MIENTRAS en el concilio no se advertía el más mínimo avance hacia un resultado, la Acción Paralela hacía rápidos progresos en el palacio del conde Leinsdorf. Allí convergían los hilos de la realidad, y en él se pefsonaba Ulrich dos veces por semana.
Nada le asombraba tanto como el número de corporaciones existentes. Llegaban informes de clubes náuticos y montañeros, de asociaciones antialcohólicas y vinícolas, de sociedades y antisociedades. Todas ellas apoyaban las aspiraciones de sus miembros y obstaculizaban las de los otros. Al parecer, no había nadie que no perteneciera, por lo menos, a una asociación. —Señor conde —dijo Ulrich, admirado—, no debemos consentir que se siga llamando a todo esto «granja de sociedades», como ingenuamente se la denomina; hemos llegado a un Estado, dentro de cuyo orden estatal, inventado por nosotros, todo individuo está incorporado a alguna de esas bandas de ladrones…
Sin embargo, el conde Leinsdorf sentía cierta simpatía por las sociedades. —Dése cuenta —replicó él— que la política ideológica no ha producido hasta ahora frutos positivos; lo que debemos hacer es política realista. Yo no tengo reparo en afirmar que los esfuerzos excesivamente Espiritualistas del círculo de su prima constituyen un cierto peligro.
—¿Me va usted a dar lecciones? —dijo Ulrich.
El conde Leinsdorf le miró. Se preguntó si aquello de lo que intensaba discutir no sería demasiado avanzado para un hombre más joven e inexperto que él. Pero luego se decidió: —Sí, vea usted —comenzó cautamente—; le voy a decir ahora algo que usted posiblemente no sabe todavía; política realista es no hacer aquello que se desea; por el contrario, se pueden conquistar muchos hombres accediendo a sus pequeños deseos.
Ulrich abrió desmesuradamente los ojos y miró desconcertado al conde Leinsdorf, que sonreía con satisfacción.
—Pues bien —siguió explicándose—; acabo de decir que la política realista no debe dejarse guiar por el poder de la idea, sino por las necesidades de la práctica. Tratándose de ideas hermosas, a cualquiera le gustaría emprender su realización; es cosa sobrentendida. Pero precisamente por eso no se debe hacer lo que agrada. Ya lo dijo Kant.
—¡Cierto! —exclamó Ulrich, admirado de la enseñanza—. ¡Pero una finalidad es a todas luces necesaria!
—¿Finalidad? Bismarck quiso engrandecer al rey prusiano; he ahí su finalidad. No supo al principio que, para conseguirlo, declararía la guerra a Austria y a Francia y que fundaría el Reich alemán.
—¿Quiere decir Su Señoría que nosotros nos debemos limitar a desear el engrandecimiento y el poderío de Austria y, fuera de eso, nada?
—Tenemos todavía cuatro años ante nosotros. En este tiempo pueden suceder muchas cosas. Está bien poner en pie a un pueblo, pero después debe él mismo caminar hacia delante con sus propios medios. ¿Me entiende usted? Nosotros somos los obligados a ponerlo en pie. Y los pies de un pueblo son una sólida organización, sus partidos y sus corporaciones, y no es de eso de lo que se habla.
—¡Señoría, aunque no lo parezca, ha expresado usted un pensamiento verdaderamente democrático!
—Puede que también sea aristocrático, aun cuando no me comprendan mis colegas. El viejo Hennenstein y el mayorazgo Türckheim me han contestado diciendo que el resultado de todo va a ser una porquería. Edifiquemos, pues, con prudencia. Debemos construir modestamente; sea usted amable con las personas que acuden a nosotros.
Por eso, Ulrich no desairó en adelante a nadie de los que vinieron a él. Al poco tiempo se le presentó un hombre que le habló largo rato sobre filatelia. Le dijo que este arte une, primero a las naciones entre sí, en segundo lugar favorece las aspiraciones de propiedad y de prestigio que son innegablemente el fundamento de la sociedad y en tercer lugar exige no solamente conocimientos, sino también aptitudes artísticas. Ulrich observó a aquel hombre de aspecto triste y pobre, quien dio en seguida a entender que había comprendido el significado de aquella mirada, porque añadió que los sellos eran un valioso artículo comercial con millones de ejemplares en circulación, por lo que no se debían menospreciar. Negociantes y coleccionistas de todo el mundo frecuentaban las oficinas filatélicas y por este medio se podía uno enriquecer. Pero él, personalmente, era idealista; estaba haciendo una colección especial en la que nadie había puesto su interés, así llegaría a perfeccionarla más fácilmente. Lo que deseaba era que en el año jubilar se abriera una exposición de sellos en la que su especialidad pudiera ser admirada.
