71 — Comienzan a reunirse los encargados de organizar la celebración del septuagésimo aniversario del reinado de Su Majestad

DE su carta al conde Leinsdorf y de su pretensión de que Ulrich salvara a Moosbrugger, Clarisse no había dicho nada, como si lo hubiera olvidado ya todo. Pero tampoco a Ulrich se le presentó ocasión de recordarlo. Los preparativos de Diotima habían llegado entretanto a un estado en que dentro de la «Encuesta para la formulación de directrices para resumir los deseos de las comisiones de la población respecto a solemnidades del septuagésimo aniversario del reinado de Su Majestad» había sido convocada la especial «Comisión encargada de concretar las directrices organizadoras de las fiestas del septuagésimo aniversario del reinado de Su Majestad». Diotima se había reservado para sí la alta dirección. Su Señoría había redactado la circular para la convocatoria, Tuzzi la había corregido y Diotima había sometido las correcciones la decisión de Arnheim, antes de aprobarlas. Sin embargo, éste no había suprimido nada de esencial de lo que Su Señoría había escrito. «Lo que nos mueve a convocar esta asamblea —decía la circular— es el hecho de nuestra unanimidad respecto a no abandonar la poderosa manifestación popular a los eventos del azar. Por el contrario, requiere un apoyo de la jerarquía, de un lugar con previsión y perspectivas». Seguían después los «excepcionales festejos de la septuagésima subida al trono», las agrupaciones de los pueblos agradecidos, el «Emperador pacífico», la carencia de «madurez política», el «año universal de Austria» y al fin la amonestación al «capital y la cultura» para reunir todo esto y presentarlo unificado como una proclamación de la verdadera personalidad austríaca, pero también para que se procediera con suma cautela.

De las listas de Diotima se habían escogido los grupos «arte», «ciencias» y «literatura» y se habían completado diligentemente con otros trabajos minuciosos; por otra parte, había quedado un número reducido de personas como resultado de la severa selección entre aquellas a las que les había sido permitida la participación, pero de las que no se esperaba actividad; a pesar de todo, eran demasiados los convocados, de modo que ya no se podía pensar en una reunión en torno a la mesa verde, por lo que hubo que elegir la forma de un cóctel con comida fría. Se estaba, pues, de pie, o sentado si se podía; los locales de Diotima parecían el campamento de un ejército intelectual, abastecido de bocadillos, tartas, vinos, licores y té en tales cantidades que Diotima sólo podía haber contado con ellas contando con una dotación especial de su esposo. Esto quería decir claramente que el señor Tuzzi trataba de servirse de nuevos e intelectuales métodos diplomáticos.

El control de aquel complejo social le costaba a Diotima enormes esfuerzos; hubiera tropezado más de una vez, si su cabeza no hubiera sido como un soberbio frutero lleno, del que rebasaban continuamente las palabras, palabras con las que el ama de casa saludaba a cada invitado y lo cautivaba con las exactas referencias a sus últimas obras. Los preparativos habían sido extraordinarios y sólo los había podido afrontar con la ayuda de Arnheim, quien le había puesto a su disposición a su secretario privado con el fin de ordenar el material y recoger sinópticamente las instrucciones más importantes. La magnífica escoria de todo este ardiente celo llenaba las estanterías, adquiridas con el dinero que el conde Leinsdorf había puesto en depósito para cubrir las necesidades de la Acción Paralela; junto con los libros de Diotima constituía ésta el único adorno de la habitación últimamente desalojada; su florida tapicería, en cuanto era todavía visible, revelaba el boudoir, un complejo que invitaba a hacer halagüeñas reflexiones sobre la señora de la casa. Aquella biblioteca la había colocado ingeniosamente de modo que los huéspedes, después de recibir la graciosa bienvenida de Diotima, atravesaban las habitaciones atraídos por la pared de libros del fondo; torsos de interesados se elevaban y encorvaban ante los estantes, como las abejas ante un seto de flores; aunque la causa no fuera más que la noble curiosidad creadora de librerías, los observadores se sentían colmados de una dulce satisfacción al descubrir allí sus propias obras. La empresa patriótica sacaba así partido de esta estrategia política.

