NO cabe duda de que Ulrich fue a ver a Clarisse ni más ni menos que para intentar ponerla en razón, después del despropósito que había cometido ella con su carta al conde Leinsdorf. Ulrich se había olvidado por completo de hablar sobre este asunto con Clarisse en su última entrevista. Yendo, pues, de camino a su domicilio, Ulrich pensó que Walter podría estar efectivamente celoso de él, y que la nueva visita a su esposa exaltaría los sentimientos del amigo tan pronto como llegara a sus oídos noticia; pero Walter no podía hacer nada en contra; se hallaba en una curiosa situación común a la mayoría de los hombres celosos: sólo después de las horas de oficina disponen de tiempo para vigilar a sus mujeres.
La hora elegida por Ulrich para salir de casa no parecía prometer que Walter se encontrara con su esposa. Era poco después del mediodía, y antes se había anunciado por teléfono. Las ventanas aparentaban no tener cortinas; ¡tan incisiva atravesaba los cristales la blancura reflejada por los campos nevados! Clarisse, desde el centro de la habitación, en medio de aquella despiadada luz que arremolinaba todos los objetos, miraba sonriente al amigo que se acercaba. Encorvado sobre la ventana el liso perfil de su cuerpo espigado, resplandecía ella con vivos colores; su sombra era niebla de pardo azul, con contorno —su frente, su nariz y su mentón— de nieve a medio derretirse, por el viento y por el sol. Su figura evocaba no tanto el cuerpo de una persona cuanto el encuentro de hielo y de luz en la fantástica soledad de un invierno alpino. Ulrich captó algo del hechizo que ella produciría, en momentos, sobre Walter; y sus sentimientos contradictorios se desviaron por un instante a la contemplación del cuadro que mutuamente se ofrecían dos seres cuya vida él quizá apenas conocía.
—No sé si habrás contado a Walter las incidencias de la carta que enviaste al conde Leinsdorf —comentó él—; yo he venido a hablarte con el ruego de que prescindas en el futuro de semejantes ideas. Clarisse acercó dos sillas y le instó a que se sentara. —No cuentes a Walter nada de esa carta —le pidió ella—; pero vamos a ver, ¿qué tienes tú en contra? Te refieres al año nietzscheriano, ¿no es cierto? ¿Qué dijo tu conde a eso?
—¡Qué iba a decir! Tu idea de relacionar todo con Moosbrugger era absurda. Desde luego, tu carta hubiera ido de todos modos a parar a la papelera.
—¿Ah, sí? —Clarisse se llevó una gran desilusión. Después declaró—: Supongo que tú tendrás algo que enmendar a todo esto.
—Ya te he dado a entender que estás loca.
Clarisse sonrió e interpretó la aseveración de Ulrich como un cumplido. Tomó a Ulrich del brazo y le dijo: —¿Conque consideras el año austríaco una locura?
—¡Claro!
—Un año de Nietzsche hubiera sido, sin embargo, algo bueno; ¿por qué no se ha de poder desear una cosa por el hecho de parecemos buena?
—¿Cómo te imaginas tú un año de Nietzsche? —preguntó él.
—¡Ahí está el quid!
—¡Tiene gracia!
—¡No hay gracia que valga! Dime, ¿por qué te parece gracioso realizar aquello que intelectualmente para ti es serio?
—En seguida te lo diré —repuso Ulrich quitándose de encima la mano de Clarisse—. No se necesita que sea precisamente Nietzsche el titular del año. ¿No podría ser igualmente Cristo o Buda?
—¿Y por qué no tú? ¡Imagínate un año ulrichiano! Clarisse lo dijo en el mismo tono tranquilo con que otra vez le había Rogado que liberara a Moosbrugger. Pero en la presente ocasión, Ulrich no estaba distraído, sino que la miró fijamente, al tiempo que escuchaba sus palabras. En el rostro de la amiga apareció tan sólo su acostumbrada sonrisa, impresa como una graciosa mueca, pequeña, violentada por el esfuerzo.
—Menos mal —pensó él—; sus intenciones no son tan despreciables.
