84 — Se afirma que también la vida ordinaria es utópica

EN casa encontró el acostumbrado montón de correspondencia enviada por el conde Leinsdorf. Un industrial había ofrecido un premio de extraordinario valor al ciudadano más aprovechado en la instrucción militar. La curia arzobispal examinaba el proyecto de fundar un gran orfanato, y declaraba sentirse en el deber de poner reparos a toda promiscuidad confesional. El comité de culto y educación informaba sobre el éxito conseguido por la sugerencia, provisionalmente definitiva, de erigir cerca del palacio residencial un monumento al gran emperador pacífico y a los pueblos de Austria; después de haber tomado contacto con el respectivo Ministerio kakaniense de Culto y Educación, y de haber consultado a las principales instituciones artísticas y a las sociedades de ingenieros y arquitectos, apareció tal divergencia de opiniones e ideas, que el comité se vio obligado a abrir un concurso, en el cual se seleccionaría la mejor planificación de otro concurso que daría como resultado el diseño del monumento a construir, salvando naturalmente la posibilidad de posteriores revisiones, caso de que el comité central aprobara la idea. La Secretaria imperial devolvió, previa inspección, las adjuntas proposiciones, después de tres semanas de haber sido presentadas, y manifestó no serle todavía posible comunicar la anuencia del soberano; sin embargo, se podía adivinar su deseo de que también sobre este punto se diera lugar a la formación de una opinión pública. El Ministerio kakaniense de Culto y Educación, acusando recibo de la atta. del día tal de los corrientes, lamentaba no poder acceder a la especial solicitud de la sociedad taquigráfica Ölh; la liga pro salute «Letras-de-palo» pedía, haciendo alarde de cultura, una subvención pecuniaria.

De este estilo eran todas las demás sugerencias. Ulrich retiró el paquete del mundo real, y reflexionó un momento. De repente se levantó, hizo traer su sombrero y su chaqueta y dijo que volvería en una hora o en hora y media. Llamó un coche y regresó a casa de Clarisse.

Había oscurecido, la casa proyectaba sólo un poco de luz sobre la calle a través de una de las ventanas; las huellas formaban agujeros helados en los que tropezaba; el portón estaba cerrado; la visita resultaba intempestiva, de modo que llamadas, golpes y palmadas fueron largo tiempo desatendidas. Cuando Ulrich entró por fin en la vivienda, no le pareció ser aquélla la misma que poco antes había dejado, sino un mundo extraño, ensombrecido con una mesa cubierta para la sencilla reunión de dos personas, con sillas dotadas de mullida comodidad, con paredes que se abrían al intruso con cierta resistencia.

Clarisse vestía un sencillo quimono de lana, y reía. Walter, que había abierto al rezagado, parpadeó al depositar la gran llave de casa en un tirador de la mesa. Ulrich dijo sin rodeos: «He vuelto porque debo una respuesta a Clarisse». Luego comenzó por la mitad, por el punto de la conversación en el que Walter le había interrumpido. Poco después, habitación, casa, noción del tiempo, desaparecieron, y la conversación vagó sobre el espacio azul, entre las estrellas. Ulrich desarrolló el programa de vivir la historia de las ideas en lugar de la historia universal. La diferencia estaría, dijo, no tanto en el acontecimiento mismo cuanto en el significado a él atribuido, en la intención adherente, en el sistema acoplado a cada suceso. El sistema entonces vigente era el de la realidad, y se podía comparar a una mala comedia. No en vano se dice «la comedia del mundo», pues en la vida se repiten siempre los mismos papeles, los mismos nudos dramáticos y las mismas fábulas. Los hombres aman porque tienen el amor delante, y lo aceptan tal como se brinda; son orgullosos como los indios, como los españoles, como las vírgenes o como el león: asesinan, en un noventa por ciento, porque el matar es considerado trágico y grandioso. Los afortunados modeladores políticos de la realidad tienen, prescindiendo de las grandes excepciones, mucho de común con los escritores de obras de taquilla; los animados argumentos que crean estos seres aburren por su falta de espíritu y de originalidad, y nos introducen en ese estado de somnolencia irresistible en el que cualquier cambio nos agrada. La historia, así considerada, nace de la rutina de las ideas y de la indiferencia: la realidad surge del hecho de no hacer nada por las ideas. Ulrich afirmó que se podía hacer un resumen diciendo que nosotros nos interesamos muy poco en el hecho que tiene lugar y demasiado en la persona, el lugar y el tiempo en que la acción se realiza, de modo que parece que no nos interesa el espíritu del acontecimiento, sino su fábula, no el descubrimiento de un nuevo contenido vital, sino la distribución del ya existente, correspondiendo esto exactamente a la diferencia entre la buena obra y la simple comedia de éxito. Pero lo expuesto da el resultado contrario y obliga a abandonar esa postura de codicia personal frente a los acontecimientos. Habría que considerarlos, pues, menos como personales y reales y más como generales e imaginarios, o tomarlos con desapego personal, como si fueran pintados o cantados; no habría que dirigirlos hacia sí, sino hacia arriba o hacia fuera. Y si esto resultara aplicable a la persona, sucedería además algo colectivo que Ulrich acertaba a describir cumplidamente y que llamaba una especie de prensado, embarrilado y trasiego del zumo espiritual, sin lo cual el individuo podría sólo sentirse impotente y abandonado a su propio capricho. Mientras así hablaba, se acordó del momento en que había dicho a Diotima que sería necesario aniquilar la realidad.

