SEAN dichas unas palabras acerca de cierta sonrisa, de una sonrisa de hombre escondida entre sus barbas: un rasgo de la habilidad masculina para mofarse solapadamente de los demás. Así era la sonrisa de aquellos letrados que habían acudido a la cita de Diotima y escuchaban ahora a los célebres idealistas. Aunque sonreían, no se vaya a creer que lo hacían con ironía. Al contrario, su mueca expresaba respeto y la incompetencia de la que ya se ha hablado. Sin embargo, nadie debe dejarse engañar. En su conciencia era así, pero en el subconsciente —por emplear palabra tan en uso—, o mejor dicho, en su estado general de ánimo, eran hombres en los que la tendencia al mal ardía como fuego bajo una caldera.
Resulta naturalmente paradójico: un profesor universitario respondería a esta observación diciendo que él se limita a velar por la ciencia, y que lo demás no le preocupa; así es la ideología profesional. Pero todas las ideologías profesionales son nobles; de ahí que a los cazadores, por ejemplo, no se les ocurra llamarse carniceros del bosque; antes bien, se declaran amigos de los animales y de la naturaleza, diestros en el arte venatorio, de modo similar a como los negociantes siguen el principio de la utilidad honesta y los ladrones rinden culto al mismo dios de los comerciantes, esto es, al suntuoso e internacional Mercurio. No hay, pues, por qué reverenciar demasiado la imagen de una actividad representada en la conciencia de aquellos que la desarrollan.
Si se pregunta ingenuamente cómo ha llegado la ciencia a adquirir su configuración actual se obtiene una respuesta distinta. Tal curiosidad es de suyo importante, ya que estamos dominados por la ciencia, y ni siquiera un analfabeto se salva de su influjo, porque también él aprende a convivir con innumerables cosas de ciencia innata. Según una tradición fidedigna, ya en el siglo XVI —una edad de agitadísimo movimiento espiritual— comenzó a disminuir el entusiasmo por la investigación de los etos de la naturaleza, en el cual se había perseverado hasta entonces o largo de dos milenios de especulación religioso-filosófica; los hombres de entonces empezaron a darse por satisfechos con estudiar la superficie sirviéndose de un método al que no se puede dar otro apelativo que el de superficial. El gran Galileo Galilei, por ejemplo, el primer nombre que se cita siempre a este propósito, prescindió de la pregunta de por qué causas intrínsecas tiene que sentir la naturaleza cierta timidez ante espacios vacíos, de modo que obligue a un cuerpo suelto a atravesar, en carrera vertical, espacio tras espacio hasta chocar contra el duro suelo; y se contentó con hacer una comprobación mucho más vulgar: estableció simplemente la velocidad del cuerpo que cae, el recorrido que describe, tiempo que emplea y la aceleración de la caída. La Iglesia católica cometió un grave error al amenazar a tal hombre con la muerte, y al obligarle a retractarse, en vez de liquidarlo sin tanta consideración; porque de su sistema de ver las cosas y del de sus congéneres científicos han surgido —en brevísimo tiempo, si se atiende al ritmo de la historia— las guías ferroviarias, las máquinas, la psicología fisiológica y la corrupción moral de los tiempos actuales, contra la cual la Iglesia no puede ya poner remedio. Probablemente se debió tal error a la excesiva prudencia eclesiástica, pues Galileo no sólo fue el descubridor del movimiento de la Tierra y de la ley de la caída de los cuerpos, sino que fue también un inventor por el que se interesó el gran capital, según se diría en el lenguaje de hoy. No fue él, por lo demás, el único influido por aquel espíritu nuevo; al contrario, los relatos históricos revelan cómo el frío positivismo que le animaba se difundía rápido y brutal como una epidemia; y, por muy mal que suene actualmente llamarle a uno poseso del positivismo, y pensando que ya estamos hartos de él, el despertar de la metafísica de aquel tiempo y su paso a la contemplación severa de las cosas tuvo que haber sido, según toda clase de testimonios, un fuego, una borrachera de positividad. Pero cuando se pregunta sobre los motivos que movieron a la humanidad a cambiar tan sorprendentemente de postura salta espontánea la respuesta: la humanidad no hizo más que lo que todo niño sensato al echar prematuramente a andar; la humanidad se sentó sobre la tierra tocando a ésta con una parte del cuerpo no muy digna, pero segura; con ésa sobre la que todos nos sentamos. Lo curioso del caso es que la tierra se ha mostrado tan extraordinariamente sensible a este contacto, y se deja desde entonces arrancar tal profusión de invenciones, utilidades y conocimientos que rayan en lo milagroso.
