67 — Diotima y Ulrich.

LAS relaciones entre Diotima y Ulrich habían mejorado mucho debido a los frecuentes encuentros que derivaron en costumbre. Frecuentemente tenían que salir juntos para hacer visitas; por otra parte él acudía casa de Diotima varias veces por semana, sin previo aviso y a horas intempestivas en no pocas ocasiones. En tales circunstancias les resultaba cómodo sacar partido de su parentesco y mitigar las severas normas de sociedad. Diotima no siempre le recibía en el salón ni totalmente blindada de arriba abajo, sino a veces ligeramente vestida; siempre, sin embargo, con gusto y prevención. Se había creado entre ambos una especie de recíproca pertenencia bajo la forma externa de la Acción; pero las formas ejercen influjo en el interior y los sentimientos que las constituyen también pueden ser despertados por él.

Ulrich sentía a veces la insinuación de la gran hermosura de Diotima. Le parecía una joven res, alta, corpulenta, de buena raza, de paso firme y decidido, y con una profunda mirada que distinguía bien las hierbas secas que arrancaba. Por tanto, incluso ahora la contemplaba no sin aquella maldad e ironía que se vengaba de su abolengo espiritual; a eso se dirigía la comparación con el reino animal, nacida de una ira encamada y aplicable no tanto a aquel mentecato modelo de criatura cuanto a la escuela de sus admiradores. —Qué agradable sería —pensaba él— si Diotima fuera ignorante, negligente y bonachona, como es siempre un cuerpo alto y ardiente de mujer, cuando no anida pájaros en la cabeza. La famosa mujer del señor Tuzzi se volatilizaba y su cuerpo seguía existiendo sólo como un sueño que junto con almohada, lecho y despertador se transforma con su ternura en una nube blanca absolutamente sola en el mundo.

Cuando Ulrich volvía de aquellos vuelos fantásticos, veía delante de sí un afanoso espíritu burgués que buscaba contacto con nobles pensamientos. Por lo demás, la afinidad de la sangre, unida a fuertes contrastes de caracteres, molesta; basta ser consciente del parentesco; muchas veces los hermanos no se pueden soportar entre sí por motivos injustificables; la presencia de su ser les hace dudar los unos de los otros y se miran recíprocamente como en un espejo deformador de la imagen. Bastaba que Diotima pareciese tan alta como Ulrich para despertar en él el pensamiento de su parentesco y hacerle distanciarse de su cuerpo. Le había transmitido a su prima, aunque con algunos cambios, la labor asignada en principio a su amigo Walter: la de humillar y exacerbar su orgullo, así como nos sucede cuando volvemos a vernos en viejas fotografías que nos desagradan, nos humillan y al mismo tiempo desafían a nuestra vanidad. De aquello resultó que aún en la desconfianza que empezó a sentir Ulrich frente a Diotima había algo de imperativo y encantador, una exhalación de auténtica simpatía, así como también la cordial amistad de Walter continuaba todavía bajo la forma de un cierto recelo.

Durante mucho tiempo Ulrich vio con extrañeza que Diotima no le agradaba y no podía explicar por qué. Muchas veces hacían juntos pequeñas excursiones; con el consentimiento de Tuzzi, aprovechaban los buenos días para enseñar a Arnheim, a pesar de la desfavorable estación del año, «las hermosuras de los alrededores de Viena». —Diotima no usaba para ello más expresión que este clisé— y a Ulrich le tocaba representar el papel de pariente más viejo, de guardia de honor; los acompañaba porque al señor Tuzzi no se lo permitían sus ocupaciones; más tarde se supo que Ulrich salía también solo con Diotima cuando Arnheim estaba viaje. Para tales excursiones, como también para los asuntos relativos a la Ación, Arnheim había puesto a su disposición tantos coches como fueran necesarios, pues el carruaje de Su Señoría, con su escudo y adornos lo conocían todos en la ciudad y llamaba demasiado la atención; no eran, por lo demás, coches propios de Arnheim; la gente rica encuentra siempre otras personas que sienten sumo gusto en complacerles.

