80 — El general Stumm se da a conocer presentándose inesperadamente en el concilio

EL concilio fue entretanto enriquecido por una interesante sorpresa, a pesar de la rigurosa selección hecha entre los convocados, una tarde apareció el general, mostrándose a Diotima profundamente agradecido al honor que había significado para él la invitación. En la sala del consejo —declaró— se le han dado al soldado atribuciones muy modestas; sin embargo, sólo el hecho de poder asistir, aunque no sea más que como mudo espectador, a una reunión de tal categoría era una honra a la que había esperado él desde su juventud. Diotima, mirando silenciosa en derredor, buscaba al culpable; Arnheim, en compañía de otro señor, hablaba como un estadista a Su Señoría; Ulrich entretenía su aburrimiento en el buffet y parecía estar contando las tartas allí expuestas; el frente visual ofrecía el acostumbrado cuadro de opacidad continua que no se despejaba ante los escrutadores esfuerzos de una sospecha apremiante. Por lo demás, Diotima estaba segura de no haber invitado al general, a no ser que aceptara la suposición de padecer sonambulismo o crisis de amnesia. Tal consideración era desagradable. El pequeño general estaba allí, e indudablemente guardaba una invitación en el bolsillo de su uniforme color nomeolvides; temeridad tan descarada, como hubiese sido de otro modo su venida, no parecía ser atributo fidedigno de un hombre de su posición. Por otra parte, allí estaba también el caprichoso escritorio de la biblioteca de Diotima, a donde apenas nadie tenía acceso más que ella. Dentro se encerraban las sobrantes tarjetas de las invitaciones impresas. ¿Tuzzi?, le vino a la imaginación; pero tampoco esto parecía probable. Resultaba, pues, un enigma espiritista, por así decirlo, la averiguación de cómo se habían juntado invitación y general; y, dado que Diotima se inclinaba fácilmente, tratándose de asuntos de su persona, a creer en fuerzas sobrenaturales, sintió un escalofrío de pies a cabeza. No le quedaba, por tanto, otro remedio que dar la bienvenida al general.

Pero también a él le había maravillado un poco la invitación; le había sorprendido que, en sus dos visitas, Diotima no hubiera manifestado, por desgracia, ni siquiera indirectamente, la intención de invitarle, y también se había fijado en que las señas, escritas a mano, pecaban de inexactitud en la aplicación de los títulos debidos a su rango y oficio, faltas inexplicables en una señora del nivel social de Diotima. Pero el general era hombre optimista y no descendía a consideraciones tan extraordinarias, mucho menos a detalles de orden sobrenatural. Tal irregularidad ella la atribuyó a un pequeño descuido que no le impediría gozar de su propio éxito.

En efecto, el general de brigada Von Bordwehr, director del departamento de educación y cultura militar del Ministerio de la Guerra, se alegró sinceramente de la misión oficial que le habían atribuido. Al anunciarse la gran asamblea inaugural de la Acción Paralela, el jefe supremo del departamento le había llamado y le había dicho: —Oye, Stumm, que sabes mucho; te vamos a escribir una carta de presentación, y tú asistes para ver lo que pasa. A la vuelta nos cuentas lo que se traman. Pero está que él muy bien hubiera podido declarar después lo que se le hubiera ocurrido; pero decir que le había sido imposible conseguir inmiscuirse en la Acción Paralela plasmaría sobre sus calificaciones un borron que en vano procuraba evitar mediante sus visitas a Diotima. Por eso, cuando a pesar de todo llegó la invitación, corrió al departamento presidencial y, cruzando negligentemente las piernas bajo su barriga, anunció que el resultado esperado y por él preparado había tenido lugar.

”Está bien —dijo el teniente general Frost von Aufbruch—; así me lo había imaginado. Ofreció a Stumm asiento y un cigarrillo, expuso ante la puerta la señal luminosa «Prohibida la entrada, conferencia importante», e instruyó a Stumm en el encargo de observar e informar sobre cuanto sucediera. —¿Entiendes? No buscamos ninguna cosa en especial, pero tú vete lo más a menudo que puedas, y muestras que nosotros estamos aquí; la resolución de esos hombres de excluirnos de las omisiones puede estar justificada, pero que no debamos asistir a sus asambleas, más tratándose en ellas de deliberar sobre el modo de preparar, como quien dice, un obsequio espiritual para el cumpleaños de nuestro Soberano, Caudillo del Ejército, no es razonable; ¡no hay motivos para tal exclusión! Por eso he propuesto al mismo señor ministro enviarte a ti; o sea, que nadie puede decir nada en contra, ¡Ánimo, amigo, a hacer las cosas bien! El teniente general Frost von Aufbruch le hizo un gesto amable de asentimiento; y el general Von Bordwehr, olvidando que un soldado no debe manifestar nunca sus sentimientos, se cuadró chocando las espuelas —contra el corazón, se podría decir—, y exclamó: —¡Muchas gracias, Excelencia!

