ACOPLADO Ulrich en este engranaje, no hallaba tiempo para cumplir la promesa, hecha al señor Fischel, de saludar personalmente a su familia. A decir verdad, no encontró ocasión hasta que se le presentó un incidente inesperado: la visita de la señora de Fischel, Klementine.
Ella se había anunciado por teléfono, y Ulrich la atendió no sin cierta preocupación. La había visto por última vez hacía ya tres años, durante su estancia de varios meses en esta ciudad; pero en la presente ocasión le había hecho una sola visita para no avivar el pasado amorío y para ahorrar a la señora Klementine una desilusión maternal. Klementine Fischel era en sí una mujer «de magnánimo corazón»; en las pequeñas luchas cotidianas con su marido tenía, sin embargo, tan pocas oportunidades de demostrarlo que, para los casos especiales, desgraciadamente raros, disponía de una naturaleza sentimental de grado verdaderamente heroico. De todos modos, aquella mujer, delgada, de rostro severo y algo afligido, se sintió un tanto perpleja al aparecer frente a Ulrich y rogarle se dignara oírla en secreto, aunque no tenía por qué pedirlo, pues estaban solos. Ulrich era la única persona a la que Gerda escucharía, dijo ella; en consecuencia, no tenía él por qué llevar a mal suplica, añadió Klementine.
Ulrich conocía el estado de cosas de la familia Fischel. No solamente padre y madre se hacían continuamente la guerra; también Gerda, con veintitrés años cumplidos, se había rodeado de un enjambre de jóvenes que, a su vez, habían hecho de su rezongante papá el mecenas y protector de su «nuevo espíritu», pues en ninguna parte podían reunirse más modamente que en aquella casa. Gerda sufría de anemia y de hipersensibilidad, y se excitaba enormemente cuando sus padres intentaban poner limites a sus relaciones sociales —refirió la señora Klementine—; en resumidas cuentas, eran jóvenes sin educación, y el antisemitismo místico, de que deliberadamente hacían ostentación, no solamente era intespectivo, sino además signo de vulgaridad. No —prosiguió ella—; su intención no era quejarse del antisemitismo; había que reconocer que éste se había impuesto como un fenómeno del tiempo, y era necesario aceptarlo como tal; se podía incluso conceder que, en algunos aspectos, no estaba de más. Klementine hizo una pausa, y se hubiera secado una lágrima con el pañuelo de no haber tenido el velo; así prescindió de llorar la lágrima y se contentó con sacar del bolso su pañuelito blanco.
—Usted sabe cómo es Gerda —dijo ella—: Una niña bella e inteligente, pero…
—Un poco brusca —añadió Ulrich.
—Sí, por desgracia; siempre es extremista.
—O sea, ¡una auténtica germana!
Klementine pasó a hablar de los sentimientos de los padres. «Un acto de amor materno»; así definió ella, un tanto patética, su propia visita, la cual perseguía el segundo fin de granjearse las simpatías de Ulrich, después de haberse hecho públicos los grandes éxitos de éste en la Acción Paralela. —Debería castigarme a mí misma —prosiguió Klementine— por haber favorecido, contra la voluntad de Leo, esas relaciones de los últimos años. Yo no veía nada de especial en ellos; esos jóvenes son idealistas a su modo; y quien no tiene prejuicios debe saber también afrontar alguna vez una palabra hiriente. Pero Leo, usted ya sabe cómo es, se descompone al oír hablar del antisemitismo, sea éste simplemente místico y simbólico o no lo sea.
—Y Gerda, tan desenvuelta y rubia a su estilo germano, ¿no quiere reconocer el problema? —añadió Ulrich.
—En esto, ella es igual que yo de joven. Dígame, ¿cree usted que Hans Sepp tiene porvenir?
—¿Se le ha prometido acaso Gerda? —preguntó Ulrich prudentemente.
