69 — Diotima y Ulrich. Continuación

Y Diotima era sobre todo la persona que reforzaba en él, de un modo nuevo, aquel sentimiento de que no estaban unificadas la superficie y la profundidad de su existencia. Se dividía claramente cuando salía de viaje. Con ella, en aquellas excursiones que eran a veces como paseos bajo el claro de luna, donde la belleza de la joven mujer se desprendía entonces de toda su persona y cubría por un momento sus ojos como la urdimbre de un sueño. Él sabía bien que Diotima confrontaba todo lo que él decía con lo que se suele decir comúnmente —aunque en un plano más elevado que el usual— y le resultaba agradable que ella le juzgase «inmaduro» y sentirse como ante un catalejo dirigido hacia él. Cada vez se empequeñecia más y cuando, hablando con Diotima, él hacía de abogado del diablo, creía —o al menos no andaba lejos de creer— oír con sus mismas palabras las conversaciones de sus últimos años de escuela en que había hablado con sus compañeros acerca de todos los malhechores y ogros de la historia del mundo; como tales se los habían presentado sus maestros con ideal aborrecimiento. Si Diotima le miraba disgustada, él se relajaba todavía más, la conducta moral heroica y expansiva la suplía por el comportamiento de sus años de adolescente y se mostraba regañón, testarudo, tosco e intempestivo —hablando naturalmente en lenguaje metafórico— del mismo modo que se puede descubrir en un gesto o en una palabra una vaga reminiscencia de gestos y palabras dejados atrás o, simplemente, ademanes soñados o vistos en otro; pero siempre, por el placer de escandalizar a Diotima, hacía sonar la misma nota. El espíritu de aquella mujer, que tan hermosa hubiera sido sin su espíritu, suscitaba en él un sentimiento inhumano, quizá de veneración ante su inteligencia, de aversión contra todas las cosas grandes, una sensación débil, apenas perceptible, aunque la palabra «sensación» es quizá una expresión demasiado pretenciosa para aquella exhalación esfumada. Si se tratara de solidificarla en palabras, habría que decir que a veces Ulrich veía delante de sí corporalmente, no sólo el idealismo de aquella mujer, sino todo el idealismo del mundo entero en sus ramificaciones y extensión, suspendido a un palmo de la coronilla griega; poco faltaba para que fueran los cuernos del diablo. Luego se hacía todavía más pequeño y, hablando otra vez en lenguaje figurado, volvía a la primera ética pasional de la infancia que concede a la mirada la seducción y el sobresalto de las gacelas. Los sentimientos delicados de esta edad pueden inflamar en un instante de entrega a todo el mundo, pues no tienen ni el fin ni la posibilidad de producir efecto alguno y son un fuego ilimitado; esto le sentaba mal a Ulrich, pero en definitiva en compañía de Diotima sentía la nostalgia de aquellos sentimientos infantiles que apenas acertaba ya a imaginarse, porque no guardan relación con los sentimientos de un adulto.

Una vez estuvo a punto de confesárselo. En uno de sus viajes bajaron del coche y se internaron a pie en un pequeño valle que era como un delta de prados con elevadas orillas de bosques; formaba un triángulo, cruzado en su mitad por un arroyo medio helado. Las laderas estaban en parte heladas, pocos árboles quedaban ya en pie, semejando penachos erguidos sobre las calvas del monte y sobre las cumbres de las colinas. El paisaje les había llevado a darse un paseo por él; era uno de aquellos expresivos días sin nieve que, en medio del invierno, aparecen como un vestido de verano, descolorido, pasado de moda. Diotima preguntó de improviso a su primo: —¿Por qué Arnheim le llama a usted activista? Dice que usted está siempre pensando en buscar modos y maneras de cambiar y mejorar las cosas. Se había acordado de que su conversación con Arnheim sobre Ulrich y sobre el general había quedado ininterrumpida sin haber sacado una conclusión. —No lo entiendo continuó— porque me parece que usted rara vez habla en serio. Pero tengo que preguntarle por qué razón nos tiene que tocar a los dos resolver juntos un asunto de tanta responsabilidad. ¿Se acuerda todavía de nuestra última conversación? Usted afirmó que nadie a quien le fuesen investidos todos los poderes realizaría inmediatamente todos sus deseos. Quisiera saber qué quiso decir usted con eso. ¿No es un pensamiento horrendo?

