CUANDO Ulrich abandonó la vivienda de Walter habría transcurrido, según sus cálculos, una hora aproximadamente desde que había salido de su propia casa; apenas llegado de vuelta a ella recibió el aviso de una visita militar. Subió y encontró, para admiración suya, al general Von Stumm, quien le saludó con la cordialidad de un antiguo camarada —¡Amigo! —exclamó Stumm saliéndole al encuentro—. Perdona mi intempestiva visita; no he podido deshacerme antes de mis ocupaciones ministeriales; y además llevo aquí dos horas entre esta colección de libros que casi mete miedo. Tras el usual intercambio de cumplidos se demostró que el motivo de su aparición había sido un asunto urgente. Cruzó una pierna sobre la otra como para emprender algo importante —lo cual no lo consiguió sin cierto esfuerzo de su figura—, extendió el brazo y su diminuta mano, y explicó: —¿Urgente? A mis relatores, cuando me presentan actos que urgen, acostumbro a decirles que en el mundo no hay nada urgente, salvo la necesidad de apartarse al excusado. Sin embargo, hablando en serio, lo que me ha traído a tu casa es muy importante. Ya te dije que las reuniones de Diotima las considero como una oportunidad excepcional de familiarizarse con los más relevantes asuntos del mundo burgués. En definitiva, no se trata ya de problemas del Erario; te aseguro que el que me ocupa me produce una sensación colosal. Por otra parte, los militares, aunque tenemos nuestras debilidades, no somos tan tontos como generalmente se cree. Pienso que no me negarás el hecho de que nosotros, cuando emprendemos una acción, nos empeñamos en ella a fondo y como Dios manda. ¿De acuerdo? Me lo esperaba; así puedo hablarte con sinceridad y confesarte que me avergüenzo de nuestro espíritu militar. Sí, me avergüenzo, digo. Junto al obispo castrense yo soy, hoy por hoy, el hombre del ejército más relacionado con los intereses del espíritu. Pero puedo asegurarte que nuestro espíritu militar, bien mirado, se asemeja, por muy sublime que parezca, al parte de la mañana. Supongo que sabrás lo que es un parte de la mañana. En él anota el oficial de instrucción los hombres y los caballos que hay y que deja de haber, los enfermos o los que lo parecen, la excesiva ausencia del ulano Leitomischl, y cosas por el estilo. Pero el porqué de la presencia, o de la falta, o de la enfermedad, no lo escribe. Y esto es precisamente lo que se debería saber cuando se tiene contacto con personas del estado civil. El discurso del soldado es breve, simple y objetivo; pero con frecuencia me toca conferenciar con señores de ministerios profanos, y entonces sí que preguntan sin perderse ocasión por qué tiene que ser eso así, qué es lo que yo propongo, y apelan a miramientos y consideraciones de naturaleza superior. De modo que yo he sugerido a mi jefe, Su Excelencia Frost… contando con tu palabra de honor de que va a quedar entre nosotros todo lo que te estoy diciendo, mejor dicho, quiero darle la sorpresa mostrándole que quiero aprovechar la oportunidad que me brinda tu prima para penetrar en el secreto de esas atenciones y concomitancias de más elevada naturaleza y, si se puede decir sin ser indiscreto, con el fin de aprovecharlo en bien del espíritu militar. A fin de cuentas en el ejército tenemos médicos, veterinarios, farmacéuticos, capellanes, jueces, intendentes, ingenieros y directores de música; pero falta todavía un secretariado para el espíritu civil.