Tras estos preliminares, bien se podría pensar que es el milagro del Anticristo en el que estamos inmersos; porque la comparación hecha del contacto de la humanidad con la tierra no se ha de interpretar únicamente en el sentido de medio de seguridad, sino también en lo que tiene de indecoroso e ilícito. Y en verdad, antes de que los intelectuales llegaran a sentir placer en los hechos materiales, tal gusto era privativo de los guerreros, de los cazadores y de los comerciantes, o sea, de naturalezas sagaces y frenéticas. En la lucha por la vida no hay sentimentalismos especulativos, sino sólo el deseo de descartar al contrario del modo más rápido y efectivo; en este caso, todo el mundo es positivista. Por lo mismo, no sería una virtud dejarse engañar en los negocios en lugar de andar con pies de plomo; a cuyo efecto, las ganancias constituyen en último análisis una victoria psicológica, librada por las circunstancias sobre el adversario. Si miramos, por otra parte, las aptitudes que conducen a la consecución de nuevos descubrimientos hallamos: liberación de escrúpulos y de respetos heredados, coraje, tanto espíritu de iniciativa como de destrucción, exclusión de consideraciones morales, paciente regateo ante la posibilidad de la más mínima ventaja, tenaz perseverancia, si es necesaria, hasta encontrar el camino del éxito, y un culto a los números y a las medidas que viene a ser la expresión más elocuente de la desconfianza remante frente a toda cuestión incierta; en otras palabras, encontramos únicamente los antiguos vicios de los cazadores, de los soldados y de los negociantes, trasladados al plano intelectual e interpretados como virtudes. Semejantes virtudes son arrebatadas así a la aspiración por conseguir las relativamente viles ventajas personales; pero el elemento del mal original, como se le podría llamar, no desaparece de ellas mediante esta transformación, por ser aquél, al parecer, un elemento indestructible y eterno, al menos tan eterno como toda grandeza humana, basada precisa y exclusivamente en el placer de hacerle la zancadilla a esta grandeza y de verla caer de bruces. ¿Quién no ha sentido alguna vez, al contemplar una espléndida vasija de vidrio iridiscente, la tentación de hacerla añicos de un bastonazo? Elevado ese placer al heroísmo de la amarga persuasión de no haber en la vida nada digno de confianza —de no estar bien probado—, dicho goce es un sentimiento encasillado fundamentalmente en el positivismo de la ciencia; y, si por respeto no se quiere nombrar aquí al demonio, hay que decir, por lo menos, que empieza a oler a cuerno quemado.
Se puede pasar, sin más, a tratar de la especial predilección que el pensamiento científico siente por las definiciones mecánicas, estadísticas, materiales, por las fórmulas desconectadas del corazón. Considerar a la bondad como una forma peculiar del egoísmo; relacionar las emociones con las secreciones internas; establecer que en el hombre, de diez partes, ocho o nueve son de agua; declarar que la célebre libertad moral del caracter no es otra cosa que un fenómeno automático y accesorio del librecambio; pretender que la belleza dependa de la buena digestión y de la ordenada distribución del tejido adiposo; calcular estadísticamente cifras de las concepciones y de los suicidios para demostrar que actos, parecer los más libres del hombre, se escapan a su albedrío; reparar en la afinidad entre la embriaguez y la enajenación mental; equiparar el ano a la boca, en cuanto que ambos órganos son extremidades —la rectal y la oral— de una misma cosa… semejantes ocurrencias, que en cierto sentido desenredan el truco de la prestidigitación de las ilusiones humanas, crean siempre una especie de conjetura, favorable en orden a adquirir una acepción específicamente científica. No hay duda de que es la verdad lo que aquí se ama; pero a este límpido amor le acompaña un gusto por la desilusión, por la coacción, por la inexorabilidad, por la frialdad de la amenaza y por la sequedad de la reprensión, un gusto diabólico o, al menos, una involuntaria irradiación del sentimiento de este género.