Fue casi algo natural que Walter diera a tales afirmaciones la calificarón de vulgares. ¡Como si no «se prensara y embarrilara» el mundo entero, la literatura, el arte, la ciencia y la religión! ¡Como si hubiera algún letrado que impugnara el valor de las ideas y no estimara el espíritu y la hermosura y la bondad! ¡Como si toda educación no fuera una inducción a un sistema del espíritu! Ulrich añadió que la educación era sólo una introducción a lo presente y reinante, compuesto de medidas sin plan, por cuyo motivo, para adquirir espíritu se necesitaba, ante todo, estar convencido de no podía léerlo. Esto significaba, para él, tener una mentalidad abierta, experimentadora y poetizante, y moral en las cosas importantes.

Entonces protestó Walter asegurando que aquella afirmación era absurda. —Lo presentas muy atractivo —dijo—, como si nosotros pudiéramos elegir entre vivir las ideas y vivir nuestra vida. Creo que conoces la cita: «No soy un libro de sutilezas, soy un hombre con sus contradicciones». ¿Por qué no sigues adelante? ¿Por qué no exiges que, por amor a las ideas, sea aniquilada la barriga? Yo mismo te respondo: «El hombre está hecho de una vil materia». Que extendamos y retiremos el brazo, que no sepamos si debemos volvernos hacia la derecha o hacia la izquierda, que estemos compuestos de costumbres, de prejuicios y de tierra, y que, sin embargo, sigamos nuestro camino, en cuanto nos lo permiten las fuerzas: ¡ahí precisamente está lo humano! Se necesita, pues, controlar lo que tú dices con la medida de la realidad; entonces se revela lo que dices, en el mejor de los casos, como literatura.

Ulrich concedió: —Si me permites incluir en ello también a todas las demás artes, doctrinas filosóficas, religiones y demás, entonces hago yo mía la afirmación de que nuestra vida no tendría que ser más que literatura.

—¡Cómo! ¿De modo que la caridad del Redentor y la vida de Napoleón no son para ti más que literatura? —exclamó Walter. Pero en aquel instante le vino una idea mejor; se volvió hacia su amigo con el empaque de quien se va a descartar un triunfo, y declaró—: ¡Tú eres uno de los que atribuyen a una verdura en conserva las mismas vitaminas que a una lechuga fresca!

—Ciertamente, tienes razón. Podrías decir también que yo soy de los que quieren cocinar sólo con sol —admitió Ulrich. Y ya no quiso hablar más de aquello.

Pero Clarisse intervino dirigiéndose a Walter: —¡No sé por qué le contradices! ¿No me decías tú mismo, cuando nos peleábamos por algo: esto habría que representarlo cara al público en un escenario para que lo vean y juzguen? Lo que habría que hacer es cantar —afirmó ella, vuelta a Ulrich—. ¡Sí, cantar!

Clarisse se había levantado e internado en el pequeño círculo rodeado de sillas. Su postura era representación un poco torpe de sus deseos; se habría podido decir que quería ponerse a bailar; pero Ulrich, sensible a las insulsas desnudeces del ánimo, se acordó entonces de que la mayoría de los hombres, o sea, para decirlo de una vez, los hombres adocenados cuyo espíritu está excitado, pero que son incapaces de crear, abrigan ese deseo de exponerse a la contemplación de los demás. Estos mismos son los que experimentan fácilmente «cosas indecibles», de cuya expresión se sirven muy a menudo, constituyendo ésta el fondo nebuloso sobre el cual aquello que expresan aparece visiblemente ampliado, de modo que nunca coinciden con su valor auténtico. Para poner fin dijo él: —Yo no he querido decir eso; pero Clarisse tiene razón: el teatro demuestra que estados de intensa vida experimental pueden servir a un fin impersonal, a un contexto de significados e imágenes separados de la persona.