Ulrich se dio cuenta entonces de que Stumm von Bordwehr había traído una cartera y la había apoyado al pie del escritorio; era una especie de mochila de cuero, con gruesas correas y portable a las espaldas; servía para trasladar documentos de una oficina a otra dentro de los extensos edificios ministeriales y por la calle. El general había venido evidentemente con un ordenanza que esperaba abajo, y al que Ulrich no había visto; pensó en ello al advertir la dificultad con que Stumm consiguió elevar la pesada cartera sobre sus rodillas y disparar el gatillo de la cerradura metálica, construida al parecer para efectos bélicos. —Ya no tengo un minuto de descanso desde que asisto a vuestras reuniones —sonrió el general, mientras su chaqueta de azul claro adquiría tirantez al curvarse su recio torso—; pero escucha, aquí hay cosas que no acabo de entender. Extrajo de la cartera un fajo de folios sueltos, escritos con signos y líneas raras. —Tu prima —le explicó—; con ella he hablado largo y tendido sobre su comprensible deseo de erigir un monumento espiritual a nuestro excelso Soberano con el fin de que de él derive una idea de un influjo superior al de las más sobresalientes ideas hoy día imperantes; pero, por muy alta que quiera ser mi admiración respecto a los invitados de Diotima, no se me escapa que todo ello está causando dificultades endiabladas. Si uno dice una cosa, el otro afirma lo contrario. ¿No lo has observado también tú? Pero lo peor, creo yo, es que el espíritu civil parece ser lo que nosotros decimos de ciertos caballos: un mal comedor. ¿Recuerdas todavía? A un animal así pueden darle forraje doble; con todo, seguirá tan flaco como antes. O digámoslo de otra manera —Stumm se corrigió a sí mismo tras una breve contradicción del señor de la casa—: por mí, puedes decir también que a tal caballo se le ve engordar cada día, pero no le crecen los huesos, y el pelo continúa lacio; lo único que adquiere es vientre de hierba. Eso es lo que a mí me interesa, ¿entiendes? Por eso me he propuesto ocuparme de este asunto; indagaré por qué no es posible poner orden en semejante empresa.
Stumm, sonriendo, alargó al ex teniente el primero de los folios.
«Pueden reprocharnos lo que quieran —declaró—, pero en cuestión de orden, los militares hemos demostrado siempre una gran cabeza. Ahí está la designación de las ideas principales expuestas en las asambleas de tu prima. Ya ves; si preguntas de uno en uno en privado sobre lo que él juzga que es lo más importante, no coinciden ni dos respuestas». Ulrich examinó la hoja, admirado. Aparecía cuadriculada con líneas verticales y horizontales intersecadas, al estilo de las cédulas de identidad o de los registros militares; sus apuntes constaban de palabras, las cuales contrastaban de alguna manera con aquella disposición lineal. Ulrich leyó la hermosa caligrafía en la que venían escritos los nombres de Jesucristo, Gautama y también Siddharta; Lao-tse; Lutero, Martín; Goethe, Wolfgang; Ganghofer, Ludwig; Chamberlain, y muchos otros que seguramente seguían a éstos en otro folio. En un segundo encasillado aparecían las palabras cristianismo, imperialismo, siglo de las comunicaciones, y otras, encerradas todas en sendas columnas de nombres.
—Yo lo llamaría también «folio catastral de la cultura moderna» —comentó Stumm—, porque nosotros lo hemos ampliado y ahora contiene los nombres de las ideas y de sus creadores: los que nos han agitado en estos últimos veinticinco años. Nunca me hubiera imaginado que esto pudiera resultar tan costoso. Dado que Ulrich quiso saber cómo había conseguido llevar a cabo aquel catálogo, le explicó de buena gana el proceso de su sistema. —He reunido a un capitán, a dos tenientes y cinco suboficiales para completar lo antes posible estas líneas. Si hubiéramos podido emplear un método más moderno, todos los regimientos hubieran recibido la pregunta siguiente: ¿quién creen ustedes que es el hombre más grande hoy en día?, o sea, según suele hacerse en las encuestas de los periódicos y de otros organismos parecidos; al mismo tiempo, ¿sabes?, iría adjunto a la orden de comunicado en porcentaje el resultado de la votación. Pero en el mundo militar esto no va; porque naturalmente ningún cuerpo del ejército puede pronunciarse por una personalidad que no sea Su Majestad. Yo pensé después en preguntar por los libros más leídos y de mayor tirada; pero se ha visto en seguida que, aparte de la Biblia, siempre salen los almanaques de correos, con sus tarifas postales y unas viejas anécdotas, los cuales son distribuidos por los carteros a fin de año en todas las casas, a cambio de una propina. Esta experiencia nos ha puesto al tanto de lo enredoso que es el espíritu civil; pues, en general, pasan como los libros mejores aquellos que mejor se adaptan a cada lector; o al menos, según me han dicho, un autor de Alemania tiene que tener muchos lectores animados de los mismos sentimientos que él para poder obtener el reconocimiento de «espíritu extraordinario». Luego, tampoco este procedimiento resultaba factible; qué solución hemos encontrado al fin es cosa que no te puedo revelar de momento: ha sido idea del cabo Hirsch y del teniente Melichar; lo importante es que lo hemos logrado.