En cuanto a la dirección de la asamblea, Diotima dejó al principio que cada uno se desenvolviera a su aire; cuidó, sin embargo, de asegurar en seguida, especialmente a los poetas, que toda vida, incluso la del negocio, descansa sobre una lírica interna, si se la considera con «altas miras». No sorprendió a nadie; más bien se demostró que casi todos los distinguidos con la encomienda de un discurso se creyeron en el deber de dar sus consejos en resumen, es decir, en una alocución de cinco a cuarenta y cinco minutos; siguiendo las indicaciones de estas palabras, Diotima no tenía por qué temer equivocaciones, aunque sucesivos oradores eran igualmente el tiempo con la exposición de sus inútiles y falsas encías. Diotima sentía la garganta anudada por el deseo de llorar y apenas consiguió dominarse; le parecía que cada uno exponía una cosa distinta y no lograba reducirlas a un común denominador. Todavía no tenía experiencia de lo que son las concentraciones de intelectuales y, puesto que no es fácil reunir por segunda vez semejante grupo de eminencias universales, se esforzó por comprenderlas paso a paso, trabajosamente, con orden y método. Hay, por lo demás, muchas cosas en el mundo que separadamente tienen un significado distinto que en el conjunto; el agua, por ejemplo, varía sus efectos si se presenta en pequeñas dosis o en cantidades masivas; en el primer caso, sirve al placer de saciar la sed, en el segundo puede ocasionar el suplicio del ahogo; con los venenos, los deleites, el ocio, la música de piano y con los ideales ocurre algo parecido, probablemente con todo, de modo que sólo el grado de intensidad puede definir su verdadera naturaleza. Ni siquiera los genios son excepción de esta regla general; sea dicho esto para que las impresiones siguientes no influyan en descrédito de las grandes personalidades que se han puesto desinteresadamente a las órdenes de Diotima. Aquella primera asamblea pudo causar la impresión de que todo intelectual se siente inseguro, en cuanto se aparta del refugio de su torre de marfil y al tener que hacerse entender en terreno común. El extraordinario discurso que rozaba a Diotima como una nube que pasa por las alturas al hablar a solas con uno de los grandes de la reunión, causaba en ella un impacto desagradable en cuanto un tercero o un cuarto se le acercaba y cruzaba su perorata con las de los otros, en abierta contradicción; Diotima se sentía incapaz de poner orden en aquella confusión; quien no se asusta ante tales ejemplos puede imaginarse un cisne que, después de un soberbio vuelo, continúa moviéndose sobre la tierra. Tras varias experiencias también esto se deja comprender perfectamente. La vida de los intelectuales se funda en un «no se sabe para qué». Gozan de gran veneración y ésta se revela al festejar su quincuagésimo o centésimo cumpleaños, o al celebrarse los diez años de la fundación de una Escuela agrónoma que se adorna con doctores honoris causa, pero también en otras ocasiones en que toca hablar de la intelectualidad germana. Nosotros hemos tenido grandes hombres en nuestra historia y los consideramos como una institución igual a las cárceles o al ejército; cuando se da el caso hay que aprovechar la oportunidad para inculcar a alguno. Sin duda, con el automatismo adaptado a esta clase de exigencias sociales, resulta más fácil rendir los honores a aquel que tiene la vez. Pero esta veneración no es del todo efectiva; de su fundamento mana la conocida convicción de que, en verdad, nadie la merece, y es difícil distinguir si el que abre la boca lo hace en señal de admiración o para bostezar. Llamar genial a un hombre tiene algo parecido al culto de los muertos; hay que añadir silenciosamente que eso ya no se da; tiene también algo de aquel amor histérico que hace muchos aspavientos por el simple motivo de faltarle sentimiento.

