78 — Metamorfosis de Diotima

DIOTIMA tuvo repetidas ocasiones de observar en Arnheim los imponderables de su actitud.

Por indicación de éste, la asamblea tomó la resolución de ponerse también en contacto con los representantes de la gran Prensa, los cuales fueron convocados varias veces al «concilio» (así había bautizado un poco irónicamente el señor Tuzzi a la «Comisión encargada de formular las normas de organización para el septuagésimo aniversario del reinado de Su Majestad»); y Arnheim, si bien no figuraba en ella más que como huésped oficioso, gozaba por parte de los periodistas de unas consideraciones que hacían palidecer a todas las demás personalidades. Por algún motivo imponderable son, pues, los periódicos no ya laboratorios e instituciones de experimentación, como podrían serlo en beneficio de la comunidad, sino generalmente depósitos y bolsas. Platón —por presentarle como ejemplo, ya que es un personaje al que se cita como el más eminente pensador de entre una docena de otros como él—, el gran filósofo Platón, si viviera ahora, quedaría encantado al ver la organización perodística de un rotativo en donde a diario es factible crear, transformar, perfeccionar una nueva idea, a donde afluyen con una velocidad inaudita toda clase de noticias procedentes hasta de los más recónditos lugares de la Tierra, donde un regimiento de demiurgos está siempre pronto a analizar inmediatamente el contenido espiritual y real de sus respectivas informaciones. Platón reconocería en la redacción de un periódico aquel topos uranios, la patria celestial de las ideas, la cual fue descrita por él en términos tan impresionantes que todavía hoy día todas las personas de bien, cuando hablan a sus hijos o a sus subordinados, son por eso idealistas. Y naturalmente, si Platón se presentara de improviso las oficinas de una redacción, si hablara y demostrara ser él aquel gran escritor, muerto hace ya más de dos mil años, suscitaría una admiración enorme y recibiría las más lucrativas ofertas de trabajo. Si fuera entonces capaz de escribir en el espacio de tres semanas un libro filosófico con las memorias de algún viaje, otro libro con algunos miles de sus cuentos más conocidos, y si consiguiera encima filmar alguna que otra de sus antiguas obras, seguro que no lo pasaría mal durante bastante tiempo. Pero apenas hubiera perdido actualidad su retorno, y en cuanto el señor Platón se hubiera decidido a poner en acto algunas de sus famosas ideas —que nunca han logrado imponerse del todo—, el jefe de redacción le invitaría, a lo más, a escribir de cuando en cuando algún pulcro articulito en el suplemento literario de la hoja dominical (pero, a poder ser, sana cosa ágil, airosa, nada de pesadez en el estilo, y respetando el gusto de los lectores); el redactor de la página añadiría que, por desgracia, se veía obligado a limitar su colaboración al máximo de un artículo por mes, en consideración a otros muchos escritores de talento. Y los dos señores quedarían tan anchos, con la sensación de haber hecho un gran favor a un hombre que es, en efecto, el decano de todos los publicistas europeos, pero algo pasado y, en cuanto a valor de actualidad, insignificante al lado de un hombre como Paul Arnheim.

Arnheim no hubiera adoptado nunca semejante actitud; ésta chocaba con la veneración que él rendía a todo lo grande, pero en ciertos aspectos la habría encontrado muy comprensible. Hoy día, cuando no hay ya tema del que no se hable y que no se mezcle con los demás, cuando Profetas y embaucadores se sirven de idénticas frases sin apenas diferencias, las cuales pocos hombres tienen tiempo de descifrar, cuando no hay redacción de periódico que no se sienta molestada por alguno que se genio; en esta situación actual es muy difícil reconocer debidamente el valor de un hombre o de una idea; uno no se puede fiar más que de su propio oído, si quiere saber cuándo el murmullo, el cuchicheo y el alboroto a las puertas de la redacción ha llegado a ser tan grande que permita ser escuchado como voz de la generalidad. A partir de aquel momento, el genio experimenta un cambio de estado. No se trata ya de una mera cuestión de crítica teatral o literaria, a cuyas contradicciones no da el lector —el deseado de los periódicos— más importancia que a las habladurías pueriles, él adquiere entonces la dignidad de un hecho con sus consecuencias subsiguientes.

