SOLIMÁN, el pequeño esclavo negro —también príncipe negro—, había intentado entretanto convencer a Raquel, la pequeña doncella —también amiga de Diotima—, de que ambos debían espiar los acontecimientos de la casa para poder escapar a tiempo a los oscuros planes de Arnheim. Mejor dicho, él no la había convencido, pero los dos vigilaban como conjurados y escuchaban detrás de la puerta siempre que había visita. Solimán no paraba de contar historias acerca de las andanzas, idas y venidas viajantes y de otras personas enigmáticas que conferenciaban con su señor en el hotel; estaba además dispuesto a asegurar bajo juramento, al estilo de los príncipes africanos, que descubriría el misterio; el juramento del príncipe africano requería la siguiente ceremonia: Raquel debería introducir la mano entre los botones de la cazadora y de la camisa de Solimán y extenderla sobre su pecho desnudo, al tiempo que él pronunciaría la fórmula y haría con su propia mano en el pecho de Raquel lo mismo que ella en el de él; pero Raquel se resistió. De todos modos, la pequeña Raquel, que vestía y desnudaba a su señora y la suplía en el teléfono, que mañana y tarde tenía el honor de sentir en sus dedos la suavidad de los negros cabellos de Diotima mientras que por sus oídos atravesaba la corriente de áureas peroraciones, aquella ambiciosa chiquita, viviendo sobre el capitel de una columna desde que existía la Acción Paralela, y flotando a diario en medio de un caudal de adoración que, nacido en sus ojos, desembocaba en aquella divina mujer, Raquel se divertía desde hacía algún tiempo en acechar la persona de su señora. Al otro lado de puertas abiertas de las habitaciones contiguas, a través de la rendija de alguna mampara a medio cerrar, o mientras hacía sus labores en las cercanías, Raquel observaba a Diotima y a Arnheim, a Tuzzi y a Ulrich, y recogía miradas, suspiros, besamanos, palabras, risas y movimientos, como si fueran pedazos de un documento roto que no lograba reconstruir. Pero, sobre todo, el agujero de la cerradura mostraba fondos que a Raquel le recordaban, de modo extraño, el tiempo ya olvidado en que había sido deshonrada. La mirada registraba el interior de las habitaciones; las personas se movían divididas en distintos grupos y planos, y las voces no acompañaban ya a las palabras, sino que las ahogaban, fundiéndolas en un sonido deshilvanado; timidez, admiración, respeto, siendo los vínculos que unían a Raquel con aquellas personas, se rasgaban ahora frenéticamente, como cuando un amante penetra con todo su ser tan repentina y profundamente en su amada, que se le oscurecen los ojos y se inflama una luz en la otra parte del telón cerrado de la piel. La pequeña doncella se ponía en cuclillas ante el agujero de la puerta; su vestido negro la apretaba, terso, rodillas, cuello y espaldas; Solimán, enfundado en su librea, oteaba, junto a su amiga, igual que una jicara de chocolate caliente; a veces, al perder el equilibrio, se agarraba, para no caer de espaldas, a las rodillas o al vestido de Raquel. A Solimán se le saltaba la risa; Raquel aplicaba entonces los suaves dedos de su mano a la henchida almohada de los labios masculinos. Él, a diferencia de la joven, no veía nada de interés especial en el concilio, y hacía todo lo posible por evadirse de acompañar a Raquel en el servicio de los huéspedes. Prefería asistir a las recepciones de Arnheim. Entonces sí, iba, se sentaba en la cocina y esperaba a que Raquel quedara libre; la cocinera, con quien Solimán se había entretenido tan amistosamente el primer día, se enfadaba, ya que hasta el momento de aparecer la pequeña permanecía casi mudo. Pero Raquel no disponía nunca de tiempo para quedarse largo rato en la cocina; una vez desaparecida ésta, la cocinera, una chica de unos treinta, colmaba a Solimán de solicitudes maternales. Éste las toleraba durante un rato con su más altivo rostro de chocolate, luego se levantaba y hacía como si hubiera perdido algo y lo buscara, alzaba después pensativo sus ojos al techo, se colocaba de espaldas a la puerta, y comenzaba a caminar hacia atrás, como si quisiera ver mejor la pared; la cocinera se daba cuenta de aquella torpe maniobra en cuanto él se pautaba y empezaba a girar los ojos, pero de rabia y de celos fingía no entenderlo; así que Solimán interrumpía la comedia —representada como abreviatura— hasta que volvía de nuevo y se presentaba en el umbral la radiante cocina, vacilante y poniendo una cara lo más inocente que pera posible. La cocinera ni miraba. Solimán se escurría, pues, de espalas hacia la antesala, como una imagen oscura, reflejada en agua turbia; paraba aún un momento para escuchar, sin que nada se lo motivara; y de repente, echaba a correr a través de la casa, en busca de Raquel.