El general Stumm retiró el folio hacia un lado y, con un gesto de profunda desilusión, tomó otro. Hecha la relación del estado de ideas asistentes en la Europa central, había comprobado, no sin lamentos, que tal estado constaba de contradicciones; y que, para mayor asombro suyo, aquellas contradicciones empezaban a confundirse las unas con las otras. —Por mi parte —dijo—, ya me he acostumbrado a oír de las ilustres personalidades convocadas por tu prima respuestas completamente diversas, al rogarles que me documenten; pero lo que no puedo comprender de ninguna manera es que, incluso después de haber hablado largo rato con ellos, me producen la impresión de que todos dicen lo mismo; imposible que la culpa de esta incomprensión esté en la deficiencia de mi entendimiento de soldado. Lo que arredraba de tal modo el pensamiento del general Stumm no era una bagatela; en realidad, un asunto así no se debía haber encomendado sólo al Ministerio de la Guerra, aunque estaba claro que muchos puntos lo relacionaban con la guerra. A la era presente se le ha regalado multitud de ideas y, por un favor especial del destino, ha sido también dotada de sus correspondientes contraideas; de modo que individualismo y colectivismo, imperialismo y pacifismo, racionalismo y superstición, se llevan muy bien; a estas ideas se unen todavía los restos de otras innumerables antítesis, de igual o de menor valor de actualidad. La cuestión parecía tan natural como la existencia correlativa de día y de noche, de calor y de frío, de amor y de odio; y del hecho de que, en el cuerpo humano, a todo músculo flexor le corresponde otro tensor de carácter contradictorio. El general Stumm hubiera permanecido tan lejos como cualquier otro de considerar el incidente como algo extraordinario, si su ambición, estimulada por su amor a Diotima, no le hubiera precipitado en aquella aventura. El amor no se contenta con que la unidad de la naturaleza descanse sobre contrastes, sino que desea, junto a los tiernos sentimientos, una unidad sin oposición; de este modo había intentado el general obtener semejante unidad. —He mandado hacer aquí —le dijo a Ulrich mostrándole las hojas correspondientes— una nómina de los caudillos ideológicos, es decir, una lista con los nombres de todos los que en los últimos tiempos han conducido a la victoria, por decirlo así, a los más notables destacamentos de ideas; aquí, en esta otra hoja, está escrita una orden de batalla; aquí un plan de batalla; aquí un plan de movilización estratégica; en esa otra un intento de identificación de los depósitos y arsenales donde tiene lugar el avituallamiento de las ideas. Pero, si tú observas uno de los grupos de ideas preparadas para la guerra, verás inmediatamente… he querido que resalte claro en el diseño, que tal destacamento se provee de combatientes y de material ideológico, no solamente en sus depósitos propios, sino también en los del enemigo; ya ves que está cambiando de frente sin parar, y que sin motivo alguno, invierte el orden del combate contra sus propias posiciones; ves también que las ideas no cesan de desertar de una parte a otra, de modo que tan pronto aparecen en una línea de batalla como en otra. Total, que no se puede establecer un plan fijo de campaña, ni una línea de demarcación, ni nada; el conjunto entero es, hablando respetuosamente, aunque no lo puedo creer, lo que nuestros superiores llamarían un montón de cerdos. Stumm alargó a Ulrich un par de docenas de folios, de una vez. Estaban llenos de formaciones de despliegues militares, de líneas ferroviarias, redes de carreteras, esbozos de portadas, señales de tropa, puestos de mando, círculos, cuadrados, zonas sombreadas a pluma. Como en una composición informativa de Estado Mayor, se sucedían en las hojas las líneas rojas, verdes, amarillas, azules y banderitas del tipo y significación más diversos; habían sido pintadas tal como el ejército espiritual debía aparecer a los ojos del pueblo un año después. —No sirve de nada —suspiró Stumm—. He cambiado de sistema descriptivo y he intentado afrontar el problema desde el punto de vista de la geografía militar en lugar del estratégico, esperando conseguir al menos un campo de operaciones bien articulado; pero tampoco me ha servido esta última tentativa. Aquí tienes unos ensayos de exposición orográfica e hidrográfica. Ulrich contempló las cumbres marcadas de los montes, con ramificaciones descendientes que se unían en otro lugar; vio fuentes, redes fluviales y lagos. En los ojos vivarachos del general brilló algo de enojo o de excitación al tiempo que dijo: —He hecho todas las pruebas posibles por reducir el todo a la unidad, y ¿sabes a qué se asemeja este entretenimiento? A un viaje a través de la Galizia húngara en segunda clase y con la ocupación de ir matando ladillas. Es la más sucia sensación de impotencia que yo conozco. Cuando se hace una pausa larga entre varias ideas le pica a uno todo el cuerpo y no se siente descanso hasta que brota la sangre de tanto rascar.
