VAN Helmond era un ilustre pintor, especializado en restauraciones de palacios antiguos; su obra más genial era su hija Clarisse. Un buen día apareció ésta inesperadamente en casa de Ulrich.
—Papá me manda —le anunció ella— a preguntarte si podrías usar de tus relaciones con la aristocracia de modo que redunden también en beneficio de él. Miró alrededor con curiosidad, se sentó en una silla y sobre otra dejó el sombrero. Luego dio la mano a Ulrich.
—Tu papá me sobreestima —intentó decirle, pero ella le cortó la palabra.
—¡Nada de eso! Ya sabes; el pobre viejo necesita siempre dinero. El negocio no va como antes —ella rió—. Has puesto todo muy elegante, ¡bonito! Examinó por segunda vez todo el ambiente y después miró a Ulrich; sus ademanes tenían algo de la amable inseguridad de un perrito al que le inquieta la comezón de una mala conciencia. —Si puedes lo harás, ¿verdad? —dijo Clarisse—. Si no, paciencia. Yo se lo he prometido naturalmente. Pero el motivo principal por el que he venido es otro; su recado me ha sugerido una idea. Debe de ser cosa de familia: yo quisiera saber también lo que tú piensas. Sus labios y sus ojos vacilaron y se contrajeron un momento, pero en seguida arremetió contra el obstáculo del comienzo: —¿Te da alguna idea la expresión «cirugía estética»? Un pintor es médico de esta especialidad.
Ulrich comprendió; conocía ya la casa de sus padres.
—Oscuro, elegante, suntuoso, rico, acolchado, engalanado —continuó ella—. Papá es pintor y como tal, un médico de cirugía estética; el trato con nosotros da, pues, una distinción como el irse a tomar baños medicinales. Tú ya me entiendes. Y una de las entradas principales de papá constituye la restauración de palacios. ¿Conoces a los Pachhofen?
Pertenecían a una familia patricia, pero Ulrich no los conocía; años atrás se había encontrado, sin embargo, con una señorita Pachhofen en compañía de Clarisse. —Era mi amiga —repuso Clarisse—. Entonces ella tenía diecisiete años y yo quince; papá recibió el encargo de restaurar su palacio.
”¡Ah, sí! El palacio Pachhofen. Estuvimos todos invitados. También Walter estuvo con nosotros por primera vez. Y Meingast.
—¿Meingast? —Ulrich no sabía quién era Meingast.
—Sí, hombre; tú mismo le conoces. Meingast, el que marchó después a Suiza. Entonces no era todavía filósofo, sino gallo en todas las familias con hijas.
—No le he visto nunca —precisó Ulrich—, pero ahora sé quién es. —Bien —Clarisse arrugó la frente reflexionando—. Espera: Walter tenía entonces veintitrés años; Meingast, algunos más. Creo que Walter admiraba en secreto a papá. Era la primera vez que asistía a una invitación en un palacio. Papá llevaba a menudo algo así como un manto real. Al principio creo que se enamoró más de papá que de mí. Y Lucy…
—¡Por amor de Dios; despacio, Clarisse! —le rogó Ulrich—. Me parece que he perdido el hilo.
—Lucy —dijo Clarisse— es la señorita, la hija de los Pachhofen, de los cuales recibimos la invitación. ¿Entiendes ahora? ¡Claro que sí! Cuando papá vestía a Lucy con terciopelo y brocado, y la sentaba con una gran cola sobre uno de sus caballos, se creía un Tiziano o un Tintoretto. Los dos estaban enamorados, el uno del otro.
—O sea que papá de Lucy y Walter de papá. —Espera un poco. Por entonces estaba de moda el impresionismo. Papá pintaba a la antigua, al estilo musical, como todavía lo hace hoy día: salsa marrón con abanicos de pavo. Pero Walter prefería el aire libre, la claridad de líneas, las formas funcionales, la novedad y la sinceridad. A papá le resultaba en el fondo insoportable, como una predicación protestante; Meingast tampoco le agradaba, pero tenía dos hijas por casar, gastaba más dinero que el que percibía y por eso toleraba a los dos jóvenes. Walter, en cambio, amaba ocultamente a papá, según acabo de decir; pero en público le tenía que despreciar a causa de la nueva corriente artística. Lucy no ha entendido nunca de arte, pero no quería quedar en ridículo ante Walter y temía que papá apareciera como un viejo raro si Walter se llevaba la razón.