—Ese joven no presenta garantías de conseguir una digna posición en la vida —suspiró Klementine—. ¿Cómo vamos a poder hablar de promesas? Pero cuando Leo le prohibió la entrada en casa, a Gerda le dio por no comer apenas durante tres semanas, así es que se quedó reducida casi a pellejo y hueso. Y de repente prosiguió Klementine, enojada: —¿Sabe usted? Manías como ésta me parecen a mí una especie de hipnosis, una infección moral. Sí, Gerda aparece a veces sugestionada. El joven alborota toda nuestra casa con sus ideas, y Gerda no se da cuenta de la ofensa que tal conducta supone para nosotros, sus padres, aunque, por lo demás, ella se muestra siempre buena hija y cariñosa. Cuando yo le digo algo, me responde: «Estás anticuada, mamá». He reflexionado y creo que usted es el único a quien ella respeta; Leo le tiene también a usted en gran concepto. ¿No podría venir un día a vernos y a probar si consigueabrir los ojos de Gerda, a fin de que repare en la falta de madurez de Hans y de sus compañeros?
Klementine, que siempre se mostraba correcta y comprendía que su petición era un verdadero atentado, tuvo que recurrir a la seriedad de graves preocupaciones. A pesar de todas las desavenencias que la distanciaban de su marido, en este caso sintió como una responsabilidad solidaria que la reconcilió con él. Ulrich frunció el ceño, preocupado.
—Temo que Gerda me llame también a mí anticuado. La juventud de hoy día no está dispuesta a escucharnos a los de más edad; son cuestiones de principios.
—Yo pienso que la mejor manera de alejar esos pensamientos de la cabeza de Gerda sería, quizá, proporcionándole un puesto en esa gran Acción de la que tanto se habla —insinuó Klementine, y Ulrich se adelantó a prometerle una visita, advirtiéndole a continuación que la Acción Paralela no había adquirido todavía la madurez necesaria para serles útil en este caso.
Días más tarde, al verle Gerda entrar en su casa, en sus mejillas femeninas se encendieron dos discos rojos; salió presurosa a su encuentro y le apretó calurosamente la mano. Gerda era una niña encantadora, segura de sí misma, una de esas muchachas modernas capaces de ocupar en un autobús el puesto de cobradora, sí las circunstancias lo exigen. Ulrich no se había engañado al suponer que la encontraría sola; mamá había salido de compras y papá trabajaba en la oficina. Ulrich se recordó, en cuanto entró en la habitación, de aquel otro día en que habían estado juntos. La vez anterior habían coincidido en una fecha del año adelantada a la presente en unas semanas; había sido en primavera, pero en uno de esos días abrasadores que preceden a veces al verano como una nevada de ascuas ardientes, y que se hacen difíciles de soportar al cuerpo todavía sin curtir. El rostro de Gerda apareció conmovido y delicado. Vestía un traje blanco, y blanco era también el olor de sus manos, como el del lino seco de los prados. Las marquesinas de todas las habitaciones habían sido desplegadas, y entraban en toda la vivienda, vencidos, los rayos de la luz y los dardos del calor, despuntados éstos en el filtro gris de la lona. Gerda produjo en Ulrich la sensación de estar compuesta de diversos estratos de lino recién lavado, como su vestido. Fue una sensación muy concreta; él los hubiera excavado, tranquilamente, sin necesidad del más mínimo estímulo amoroso. Precisamente era aquella sensación la que experimentaba en aquel momento. Parecía algo natural y familiar, pero inútil, y ambos temían que se realizara.
—¿Cómo ha tardado usted tanto en venir a vernos? —preguntó Gerda.
Ulrich declaró sinceramente que le había retrasado la creencia de que sus padres no deseaban unas relaciones tan íntimas sin poner sus miras en el matrimonio.
—Mamá es ridicula —dijo Gerda—. ¿No podemos, pues, ser amigos sin pensar en eso? Papá desea, sin embargo, que nos visite usted más a menudo; usted ha debido de adquirir personalidad en esa gran historia patriótica.