El más joven de los dos no pudo resistir la risa ante aquella descripción tan realista. Pero el general le rogó: —¡Por favor, no te rías! Me había hecho a la idea de que te habías transformado en una persona eminente del Estado civil; desde tu posición, te harás cargo del problema y podrás también comprenderme a mí. He venido a verte para pedirte ayuda. El respeto que guardo al espíritu es tan excesivo que difícilmente puedo creer que esté la razón de mi parte.
—Te tomas demasiado en serio el pensar, señor coronel —le dijo Ulrich para consolarle. Sin querer le llamó coronel, por lo que se excusó. —Mi general, es para mí muy agradable recordar aquel pasado en el me mandabas al casino a filosofar en un rincón de la sala. Pero te repito no hay por qué tomar tan en serio los asuntos del pensamiento, como tú lo estás haciendo.
—¿De verdad? —gimió Stumm—. Pero yo no puedo vivir sin un orden superior en mi cabeza. ¿No lo comprendes? Me estremezco cuando considero el tiempo que viví sin él en el campo de instrucción y en el cuartel, entre chistes militares e historias de mujeres.
Se sentaron a la mesa; a Ulrich le habían conmovido las ocurrencias pueriles —a las que el general dedicaba su entusiasmo viril— y el impertérrito ánimo juvenil conferido por una oportuna estancia en pequeras guarniciones. Ulrich había invitado a su colega de años lejanos a compartir la cena y el general se sintió tan poseído del deseo de tomar parte en sus secretos que puso todos sus sentidos en las rodajas de salchichón al tomarlas con el tenedor. —Tu prima —le dijo alzando el yaso de vino— es la mujer más admirable que conozco. Con razón se le llama la segunda Diotima; yo no he visto cosa igual. ¿Sabes? Mi mujer…; tú no la conoces, y yo no me puedo quejar. También tenemos hijos; pero una mujerona como Diotima, ¡eso sí que es una mujer! A veces, durante las recepciones, me coloco detrás de ella. ¿Qué es lo que observo? ¡Vaya exuberancia femenina más imponente! Y lo gordo es que, al mismo tiempo, atiende a ilustres personalidades con una desenvoltura y competencia tal que me vienen ganas de tomar notas. El jefe de sección con el que está casada no sabe bien lo que tiene. Te ruego me disculpes si Tuzzi te es especialmente simpático, pero yo no lo puedo tragar. Anda de un lado a otro, sonriendo como si conociera todos los secretos y se resistiera a revelarlos. Eso no me lo debe hacer a mí; pues, aunque yo respeto a todas las personas civiles, entre éstas los funcionarios estatales ocupan el último lugar; son una especie de militares de paisano, y nos discuten la precedencia en toda ocasión, comportándose con la descarada cortesía de un gato que trepa a un árbol y desde lo alto mira al perro de abajo. El doctor Arnheim es en esto de otro calibre —siguió charlando el general—; quizá también engreído, pero su superioridad no se puede discutir. Al parecer, el general había apurado con sed el vaso después de tanto hablar, porque pronto adoptó una actitud regalada y confidencial. —No se —prosiguió—; ¡quizá sea que yo no alcanzo a comprenderlo! ¡Hoy día tenemos todos tantas y tan complicadas cosas en la cabeza…! Pero si bien yo mismo admiro a tu prima y siento cuando la veo, por qué no decirlo, como un nudo en la garganta, sin embargo, es para mí un alivio saber que está enamorada de Arnheim.