El señor Tuzzi estaba siempre ausente, y a Arnheim y a Diotima, Solimán no los temía; sabía éste que sus oídos no prestaban atención más que a lo suyo. Había hecho incluso la prueba de producir ruido arrojando un objeto al suelo, y ellos no lo habían oído. Solimán era señor de todas las habitaciones, como un ciervo en el monte. La sangre oprimía su cabeza a manera de una cornamenta con dieciocho ramificaciones puntantes. Los vértices de los cuernos raspaban paredes y techo. Era costumbre de la casa tender las cortinas de todos los cuartos desocupados, a fin de que los colores de los muebles no sufrieran con el sol; y Solimán quedaba en la penumbra como en la espesura de un bosque. Se divertía en ir así de caza, con tan exagerados movimientos. Su anhelo era la violencia. Aquel muchacho, consentido por la curiosidad de las mujeres, en realidad no había tenido relaciones sexuales con ellas; únicamente se había iniciado en los vicios de la juventud europea. Su concupiscencia estaba todavía tan desasosegada por la falta de experiencias, tan desenfrenada y tan ardiente que no sabía, cuando veía a su amada, cómo satisfacer su apetito: si en la sangre de Raquel, en sus besos o en el espasmo de todas las venas de su propio cuerpo.
Solimán aparecía dondequiera que se ocultara Raquel, sonriente, orgulloso del buen éxito de su astucia. Le salía al encuentro, y ni el despacho del señor ni el dormitorio de Diotima eran sagrados para él; surgía desesperadamente de entre cortinas, del escritorio, de armarios y de las camas, y a Raquel casi se le rompía el corazón de miedo de ser descubierta, cuando la semioscuridad se condensaba en el rostro negro como dos filas brillantes de dientes blancos. Pero a Solimán le vencía la moral, en cuanto se colocaba frente a la verdadera Raquel. Aquella muchacha era bastante mayor que él, y tan hermosa como una fina camisa de caballero que no hay quien se atreva a ensuciarla, ni queriendo, al vestirla fresca y recién lavada; en su presencia, pues, palidecía su fantasía. Ella le reprochaba su desnudo comportamiento y ensalzaba a Diotima y a Arnheim, aludiendo al honor de poder colaborar en la Acción Paralela; pero Solimán tenía siempre pequeños regalos para Raquel; a veces le traía una flor sisada al ramo enviado por su señor a Diotima, o un cigarrillo robado en casa, o un puñado de bombones extraídos de una caja al pasar por delante de ella; primero, apretaba sólo los dedos de Raquel y, al entregarle el presente, conducía la tierna mano a su propio corazón ardiente en su cuerpo como una antorcha roja en la noche oscura.
En cierta ocasión, Solimán tuvo la idea de ocultarse incluso en el cuarto de Raquel, en el que tenía que recluirse ella con una labor de costura por orden terminante de Diotima, molestada ésta el día anterior por un alboroto en la antesala, durante la visita de Arnheim. Raquel había buscado rápidamente a Solimán antes de llegada la hora del arresto, pero no lo había encontrado; al entrar ella a su habitación, he ahí que lo ve, sentado en su cama y saludándola con una radiante sonrisa. Raquel titubeó, y tardó en volver a la puerta; Solimán saltó en seguida, y la cerró. Después tanteó en sus bolsillos, sacó algo, lo sopló para limpiarlo, y se acercó a la doncella como una plancha candente.
—¡Dame la mano! —ordenó.
Raquel se la alargó. Solimán tenía en la suya varios botones de colores e hizo ademán de engastarlos en la sobremanga de Raquel. Raquel pensó para sus adentros que serían de cristal.