Pero Clarisse se le acercó de nuevo. —¿Por qué no organizas un año tuyo? Quizá tendrías poder para ello. De esto, ya te he dicho, no debes contar nada a Walter, como tampoco de la carta relacionada con Moosbrugger. Ni siquiera que he tratado de estos asuntos contigo. Sin embargo, créeme, ese homicida es musical; sólo que no sabe componer. ¿No has observado que cada ser humano está situado en el centro de una esfera celeste? Si la persona se mueve de su sitio, la esfera va con ella. Así hay que hacer la música también; sin conciencia y con simplicidad, como la esfera que nos contiene…
—Algo parecido debería figurarme yo sobre lo que podría ser mi año. ¿Te parece bien?
—No —contestó Clarisse, resuelta. Sus estrechos labios quisieron decir algo, pero callaron, y la llama ardió muda en los ojos. Fue imposible describir lo que salió de ella en aquel momento. Quemaba como si se aproximara algo incandescente. Luego sonrió, pero su sonrisa se enfrió como ceniza sobre sus labios, después de extinguirse la llama en sus ojos.
—Sí, algo semejante podría imaginarme yo —repitió Ulrich—. Pero temo que, según tú, me vea en el deber de dar un golpe de Estado.
Clarisse reflexionó. —Digamos, pues, un año de Buda —repuso ella, sin atender a la objeción de Ulrich—. No sé lo que pudo exigir Buda; algo parecido; partamos de ese supuesto y, si resulta interesante, ejecutémoslo. Si vale la pena que creamos en ello, se demostrará.
—Bueno, préstame atención: has hablado de un año nietzscheriano. ¿Qué es lo que en resumidas cuentas exigía Nietzsche?
Clarisse meditó. —No quiero decir un monumento o una calle —replicó ella, encogida—. Pero habría que enseñar a los hombres a vivir como…
—¿Como él quería? —la interrumpió Ulrich—. ¿Y qué es lo que él quería?
Clarisse intentó responderle; esperó; luego le dijo: —¡Vamos! Bien lo sabes tú mismo.
—¡Qué lo voy a saber! —bromeó Ulrich—. Te voy a decir una cosa: se puede poner en práctica un programa para abrir un «comedor de auxilio social Francisco José» o para fundar una sociedad protectora de gatos domésticos, pero las buenas ideas son tan difíciles de realizar como la música. Qué significa esto, no lo sé; pero es así.
Por fin, Ulrich consiguió sentarse en un pequeño sofá, detrás de la mesilla; aquel lugar ofrecía mejores posibilidades de oponer resistencia. Clarisse permaneció de pie, perorando en el centro vacío de la habitación, al otro lado de una placa reflectante que prolongaba las dimensiones de la mesa. Su cuerpo cenceño hablaba y reflexionaba. Todo lo que quería decir lo expresaba primero con el cuerpo y sentía la urgente necesidad de hacer algo con él. Su amigo había tenido siempre la impresión de que el cuerpo de Clarisse era duro y pueril, pero ahora, ante aquella blanda movilidad sobre sus piernas cerradas, le pareció reconocer en Clarisse a una bailarina de Java. Y de repente pensó que no le extrañaría verla ponerse en trance. ¿O es que ya estaba él preparado? Ulrich pronunció un largo discurso: —A ti te gustaría vivir según tu idea —comenzó—, y quisieras saber cómo se consigue. Pero una idea: he ahí la realidad más paradójica del universo. La carne está unida a las ideas como en el mundo del fetichismo. Será cosa de magia si hay quien encuentre una idea en él. Una bofetada ignominiosa puede resultar mortal en conexión con la idea del honor, castigo y otras. Y, sin embargo, no se pueden mantener ideas en el estado en que más fuertes se sienten; se parecen a esos cuerpos que, al contacto con el aire, transforman inmediatamente su forma en otra más duradera, pero viciada. Esto lo has experimentado también tú. Porque también tú eres una idea en un estado determinado. Algo te alienta; como cuando se levanta entre el murmullo un sonido repentino; algo hay delante de ti, como un espejismo de aire; del caos de tu alma ha derivado un tren sin fin, y todas las beldades del mundo parecen tomar asiento en él. Todo esto puede sugerir una sola idea. Pero en breve esa misma se vuelve semejante a todas las demás que has poseído antes, se subordina a ellas, se hace parte de tus juicios y de tu carácter, de tus principios y de tus tendencias, ha perdido las alas y adquirido una estabilidad desprovista de misterio.