—¿Cómo? ¿Estás seguro de que hay algo entre ellos? —Ulrich había hecho la pregunta mostrando demasiado interés, a pesar de que el asunto nada tenía que ver con él; Stumm le miró receloso abriendo desmesuradamente sus ojos, miopes y turbios por la emoción, y se puso los lentes: —Yo no he dicho que él la haya poseído —replicó en crudo lenguaje militar; introdujo luego los lentes en el estuche y continuó, no tan militarmente—: Y si así fuera, yo no tendría nada en contra. ¡Diablos! Ya te he dicho que en esta sociedad se vuelve uno tarumba; ciertamente, yo no soy un sentimental, pero cuando me imagino las caricias que le hará Diotima a ese hombre, entonces también yo me siento tierno ante él; y me sucede a la inversa, como si fueran míos los besos que Diotima recibe de Arnheim.
—¿Conque le da besos?
—¡Yo qué sé! ¿Crees que ando detrás, espiándolos? Hablo sólo en hipótesis. Ni yo mismo me entiendo. Por lo demás, una vez les vi a los dos juntos en un momento en que ellos no pensaban que alguien les observaba; él sujetaba la mano de Diotima entre las suyas, y ambos permanecieron así un rato, tan quietos como si un oficial les hubiera dado la orden: «¡De rodillas, a orar! ¡Descubrirse!»; después ella le pidió algo, muy suavemente, y él le respondió también algo que he retenido en la memoria palabra por palabra, ya que no es tan fácil de comprender; ella dijo: «¡Ay, si se pudiera encontrar siquiera un pensamiento redentor…!», y él respondió: «¡Sólo un puro, un inquebrantable pensamiento de amor nos puede salvar!». Por lo visto, Diotima dio a aquellas palabras una interpretación excesivamente personal, pues creyó que se trataba del pensamiento, de la idea que ella necesitaba para su gran empresa. ¿Por qué te ríes? No te preocupes; yo he tenido siempre mis particularidades, y ahora se me ha metido en la cabeza echar una mano a Diotima. Esto tiene que salir adelante por encima de todo; entre tantas ideas, una tiene que abrirse camino y ser la redentora. Tú me tienes que ayudar.
—Carísimo general —repitió Ulrich—. Lo único que puedo hacer es decirte de nuevo que tomas demasiado en serio el pensamiento. Pero ya que te empeñas, intentaré explicarte lo mejor que pueda cómo piensa una persona civil. Habían llegado a los cigarros, y empezó: —En primer lugar, general, andas por camino equivocado; el espíritu no reside en los elementos civiles, ni lo corporal en los militares, como tú crees, sino que sucede al revés. Porque espíritu es orden, ¿y dónde hay más orden que en la vida militar? Todos los cuellos tienen en el ejército cuatro centímetros de elevación, el número de botones está exactamente prescrito, y aun en las noches más visionarias permanecen las camas enhiesta rigurosa formación junto a la pared. La alineación de las tropas en líneas sucesivas, la concentración de un regimiento, la justa acomodación de la hebilla de un barbuquejo, son, pues, bienes espirituales de importancia; de lo contrario, no existen los bienes espirituales.
—¡Ésa se la pegas a tu abuela! —refunfuñó el precavido general, no sabiendo si debía desconfiar de sus oídos o del vino bebido.
—Eres un precipitado —insistió Ulrich—. La ciencia es posible sólo allí donde los acontecimientos se repiten o, al menos, donde se dejan controlar; ¿dónde hay más repetición y control que en los cuarteles? Un dado no sería dado si a las nueve no fuera tan cuadrado como a las siete. Las leyes que describen las órbitas de los planetas son una especie de instrucción de tiro. Y nunca podríamos hacernos una idea o un juicio si todo pasara ante nosotros una sola vez. Para que una cosa adquiera valor y nombre debe repetirse, tiene que existir en varios ejemplares; y si tú no hubieras visto la luna más de una vez, te parecería una linterna de bolsillo; dicho sea de paso: el gran apuro en que pone Dios a la ciencia se debe al hecho de no haberse dejado ver Él más que una sola vez con motivo de la creación del mundo, antes de que hubiera observadores de escuela.