—Yo entiendo muy bien lo que dice Ulrich —intervino nuevamente Clarisse—. No puedo acordarme de algo que me haya proporcionado una alegría especial por el hecho de haberme sucedido a mí; ¡quién sabe si sucedió realmente! ¿No querrás «tener» música, Walter? No hay mayor felicidad que contar con su existencia. Se atraen los acontecimientos hacia sí y se extienden después con el mismo esfuerzo; uno se desea a sí mismo, pero no se desea como almacenista de su mismo ser.

Walter se echó las manos a la cabeza; pero por deferencia a Clarisse pasó a exponer una nueva refutación. Se esforzó por proyectar sus palabras como un rayo frío: —Si tú mides el valor de una conducta según el rendimiento de la fuerza espiritual —objetó a Ulrich—, quisiera hacerte una pregunta: ¿sería esto posible sólo en una vida que tuviera el único fin de crear fuerza y poderío espiritual?

—Ésta es la vida a la que tienden, según aseguran, los Estados existentes.

—¿Vivirían, pues, los hombres de tal Estado según las grandes ideas y sentimientos, según las filosofías y las novelas? —prosiguió Walter—. Otra pregunta: ¿vivirían de modo que harían surgir la gran filosofía y la poesía? ¿O vivirían más bien con filosofía y poesía en su carne y en sus almas? No dudo de lo que tú dices, pues lo primero es simplemente lo que entendemos hoy día por Estado civilizado; pero, puesto que tú eres la segunda opinión, te olvidas de que filosofía y poesía estarían allí de más. Prescindiendo también del hecho de que no hay quien pueda imaginarse que desarrollaras tu vida conforme al estilo artístico, o como lo quieras llamar, pues eso no significaría otra cosa que el fin del arte. Así terminó Walter celebrando orgullosamente su triunfo en consideración a Clarisse.

Produjo efecto. Hasta Ulrich necesitó un momento para serenarse. Pero luego se echó a reír diciendo: —¿No sabes que toda forma de vida perfecta constituiría la abolición del arte? Me da la sensación de que tú mismo llevas camino de dar al traste con el arte por amor al perfeccionamiento de tu vida.

Ulrich no hablaba con mala idea, pero Clarisse escuchaba. Y Ulrich siguió: —Los grandes libros respiran este espíritu, que ama, el destino de las personas individuales, porque no se adaptan a las formas que la colectividad intenta imponer. Esto conduce a decisiones imposibles de decidir; lo único posible es reproducir su vida. Extrae tú el sentido de todas las obras poéticas y conseguirás en ejemplos concretos la negación indefinida y experimentada, aunque incompleta, de todas las normas válidas, de todas las ordenaciones y principios sobre los que descansa la sociedad amante de tales poesías. Una poesía parte en trozos el sentido del mundo dependiente de mil palabras cotidianas, lo parte por la mitad y hace de él un globo huidizo. Si a esto se le llama belleza, como es costumbre, la belleza resultaría ser un trastorno mil veces más cruel y despiadado que cualquier revolución política.

Walter había palidecido hasta en los labios. Odiaba que se interpretara el arte como una negación de la vida y una réplica a la vida. Esto era, a sus ojos, de estilo bohemio, residuo de un deseo anticuado de epatar al burgués. En ello veía él la irónica perogrullada de que en un mundo perfecto no podría existir la belleza porque sería superflua; pero no oyó la contestación callada del amigo, pues la parcialidad de sus afirmaciones no era cosa que escapaba al alcance de Ulrich. Éste podía haber dicho muy bien lo contrario: que el arte es negación porque el arte es amor, es hermoso en la medida en que es amado; quizá el único medio de que dispone el mundo para embellecer una cosa o una criatura es amarla. Y debido también a que nuestro amor es fragmentario, la belleza se presenta como gradación y contraste. El único lugar donde se identifican la idea de la perfección, incompatible con la de gradación, y la idea de belleza, basada en la gradación, es en el mar del amor. Nuevamente tocaron el Reich los pensamientos de Ulrich, y él se detuvo indignado. También Walter se había concentrado, y después de haber calificado, primero de vulgar y luego de absurda, la aseveración de su amigo de que hay que vivir de modo parecido a como se lee, pasó a demostrarle que tal afirmación era incluso pecaminosa, infame.