—Clarisse replicó: —Walter está celoso de ti. No por mi causa, sino que tú aparentas ser capaz de hacer lo que él desearía. ¿Entiendes? Hay algo en ti que se sustrae a sus posibilidades. No sé cómo explicarme. Clarisse clavó en los ojos de Ulrich una mirada escrutadora. Las palabras de uno y de otro se trenzaron entre sí.
Walter había sido siempre el niño mimado de la vida; se dejaba acabar en su regazo. Fuera lo que fuera lo que le sucedía, él lo transformaba en delicada vivacidad. Había sido siempre el más rico en experiencia. «Pero acumular vivencias es la señal prematura y pretenciosa del hombre adocenado —pensó Ulrich—; las circunstancias quitan a la experiencia la virulencia o el dulzor personal». Era aproximadamente así. La afirmación misma de que fuera de ese modo era una circunstancia por la cual se suprimían besos y despedidas. ¿Y estaba todavía Walter celoso de él? Esto le alegraba.
—Le he dicho que tiene que matarte —informó Clarisse. —¿Qué?
—Matarte he dicho. Si no valieses tanto como lo que tú crees, o si fuese él mejor que tú y sólo así se pudieran hacer las paces, ¿no sería acertada esta idea? De todos modos, puedes defenderte.
—¡No piensas mal! —respondió Ulrich, inseguro.
—Bueno, estamos hablando por hablar. ¿Qué opinas tú, en serio? Walter dice que cosas semejantes ni siquiera se deben pensar.
—Yo creo, sin embargo, que sí se puede, el solo pensar no tiene nada de particular —repuso Ulrich no muy seguro, y mirando fijamente a Clarisse. Ésta ofrecía un encanto especial. ¿Puede decirse: como si se hallara ella cerca de sí misma? Estaba ausente y presente, y ambas estaban muy juntas.
—¡Para qué pensar! —le interrumpió Clarisse. Habló vuelta a la pared ante la que estaba Ulrich sentado, como si mirase a un punto entre él y el tabique. —Tú eres pasivo, igual que Walter. También esta palabra quedó suspendida entre dos distancias; alejó como una ofensa y reconcilió con la aproximación confidencial sobrentendida. —Yo digo, en cambio, que si se puede pensar en una cosa, se ha de poder también ponerla luego en práctica —dijo ella, secamente.
A continuación se fue hacia la ventana con las manos atrás. Ulrich se levantó de inmediato, la siguió y posó un brazo sobre su espalda. —Pequeña Clarisse, acabas de mostrarte muy rara. Pero debo decirte unas pocas palabras referentes a mí; creo que, en realidad, yo no te intereso; asi me parece —dijo él.
Clarisse se asomó a la ventana; pero ahora con el ceño fruncido; fijó la mirada en un objeto de fuera como para escudriñar algo. Le parecía que sus pensamientos habían vagado hasta entonces y que en aquel momento se habían concentrado. No era nueva aquella impresión de sentirse como un local donde acababa de cerrarse la puerta. Le venían a veces días y semanas en que todo lo que la circundaba se hacía más claro y más ligero que de costumbre, como si ya no fuera costoso tragarlo y salir de paseo fuera de sí misma; del mismo modo volvían, a continuación, tiempos difíciles que la aprisionaban; duraban generalmente poco, pero ella los temía como a un castigo, porque entonces se le hacía el mundo estrecho y triste. En el momento presente, caracterizado por su serena tranquilidad, se sentía insegura; no sabía ya lo que poco antes había deseado, y aquella claridad plomiza, aquel dominio en apariencia sosegado, preludiaba a menudo el tiempo del castigo. Clarisse se concentró y se imaginó que, prosiguiendo la conversación de modo convincente, conseguiría ponerse a salvo. —No me llames «pequeña» —le apostrofó enojada—; si no, voy a acabar matándote. Esto le salió como simple y pura broma; había obtenido, pues, resultado. Volvió cuidadosamente la cabeza para observar a Ulrich. —Naturalmente, esto no es más que un modo de hablar —prosiguió—; sin embargo, tienes que comprender que con ello quiero expresar algo. ¿De qué estábamos hablando? Tú has dicho que no se puede vivir conforme a una idea. Vosotros no tenéis la energía necesaria, ni tú ni Walter.