Tales salidas no tenían solamente carácter recreativo sino también el de reclutar personas influyentes y hacendadas para incardinarlas a la Acción Paralela; se dirigían, por tanto, más a las afueras de la ciudad que al campo. Los dos parientes vieron juntos muchas cosas bellas: muebles da Teresa, palacios barrocos, personas que aún se hacían llevar por el mundo en brazos de su servidumbre, casas modernas con grandes departamentos, suntuosos edificios de banca y la mezcla de severidad española con el tenor de vida de la clase media en las viviendas de altos funcionarios del Estado. Las mansiones de la aristocracia representaban el resto de un gran confort de vida sin agua corriente, y las casas de la opulenta burguesía eran una copia corregida por el gusto y los servicios de higiene, pero algo descolorida. Las casas señoriales tienen siempre un aspecto bárbaro: la escoria y los residuos que el fuego del tiempo no ha consumido reposan todavía en los palacios de la nobleza; junto a sus ostenntosas escalinatas el pie se hundía en la madera blanda del pavimento apolillado y horrorosos muebles de estilo funcional se abrían paso entre preciosas obras de arte antiguo. Por el contrario, la clase de los venidos a más, enamorada de las grandes e imponentes épocas de sus predecesores, había hecho una selección mejor, más refinada. Si un palacio venía a parar a las manos de una familia burguesa, no sólo se veía provisto de la moderna comodidad que se aplica, por ejemplo, a un recuerdo de familia, a una araña de cristal en la que se instala un cordón de luz eléctrica, sino que en el arreglo se atendía más bien a eliminar lo menos artístico y a coleccionar piezas de valor, a elección propia o por indicación de los expertos. Aquel refinamiento era más pronunciado en las viviendas ciudadanas que en los palacios, donde a veces se acumulaban los impersonales enseres y muebles de un transatlántico; pero en este país de tanta ambición social los palacios conservaban —debido a una pátina inimitable, a una oportuna distribución de los muebles o a la colocación de un cuadro en un lugar dominante de la pared— el eco delicado y claro de una gran música callada.

Diotima estaba encantada con tanta «cultura»; siempre había sabido que su patria albergaba tesoros así, pero la profusión le sorprendía. En sus giras por los pueblos de provincia eran a menudo convidados los dos, y a Ulrich le llamaba la atención que algunos comieran la fruta a mano y sin pelar e hicieran otras cosas parecidas, contrastantes con el ceremonial rigurosamente observado en las distinguidas casas de la burguesía. La misma observación se podía hacer en las conversaciones; la verdadera cortesía y delicadeza era casi exclusiva de las familias burguesas; en los círculos aristocráticos dominaba el conocido estilo desenvuelto que recuerda el de los cocheros. Diotima defendía entusiásticamente aquellas costumbres, frente a la oposición de su primo. Las moradas burguesas, concedía, estaban acomodadas con más higiene y sentido. En los palacios nobles se hiela uno de frío en el invierno; no son raras las escaleras estrechas y deterioradas y al lado de suntuosos recibidores se encuentran dormitorios bajos y enmohecidos. No hay montacargas ni cuartos de baño para la servidumbre. ¡Pero precisamente esto es en cierto sentido lo más heroico, lo que refleja la tradición y el más grandioso descuido!, concluyó Diotima excitada.

Ulrich aprovechaba aquellos paseos para examinar el sentimiento que le unía a Diotima. Pero ya que todo era tan vago, hay que analizarlo primero un poco, antes de llegar al quid.

Por aquel entonces las mujeres llevaban vestidos que les cubrían desde el cuello hasta los tobillos, en conformidad con el gusto de los hombres contemporáneos. Éstos —aunque los de hoy no han cambiado todavía de indumentaria— veían bien aquella moda femenina porque ellos mismos externamente hacían gala de una impecable corrección y de un severo retraimiento que era la señal del hombre de mundo. La cristalina sinceridad de que una mujer se presentara desnuda hubiera parecido, incluso a personas sin escrúpulos y sin vergüenza, un retroceso a la vida animal, no por la desnudez en sí, sino por renunciar al servicio que la civilización presta al amor del vestido. Se hubiera dicho incluso que la persona se rebajaba así a un rango inferior al animal, pues un caballo de tres años y de buena raza o un galgo juguetón son mucho más expresivos en su desnudez que lo que puede ser un cuerpo humano. Además no llevan vestidos; tienen sólo una piel; las personas de entonces tenían, en cambio, muchas. El vestido largo, su combinación, gorguera, chaqueta, volantes, puntillas y encajes formaban un relieve cinco veces mayor que el auténtico, sugería la idea del cáliz de una flor cerrada, cargada de pétalos en erótica tirantez, ocultando en su interior pístilo cándido y angosto que se dejaba escrutar y se hacía tremendamente apetecible. Era el procedimiento empleado por la naturaleza —al erizar el cabello de sus criaturas o al envolverlas en nubes de oscuridad— para exaltar la conmoción del amor y del horror hasta un éxtasis quimérico.