—Si una persona —comenzó repitiendo el tono artificioso y restrictivo de antes— estableciera tu proposición como único fundamento de su vida tendría que aceptar, por no hablar de otros imposibles, todo lo que le habría de sugerir una idea bella, e incluso todo lo que comprendiera la posibilidad de ser considerada como tal. Esto significaría naturalmente una decadencia genérica; pero, dado que, como supongo, este lado te es indiferente, o quizá piensas en aquellas vagas medidas de precaución que no has concretado, lo que desearía yo es simplemente información acerca de las consecuencias personales. A mi juicio, tal persona se encontraría entonces en condición peor que un animal, a no ser que fuera ella misma poeta de su propia vida. ¿Que no le viene ninguna idea? Tampoco resolución alguna. Estaría, pues, abandonada, en gran parte de su vida, a sus instintos, a sus caprichos, a las pasiones de todo el mundo; en una palabra, a todo lo más impersonal de que consta un hombre; y debería, en tanto durara la obstrucción de las directrices superiores, dejarse llevar, por así decirlo, de su propio impulso.

—Debería resistirse a hacer algo —respondió Clarisse en lugar de Ulrich—. Ésta es la pasividad activa que debería estar al alcance de todos en determinadas circunstancias.

Walter no tuvo valor para mirarla. La capacidad de resistencia desempeñaba un papel importante en sus mutuas relaciones; Clarisse, vestida como un ángel con su camisón hasta los pies, saltó sobre la cama y declamó libremente un texto de Nietzsche, enseñando sus dientes relampagueantes: —Como una sonda arrojo mi pregunta a la profundidad de tu alma. Tu deseo es de tálamo e hijo, pero yo te pregunto: ¿eres tú hombre, digno de desear un hijo? ¿Eres tú vencedor, soberano de tus virtudes? ¿O hablan en ti la bestia y la necesidad? ¡Horrible escena aquella, representada a la media luz del dormitorio! Walter intentó en vano reclinarla en la almohada. Desde entonces, Clarisse contaba con una fórmula más; la pasividad activa era el arma que debería estar al alcance de todos; aquello parecía propio de un hombre sin atributos. ¿Se lo dijo a él? ¿Era él al fin quien afianzaba en ella sus características? Tales preguntas se retorcían como gusanos en el pecho de Walter y estuvo a punto de ponerse enfermo. Perdió el color, y su rostro se contrajo exánime, abandonando toda tirantez.

Ulrich lo advirtió y le preguntó compadecido si le pasaba algo.

A duras penas dijo Walter que no; sonrió y, con arrojo, instó a Ulrich a que completara sus disparates.

—¡Ay, Dios del Cielo! —exclamó Ulrich condescendiente—, ¡pero no estás equivocado! Muchas veces juzgamos con indulgencia, por una especie de espíritu deportivo, acciones que a nosotros mismos nos dañan que son ejecutadas por el adversario de un modo elegante; el valor de ejecución corre entonces parejo con el valor del daño. Muy frecuentemente tenemos también una idea, y durante algún tiempo obramos en onformidad con ella, pero pronto es sustituida por la costumbre, por la obstinación, por la utilidad y por las insinuaciones, y no puede ser de otra manera. Posiblemente he descrito un estado que no es viable hasta el final Pero una cosa no se puede negar de él: es el subsistente estado en que vivimos.

Walter volvió a tranquilizarse. —Si se invierte la verdad, se puede decir siempre que algo es tan verdadero como falso —dijo él dulcemente, sin ocultar su desinterés respecto a prolongar la discusión—. Parece intención tuya afirmar que una cosa absurda puede ser verdadera.

Clarisse se rascó enérgicamente la nariz. —Yo encuentro muy interesante —dijo ella— constatar que en todos nosotros hay algo de absurdo. Esto explica muchas cosas. Mientras estaba yo escuchando tenía la sensación de que, si se nos pudiera seccionar, toda nuestra vida habría de aparecer quizá como un anillo girando alrededor de algo. Ya antes ella se había sacado el anillo matrimonial, y atisbaba a través de él la pared iluminada. —Quiero decir: en su interior no hay nada. Y sin embargo, parece que para él el centro es lo que cuenta. Por lo demás, tampoco Ulrich sabrá expresarlo perfectamente.

Así terminó aquella discusión; por desgracia, con dolor en el corazón de Walter.