Con otras palabras: a la voz de la verdad le corea un sospechoso rumor adyacente, pero aquellos a los que más les debería interesar no quieren saber nada de él. La psicología actual conoce ya muchos de estos disturbios inhibidos, y aconseja darles rienda suelta y que se les deje manifestarse lo más claramente posible para impedir sus efectos nocivos. ¿Qué sucedería si sintiese alguien el deseo de hacer la prueba, si a uno le acosara la tentación de esclarecer la equívoca sensación de la verdad y de sus malignas voces secundarias —la misantrópica y la satánica— e intentara confiadamente darles vida? Se revelaría poco más o menos aquella carencia de idealismo que queda ya descrita bajo el título «Utopía de la vida exacta»: el estado de ánimo preparado para el intento y para la retractación, pero supeditado a la férrea ley marcial de la conquista del espíritu. Esta conducta frente a la personificación de la vida no es, ni mucho menos, sana ni satisfactoria; no otorgaría reverencia a lo digno de vivirse, antes bien lo consideraría como una línea de demarcación que difiere incesantemente la lucha en pro de la verdad interior. Pondría en duda la santidad del estado actual del mundo, pero no por escepticismo, sino en un sentido ascendente, según el cual, el pie que más firme pisa es también el que más bajo queda. Y en el fuego de una tal Ecclesia militans, que odia la doctrina por amor a lo todavía no revelado y deja a un lado leyes y valores en consideración a su forma futura, el diablo encontraría el camino para volver a Dios; o, dicho más sencillamente, la verdad se haría otra vez hermana de la virtud, y no tendría ya por qué cometer ocultas iniquidades, semejantes a las que maquina una joven sobrina contra su tía solterona.
Todo esto asimila un joven, más o menos conscientemente, en las aulas del saber, y aprende además a conocer los elementos de un vasto y constructivo sentir que reúne sin trabajo las cosas lejanas, como una piedra que cae, o como una estrella en movimiento giratorio, y descompone en corrientes —cuyos manantiales distan milenios entre sí— algo que parece ser una unidad indivisible, como la formación de una acción simple en los centros de la conciencia. Si le diera a alguno por hacer uso del sentir así experimentado, atravesando los límites de su particular círculo de acción, pronto vería claro que las necesidades de la vida son distintas de las del pensamiento. En la vida ocurre, casi siempre, lo contrario de aquello que un espíritu cultivado esperaría. Las diferencias y las afinidades naturales son aquí objeto de gran aprecio; lo existente, como quiera que sea, es considerado hasta cierto punto como natural, y no se juega con ello de muy buen grado; los cambios necesarios se efectúan con dificultad y medíante un procedimiento de zigzag. Si a alguien de pura mentalidad vegetariana se le ocurriera tratar de usted a una vaca (considerando con justicia el hecho de que resulta mucho más fácil portarse irrespetuosamente con un ser al que se le trata de tú), a ese tal de tan peregrinas ideas se le llamaría memo, si no loco; pero no debido a su mentalidad zoófila o vegetariana —bien digna de alabanza—, sino por haberla trasladado tan sorprendentemente a la realidad. En suma, espíritu y vida se compensan de un modo complicado, obteniendo el espíritu como máximo la mitad de lo solicitado, por lo cual se le concede también el título de creyente honorario.
