83 — Otro tanto sucede, o por qué no se improvisa la historia

¿Q habría podido replicar Ulrich a Clarisse?

El se lo había callado, porque la interlocutora despertó en su corazón el deseo de pronunciar la palabra Dios. Habría dicho aproximadamente: Dios no interpreta el mundo literalmente; el mundo es una imagen, una analogía, una figura de dicción, y tiene un vocabulario del que Dios se ve precisado a servirse por motivos que Él conoce, a pesar de ser insuficiente para expresar su pensamiento; no debemos, pues, tomarlo al pie de la letra, sino que nosotros mismos debemos buscar la solución de los problemas que Él nos presenta. Ulrich se preguntaba si Clarisse estaría de acuerdo en considerar aquello como un juego de indios o de guardias y ladrones. Sin duda. Si alguien le abría camino, ella se arrimaba a él como una loba y atendía con mirada penetrante.

Pero Ulrich había estado a punto de decir alguna otra cosa: algo relacionado con los problemas matemáticos, los cuales no admiten soluciones generales, pero sí soluciones parciales, de cuya combinación puede deducirse una solución aproximada. Podría haber añadido que tal le parecía a él el problema de la vida humana. Aquello a lo que se suele llamar edad —sin saber qué se debe entender por este espacio de tiempo: si siglos, milenios o los años que median entre la escuela y el nieto—, aquel amplio e irregular caudal de situaciones vendría a equivaler a una sucesión inconstante de parciales y falsos intentos de solución, de los cuales podría derivarse la auténtica y total solución, si la humanidad supiera resumirlos.

Ulrich se acordó de esto al volver a casa en el tranvía; con él viajaban también hacia la ciudad otras personas ante las que se avergonzó un poco debido a aquellos pensamientos. En el aspecto de cada persona se adivina la ocupación de la que volvía y las diversiones a las que se dirigía; en su mismo vestir era fácil reconocer su procedencia y su rumbo. Ulrich observó a su vecina; era ciertamente mujer y madre, de unos cuarenta años de edad, muy probablemente la esposa de un empleado académico, y tenía sobre el regazo unos pequeños anteojos de teatro. Ulrich se imaginó ser al lado de ella un muchacho juguetón, incluso un juguetón no muy decente.