Gerda descubrió palmariamente los estúpidos pensamientos de los viejos, convencida del vínculo que, frente a ellos, los unía a los dos.
—Vendré —repuso Ulrich—, pero dígame, ¿a qué van a conducir nuestros encuentros?
El quid estaba en que no se amaban. Tiempos atrás habían jugado frecuentemente juntos al tenis o se habían encontrado en actos de sociedad, habían salido de paseo y sentido profundo interés el uno por el otro; de este modo habían traspasado, sin darse cuenta, los límites que separan a una persona íntima, a la que se muestra el propio desorden sentimental, de todas las demás ante las que se aparenta bondad. Se habían permitido mutuamente tantas confianzas como los que vienen amándose desde hace tiempo, es decir, que ya casi no se aman, pero que se han dispensado el amor. Con frecuencia reñían, de manera que hacían creer que ya no se querían, pero esto era al mismo tiempo obstáculo y vínculo. Sabían que bastaba una chispa para encender el fuego. Si la diferencia de edad hubiera sido menor o Gerda hubiera estado casada, la ocasión hubiera hecho probablemente al ladrón, y el hurto se hubiera transformado, al menos más tarde, en pasión, pues el amor se puede provocar, igual que la ira, con sólo sus gestos. Pero precisamente porque lo sabían, dejaban de hacerlo. Gerda seguía siendo una muchacha, y pensar en ello la llenaba de rabia.
En vez de contestar a la pregunta de Ulrich, Gerda se puso a hacer algo en la habitación, y de repente, éste se vio en pie frente a ella. Aquello fue una imprudencia, pues en momento semejante no está bien situarse junto a una muchacha y hacer consideraciones sobre las cosas. Ambos siguieron su marcha sin encontrar la más mínima resistencia, como un arroyo que, salvando obstáculos, corre alegre hasta tenderse en el prado. Ulrich rodeó con sus brazos las caderas de Gerda, siguiendo con las puntas de los dedos la línea vertical hasta alcanzar la liga. Miró cara a cara el rostro descompuesto y sudoroso de Gerda, y la besó en los labios. Luego permanecieron así, sin poder separarse ni enlazarse. Agarró la liga entre sus dedos, y dos o tres veces la estiró para descargarla suavemente sobre el muslo de Gerda. Finalmente se despegó de ella y repitió, con un encogimiento de hombros: —¿Adónde nos va a llevar esto, Gerda?
Gerda dominó su turbación y dijo: —¿Es que no se puede evitar?
Tocó la campanilla e hizo traer un refresco; la casa se puso en movimiento.
—Cuénteme algo de Hans —le pidió Ulrich dulcemente al sentarse y tener que cambiar de conversación. Gerda, que todavía no se había recuperado del todo, vaciló sin responder; tras una breve pausa, exclamó: —Usted es un hombre vanidoso; seguro que no nos va a comprender a los que somos más jóvenes.
—¡No vale meter miedo! —repuso Ulrich despejando la embestida—. Yo creo, Gerda, que ahora desisto de la ciencia. Por lo tanto, paso a la nueva generación. ¿Se da por satisfecha, si le juro que la ciencia es pariente de la codicia, que representa un mezquino instinto de ahorro, que es un presuntuoso capitalismo moral? Dentro de mí encierro más sentimiento de lo que usted cree. Pero quisiera ponerla en guardia contra todas las habladurías que no son más que palabras.
—Usted debería conocer mejor a Hans —contestó Gerda secamente, pero en seguida añadió—: «Por de pronto, usted no puede llegar a entender que pueda existir comunidad entre dos personas sin necesidad de mezclarse en ellas el egoísmo».
”¿Viene a menudo Hans a verla a usted? —insistió Ulrieh con precaución. Gerda se encogió de hombros.