—Es horroroso que me hayas cargado con el atributo de pasividad. Tienes que saber que hay dos clases; una pasiva pasividad, la de Walter; y otra activa.
.—¿Cómo es la pasividad activa? —preguntó curiosa Clarisse.
—La espera de un encarcelado a una oportunidad de huida.
—¡Bah! —dijo Clarisse—. ¡Subterfugios!
—Quizá —contestó él.
Clarisse conservaba todavía las manos enlazadas a su espalda, y las piernas separadas como si calzaran botas de montar. —¿Sabes lo que dice Nietzsche? Querer llegar a la certeza en el saber es como querer andar sobre seguro: una cobardía. Hay que poner manos a la obra; el sólo hablar no basta. Precisamente esperaba de ti que emprendieras alguna vez una obra sensacional.
Clarisse tomó entre sus dedos un botón del chaleco de Ulrich y empezó a darle vueltas; su rostro se volvió hacia el de su amigo. Instintivamente puso él una mano sobre la de Clarisse, para proteger el botón.
—Hace tiempo que vengo reflexionando sobre una cosa —prosiguió ella, vacilante—; la gran villanía de hoy día no consiste en cometerla, sino en despreocuparse de ella; ésta crece en el vacío. Clarisse le miró luego de esta aseveración. Después continuó decidida: —La despreocupación es diez veces más peligrosa que la acción. ¿Me entiendes? Clarisse luchó un instante consigo misma en la duda de si debería describir pensamiento con más detalles. Pero añadió: —¿Ya me entiendes, verdad, querido? Es cierto que tú te has mostrado siempre partidario de para cada uno a su aire, y sé cómo lo enjuicias. Más de una vez he pensado de ti que eres el diablo. Esta frase se le escapó de la boca como una lagartija. Clarisse se estremeció. En un principio había pensado sólo en el deseo de Walter de tener un hijo. Su amigo advirtió un ligero temblor los ojos ávidos de Clarisse. Pero de su rostro, fijo en el de Ulrich, manaba algo; no algo hermoso, sino más bien algo feo, excitante, como una gigante de sudor que ocultaba el semblante; pero incorpórea, puramente imaginaria. Él se sintió contagiado sin querer, e inducido a ausentarse cómodamente del pensamiento. Ya no pudo poner justa resistencia a aquellas interesantes frases; al fin, tomó a Clarisse de la mano y sentó en el sofá junto a él.
«Ahora te voy a decir por qué no pongo manos a la obra» —comentó él, y calló.
Clarisse, vuelta en sí en el momento del contacto, le animó.
—No hay nada que hacer, porque… ¡seguro que tú no lo comprenderías…! —Levantó la mano, sacó un cigarrillo y se dedicó a encenderlo.
—Dime lo que quieres decir —intervino Clarisse. Pero Ulrich prosiguió en silencio. Entonces extendió ella el brazo por detrás de la espalda de Ulrich y lo abatió, inflamando el bíceps como un muchacho muestra su fuerza. Lo gracioso en ella fue que no hubo que decir palabra para transportarla al estado de presunción; bastó su gesto tan extraordinario.
—¡Eres un gran bandido! —exclamó Clarisse intentando mismo tiempo hacerle daño.
En aquel momento quedaron desagradablemente interrumpidos los dos por el regreso de Walter.