En efecto, un pensamiento que no tiene un fin práctico es una ocupación secreta, algo indecente; pero en especial aquellos pensamientos que avanzan a zancadas enormes y que sólo con las suelas tocan la vida práctica son sospechosos de origen desordenado. En tiempos pasados se solía hablar del vuelo del pensamiento; y en la época de Schiller, un hombre con tan engreídas ideas en el pecho hubiera sido muy bien visto; hoy día, en cambio, se tiene la impresión de que en una persona asi algo hay que no va en orden, caso de no coincidir casualmente ese algo con su profesión y con la fuente de sus ingresos. La cosa se ha repartido evidentemente de otro modo. Se han extirpado del corazón del hombre ciertas ideas. Para los pensamientos de altos vuelos se ha creado una especie de granja avícola, denominada literatura, filosofía o teología, en donde se multiplica cada una a su modo, siempre sin control, lo cual está muy bien porque así nadie necesita reprocharse la despreocupación personal respecto a semejante desarrollo. Ulrich, respetando el profesionalismo y la especialización, estaba resuelto a no objetar nada a tal división de actividades. Pero se permitía a sí mismo pensar, aun no siendo filósofo de oficio; de momento se figuraba que esto habría de conducir a un enjambre de Estado. La reina pondría los huevos, los zánganos entregarían su vida al placer y al pensamiento, y los especialistas trabajarían. También una humanidad así es imaginable; el rendimiento global sería caso acrecentado. El hombre de hoy alberga todavía dentro de sí a la humanidad entera, como quien dice; pero tal medida resulta ya evidentemente excesiva y está desacreditada, de modo que lo humano se ha convertido casi en un auténtico fraude. Quizá garantizarían el éxito las medidas de precaución en la obra de repartimiento, con el fin de que un grupo especial de los partidos de trabajadores constituyera un núcleo sintético de espiritualidad. Porque sin espíritu, ¿qué? Ulrich quiso decir que sin espíritu no le agradaría la vida. Pero esto era naturalmente un prejuicio. No se sabe en suma de qué depende el éxito. Ulrich se enderezó en su silla y, para distraerse, contempló su rostro en el espejo de la ventana de enfrente. Su cabeza flotó en el líquido cristal con maravillosa insistencia, entre dentro y fuera, suplicando su reintegración. ¿Había guerra en los Balcanes, sí o no? Algo sucedía; pero lo que él no sabía era si se trataba de una guerra. ¡Tantas cosas agitaban a la humanidad…! Se había vuelto a superar el récord de altura. ¡Valiente hazaña! Si mal no recordaba, estaba en los 3700 metros y el hombre se llamaba Jouhoux. Un boxeador negro había vencido a su adversario blanco, y conquistado así el campeonato mundial; Johnson era su nombre. El presidente de Francia partía para Rusia; se creía en peligro la paz mundial. Un tenor recién descubierto ganaba en Sudamérica sumas hasta entonces inverosímiles en Norteamérica. Un terremoto espantoso había estremecido al Japón; ¡pobres japoneses! En resumen, los acontecimientos que se sucedían, era un tiempo agitado aquel de fines del 1913 y de principios del 1914. Pero también dos o cinco años antes había registrado la humanidad tiempos movidos; cada día había originado nuevas emociones; y, con todo, apenas se podía acordar ya nadie de lo que había acontecido. Se podía resumir así: el nuevo remedio contra la lúes consiguió…; en la investigación sobre el metabolismo vegetal se han…; la conquista del Polo Sur parecía…; los experimentos de Steinach suscitaron… Se podía muy bien prescindir de una parte de la frase; no interesaba demasiado. ¡Qué asunto más especial el de la historia! Cabía asegurar que este o aquel acontecimiento tenía ya o alcanzaría su puesto en ella, pero no era tan seguro que tal acontecimiento se hubiese realizado; pues para hablar de su realización se necesita que, de hecho, haya tenido lugar en un año determinado y no en algún otro o nunca; al final puede resultar que no se trata más que de «algo semejante» u «otro tanto». Eso precisamente es lo que ningún hombre puede afirmar de la historia, a no ser que él mismo la haya anotado como lo hacen los periodistas, y a no ser que se trate de cuestiones profesionales o de dinero, pues naturalmente importa saber en cuántos años se adquiere el derecho a la jubilación y cuándo se va a adquirir una cantidad fija o se va a tener que entregarla; así, incluso las guerras pueden llegar a convertirse en hechos memorables. Nuestra historia, vista de cerca, aparece insegura y turbia como un fangal a medio desaguar; lo curioso del caso es que después se encauza en un camino, en ese «camino de la historia» que nadie sabe de dónde viene. Aquel servir-de-material a la historia indignaba a Ulrich. El cajón brillante y movedizo donde él viajaba le parecía una máquina en la que se mezclaban unos cuantos cientos de kilos de hombres para hacer de ellos «porvenir». Hace cien años se sentaban los mismos en diligencias, con parecida expresión en sus rostros; de aquí a cien años, sabe Dios qué será de ellos, pero se sentarán igualmente como hombres nuevos en los nuevos aparatos del futuro. Ulrich sentía todo esto y se sublevaba contra la aceptación inerme de cambios y circunstancias, contra la resignada contemporización, contra la confiada, descontrolada e inhumana participación de los siglos, y era como si él se rebelara contra el caprichoso sombrero, en su cabeza.

Se levantó inconscientemente e hizo a pie el resto del camino. En el distrito de más tráfico de la ciudad, donde se encontraba entonces, su desazón se serenó transformándose en buen humor. ¡Cuidado que era disparatada la ocurrencia de Clarisse de declarar un año del espíritu! Ulrich concentró su atención en este punto. ¿Por qué resultaba su idea tan absurda? Pero con la misma razón se podía preguntar: ¿por qué era tan absurda la Acción patriótica de Diotima?

Respuesta número uno: porque la historia universal se forma, sin duda, iguál que todas las demás historias. Cuando al autor no se le ocurre ya nada nuevo, toma la historia del vecino y la copia. Ésta es la razón por la que todos los políticos estudian historia en lugar de biología u otras ciencias parecidas. Lo dicho respecta a los autores.

Número dos: en su mayor parte la historia se forma, sin embargo, prescindiendo de los autores. No surge de un centro, sino de la periferia. Por causas de poca monta. Probablemente no se necesita tanto como se cree para hacer del hombre gótico o del griego clásico el hombre de la civilización moderna. Porque el ser humano se adapta tan fácilmente a la antropofagia como a la crítica de la razón pura; con las mismas convicciones y aptitudes puede entregarse a la una y a la otra, si las circunstancias favorecen, y si a grandes diferencias externas corresponden en este caso pequeñas diferencias internas.

Divagación primera: Ulrich se acordó de una experiencia de sus tiempos del servicio militar. El escuadrón está compuesto por hombres a caballo, formados de dos en dos; el ejercicio de «transmisión de órdenes» consiste en comunicarse los mandos de uno a otro en voz baja; si el anterior dice: «el sargento preceda a la columna», los siguientes repiten: «sean fusilados inmediatamente ocho hombres», o algo similar. Del mismo modo se forma la historia del mundo.