Después de éste llegó otro que le dijo: cuando voy por la calle —más interesante aún que viajando en el tranvía— suelo contar, ya desde hace años, los palos de las letras grandes que aparecen en los rótulos de las tiendas (la A se compone, por ejemplo, de tres; la M de cuatro), y dividió el total de palos por el número de letras. Hasta ahora, el resultado ha sido de dos y medio; claro está que no es definitivo y que en cada calle puede ser distinto; al repetir después la prueba se siente inquietud en caso de discrepancia, y alegría si coincide, lo cual se asemeja a los efectos depuradores atribuidos a la tragedia. Si luego se cuentan las letras mismas, entonces —el señor puede convencerse—, la divisibilidad de la suma entre tres resultará una feliz casualidad, razón por la cual, la mayor parte de las veces dejaban los letreros un sentimiento de insatisfacción, incluso los formados por letras masivas, es decir, por caracteres gráficos con cuatro palos, por ejemplo los de WEM, que siempre produjeron gran placer. ¿Qué se concluye de esto?, dijo el visitante. Que el ministerio de Sanidad debería dar una orden en la que se recomendara os propietarios de negocios la elección de letras de cuatro palos para picárteles propagandísticos, y en la que, al mismo tiempo, se impidieren la medida de lo posible, el empleo de letras de un solo palo como O, S, I, C, pues su simplicidad infundía tristeza.
Ulrich volvió a mirar fijamente al hombre, cuidando de mantenerle cierta distancia; pero, en realidad, aquel señor no daba la impresión de tener la mente perturbada; aparentaba ser un hombre de bien y pertenecer a la «mejor sociedad», tendría algo más de treinta años y demostraba ser inteligente y amable. Prosiguió sus explicaciones diciendo que cálculo mental es cualidad indispensable en todas las profesiones; que el método de practicar la enseñanza en forma de juego responde a dictámenes de la moderna pedagogía; que la estadística había revelado profundos resultados ya mucho antes de encontrar su explicación; que eran conocidos los grandes perjuicios ocasionados por la afición a la lectura; y que, en fin, hablaría por sí sola la excitación provocada por tales averiguaciones en cualquiera que se decidiera a realizarlas personalmente. Si el Ministerio de Sanidad se apoderaba de su descubrimiento y lo tomaba en consideración, las demás naciones seguirían pronto su ejemplo, y el año jubilar se convertiría en una bendición para toda la humanidad.
«A todas las personas que venían a él con algo así les respondía: »Funde usted una nueva sociedad; tiene para ello todavía casi cuatro años, y si le sonríe la suerte, Su Señoría le apoyará. Lo complicado del caso estaba en que casi todos tenían ya alguna asociación fundada. Relativamente sencillo era atender a las instancias de una sociedad futbolística que, por ejemplo, pedía para su extremo derecho la concesión del título de profesor a fin de documentar la importancia de la nueva cultura física; en tal caso se podía prometer más fácilmente la concesión de la solicitud. Más dificultosa resultaba la recepción de una visita como la siguiente: la de un hombre de unos cincuenta años de edad que se decía director de oficina; su frente reflejaba la aureola del martirio, y él se declaraba fundador y presidente de la unión promotora del sistema taquigráfico Öhl; como tal se permitía despertar el interés del secretario de la gran Acción Patriótica con respecto al citado método Öhl de estenografía.