Diotima se sintió, por primera vez en su vida, profundamente afectada por aquel juego, aunque de la manera más decente. La coquetería no le era extraña porque constituía una de las cualidades que una señora de sociedad debía dominar; tampoco se le escapaban las miradas que los hombres le dirigían con expresión de algo más que reverencia y respeto; le agradaban incluso, pues le hacían sentir el poder de la dulce reprimenda femenina; su boca frenaba los ojos de los hombres que se clavaban como los cuernos de un toro, y les forzaba a considerar lo que pronunciaba. Pero Ulrich, protegido por la afinidad del parentesco y por desinterés de su cooperación a la Acción Paralela, amparado por el codícilo estipulado a su favor, se permitía libertades que electrizaban los ramificados filamentos nerviosos del idealismo de Diotima. Así sucedió a vez, en una excursión por el campo: el coche rodaba a través de encantadores valles, entre oscuros bosques de pinos. Diotima declamó los versos: «¿Quién te ha plantado tan alto, bosque…?»; los recitó como composición poética, sin su música correspondiente; la melodía estaba muy oída y era inexpresiva. Pero Ulrich contestó: —El Banco Agrícola de la Baja Austria. ¿No sabe, señora prima, que todos estos bosques pertenecen al Banco Agrícola? El maestro a quien usted quiere alabar es un inspector de montes, empleado de ese Banco. La naturaleza es aquí un producto planificado por la industria forestal, una serie de depósitos para la fabricación de celulosa, como se ve a primera vista. De esta clase eran muchas veces sus respuestas. Cuando ella hablaba sobre la belleza, él saltaba con el tejido adiposo de la piel. Si ella hacía consideraciones acerca del amor, él las hacía sobre la pirámide de la edad, indicadora del ascenso y descenso del número de nacimientos. Si Diotima trataba de las grandes personalidades del mundo artístico, hacía él mención a la cadenas de plagios que relacionan entre sí estas figuras. Sucedía siempre que Diotima iniciaba la conversación como si Dios, al llegar al séptimo día hubiera engarzado al hombre como una perla en la concha del mundo, cual le sugería a él el pensamiento de que la humanidad es un montoncillo de puntitos sobre la corteza más externa de un globo enano. No resultaba muy inteligible lo que Ulrich quería decir; probablemente se refería a aquella esfera de grandeza a la que Diotima se sentía ligada y ella lo juzgaba, ante todo, como una injuriosa pedantería. No podía soportar que su primo, para Diotima un enfant terrible, quisiera saber más que ella. Le molestaban, como una grosería, las réplicas materialistas de Ulrich de las que ella no entendía nada, y era debido a que su primo las tomaba de la cultura de la precisión y de la aritmética. —Gracias a Dios todavía quedan hombres —contestó ella una vez con aspereza— que creen en la simplicidad.

—Por ejemplo, su marido —repuso Ulrich—. Hace tiempo que quería haberle dicho que lo prefiero a Arnheim.

Habían tomado la costumbre de relacionar con Arnheim todo lo que hablaban. Como a todos los enamorados, también a Diotima le agradaba conversar sobre el objeto de su amor, sin traicionarse a sí misma, al menos según ella creía; a Ulrich se le hacía insoportable, como a todo hombre que no une segundas intenciones a su propia postergación; por eso, descargaba a veces contra Arnheim. Les había llegado a unir algo, de una forma imprevista. Se veían, no estando Arnheim de viaje, casi diariamente. Ulrich sabía que Tuzzi desconfiaba de los extraños, según había podido deducir él mismo de Diotima desde el primer día. No parecía que existieran todavía relaciones ilícitas entre estos dos, al menos en cuanto las podía juzgar un tercero en el que se confirmaba la conjetura de lo mucho de lícito que traía entre manos la pareja, la cual imitaba claramente los más altos modelos de comunión platónica de las almas. Arnheim mostraba además una llamativa tendencia a mezclar en sus confidenciales relaciones al primo de su amiga (¿y si resulta ser su amante? —se preguntaba Ulrich—; la hipótesis más verosímil era: querida más amiga, dividida por dos). Arnheim dirigía muchas veces la palabra a Ulrich a la manera de un amigo más viejo, cosa que permitía la diferencia de edad; pero en virtud de la diferencia de posición social esto cobraba un desagradable aire de altiva condescendencia. Ulrich respondía casi siempre de un modo evasivo y bastante provocador, como si no supiese apreciar en lo más mínimo la amistad de un hombre acostumbrado a discutir sobre sus grandes problemas, no con él, sino con reyes y ministros. Le contradecía descortés e indecorosamente irónico, y él mismo se enojaba por su defectuosa conducta que bien podía haber sustituido por el desenfado de una silenciosa observación; pero estaba admirado de sentirse tan fuertemente hostigado por Arnheim. Veía en él un caso típico de desarrollo espiritual favorecido por la suerte que él odiaba. Aquel famoso escritor era sobradamente listo para darse cuenta de la precaria situación en la que se había puesto el hombre desde que no buscaba su imagen en el espejo de los arroyos, sino en la superficie de fractura de su propia inteligencia; pero el letrado rey del acero echaba la culpa de ello a la intervención de la inteligencia y no a su imperfección. Había un engaño en aquella asociación de alma y tasa de carbones que al mismo tiempo era una disociación útil de aquello que Arnheim hacía con clara conciencia de lo que hablaba y escribía en sus barruntos crepusculares. A esto se añadía, para aumentar el disgusto de Ulrich, algo nuevo para él: la unión de la inteligencia con la riqueza; cuando Arnheim hablaba sobre una cuestión particular casi como un especialista para después, con un gesto espontáneo y repentino, hacer desaparecer los detalles a la luz de un «gran pensamiento», esto podía proceder de una necesidad no injustificada, pero a la vez, aquella libre disposición en dos direcciones le recordaba a un hombre rico que se puede permitir cualquier lujo. Él era rico de espíritu, de una manera que evocaba el procedimiento de la riqueza efectiva. Y quizá lo que más incitaba a Ulrich a poner obstáculos al célebre Arnheim no era aquello, sino posiblemente su inclinación a manejar dignamente todos los asuntos, públicos y privados que conducen automáticamente a la unión con el reconocimiento de lo novedoso y de lo tradicional; en el espejo de su pericia productiva veía a Ulrich una afectada caricatura del rostro del tiempo cuando se distancian de él los pocos rasgos auténticos y duros de la pasión y del pensamiento; por lo demás, apenas podía ya descender a más detalles acerca de aquel hombre al que con gran probabilidad podría también atribuir toda clase de méritos. Era naturalmente una lucha absurda la suya, en un ambiente que no dudaba en dar la razón a Arnheim y por un motivo privado de trascendental importancia. En el mejor de los casos se hubiera podido decir que aquella insensatez tenía el sentido de un autodispendio sin reservas. Era una guerra estéril, porque si alguna vez conseguía Ulrich herir a su adversario, advertía después que le había dado en la parte falsa; cuando el inteligente Arnheim parecía yacer en el suelo, vencido, de repente el Arnheim de la realidad se levantaba como un ser alado y con una indulgente sonrisa; de tan vanas conversaciones pasaba a sus negocios remontándose hasta Bagdad o Madrid.