Necios fanáticos pasan por alto la desesperada necesidad de idealismo que se oculta detrás de esto. El mundo de la pluma, con su necesidad, está lleno de grandes palabras y de conceptos que han perdido su objeto. Los atributos de grandes hombres y de grandes entusiasmos alcanzan una longevidad mayor que la de sus causas, y por eso muchos atributos sobran. Alguna vez éstos se impusieron como pauta para distinguir a un hombre distinguible de otro distinguido, pero hace tiempo que murieron esos dos hombres, y los conceptos supervivientes no pueden ser desaprovechados. La «grandiosa profusión» de Shakespeare, la «universalidad» de Goethe, la «profundidad psicológica» de Dostoiewski y todos los demás enunciados que han dado a la posteridad materia de desarrollo literario se agitan a cientos en la cabeza de los escritores y, debido a este laberinto de ideas, éstos han acabado hablando de la profundidad y estrategia de un jugador de tenis y de la grandiosidad de un poeta de moda. Es comprensible que entonces tales escritores se sientan satisfechos de poder aplicar a alguien, sin quitar a nadie nada, las palabras de que han llenado su vocabulario. Pero ese alguien ha de ser un hombre cuya fama sea ya un hecho, porque en tal caso se sobrentiende que semejantes palabras podrán acomodarse a su persona. Un hombre así era Arnheim, porque Arnheim era Arnheim. A Arnheim le sucedía Arnheim; como heredero de su padre, venía siendo él un acontecimiento desde su aparición en el mundo, y no se podía dudar de la actualidad de cuanto decía. Le bastaba tomarse la pequeña molestia de hacer una declaración que, con un poco de buena voluntad, pudiera ser considerada como importante. Arnheim había resumido esta observación psicológica en una frase que solía repetir: «Gran parte de la verdadera distinción de un hombre depende de la capacidad de hacerse inteligible a sus contemporáneos».

También esta vez se desenvolvió estupendamente en el trato con los periódicos de los que se había apoderado. Arnheim sonreía simplemente al ver a negociantes y políticos ambiciosos queriendo acaparar montañas de prensa; este intento de influir en la opinión pública le parecía tan bajo y estúpido como el de un hombre que ofrece a una mujer dinero a cambio de amor, pudiendo conseguir el mismo efecto a precio mucho ás reducido con sólo excitar su fantasía. A los periodistas que le habían preguntado por su opinión sobre el «concilio» les había respondido que ha hecho mismo de la presente reunión demostraba su absoluta necesidad, porque en la historia del mundo no se cometen imprudencias; con ello había excitado de tal modo el sentido del humor profesional de aquellos hombres, que reprodujeron su sentencia en varios periódicos.

Bien considerado, era en efecto una frase acertada, pues muy funesto tiene que ser el impacto producido por una novedad en un hombre que toma en serio todo lo sucedido, para que flaquee en él la convicción de que en el mundo no ocurre nada sin alguna razón; por otra parte, éste preferirá, como es sabido, morderse la lengua a tomar algún asunto demasiado en serio, aunque se trate de algo verdaderamente importante. La dosis de pesimismo, débilmente concentrada en la expresión de Arnheim, contribuyó mucho a dar una real dignidad a la empresa; y también la circunstancia de ser él extranjero pudo ser interpretada como una señal de la participación de todo el mundo en acontecimientos tan interesantes como los que preparaba Austria.

Las otras personalidades presentes en el concilio no poseían la misma cualidad inconsciente de agradar a la prensa, pero acusaban sus efectos; y puesto que tales personalidades, en general, saben poco las unas de las otras y dado que, en el tren de la eternidad en el que viajan todas juntas, se encuentran frente a frente a lo más en el vagón-restaurante, los honores especiales públicamente tributados a Arnheim influyeron también en ellos; y por más que procuró él mantenerse alejado de todas las Comisiones constituidas, no pudo evitar que el «concilio» le colocara en el centro de la organización. Cuanto más progresaba la asamblea, tanto más se evidenciaba que la verdadera sensación era para todos Arnheim, a pesar de que él no trabajaba en realidad para lograr serlo, exceptuada fue quizá una intervención suya ante los famosos invitados: el juicio —posible de ser ensombrecido con la aplicación de «declarado pesimismo»— de que del «concilio» apenas se podía esperar nada; pero, por otra parte, meta tan alta exigía de por sí toda la confidencial entrega de que eran capaces todos y cada uno. Un pesimismo tan delicado cautiva también la confianza de espíritus selectos; en efecto, la idea de que el espíritu en vano se esfuerza hoy día por conseguir éxito resulta de alguna manera más simpática que la otra que atribuye al espíritu de algunos colegas el deber de lograrlo. El juicio comedido de Arnheim sobre el «concilio» se podía haber interpretado como una adaptación a esta posibilidad.