Pero si el espíritu —aposentado en la poderosa figura que acaba de personificar, según se ha descrito ya— aparece como un santo muy varonil, con las negativas virtudes de la caza y de la actividad bélica, se puede concluir, a juzgar por las circunstancias mencionadas, que la tendencia a lo vicioso en él latente no puede salir de su grandiosa entereza ni encuentra ocasión de acrisolarse en la realidad, y por eso busca toda suerte de caminos raros e incontrolados por ver si logra huir de su esteril reclusión. Podría preguntarse ahora si todo lo hasta aquí tratado ha sido o no un juego de la imaginación: lo que no se puede negar es que esta última hipótesis tiene su particular fundamento. Existe una anónima disposición de vida disuelta en la sangre de no pocos hombres modernos, un estar al acecho del peor adversario, una actitud de disponibilidad para cualquier alboroto, desconfianza frente a todo lo venerado. Hay personas que se lamentan de la ausencia de ideales en la juventud; en el momento de tener que ponerse ellas a solucionar el problema no reaccionan de distinta manera que aquel que, debido a un saludable escepticismo, se decide a introducir la frágil cuña de la idea a base de garrote. ¿Se da, dicho de otro modo, un fin pió que no deba permitir algo de corrupción y de empleo combinado de las bajas cualidades humanas para hacerse respetar, ante el mundo y para ser tenido por serio? Palabras como atar, coaccionar, tender la red, no arredrarse ante el hecho de haber roto los vidrios, métodos duros, producen una sensación de agradable seguridad. Ideas como aquella de que el ingenio más preclaro, finado en el patio de un cuartel, aprende en ocho días a saltar al grito de un sargento; o la de que un teniente y ocho hombres bastan para arrestar a todos los oradores parlamentarios del mundo, han encontrado más tarde su expresión clásica en el descubrimiento de que, con las cucharadas de aceite de ricino, ingeridas por un idealista, se pueden ridiculizar las persuasiones más inflexibles; pero éstas tienen ya desde hace mucho tiempo, a pesar de haber sido proscritas con enojo, la fuerza salvaje de sueños siniestros. Y es verdad que al menos el segundo pensamiento de cada uno de los hombres situados ante un fenómeno dominante —aunque el dominio lo ejerza éste con su hermosura— es hoy día el siguiente: no creas que me vas a engañar, bien pronto te vas a ver en sus garras. Esta furia reductora de un tiempo provocado y provocador no es ya la bisección de la vida en dos partes, en vulgaridad y en noble, sino más bien un automartirio del espíritu, un inconfesable placer en contemplación del bien humillado y en su destrucción. No se diferencia mucho de la apasionada voluntad de castigar las propias mentiras; y quizá no es lo más desconsolador creer en un siglo que ha nacido en posición invertida y que para dar la vuelta necesita de las manos del Creador.
Una sonrisa de hombre expresará, pues, muchas de estas cosas, aunque escape al control de la conciencia o nunca haya pasado por sus mientes; de tal naturaleza era la sonrisa con que casi todas las personalidades allí congregadas se sometían a los laudables esfuerzos de Diotima. Ascendía a manera de cosquilleo desde las piernas —que no acertaban a su postura—, y arribaba al rostro con expresión de asombro. Era un encontrar a un compañero o conocido y poderle hablar. Al dirigirse a casa, y una vez abandonado el portal de la casa, ellos sacudirían enérgicamente los zapatos contra el suelo, a título de prueba. Pero, al fin cabo, la reunión no estaba del todo mal. Empresas así, de este carácter indistinto, son naturalmente algo a lo que no es posible atribuir contenido, igual que a todas las demás ideas, por muy sublimes y universales que sean; la idea de perro, por ejemplo, no hay quien la conciba, ya que es una alusión a determinados perros y aptitudes caninas; con el patriotismo o con la más bella y más patriótica de las ideas ocurre otro tanto. Sin embargo, no por carecer de contenido dejan de tener éstas sentido; estará bien, pues, despertarlas de vez en cuando. Así hablaban aquellos señores, aunque más en su sigiloso inconsciente; Diotima, empero, atendiendo todavía a los rezagados en el recibidor principal, oía, admirada, el rumor vago de las conversaciones que se cruzaban a su alrededor, y que, si el oído no le engañaba, trataban, en no pocos casos, sobre las diferencias entre la cerveza bohemia y la bávara, o bien sobre honorarios editoriales.
¡Lástima que Diotima no pudiera contemplar desde la calle aquel cuadro! ¡Maravilloso! La luz se filtraba clara a través de las cortinas de las altas ventanas; se acrecentaba con la aureola de autoridad y nobleza proyectada por el brillo de las carrozas en espera, y por la mirada de los curiosos que, sin saber por qué, detenían su marcha y observaban durante unos minutos el desenlace de aquel acontecimiento. Diotima habría gozado de haberlo visto. La gente se revelaba cruzándose a la media luz que la fiesta esparcía sobre la calle; a sus espaldas se tendía la gran oscuridad, que, a alguna distancia, se hacía enseguida impenetrable.