Aquella invulnerabilidad le permitía oponer a la impertinencia de su compañero más joven una camaradería amistosa cuyos motivos no se podía explicar Ulrich. Al mismo Ulrich no le convenía desairar mucho a su enemigo, pues se había propuesto no volver a las bajas e indigna aventuras que tanto habían abundado en su pasado, y los progresos que observaba entre Arnheim y Diotima proporcionaban a su propósito mayor constancia. Por eso dirigía la punta de sus ataques como la de un florete que cede cimbreante, revestida de una pequeña funda para atenuar gentilmente el golpe. Esta comparación se debía a Diotima. Era de admirar lo que le ocurría con su primo. El rostro con su clara frente, su pecho de tranquila respiración, la libre agilidad de todos sus miembros le revelaban a ella que difícilmente aquel cuerpo podría albergar apremios maliciosos, tortuosos, lascivos; tampoco ella dejaba de sentir cierto orgullo por la buena cualidad de aquel miembro de su familia y, ya al comienzo de sus relaciones, había decidido ponerle bajo su dirección. Si él hubiera tenido pelo negro, hombros bajos, piel pegajosa y frente estrecha, Diotima hubiera dicho que era tal como ella se lo imaginaba; pero por no ser así en la realidad, le sorprendía un cierto contraste entre su idea y el aspecto real, cosa que le causaba una inquietud inexplicable. Las antenas de su famosa intuición buscaban en vano los motivos, pero esta búsqueda a ella le resultaba placentera. En cierto sentido, no muy serio naturalmente, le agradaba más entretenerse con Ulrich que con Arnheim. Con Ulrich colmaba mejor la necesidad de percibir su superioridad, se sentía más dueña de sí misma y lo que consideraba en él frivolidad, extravagancia o falta de madurez le proporcionaba una cierta satisfacción que compensaba su idealismo cada día más peligroso, viéndolo crecer caprichosamente en sus sentimientos en relación con Arnheim. El alma es una cosa muy seria; el materialismo, sin embargo, es risueño. La regulación de sus contactos con Arnheim exigía de ella tantos esfuerzos como su salón y el menosprecio respecto a Ulrich le aliviaba la vida. Diotima no se comprendía a sí misma, pero comprobaba este influjo y ello le permitía, cuando se enojaba con su primo por alguna de sus observaciones, dirigirle una mirada de reojo equivalente a una débil sonrisa dibujada en un ángulo del ojo idealísticamente inmóvil y despreciativo.

De todos modos, cualesquiera que fueran los motivos, Diotima y Arnheim se conducían con Ulrich como dos luchadores que se apoyan en un tercero y al que ponen como fiador de su miedo alterno. Tal situación no estaba libre de peligros para él, pues Diotima dio vida a la pregunta: ¿Debe la persona actuar de acuerdo con su propio cuerpo o no?