Los prudentes padres de Gerda no habían prohibido a Hans la entrada en su casa, sino que se la habían limitado a algunos días del mes. A la vez, habían exigido de Hans Sepp, el estudiante —que no era todavía nada y que ni daba esperanzas—, la promesa bajo palabra de honor en adelante, no inducir a Gerda a ningún mal, y de suspender la propaganda sobre la mística acción alemana. Con estas medidas perseguían ellos evitarle la fascinación de lo prohibido. Y Hans Sepp, en su pureza (ya que sólo la sensualidad aspira a la posesión, es, por lo tanto, judeo-capitalista), había dado tranquilamente su palabra de honor, la cual no dignificaba para él la renuncia a venir a casa secretamente o con frecuencia, ni a conversaciones ardientes, ni a entusiastas apretones de manos, ni a besos; todo ello le parecía pertenecer a la vida natural de almas amigas; lo único que, a su juicio, comprendía aquella promesa era la suspensión de la propaganda —hecha teóricamente hasta entonces— acerca de una unión libre de ceremonias sacerdotales y civiles. Tanto más a gusto había empeñado su palabra de honor, cuanto que no estimaba lograda en sí mismo y en Gerda la madurez espiritual para la traducción de sus principios en obras; lo que él deseaba era un candado para contener las sugerencias de la ínfima naturaleza.
Pero los dos jóvenes padecían naturalmente bajo aquella coerción que les imponía desde fuera un límite, antes de haber encontrado ellos uno propio, interior. Gerda, sobre todo, no habría tolerado la intromisión de sus padres de no haberse sentido insegura; pero por eso mismo le resultaba más amarga. En realidad, su amor hacia el amigo no era muy grande; mayor era la contraposición respecto a sus padres, la cual ella se encargaba de transformarla en adhesión a él. Si Gerda hubiese nacido unos años más tarde, su padre hubiera llegado a ser uno de los hombres más ricos de la ciudad —aunque no especialmente ilustre—, y su madre hubiera admirado de nuevo a su marido, antes de que Gerda hubiera podido encontrarse en la situación de sentir las desavenencias de sus progenitores como un conflicto experimentado en sí misma. Entonces se hubiera enorgullecido quizá de su sangre mixta; pero tal como se presentaban las cosas en la realidad, ella se mostraba hostil a sus padres y a sus problemas, se rebelaba contra lo que le habían transmitido en herencia; y era rubia, libre, alemana y fuerte, como si nada tuviera que ver con ellos. Esto parecía bello y bueno, pero incluía la desventaja de no permitirla sacar a la luz de la conciencia el gusano que la roía. En su ambiente doméstico, no era considerado como real el hecho de la existencia del nacionalismo y de la ideología racial, a pesar de que ésta estaba en volviendo a media Europa con sus histéricos pensamientos, y de que toda la casa Fischel giraba alrededor de la misma. Lo que Gerda sabía de aquello le había venido de fuera en la forma oscura de rumor, como alusión y exageración. Pero pronto se había dado cuenta de la inconsecuencia de sus padres, al dejarse impresionar ellos profundamente por todo lo que oían, y al hacer de este caso una curiosa excepción; Gerda, debido a que escapaba a la capacidad de sus sentidos el distinguir aquella visión espectral, optó por relacionarla, especialmente en los años de juventud, con todo lo que en la casa paterna encontraba de desagradable y desconcertante.