Habría que situarse en las circunstancias del general Stumm; desde sus tiempos de cadete había vivido siempre bajo normas que le habían regulado todo, desde la forma de la gorra hasta el consentimiento matrimonial; su espíritu no se sentía, por tanto, muy bien dispuesto a abrirse a tales explicaciones. —Querido amigo —repuso incomodado—; puede ser verdad lo que dices, pero a mí ni me va ni me viene; tienes mucha gracia al afirmar que los militares hemos inventado la ciencia; sin embargo, yo no hablo de la ciencia, sino, como tu prima, del alma. Cuando yo oigo perorar sobre asuntos del alma me suelen dar ganas de desnucarme totalmente; ¡tan ridículo me parece el uniforme ante semejantes consideraciones!
—Carísimo Stumm —siguió Ulrich impertérrito—; muchísimos acusan a la ciencia de ser inanimada y mecánica, y de trasladar a ese estado todo lo que toca, pero es extraño que no se den cuenta de que, en los asuntos del corazón, se registra una regularidad de peor cariz que en los asuntos de la razón. ¿Cuándo es, pues, un sentimiento verdaderamente simple y natural? Cuando se supone que tiene que aparecer mecanicamente en todos los individuos accionados por un mismo resorte. ¿Cómo se podría exigir virtud en todos los hombres si una acción virtuosa no fuera una acción repetida y facultativa? Podría citarte además muchos otros ejemplos; cuando tú huyes de esta aburrida normalidad hacia la más oscura profundidad de tu ser —donde hallan solaz los impulsos desprovistos de control—, hacia esas tinieblas húmedas que nos preservan de la volatilización de nuestro ser extasiado en el entendimiento, ¿qué encuentras entonces? Estímulos y reflejos, trayectorias fijas de costumbres y habilidades, repetición, estabilidad, deslizamiento, serie, monotonía. Esto es: cuartel, uniforme, reglamento, amigo Stumm, y ahí radica la curiosa analogía entre el alma civil y la militar. Se podría decir que la civil se arrima, en cuanto puede, al modelo militar, inaccesible todavía en parte, y cuando no lo consigue se conduce como un niño abandonado. Considera tú, por ejemplo, la belleza de una mujer: lo hermoso que te sorprende y te arrebata en ella, y que te parece ser lo primero que ves en su especie, en tu interior lo conocías ya y lo buscabas; de esto tenías anteriormente en tus ojos un vislumbre, transformado ahora en claridad de pleno día; por el contrario, si se trata verdaderamente de amor surgido al primer guiño, o de hermosura nunca vista, te encuentras sin saber qué nombre darle, sin un sentimiento con que responder; te sientes sencillamente confundido, ofuscado, cegado de admiración, reducido a un estado de estupidez que nada tiene que ver con la felicidad.
Aquí el general interrumpió enérgicamente a su amigo. Hasta este momento le había escuchado con la rutina que en el campo de instrucción se adquiere bajo las amonestaciones y reproches de los jefes, disparates estos que, en caso de necesidad, hay que poder soportarlos una y otra vez sin permitir que penetren muy profundos, porque de otro modo resultaría la vida como el cabalgar sin montura sobre un erizo; ahora, sin embargo, le habían pinchado las palabras de Ulrich, por lo que exclamó enérgicamente: —¡Haciendo honor a la verdad, reconozco que tu descripción es estupenda! Cuando me extasío en la admiración de las cualidades de tu prima se desintegra todo mi ser. Y si concentro mis potencias por ver si se me ocurre al fin alguna idea que le pueda ser útil se produce igualmente en mí un vacío muy desagradable, estúpido no se le puede llamar, pero sí algo muy semejante. Y tú piensas, si no te he entendido mal, que los militares discurrimos ordenadamente. Que el Estado civil…, o sea, que debemos servirle nosotros de ejemplo, no lo puedo admitir; eso es una broma tuya. Pero que nuestro entendimiento es igual al suyo ya me lo había imaginado también yo repetidas veces. Todo lo que parte de ahí es espíritu, o sea, todo lo que según tú nos parece a los soldados tan característico del sector civil: alma, virtud, ternura, sentimiento, con lo cual Arnheim está familiarizado de modo increíble; ésa es tu opinión, y haces bien al afirmar que en ello están los llamados miramientos y consideraciones de naturaleza superior; pero tú dices además que por ese camino termina uno tonto, y tienes razón; sin embargo, el espíritu civil es, en definitiva, prepotente. Seguro que contra esto no vas a poner objeciones; ahora bien, ¿cómo hay que entenderlo?