—¡Piedras preciosas! —declaró él, orgulloso.
La joven, que al oír estas palabras sospechó algo malo, apartó inmediatamente su brazo del de él. Pero no tenía por qué desconfiar; el hijo de un príncipe moro, aunque raptado, podía poseer secretamente algunas piedras preciosas cosidas a la camisa. ¿Cómo excluirlo? Sin embargo, Raquel temía aquellos botones, como si Solimán quisiera servirle veneno en ellos; y de pronto empezó a dudar de las apariencias de las flores y de los bombones que él le había regalado. Raquel aseguró sus manos junto a su cuerpo, y miró a Solimán fijamente, como una estatua. Sintió la necesidad de hacerle serias amonestaciones; ella era mayor que él y servía en casa de bondadosos señores. Pero en aquel momento no se le ocurrieron otras sentencias que: «Más vale buena fama que dorada cama» y «Fidelidad y cordura hasta la sepultura». Raquel palideció; estas frases le parecieron demasiado simples. La sabiduría de la vida que conservaba la había aprendido de sus padres, y era una ciencia severa, tan hermosa y sencilla como el antiguo ajuar de una casa; pero de poco le servía, porque las máximas eran sólo refranes y con punto al final. En aquel instante se avergonzó de semejante ciencia tan infantil, así como también se avergüenza uno al tener que vestir un traje viejo y raído. Pero no se daba cuenta de que las antiguas arcas de las casas pobres pueden ser transformadas a los cien años en precioso ornato de los ricos; y, como todas las cosas ingenuas y sencillas, también ella admiraba un sillón nuevo de mimbre. Por eso buscaba en la memoria resultados de su nueva vida. Pero a pesar de que recordaba muchas escenas maravillosas de amor y de miedo leídas en los libros de Diotima, ninguna le proporcionó expresiones de que poderse servir en aquel momento; todas las palabras y sentimientos bellos se adaptaban a la situación particular en que habían tenido lugar, y encajaban tan mal en la suya propia como una llave en cerradura ajena. Lo mismo ocurría con las estupendas sentencias y enseñanzas de Diotima. Raquel vio girar alrededor de sí una niebla incandescente y se sintió próxima a llorar. Al fin dijo con aplomo:
—¡Yo no quiero robar nada a mis amos! —preguntó —¿Por qué no? —preguntó Solimán enseñando los dientes.
—¡Porque no!
—¡Yo no robo! ¡Esto me pertenece! —exclamó el negro.
«Unos buenos amos velan por nosotros, gente pobre», sintió Raquel. Ella sentía verdadero amor por Diotima, una ilimitada confianza en Arnheim, horror ante personas jactanciosas e intrigantes, llamadas por la excelente policía estatal con el nombre de «elementos subversivos»; pero no encontraba palabras para describir todos aquellos fardos de sentimientos, que se tambaleaban en su interior como sobre un sobrecargado cajero de heno y de grano en el momento de fallarle los frenos y las galgas.
—¡Esto es mío, tómalo! —repitió Solimán, asiendo de nuevo la mano de Raquel. Ella se la retiró; Solimán intentó retenerla, pero, al no conseguirlo, empezó a enfurecerse; cuando estaba ya casi decidido a dejarla en paz, porque sus fuerzas de muchacho no alcanzaban a vencer la insistencia de aquella mujer que impedía con todo su cuerpo convertirse en la presa de las garras de Solimán, se arrojó enardecido a los brazos maternales de la niña, y se los mordió como una bestia.
Raquel gritó, retuvo el segundo alarido, y abofeteó a Solimán en la cara.
Pero en aquel momento aparecieron lágrimas en los ojos del negro; Solimán cayó de rodillas ante ella, apretó sus labios contra el vestido de la doncella y lloró: tan apasionadamente lloró, que Raquel sintió en sus muslos la ardiente humedad.
Ella permaneció inmóvil ante el joven; y él, postrado de hinojos y ciñendo con los brazos la falda, escondió su rostro en el regazo de la amada. Raquel nunca en su vida había sentido una emoción igual; ahora acariciaba suavemente la cabeza de Solimán, peinando con sus dedos los finos alambres de su cabellera.