Si hay paisanos belicosos, ¿por qué no ha de haber militares amantes del arte de la paz? Kakania contaba con multitud de éstos. Pintaban, coleccionaban coleópteros y sellos, o estudiaban historia universal. Las duchas y microscópicas tropas y la circunstancia de que los oficiales tenían prohibido dar publicidad a trabajos intelectuales sin aprobación de sus superiores daban generalmente a sus esfuerzos un particular carácter personal; también el general Stumm había cultivado, en tiempos pasados, aficiones semejantes. En un principio, había servido en el regimiento de caballería, pero era muy mal jinete: sus pequeñas manos y piernas no se adaptaban a las bridas y al cuerpo de un animal tan espantadizo como el caballo; le faltaba además toda cualidad de mando, hasta tal punto que sus superiores solían decir que si un escuadrón de caballos estuviera formado en el patio del cuartel con las cabezas, en vez de los cuartos traseros, mirando al establo, el pobre hombre no sería ya capaz de hacerlos salir por el portón. Como venganza, el pequeño Stumm se había dejado crecer una barba de color castaño oscuro y se la recortaba en redondo; era él el único oficial de caballería con barba, aunque no existía una prohibición expresa. Al mismo tiempo había comenzado a coleccionar científicamente navajas; tanto como para una colección de armas no le llegaban sus ingresos, pero para navajas, sí; pronto reunió un buen montón de ellas; luego las ordenó según su forma de construcción, conforme a la calidad del acero, al origen, al material del mango, con lima de uñas o sin ella, con sacacorchos y sin sacacorchos; las guardó en los armarios altos de su habitación, en sus múltiples tiradores planos y con sus correspondientes fichas escritas, cuyo sistema le dio fama de científico. Sabía también hacer poesías; ya en la Academia Militar había obtenido «sobresaliente» en religión y en composición alemana; un día le llamó el coronel a su despacho: —Usted no llegará nunca a ser un oficial de provecho en la caballería —le dijo—. Si yo montara un potro sobre un caballo y lo pusiera al frente del escuadrón, el animal no lo haría peor que usted. Pero hace ya mucho que el regimiento no ha mandado a nadie a la Escuela Militar; tú, Stumm, tú te podrías presentar.