—Te lo he dicho hace poco y ya lo has olvidado; en primer lugar, te he indicado que el espíritu halla su solaz en la vida militar, y ahora te digo a este propósito que la vida civil lo encuentra en lo corporal…
—¡Pero eso es absurdo! —protestó Stumm, incrédulo. La superioridad corporal del soldado era un dogma exactamente igual al de la convicción de que la clase de los oficiales militares es la más próxima al trono y aunque Stumm no se había considerado nunca un atleta, en el momento en que parecía dudar comenzó a sentir la seguridad de que una barriga civil debería ser, en paridad de circunferencias, algo más blanda que la suya.
—Eso no es menos absurdo que todo lo demás —se defendió Ulrich—. ¡Déjame hablar! Mira: hace unos cien años, las cabezas directrices del vulgo alemán creyeron que el ciudadano, reflexionando en su escritorio, habría de formular las leyes del mundo del mismo modo que se demuestran los teoremas de álgebra; el pensador era entonces un hombre con pantalones de mahón, con el pelo sobre la frente y desconocedor incluso de la lámpara de petróleo; no hablemos de la electricidad ni del telégrafo. Tal arrogancia ha sido desde entonces violentamente oprimida; «en estos cien años hemos llegado a conocernos a nosotros mismos, a la naturaleza y a todo muchísimo mejor; pero el resultado, por decirlo así, es que el orden favorecido en las partes se halla disminuido en el todo; cada vez tenemos, pues, más órdenes y menos orden».
—Esto coincide con mis averiguaciones —ratificó Stumm.
—No todo el mundo es tan aplicado como tú para hacer síntesis —prosiguió Ulrich—. Tras los esfuerzos pasados hemos entrado en una época de decadencia. Imagínate cómo suceden hoy día las cosas: cuando hombre distinguido plantea al mundo una idea, ésta es sometida inmediatamente a un concurso de distribución, integrado por simpatía y antipatía; primero, los admiradores la rasgan en grandes jirones como mejor les place, y despedazan a su maestro como los zorros la carroña; luego, los contrarios derrumban los pasos débiles, y en breve no queda de toda la obra más que una colección de aforismos de los que se sirven amigos y enemigos. Consecuencia: general ambigüedad. No hay un sí del que no cuelgue un no. Puedes hacer lo que quieras, siempre habrá a favor veinte ideas de las más hermosas y, si quieres, otras veinte en contra.
Casi se podría creer que sucede igual que en el amor, en el odio y en el hambre, donde los gustos deben ser distintos para que cada uno tenga lo suyo.
—¡Magnífico! —exclamó Stumm, reconquistado—. Algo parecido le he dicho también yo a Diotima. ¿Pero no sospechas que en este desorden habría que reconocer la justificación del militarismo? Yo me avergüenzo, aunque no sea más que de creer un instante en ello.
—Te aconsejaría —sentenció Ulrich— comuniques a Diotima la sugerencia de que Dios, por motivos ajenos a nosotros, parece desear la creación de una era de culto al cuerpo, pues lo único que da algo de consistencia a las ideas es el cuerpo al que pertenecen; tú, como oficial, saldrías de esa manera con ventaja.
El pequeño y grueso general quedó perplejo. —En cuanto al culto del cuerpo, no me considero más bello que un melocotón pelado —dijo a continuación de una pausa de amarga vindicación—. Debo decirte que mis pensamientos sobre Diotima son ordenados, y que asimismo deseo presentarme ante ella.
—¡Lástima! —comentó Ulrich—, tus intenciones serían dignas de Napoleón, pero no has elegido el siglo más a propósito.
El general soportó la burla con la dignidad que le proporcionaba el pensamiento de poder sufrir por la señora de su alma; después de un momento de reflexión dijo: —De todos modos, te agradezco tus interesantes consejos.