Ulrich calló al principio. Durante aquel silencio, que siguió a la perorata de Diotima, tan descarada como era posible, ella comprendió cuánto la ocupaba esa ilícita pregunta de si Arnheim y ella realizarían sus respectivos deseos secretos. Diotima creyó haberse declarado a Ulrich. Se puso roja, trató de impedirlo, se enrojeció todavía más y apartó la mirada de él para dirigirla, fingiendo despreocupación, al valle.

Ulrich había observado el incidente. —Temo que la única razón por la que Arnheim me llama activista, como usted dice, es que él valora más de lo debido mi influjo en la casa Tuzzi —replicó—. Usted misma reconoce el poco valor que concede a mis palabras. Pero en este momentó en que ha dirigido sus preguntas he visto el influjo que ejerzo en usted. ¿Puedo decírselo sin que me lo reproche inmediatamente? Diotima hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, pero no pronunció palabra; intentó luego refugiarse en una aparente distracción.

—He afirmado —comenzó Ulrich— que nadie realizaría, aun pudiendo, sus propios deseos. ¿Se acuerda de nuestras carpetas de proposiciones? Ahora yo le pregunto: ¿no le parece que uno se vería en apuros si de repente viera realizado lo que ha solicitado durante toda su vida? ¿Si, por ejemplo, se impusiera de un momento a otro el Reino de Dios sobre los católicos, o el Estado futuro sobre los socialistas? Es posible que esto no demuestre nada; todos se acostumbran a exigir y nadie se preocupa de realizar; quizá opine mucha gente que esto es lo natural. Continúo, pues, con mis preguntas: no hay duda de que, para un músico, la cosa más importante es la música y para un pintor la pintura, como para un especialista del cemento, probablemente las construcciones de hormigón. ¿Cree usted que el uno se imaginaría que Dios es especialista en cemento ármado y que los otros preferirían un mundo pintado o un mundo creado por una corneta antes que el mundo real? Usted considerará absurda esta pregunta, pero lo grave del caso es que habría que anhelar este absurdo.

«Y no piense ahora —le dijo muy seriamente— que sólo me refiero al hecho de apetecer lo difícil de realizar, y de despreciar lo que es fácil de conseguir. Mi pensamiento es éste: la realidad siente un deseo absurdo de irrealidad».

Había conducido a Diotima al interior del valle sin miramiento alguno. El suelo estaba mojado en las partes altas, quizá por la nieve que se derretía en las pendientes; ellos tenían que saltar de un césped a otro, lo cual articulaba la conversación y permitía a Ulrich explicarse a brincos. A Diotima se le ofrecían tantas objeciones que oponer a Ulrich que no sabía por cuál empezar. Se había mojado los pies; se paró, por tanto, seducida y temerosa sobre un montículo con la falda algo levantada.

Ulrich se volvió hacia atrás y se echó a reír. —Ha entrado en un camino muy peligroso, ilustre prima. ¡Los hombres se alegran cuando los demás les dejan en paz y no pueden realizar sus ideales!

—¿Y qué haría usted —preguntó Diotima enfadada— si pusieran a su disposición el gobierno del mundo?

—No me quedaría más remedio que anular la realidad.

—¡Ya me gustaría saber cómo!

—¿Y quién lo sabe? Ni yo mismo sé lo que quiero decir con esto. Nosotros valoramos excesivamente el presente, el sentimiento actual, lo que tenemos entre manos, así como este valle nos tiene como metidos en un cesto y cubiertos por el presente. Le damos demasiada importancia. Más tarde nos daremos cuenta de ello. Quizá será de aquí a un año cuando podamos contar cómo hemos estado aquí. Pero eso que se mueve en nosotros, en mí por lo menos, ¡cuidado con dar nombres y explicaciones!, está siempre en contraste con esta forma de experiencia. Está sofocado por el presente; de ese modo no es posible actualizarlo.