El sistema de estenografía Öhl, continuó, es una invención austríaca. Por lo que se comprende el hecho de no haber sido promovida ni difundida. Preguntó al señor si había aprendido alguna vez taquigrafía; al decirle Ulrich que no, se animó a exponerle las ventajas intelectuales de la escritura abreviada: ahorro de tiempo y de energía cerebral. ¿Se imaginaba la magnitud del trabajo mental desarrollado cada día en la confección de tantos ganchos, arabescos, imprecisiones, repeticiones desorientadoras de parecidas imágenes parciales, mezcla de elementos necesarios y expresivos con otros puramente arbitrarios y ornamentales? Ulrich conoció, en su estupefacción, a un hombre que perseguía con un odio cruel la escritura corriente, tan inocua al parecer. Desde el punto de vista del ahorro energético, la taquigrafía era problema de vida o muerte para una humanidad en continuo progreso y bajo el signo de la prisa. Pero también, atendiendo a los valores éticos, la cuestión de la escritura normal y de la abreviada adquiría su importancia determinante. La «escritura orejuda» —según la llamaba amargamente el director de oficina, debido a los absurdos lazos de su forma— favorece la imprecisión, la arbitrariedad, la prodigalidad y la pérdida de tiempo, mientras que la escritura abreviada fomenta la exactitud, la fuerza de voluntad y la solidez viril. La taquigrafía enseña a hacer lo necesario y a omitir lo inútil. ¿Creía el señor en aquella lección moral que el método Öhl predicaba y que era de suma importancia, sobre todo para un austríaco? El asunto se hacía todavía tangible desde el punto de vista estético. ¿No se reprueba justamente la ampulosidad y se la tacha de mal gusto? ¿No se exigía ya en los clásicos la obediencia de los elementos estéticos a las sugerencias de la razón, y no se consideraba componente esencial de la belleza? También mirando a la salud —prosiguió el director de oficina—, es urgente abreviar los horarios de los escribientes encorvados sobre sus mesas. Después de haber dilucidado la cuestión de la estenografía y habiéndola relacionado además con otras ciencias para pasmo del interlocutor, pasó el visitante a demostrar la infinita superioridad del sistema Ölh sobre todos los demás sistemas. Le demostró a Ulrich que, bajo todos los puntos de vista citados, los demás sistemas estenográficos eran una traición al concepto de la escritura abreviada. Y, acto seguido, le desarrolló la historia de sus sufrimientos. Se trataba de unos sistemas más antiguos y más poderosos que habían hallado tiempo para aliarse con toda suerte de intereses materiales. En las escuelas de comercio se enseñaba el sistema Vogelbauch y se oponía resistencia a todo cambio, apoyada naturalmente por la plana mercantil, fiel a la ley de la inercia. Los periódicos que, según estaba al alcance de todos, ganaban buena cantidad de dinero con los anuncios de las escuelas comerciales, no prestaban oídos a ninguna proposición de reforma. ¿Y el Ministerio de Educación? ¡El colmo!, dijo el señor Ölh. Cinco años antes, al introducirse la enseñanza obligatoria de la taquigra en las escuelas medias, el Ministerio de Educación había hecho una fiesta para elegir uno de los sistemas; y naturalmente, en la comisión formada para su ejecución se encontraban representantes de las escuelas y de los taquígrafos parlamentarios, los cuales van a la par con los periodistas; por lo demás, nadie. Estaba claro que el sistema a adoptar era Vogelbauch. La sociedad estenográfica Ölh había lanzado el grito de alerta y redactado sus protestas. Pero sus delegados no fueron recibidos en el Ministerio.
Ulrich informó a Su Señoría sobre tales cosas. —¿Ölh? —preguntó Leinsdorf—. ¿Y es funcionario? El conde se frotó la nariz durante largo ratoo, pero sin tomar ninguna resolución. —Entonces debería hablar usted con su superior, o sea, con el consejero áulico, y preguntarle si ése es hombre de valía —dijo luego de breve pausa, pero aquel día se sentía inspirado y cambió repentinamente de idea.
—No, espere un momento; vamos a hacerlo por escrito. ¿Qué le parece? Entonces le confió algo privado que debió de ser para el otro una revelación. —¡Quién sabe si todas estas cosas no son disparatadas! Pero iré usted, doctor: las cosas importantes dependen regularmente del hecho mismo de tomarlas en serio. Me lo confirma el caso del doctor Arnheim, perseguido siempre por los periodistas. Los periódicos podrían mbién ocuparse en otros asuntos. Sin embargo, rodeando al doctor Arnheim, le proporcionan popularidad. ¿Dice usted que Öhl dirige una sociedad? Eso no significa nada. Por otra parte, repito, hay que pensar al estilo moderno, y si hay mucha gente partidaria de algo determinado, puede tenerse casi por seguro que de ahí resultará algo positivo.