Así pasó Stumm dos años estupendos en la Escuela de Estado Mayor de la capital. Allí se dio cuenta de que la habilidad que le faltaba para cabalgar tampoco la tenía para el estudio; sin embargo, no se perdió un concierto militar, visitó los museos y coleccionó carteles de teatro. Se formó el plan de volver a la vida civil, pero no supo realizarlo. El resultado fue que no le declararon ni idóneo ni totalmente inepto para el servicio en el Cuerpo de Estado Mayor; pasó por inhábil y carente de ambiciones, pero le tomaron en consideración como filósofo; hicieron una prueba más asignándole para otros dos años en el destacamento de Estado Mayor de una división de infantería y, expirado este tiempo, figuró como capitán de caballería entre el gran número de oficiales que constituyen la reserva y que, como tales, no salen de la tropa a no ser por circunstancias excepcionales. El capitán Stumm prestó luego sus servicios en otro Rallón, en el que ingresó con el presupuesto de la instrucción militar Wilrentendida en tales candidatos, pero pronto descubrieron sus superiores la historia del potro y de sus cualidades prácticas. Hizo la carrera de mártir hasta que llegó al grado de teniente coronel, pero ya de comandante soñó con un permiso largo en el que esperaba recibir el sueldo de excedencia mientras le llegaba el día de la jubilación, que no tendría lugar sin haber antes ascendido al grado de coronel ad honores, esto si, disfrutando de título y de uniforme, aunque sin la paga correspodiente al retiro de coronel. Stumm no quería saber nada de ascensos según el escalafón militar, el cual avanza al ritmo de un reloj excesivamen lento; nada quería saber de aquellas mañanas en que, ya al levantarse el sol, volvía él, insultado, del campo de instrucción y entraba en el casillero con las botas sucias, para llenar el vacío del día todavía tan largo y para multiplicar las botellas vacías; nada le importaban las tertulias con los compañeros, las historias del regimiento y aquellas Dianas que pasaban la vida al lado de sus maridos repitiendo la escala de grados en un Mono dulce pero claro, alto y argentino; nada le interesaban las noches en que el polvo, el vino, el aburrimiento, los kilómetros recorridos y el obligado tema de conversación —el caballo—, reunía a señores casados y solteros a puerta cerrada, en cuyos coloquios se ponía a las mujeres cabeza abajo para después derramar champán sobre sus faldas; nada le decía el eterno judío de los condenados nidos de las guarniciones galicianas: una especie de bazar pequeño y destartalado, donde todo se podía comprar y alquilar a plazos, desde amor hasta jabón para caballerías, donde se negociaba con muchachas temblorosas de respeto, miedo y curiosidad. Su único consuelo en este tiempo fue la esmerada colección, aumentada también con las navajas y sacacorchos que le traían los judios; éstos las limpiaban sobre la manga al presentárselas en el mostrador, a lo cual daban un interés como si se tratara de hallazgos prehistóricos. El viraje inesperado tuvo lugar cuando un condiscípulo de Stumm, de los tiempos de la Academia Militar, se acordó de él y le propuso su traslado al Ministerio de la Guerra; en su departamento de educación y cultura se buscaba para el director un ayudante versado en la diplomacia civil. Dos años después se confiaba a Stumm, que entretanto había sido ascendido a coronel, la dirección del departamento. Stumm cambió desde que pudo sentarse en una silla en vez de sobre el animal sagrado de la caballería. Más tarde consiguió el grado de general con la seguridad casi plena de llegar todavía a teniente general. Naturalmente, hacía tiempo que se había afeitado la barba, pero a medida que crecía en edad, le iba creciendo también la frente; y la tendencia a la obesidad le daba ciertas apariencias de ilustrado en cultura universal. Él se sentía feliz; y la felicidad aumenta la capacidad de rendimiento. Estaba hecho para la gran vida; todo lo demostraba. En el vestido de una señora elegante, en el mal gusto del entonces nuevo estilo vienés, en la explanada multicolor de un gran mercado de verduras, en el grisáceo aire asfaltado de las calles, en aquel asfalto del aire lleno de miasmas, de tufos y perfumes, en el estrépito, paralizado por unos segundos para dejar sobresalir a un único ruido, en medio de la inmensa variedad de gente civil, e incluso en las pequeñas mesas blancas de los restaurantes, tan individuales y separadas siendo iguales: en todo aquello vibraba una felicidad que sonaba a los oídos como un tintineo de espuelas. Era una felicidad que las personas civiles sólo pueden experimentar de viaje, al aire libre; no se sabe cómo, pero se presiente que el día pasará verde, dichoso, y que será abovedado por algo. En tal sentimiento estaba encerrada la propia estimación, la del Ministerio de la Guerra, la de la cultura, la grandeza de cada uno de sus semejantes, y era todo tan cautivador que Stumm no había pensado, desde que estaba allí, en volver a visitar los museos o a frecuentar el teatro. Aquello era algo que rara vez se hace consciente, pero que lo envuelve todo, desde los galones de general hasta las voces de las campanas en las torres, significa tanto como un ritmo musical, y sin él la danza de la vida seria repentinamente interrumpida.

¡Demonios! ¡Lo que no ha conseguido mi menda! Así pensaba Stumm de sí mismo al encontrarse, a mayor abundamiento, en el centro de las habitaciones, en tan célebre asamblea del espíritu.

