68 — Una digresión: ¿Debe la persona actuar de acuerdo con su propio cuerpo?

INDEPENDIENTEMENTE de lo que se decían los rostros, el movimiento coche mecía a los dos primos en los viajes; sus vestidos se tocaban, se enredaban entre sí y se volvían a separar; esto sucedía a la altura de los hombros porque lo demás iba cubierto por una manta común. Los cuerpos percibían aquel contacto sofocado de los vestidos con la suavidad y sugerencias de una noche de luna. Ulrich no era insensible a este ardíd del amor, pero no lo tomaba demasiado en serio. El contagio del apetito sensual a través del vestido, el paso del abrazo a la resistencia o del fin a los medios, respondía a su naturaleza que le inclinaba hacia la mujer, pero sus fuerzas superiores le frenaban ante la persona ajena e inapropiada para él, de modo que se encontraba siempre en continua pugna entre atracción y repulsión. Pero esto significa que la sublime hermosura del cuerpo humano, en el momento en que la melodía del espíritu asciende del instrumento de la naturaleza, o aquel otro momento en que el cuerpo se presenta como un cáliz lleno de una mística bebida, no han tenido lugar en su vida, a excepción de los sueños relacionados con mujer del comandante mayor y que habían suspendido en él durante largo tiempo semejantes tendencias.

Desde entonces su trato con mujeres había ido desencaminado; desgraciadamente, con un poco de buena voluntad por ambas partes sucedía esto con mucha facilidad. Se da un esquema de sentimientos, actitud y complicaciones que hombre y mujer, en cuanto fijan en ellos el primer pensamiento, se disponen a dominarlos; éste es un sistema a la inversa, en sentido intrínseco, en el que los últimos acontecimientos se pujan para abrirse camino hacia adelante, y no es ya un brotar del manantial; en tal trastrueque psíquico no se da el puro placer recíproco; este sentimiento elemental es el más profundo de los del amor y el que por vía natural origina todos los demás. Por eso Ulrich se acordaba no rara vez, durante sus viajes con Diotima, de la despedida al finalizar su primera visita. Había retenido la suave mano femenina en la suya, una mano sin peso, noble y artísticamente perfeccionada, y se habían mirado los dos a los ojos; ciertamente habían sentido aversión mutua, pero habían pensado también en su recíproca aptitud de compenetrarse hasta desaparecer volatilizados. Algo de aquella visión había permanecido entre ellos. Arriba se miran dos rostros con tremenda frialdad, abajo se confunden los cuerpos, fluyentes, ardorosos, sin capacidad de resistencia. Algo místico, maligno, hay en ello, como en un dios de dos cabezas o en la pezuña del diablo. Ulrich lo había experimentado a menudo en su juventud y por ahí se había descarriado, pero con los años se demostró a sí mismo que eso no era más que una estimulante muy vulgar del amor, en el mismo sentido en que la desnudez es una sustitución del despojo. Nada inflama el amor vulgar tanto como la halagüeña experiencia de poseer la virtud de incluir a una persona en un arrobamiento en el que se comporta tan locamente que necesitaría ser un asesino para querer provocar de modo distinto una transformación semejante. ¿Puede una persona civilizada transformarse de tal manera que pueda operar en nosotros un efecto semejante? ¿No es ésta la estupefacta pregunta de los ojos vidriados y atrevidos de todos los que arriban a la isla solitaria de la voluptuosidad donde se hacen criminales, destino y dios, y alcanzan del modo más cómodo el más alto grado a ellos posible de irracionalidad y aventura?

La repugnancia que adquirió con el tiempo respecto a esta clase de amor se extendió al final hasta su mismo cuerpo, que siempre había favorecido tales indebidas relaciones, fingiendo ante las mujeres una masculinidad accesible para la que Ulrich poseía demasiada inteligencia y contradicciones internas. A veces se llenaba de celos de su mismo aspecto tratándose a sí mismo como un rival que trabaja con medios comunes y revela contradicciones que también se dan en otros, aunque no las sientan. Él mismo cuidaba su cuerpo con ejercicios atléticos y le daba forma, expresión y ligereza, cuyo influjo sobre lo interior no es tan pequeño como para poder ser comparado con el que ejerce un rostro siempre sonriente o siempre serio en su estado de ánimo. Es de notar que la mayor parte de los hombres poseen un cuerpo descuidado, formado o deformado por casualidades y que parece estar desconectado de su espíritu y esencia, o bien un cuerpo cubierto con la máscara del deporte donde la persona auténtica aparenta estar de vacaciones. Éstas son las horas en que el hombre tira del hilo de los sueños de la apariencia exterior, recogidos negligentemente en el mundo grandioso y bello de las revistas ilustradas. Todos esos bronceados y musculosos tenistas, jinetes y corredores que aparentan haber batido marcas mundiales, aunque de ordinario no pasan de simples aficionados, esas mujeres estratégicamente vestidas o desvestidas, son soñadores de ojos abiertos, y se diferencian de los soñadores ordinarios sólo en que sus sueños no permanecen en el celo sino que vagan al aire libre como almas masivas, corporales, drásticas; llamémoslas también —pensando en fenómenos ocultos más que dudosos— ideoplásticas. Pero esos soñadores tienen de común con fantaseadores una cierta superficialidad, tanto en lo que se refiere a la próximidad de despertarse, como a su contenido. El problema de la fisiognómica en general aún hoy día parece estar oculto; a pesar de que, sirviéndose de la escritura, de la voz, de la postura en el sueño, y Dios sabe de cuántas cosas más, se ha aprendido a formular conclusiones sobre la naturaleza humana que a veces son incluso acertadas, aunque sorprendentes; para el cuerpo como un todo no se han conseguido más que variaciones de moda, modelos a los que se acomoda, o a lo más una especie de filosofía naturalista.

¿Es éste el cuerpo de nuestro espíritu, de nuestras ideas, intenciones o planes, o bien de nuestras locuras, incluidas las hermosas? El haber amado estas locuras y el haberlas puesto parcialmente en práctica no le impedía a Ulrich sentirse a disgusto en aquel cuerpo suyo, que ellas habían creado.