Cierto día conoció ella el círculo juvenil cristiano-germánico al que Hans Sepp pertenecía, y en él se sintió de repente como en su verdadera patria. Sería difícil concretar en qué creían todos aquellos jóvenes; formaban una de las innumerables y pequeñas sectas, ilimitadamente libres, que reunieron en todas partes a la juventud alemana, después de la caída del ideal humanístico. No eran antisemitas por motivos raciales, sino enemigos del «sentir judío», a cuya denominación incorporaban el capitalismo y el socialismo, la ciencia, la razón, la autoridad y la arrogancia paternas, el cálculo, la psicología y el escepticismo. Punto fuerte de su doctrina era el «símbolo»; por cuanto había podido deducir Ulrich —y algo sabía él de esto—, llamaban ellos símbolo a las grandes manifestaciones de la gracia, la cual reduce y ennoblece el caos y la degeneración de la vida, como decía Hans Sepp, elimina además el ruido de los sentidos y humedece la frente con las aguas de la otra orilla de ultratumba. Símbolos llamaban al altar de Isenheim, a las pirámides de Egipto y a Novalis; a Beethoven y a Stefan George los consideraban como ligeros indicios; pero, qué cosa sea un símbolo, es decir, la definición precisa de su esencia, no la daban nunca; en primer lugar, porque los símbolos no se pueden expresar con palabras concretas; luego, porque los arios no deben concretar, razón por la cual en el último siglo no se han conseguido formular más que alusiones de símbolos; y tercero, porque hay siglos que sólo raramente conceden al hombre, alejado de sí mismo, el momento huidizo de la gracia.
Gerda, muchacha inteligente, sentía dentro de sí no poca desconfianza ante aquellas exageradas apreciaciones, pero desconfiaba también de su propia desconfianza, en la que creía reconocer la herencia de la razón paterna. Tan independiente como se consideraba, tenía que hacer un esfuerzo angustioso para no obedecer a sus padres, y le oprimía el miedo de que su sangre le impidiera seguir las ideas de Hans. Se enojaba hasta lo más íntimo de su ser contra el tabú de la moral burguesa, en vigor en las llamadas «familias de bien», contra el usurpado derecho que los padres se arrogaban para violar la personalidad de los hijos, cosa que «no pertenecía a familia alguna», según solía decir la madre, tenía que sufrir mucho menos; él se había alejado de la cuadrilla de sus compañeros para hacerse «director espiritual» de Gerda, converrsaba apasionadamente con esta muchacha de su misma edad e intentaba arrebatarla a la «región de lo indispensable» con sus persuasivas explicaciones, cortejadas de besos; pero prácticamente se acomodaba con facilidad a las limitaciones de la casa Fischel; por lo menos, mientras le permitían rechazarlas «por principio», lo cual daba naturalmente lugar a contiendas con papá Leo.
—Querida Gerda —dijo Ulrich al cabo de un rato—. Los amigos de usted la están atormentando a propósito de su papá. Son los más honrosos chantajistas que conozco.
Gerda palideció y se ruborizó. —Usted mismo no es ya tan joven dijo ella—. Usted piensa de modo distinto que nosotros. Gerda sabía que en esto hería la vanidad de Ulrich, y añadió en tono conciliador: Yo no concedo demasiado contenido al concepto del amor. Quizá va perdiendo el tiempo con Hans, como usted dice; quizá deba renunciar a todo; sólo sé que nunca llegaré a querer a un hombre hasta el punto de abrirle los pliegues de mi alma en el pensamiento y en el sentir, en el trabajo y en el sueño; ¡no creo que pueda transformarse el amor en cosa tan tremenda!
—¡Resulta usted tan pedante, Gerda, cuando habla como sus compañeros…! —la interrumpió Ulrich.
Gerda se puso furiosa. —Cuando hablo con mis amigos —gritó—, los pensamientos pasan del uno al otro, y sabemos que hablamos a nuestro pueblo y que vivimos con él. ¿Llega usted a comprender esto siquiera? Estamos entre innumerables congéneres y los sentimos; sí, los sentimos físicamente de un modo que usted seguramente…; no, usted nunca podrá imaginar, porque siempre se ha inclinado sólo a una persona; usted piensa como un animal de presa. ¿Por qué un animal de presa? La frase, insidiosa, tal como había quedado suspendida en el aire, le pareció a ella misma absurda, y Gerda se avergonzó de sus ojos que, desorbitados de temor, se habían fijado en Ulrich.