¡Allí estaba! ¡Era el único uniformado entre toda la intelectualidad! A esto se añadía aún algo más para aumentar su asombro: era como si delante de él hubieran colocado un globo terráqueo, azul celeste, un poco aclarado junto a la guerrera nomeolvides de Stumm, relleno de felicidad, de importancia y de inteligencia fosforescente; pero además, en el centro de la esfera palpitaba el corazón del general y sobre él —como María pisando la cabeza de la serpiente—, una divina mujer, con su conciliadora sonrisa, imponiendo en todo una misteriosa seriedad. Así puede darse una idea aproximada de la impresión que Diotima había causado en el general Von Bordwehr desde el primer momento en que la figura de la señora había ocupado los ojos lentos de Stumm. El general amaba a las mujeres tan poco como a los caballos. Sus cortas y redondas piernas no se hallaban en su ser cuando montaban; si se veía precisado a hablar de caballos en los ratos libres, por la noche soñaba estar tan cansado de cabalgar y que no podía apearse; su comodidad le había impedido igualmente los desórdenes del amor; y, dado que el servicio ya le pesaba lo suficiente, no necesitaba abrir válvulas nocturnas para dejar escapar las fuerzas restantes. Es cierto que, en sus buenos tiempos, no le había gustado ser aguafiestas, pero cuando pasaba las tardes no con sus navajas, sino con sus compañeros, empleaba generalmente una astuta estrategia, pues su sentido de la armonía corporal le había enseñado que ningún ejercicio duro en el estadio permite un sueño profundo, y esto le resultaba más cómodo que exponerse a los peligros y a los desengaños del amor. Cuando después se casó y se vio al poco tiempo rodeado de dos hijos de su ambiciosa mujer y con la obligación de mantenerlos, se dio cuenta de lo sensatas que habían sido sus consideraciones y costumbres anteriores al día en que cayó en la tentación de contraer matrimonio, a lo cual sólo le había inducido sin duda aquel pensamiento, no muy militar, asociado a la idea de un «guerrero casado». Desde entonces se desarrolló vivamente en él un ideal de mujer extraconyugal; este ideal había existido, por lo visto, ya antes en su subconsciente, y consistía en una cierta inclinación entusiasta hacia las mujeres que le intimidaban y que en consecuencia, le dispensaban de todo esfuerzo. Cuando contemplaba las figuras de mujeres que en sus tiempos de soltero había recortado de las revistas ilustradas —habían formado sólo parte secundaria de su actividad de coleccionista—, todas reunían esta característica; pero Stumm no lo había adivinado todavía y lo primero que le reveló su exaltado entusiasmo fue el encuentro con Diotima. Prescindiendo de la impresión de su belleza, en cuanto supo que era designada como una segunda Diotima buscó en una enciclopedia la significación de tal nombre; pero no lo comprendió bien; consiguió sólo formarse la idea de que sería una señora perteneciente a las altas esferas de la cultura civil, de la que él sabía desgraciadamente poco, no obstante su posición elevada. El predominio espiritual del mundo se confundía en él con la gracia corporal de aquella mujer. Hoy, después de haberse simplificado tanto las relaciones entre los sexos, hay que poner de relieve que esto es lo más alto a lo que puede elevarse un hombre. Los brazos del general Stumm se sentían, en el pensamiento, demasiado cortos para abarcar la majestuosa corpulencia de Diotima, mientras que su espíritu sentía la misma insuficiencia frente al mundo y a la cultura de aquella mujer, de modo que en toda nueva vivencia le llegaba una brisa de dulce amor girando alrededor de su cuerpo redondeado como la redondez flotante de la esfera terrestre.

Este entusiasmo fue la causa que movió a Stumm von Bordwehr a volver a ver a Diotima poco después de que ésta le hubo despedido. Se plantó a pocos pasos de la admirada señora, tanto más cuanto que no conocía a nadie, y escuchó su conversación. De buena gana hubiese tomado notas, pues no creía posible entretenerse con aquella riqueza espiritual como con un collar de perlas, si no hubiese oído él mismo las palabras con que ella saludaba a las más diversas personalidades. Pero de la falta de educación que en un general como él suponía estar a la escucha de conversaciones ajenas no se dio cuenta hasta que Diotima le dirigió una mirada reprensiva, no sin antes haberle vuelto despiadadamente la espalda varias veces; de este modo consiguió sacárselo de encima, Stumm dio entonces unas vueltas a través de la vivienda desbordante de gente, bebió un vaso de vino y, en el preciso momento en que se disponía a adoptar junto a la pared una postura decorativa, descubrió a Ulrich, a quien había visto antes en la primera asamblea. La mirada iluminó su memoria: Ulrich había sido un teniente inquieto con muchas y peregrinas ocurrencias en uno de los dos escuadrones que el general Stumm había mandado siendo manso teniente coronel. —¡Que un hombre como yo —pensó Stumm— haya conseguido en tan corta edad un grado tan alto…! Se dirigió a Ulrich y, después de haberse reconocido los dos mutuamente y de haber hablado un rato sobre los cambios efectuados, Stumm aludió a la asamblea y dijo: —¡Oportunidad inmejorable la mía para tomar contacto con los problemas civiles más importantes del mundo!

—Te vas a llevar una sorpresa, señor general —le respondió Ulrich.

El general, en busca de un aliado, le estrechó efusivamente la mano: —Tú fuiste teniente en el noveno regimiento de ulanos —dijo Stumm en tono muy expresivo—; un día será un honor para nosotros reconocer que los demás no lo comprenden todavía tan bien como lo comprendo yo.