Es comprensible que tal estado no sea agradable a temperamentos sensibles y que cada uno trate a su manera de desembarazarse de él. Los unos se enriquecen por desesperación aprendiendo a aprovechar la necesidad, no solamente de espíritus selectos, sino también de hombres fieros, de novelistas ingeniosos, de hijos de la naturaleza y de guías de la nueva generación; los otros llevan sobre la cabeza una invisible corona real que no se la quitan nunca, y aseguran con amarga modestia que ellos serán juzgados por el valor de sus obras, después que hayan pasado de tres a diez siglos; pero todos consideran una tragedia espantosa del pueblo alemán el que los verdaderamente grandes nunca lleguen a ser miembros del tesoro cultural vivo, pues van muy por delante de él. Hay que insistir en que aquí se ha hablado hasta ahora de los llamados intelectuales de letras, porque entre la intelectualidad y el mundo hay una diferencia muy considerable. Mientras que el intelectual de letras quiere ser admirado como Goethe, Miguel Ángel, Napoleón y Lutero, hoy casi nadie conoce ya el nombre del que ha concedido a la humanidad el inestimable don de la anestesia, nadie busca en la vida de Gauss, en la de Euler o de Maxwell la presencia de una mujer y mucho menos se preocupan de saber dónde nacieron Lavoisier y Cardano. En lugar de esto se aprende a controlar el desarrollo de los propios pensamientos y de las invenciones según los pensamientos e invenciones de otras personas tan privadas de interés como ellos, y se siguen explotando la obras supervivientes de esos cuyo fuego de vida hace tiempo que se extinguió. Es sorprendente a primera vista la constatación de la profunda diferencia que separa estas dos especies del ingenio humano, pero en seguida se presentan los ejemplos contrarios; esa diferencia aparece la más natural de todas las líneas de separación. La experiencia nos asegura que es ésa la frontera entre la persona y el trabajo, entre la grandeza del hombre y de una cosa, entre instrucción y ciencia, humanidad y naturaleza. El bajo y el ingenio industrioso no acrecientan a los ojos del cielo la graniza moral, la dignidad del hombre, la inanalizable ciencia de la vida que transmite sólo mediante ejemplos de estadistas, héroes, santos, cantantes e incluso artistas cinematográficos; tampoco aquella gran fuerza racional de la que también el poeta se siente partícipe mientras cree en su palabra y con ello prueba que por su boca habla, según las circunstancias de la vida, por su interior, la sangre, el corazón, la nación, Europa o la humanidad. Es el misterioso todo del que él se siente instrumento, al tiempo que los otros revuelven lo inteligible; hay que creer en este mensaje hasta poderlo comprender. Lo que nos asegura es, sin duda, la voz de la verdad, pero ¿no tiene algo de extraño esta verdad? Allí donde mira menos a la persona que a la cosa aparece siempre una nueva persona a la que la cosa empuja hacia adelante; en cambio, donde se tiende la persona, se tiene la sensación, después de haber alcanzado una determinada altura, de que la persona ya no satisface; la verdadera grandeza ha pasado, pues, a la historia.

Todos los congregados en casa de Diotima eran hombres integrales; en gran cantidad y a la vez. Poetizar y pensar, cosas tan naturales al hombre como a un pato el nadar, era para aquéllos su profesión y tenían en Mía, desde luego, más éxito que los demás. Pero ¿para qué? Su actividad era hermosa, grande, única, pero tanta «unicidad» era como la atmósfera de un cementerio o como la exhalación recogida de la caducidad, sin sentido determinado ni fin, sin origen ni continuidad. Innumerables recuerdos de vivencias, miríadas de vibraciones del espíritu, intersecándose las unas con las otras, concurrían en aquellos cerebros, como las agujas de un tapicero hincadas en un tejido extendido alrededor, delante y detrás de ellas sin hilo y sin orla; en algún lugar tenían un modelo que repetían de modo parecido aunque distinto en otra parte. ¿Se hace justicia uno a sí mismo echándose una mancha semejante para la eternidad?

Sería exagerado decir que Diotima debía de haber comprendido esto, pero ella sentía el soplo del viento sepulcral sobre el espíritu; a medida que iba declinando el día, se dejaba abatir cada vez más por el desaliento. Por suerte se acordó entonces de una cierta desesperanza de la que le había hablado Arnheim en una ocasión, al tratar de problemas afines y que ella no había entendido bien; su amigo estaba de viaje, pero Diotima no había olvidado la recomendación que él le había hecho de no poner demasiadas esperanzas en aquella reunión. Y así, Diotima quedó contagiada por la misma melancolía de Arnheim, la cual llegó al final a resultarle un placer halagüeño, bello, triste y casi sensual. —En definitiva —se dijo ella al reflexionar sobre la profecía—, ¿no es pesimismo lo que asalta siempre a las personas de acción cuando se ponen en contacto con las personas de la teoría?