Ulrich quiso saber algo de mamá.
—Mamá estaba también presente. Reñía con su marido todos los días, ni más ni menos, siempre. Puedes comprender que a Walter le favorecían estas circunstancias. Se hizo punto de intersección de todos nosotros; papá le temía, mamá le provocaba, y yo comenzaba a enamorarme de él. Lucy, sin embargo, le halagaba. Así Walter ejercía cierto influjo en papá y fue deleitándose cuidadosamente. Yo digo que entonces formó su personalidad, pues sin papá y sin mí no hubiera llegado a lo que es. ¿Te das cuenta ya de todo este complejo?
Ulrich creyó poder contestar afirmativamente.
—Pero mi intención era contarte otra historia —aseguró Clarisse. Reflexionó un momento y añadió—: ¡Aguarda! Piensa primero en mí y en Lucy: eran unas relaciones emocionantes y complicadas. A mí me daba miedo papá, que, enamorado como estaba, amenazaba arruinar a toda la familia. Naturalmente, yo quería también ver el desenlace de todo aquello. Los dos estaban locos. En Lucy se mezclaba la amistad conmigo con el sentimiento de tener un amante al que yo debía llamar respetuosamente papá. Ella no estaba menos orgullosa por eso, pero delante de mí se avergonzaba. Creo que aquel viejo palacio no había vivido desde su construcción complicaciones semejantes. Lucy pasaba todo el día al lado de papá y por la noche subía a la torre a confesarse conmigo. Yo tenía mi dormitorio en la torre y casi toda la noche estábamos con luz.
—¿Hasta qué punto llegaron sus relaciones con tu padre?
—Eso es lo único que no pude saber. ¡Pero figúrate aquellas noches de verano! Los búhos gemían, la noche lloraba; a veces se apoderaba de nosotras el miedo y entonces nos acostábamos las dos en mi cama y seguíamos allí la narración. Nos parecía que a un hombre así, con tan fatídica pasión, no le quedaba otro remedio que darse un tiro. En realidad esperábamos que lo hiciera cualquier día…
—A mí me da la impresión —interrumpió Ulrich— que entre ellos no llegó a suceder gran cosa.
—Yo también lo creo así; todo no. Pero sí algo. Lo verás en seguida. A Lucy la obligaron a salir del palacio porque, al llegar inesperadamnte su padre, quiso llevársela consigo a hacer un viaje por España. Debeis haber visto a papá, tan solo como quedó. Creo que le faltó poco para estrangular a mamá. Con un caballete plegable sujeto a la silla, se paseaba cabalgando de la mañana a la noche sin dar una pincelada; y cuando quedaba en casa tampoco pintaba nada. Ya sabes que de ordinario pinta como una máquina, pero por aquel tiempo le sorprendí varias veces en una de las grandes salas vacías, con un libro en la mano, pero cerrado. Así se pasaba largas horas, sumido en estática meditación; luego se levantaba y se iba a otra habitación o al jardín a proseguirla; algunas veces permanecía así todo el día. Era ya viejo y la juventud le había dejado plantado. ¿No te parece que es comprensible? Yo pienso que el cuadro que observaba él frecuentemente: Lucy y yo, dos amigas, abrazadas en confidente conversación, debía de inflamar en él… algo como una sémilla silvestre. Posiblemente sabía también que Lucy iba a la torre a estar conmigo. En una ocasión, hacía las once de la noche, cuando ya no quedaba en el palacio ninguna luz encendida, se presentó allí. ¡Vaya apuro! —Clarisse se dejó llevar por la emoción de su propia historia—. Sentí sus pasos y tanteo en la escalera, el pestillo fue accionado torpemente y la puerta se abrió…
—¿Por qué no gritaste?