Las palabras de Ulrich resonaron en la angostura del valle fuertes y confusas. Diotima se sintió de repente indispuesta y trató de volver al coche. Pero Ulrich la detuvo y le mostró el paisaje. —Esto fue, hace unos cuantos miles de años, un glaciar. Tampoco la tierra es, como el alma, aquello que en el momento presente parece ser —le explicó—. Esta criatura redonda tiene un temperamento histérico. Hoy es madre nutritiva. Antes fue frígida, hielo, como una mala moza. Y algunos miles de años antes se comportó ardiente y lujuriosa, con bosques de helechos gigantes, con lagunas de fuego y animales demoníacos. No se puede decir que ha evolucionado hacia la perfección ni cuál sea su verdadero estado. Lo mismo es aplicable a su hija, la humanidad. Piense usted en la variedad vestidos que ha llevado a lo largo del tiempo aquí donde estamos nosotros ahora. En expresión de manicomio, se parece a una larga serie de obsesiones crónicas con repentinos delirios, después de los cuales se transforman en nuevas concepciones de la vida. ¡Usted ve cómo se anula la realidad a sí misma!

”Quisiera añadir todavía una cosa —dijo Ulrich tras una breve pausa, y empezó a repetirle todo desde el principio—. La sensación de posar los pies sobre tierra firme y de estar revestidos de una piel resistente apenas tiene lugar en mí, si bien parece connatural en los demás. Trate de recordar sus años de niña: fuego suave. Y luego sus años de adolescente: ardor en los labios. En mí al menos hay algo que se resiste a admitir que la edad adulta sea el apogeo de tal desarrollo. En un sentido sí; en otro no. Si yo fuera el formicaleón de las libélulas, me avergonzaría de haber sido un año antes la torpe larva de color gris que anda hacia atrás y vive sepultada al borde de los bosques en la punta de un embudo de arena; con sus tenazas invisibles abraza a las hormigas por el talle, después de haberlas bombardeado misteriosamente y extenuado con granitos de arena. A veces me da miedo mi juventud, incluso si hubiera sido una libélula y ahora debiera de ser una fiera. Ni él mismo sabía lo que quería. Con la historia de las libélulas había intentado imitar, como los monos, la omnisciencia de Arnheim. Estuvo por decirle: —Deme un abrazo, sólo por amabilidad. Al fin somos parientes, no del todo ajenos, aunque tampoco formamos unidad; somos los «puntos más opuestos a una relación digna y severa». Pero Ulrich se equivocaba. Diotima era de esas personas satisfechas de sí mismas que por eso consideran las fases de su vida como una escalera que conduce de abajo arriba. Lo que le decía Ulrich le era del todo incomprensible, así es que tampoco sabía lo que él había dejado de decirle; pero entretanto se habían acercado al coche y Diotima respiró tranquilizada; entonces tomó la palabra como solía, mezclándola con consideraciones entretenidas, festivas y zahirientes que pronunciaba afilando el rabillo del ojo. En aquel momento, Ulrich no le producía otro efecto que el de desilusión. Una leve nube de encogimiento le subió de algún escondrijo de su corazón y se disolvió en un vacío seco. Quizá entonces se dio cuenta clara y cruelmente que a la corta o a la larga tendrían que tomar una resolución respecto a sus relaciones con Arnheim, pudiendo transformar así toda su vida. No era del caso pensar que esto le hacía ahora feliz; pesaba sobre ella con la gravedad de alguno de aquellos montes cercanos. La debilidad había pasado. Aquel «privarse de hacer el propio capricho» había brillado por un momento con un absurdo fulgor que ella no entendía.

—Arnheim es todo lo contrario de lo que soy yo; estima demasiado la suerte que tienen el tiempo y el espacio cuando se encuentran con él para formar el tiempo presente, constantemente —suspiró Ulrich sonriente, haciendo ademán de terminar; pero de la infancia no habló más, con lo cual perdió la ocasión de aparecer ante Diotima como un hombre de tiernos sentimientos.