Respuesta número tres: si se pudiera, por tanto, trasladar una generación de europeos contemporáneos, en su más tierna infancia, a la era egipcia, al año cinco mil antes de Cristo, y si se la abandonara allí, la historia universal comenzaría otra vez en el año cinco mil antes de Cristo; primero se repetiría un poco, y luego, por razones que nadie se podría explicar, empezaría poco a poco a discrepar.

Divagación segunda: la ley de la historia —pensó entonces— no es otra que el principio estatal del «Viva la Pepa» en la antigua Kakania. Kakania fue un Estado extraordinariamente cuerdo.

Divagación tercera o ¿respuesta número cuatro?: el camino de la historia no es, pues, el que recorre una bola de billar dando carambolas con dirección fija, sino que se asemeja más bien al rumbo de las nubes, a la Rectoría descrita por un vagabundo trotacalles, rechazado aquí por sombra, allí por un grupo de hombres, más adelante por la vuelta una esquina y el cual llega, al fin, a un lugar desconocido y no deseado. En el curso de la historia se dan también deslices. El presente es siempre como la última casa de una ciudad, que de algún modo ya no pertenece al casco urbano. Cada generación se pregunta extrañada: ¿quién soy? ¿y qué fueron mis antepasados? Sería mejor que se preguntara: ¿dónde estoy yo?; y que supusiera que sus antepasados no fueron de otro modo, sino que simplemente vivieron en otro tiempo; con esto se habría ganado algo, pensó Ulrich.

El mismo había numerado sus respuestas y divagaciones, a la vez que había mirado al rostro de un paseante y al escaparate de una tienda para no dejar escapar sus pensamientos; pero a pesar de todo, Ulrich se había distraído un poco y se vio precisado a pararse un momento para cerciorarse del lugar en donde estaba, a fin de poder tomar el camino más directo hacia su casa. Antes, se esforzó de nuevo por ordenar exactamente sus preguntas. La loquilla de Clarisse tenía, pues, razón; era necesario hacer historia, había que improvisarla, aunque él se lo había discutido; y ¿por qué no se hace? En aquel instante no le vino a la cabeza otra respuesta que el nombre de Fischel, el director del Lloyd-Bank, su amigo Leo, con el que en un verano de años atrás se había sentado repetidas veces a la mesa de un café; porque si Ulrich, en lugar de hacerse tales preguntas en forma de monólogo, se las hubiera expuesto a Fischel en una conversación éste le hubiera contestado, según su costumbre: —Sus preocupaciones son también mías. Ulrich agradecía esta refrigeradora contestación que sin duda hubiera recibido de él. —Amigo Fischel —replicó Ulrich inmediatamente en su pensamiento—, no es tan sencillo. Yo digo «historia», pero entiendo, si usted bien recuerda, «nuestra vida». Además, ya he admitido desde un principio que escandalizo enormemente si pregunto por qué el hombre no hace historia, es decir, por qué interviene activamente en la historia tan sólo como una bestia cuando está herida, cuando tiene fuego en sus espaldas; ¿por qué, en definitiva, hace historia únicamente en caso de extrema necesidad? ¿Por qué ha de escandalizar esto? ¿Qué podemos tener nosotros en contra, si total lo que quiere decir es que el hombre no debe permitir a la vida humana seguir el rumbo que lleva?

—Ya se sabe lo que pasa —hubiera respondido el director Fischel—. Podemos estar contentos con que los políticos, los eclesiásticos y los grandes señores, que no tienen nada que hacer, y todos los demás hombres con ideas fijas en la cabeza, no perturben la vida cotidiana. Por lo demás, hay cultura. ¡Si por lo menos no hubiera tantos hombres que se comportaran como analfabetos…! El director Fischel tenía naturalmente razón. Tenemos que darnos por satisfechos con entender de pólizas y de valores, y con que los demás no se metan demasiado en la historia alegando saber mucho de ella. Sería imposible, ¡Dios nos libre!, vivir sin ideas, pero lo mejor es tenerlas equilibradas, no hay como un balance of power, una paz armada de ideas que evite ataques laterales. Él tenía a la cultura como sedativo, o lo que es lo mismo, el sentimiento fundamental de la civilización. Existe, no obstante, el sentimiento contrario, cada día más poderoso, de que los tiempos de la historia heroico-política, confeccionada por casualidades y por sus paladines, han sido ya superados en parte, y deben ser sustituidos por una solución sistemática en la que cooperan todos los interesados.

En aquel momento, al llegar Ulrich a casa, quedó clausurado el año ulrichiano.