—¡Ahí está el problema! Desde el primer ruido que oí supe quién era. Debió de aguardar inmóvil detrás de la puerta, porque durante unos instantes no se oyó ningún ruido. Probablemente él mismo sintió miedo. Después cerró despacio y me llamó en voz baja. Yo estaba aturdida. No quise contestarle, pero de mí salió un extrañó sonido como un lamento, como si yo fuera un espacio profundo. ¿Sabes lo que quiero decir?
—No. Sigue contando.
—Nada de especial. En el momento siguiente tomó mi mano con infinita desesperación y cayó casi sobre mi cama; su cabeza descansó en la almohada frente a la mía.
—¿Lágrimas?
—¡Sequedad convulsiva! ¡Un cuerpo viejo, desamparado! Me di cuenta en seguida. ¡Si se pudiera describir lo que se llega a pensar en tales momentos…! Yo creo que se desató en él contra toda decencia una furia loca impulsada por el vacío de lo perdido. Noté que de repente se despertaba y pude ver, aunque la habitación estaba completamente oscura, cómo se le crispaba el tejido muscular de hambre de mí. Yo sabía que ya no eran posibles ni respeto ni miramiento; desde mi gemido no había experimentado ya otra cosa; mi cuerpo estaba seco y ardiente; el suyo, como un papel junto al fuego. Todo se deslizó como seda; sentí su brazo serpentear a lo largo de mi cuerpo y despegarse de mi espalda. Ahora quisiera preguntarte una cosa. A eso he venido… —Clarisse interrumpió su relato.
—¡A ver! Todavía no has preguntado nada —le ayudó Ulrich, después de un breve silencio.
—No. Antes tengo que decir algo más. Al pensar que mi inmovilidad tenía que ser para él una señal de consentimiento, me aborrecí a mi misma, pero permanecí tendida, sin saber qué hacer; una losa de terror me oprimía. ¿Qué piensas tú de esto?
—No puedo decir nada.
—Con una mano me acarició el rostro, con la otra tanteó inquieto. Sus dedos temblorosos, con simulado candor, ¿sabes?, rozaron mi pecho como un beso y luego vacilaron, esperaron, quizá a una respuesta. Al final quisieron… ¡bueno!, te lo imaginas; al mismo tiempo su rostro buscó el mío, pero entonces, haciendo yo uso de las últimas fuerzas que me quedaban, me desprendí de él y me di media vuelta hacia un lado; y nuevamente exhaló mi pecho ese suspiro que ni yo misma conozco, entre queja y ruego. Has de saber que tengo un lunar, un medallón oscuro…
—¿Y cómo reaccionó tu padre? —le interrumpió Ulrich fríamente.
Pero Clarisse no se dejó interrumpir: —… ¡aquí! —sonrió con ansiedad y señaló a través del vestido una parte cóncava en la cadera—. Hasta aquí llegó, aquí está el medallón. Este medallón posee una virtud prodigiosa.
De repente la sangre asomó a su rostro inundándolo entero. El silencio de Ulrich serenó a Clarisse y ahuyentó el pensamiento que la había aprisionado. Sonrió indecisa y concluyó con rapidez: —¿Mi padre? Se incorporó. No pude ver la expresión de su rostro; supongo que sería de vergüenza o también de agradecimiento, pues fui yo la que le salvé en el último momento. Date cuenta que él es un hombre de edad… yo una muchacha débil, pero con fuerza suficiente para todo eso. Debo de haberle parecido extraordinaria porque, al despedirse, me apretó la mano muy tiernamente y con la otra me acarició la cabeza dos veces. Ahora, ¿harás por él todo lo que te sea posible? Esto es todo lo que tenía que contarte.
Apretada y correcta, en un vestido a medida, que sólo llevaba cuando iba a la ciudad, se levantó para salir y estrechó la mano de Ulrich como despedida.