«No quiero contestar —dijo Ulrich, sosegado—. Quisiera, para cambiar de conversación, contarle una historia. Conoce usted… —Y la atrajo hacia sí con una mano, cuyas articulaciones desaparecían bajo su piel como un niño entre las rocas de un monte—. ¿Ha oído la emotiva historia de la captura de la luna? Usted ya sabe cómo nuestra Tierra tuvo alguna vez varias lunas. Existe, pues, una teoría, compartida por muchos según la cual estos satélites no son, como nosotros decimos, cuerpos celestes enfriados, parecidos a la Tierra misma, sino grandes esferas de hielo en carrera veloz por los espacios siderales, que se han aproximado a la Tierra y han sido por ella aprisionadas. Nuestra luna sería el último de esos satélites capturados. ¡Mírela!» Gerda le obedeció y buscó en el cielo, iluminado por el sol, la pálida luna. —¿No parece un trozo de hielo? —preguntó Ulrich—. ¿No se ha preguntado usted alguna vez por qué la luna nos presenta siempre la misma cara? Ya no gira nuestra última luna; ha sido detenida. ¿No ve? Si la luna ha caído en poder de la Tierra, ya no sólo gira alrededor de ésta, sino que ésta la atrae cada vez más hacia sí. Nosotros no lo percibimos porque este acercamiento tarda miles de siglos o más todavía. Pero es innegable. En la historia del cosmos ha debido de haber épocas en que las lunas precedentes se acercaron a la Tierra y giraron alrededor de ella a velocidades enormes. Y así como hoy día regula la luna las mareas del mar, alterando su nivel en uno o dos metros, así entonces alguna de aquellas otras arrastraba sobre la superficie de la Tierra torbellinos de agua y de fango como montañas. Difícilmente puede uno imaginarse el terror que habría sobrecogido a aquellas generaciones a las que les tocó vivir sobre la Tierra frenética en semejantes edades.
—¿Pero es que ya existía el hombre en tiempos tan remotos? —preguntó Gerda.
—¡Claro que sí! A una de esas lunas de hielo le llegó un día el fin, y desapareció a pedazos. Como consecuencia, la marea inmensa, a la que había retenido la fuerza magnética, perdió sus diques y se extendió sobre la Tierra, azotando con una ola monstruosa todo el orbe hasta confinarse en su lugar de reposo. Esto no fue otra cosa que el Diluvio, una inundación universal. ¿Cómo se hubieran podido transmitir tan unánimes los relatos de este acontecimiento si no los hubiera presenciado el hombre? Y puesto que nos queda todavía una luna, volverán aquellos milenios pretéritos a repetirse sobre nuestro planeta. ¡Pensamiento inaudito!
Gerda, aterrada, miró a la luna a través de la ventana; su mano seguía todavía enlazada a la de Ulrich; la luna permanecía inmóvil en el cielo, como una mancha descolorida y fea, y precisamente su deslucida presencia daba a la fantástica aventura del mundo, de la cual también se sentía víctima, la lisa sensación de un día vulgar.
—Sin embargo, esta historia no es verdadera —dijo Ulrich—. Los expertos en la materia dicen que es una teoría absurda y, en realidad, la luna no se aproxima a la Tierra, sino que incluso dista de ella treinta y dos kilómetros más de lo que tendría que ser según lo calculado, si mal no recuerdo.
—¿Por qué me ha contado, entonces, esta historia? —preguntó Gerda intentando al mismo tiempo retirar su mano de la de Ulrich. Pero su rebelión había perdido la fuerza; así le sucedía siempre que hablaba con un hombre no más tonto que Hans; pero le quedaban ideas sin exageración, uñas afiladas y cabellos aderezados. Ulrich observó el fino vello negro que crecía, como protesta sobre la rubia piel de Gerda; la pluralística complejidad de la pobre humanidad actual parecía brotar del cuerpo con aquellos pelitos. —No sé —respondió él—. ¿Te parece que debo volver?
Gerda descargó la excitación de su mano libertada sobre diversos objetos, moviéndolos de un lugar a otro, pero sin pronunciar palabra.
—Volveré, pues, pronto —prometió Ulrich, aunque no había sido esta su intención al venir aquella vez a visitarla.