma cultura humana que sólo el poder confiere; y él, si hubiera querido unirse en matrimonio a una mujer hubiera podido aspirar a una joven de las altas finanzas de América o de nobleza inglesa. Tenía momentos en los que una fundamental diferencia de métodos puericultores, un orgullo infantil cruelmente ingenuo, o pánico del niño mimado al verse por primera vez en la escuela pública, despuntaban en él de modo que su creciente enamoramiento le parecía una amenazadora deshonra. Y si en aquellos momentos reanudaba negocios con la gélida superioridad de que sólo un espíritu muerto y resucitado es capaz, la fría e incontaminable razón del dinero se le manifestaba, en comparación con el amor, como una potencia de extraordinaria limpieza.

Pero esto significaba únicamente que le había llegado esa hora en que el prisionero no se explica cómo ha podido dejarse robar la libertad sin defenderla hasta morir. Pues cuando Diotima decía: —¿Qué son los acontecimientos mundiales? Un peu de bruit autour de notre âme…!, él sentía entonces estremecerse el edificio de su vida.