ULRICH frecuentemente se daba el gusto de comunicar a Diotima las experiencias que acumulaba al servicio de Su Señoría y concedía especial importancia al hecho de mostrarle las carpetas con las proposiciones presentadas al conde Leinsdorf.
—¡Poderosa prima! —le informaba con un fajo de papeles en la —mano— yo no me valgo solo; todo el mundo parece esperar mejoras de nosotros; una mitad comienza con las palabras «¡Fuera con…!», mientras, que la otra mitad dice: «Adelante con…» Aquí tengo desafíos que van desde «¡Fuera Roma!» hasta «¡Adelante con la cultura de la verdura!» ¿Por cuál se decide usted?
No era fácil ordenar la multitud de deseos que el mundo presentaba al conde Leinsdorf; dos grupos se destacaban por su volumen. El primero cargaba la responsabilidad del mal del tiempo a una determinada particularidad y exigía su exterminio; tales particularidades eran nada menos que los judíos o la Iglesia católica, el socialismo o el capitalismo, la mecanización del pensamiento o la desidia del desarrollo técnico, la promiscuidad racial o su segregación, el latifundio o la urbanización, el intelectualismo o la insuficiente instrucción del pueblo. El otro grupo, en cambio, señalaba una meta cuya consecución hubiera bastado perfectamente; la única diferencia entre esta meta positiva del segundo grupo y las negativas particularidades del primero estaba en la clave sentimental de la expresión, abiertamente, porque en el mundo hay naturalezas criticonas y aseverativas. Así, los escritos del segundo grupo declaraban con gozosa reprobación que se terminara ya de una vez con el ridículo culto al arte, porque la vida es mejor poeta que todos los escritores; exigían además la publicación de los procesos judiciales y descripciones de viajes; los del segundo grupo sostenían con gozosa aprobación que el éxtasis del alpinista en una cumbre vence toda exaltación del arte, filosofía y religión, por lo cual éstas se deberían supeditar al fomento de las instituciones y clubes alpinos. De esta doble forma fue exigida la moderación del ritmo de la vida, igual que un certamen para el mejor folleto, porque la vida es insoportable o deliciosamente breve; se deseaba la liberación de la humanidad mediante la creación de jardines, emancipación de la mujer, baile, deporte y cultura de la vivienda, así como mediante otras cosas innumerables.
Ulrich cerró la carpeta e inició una conversación privada:
—¡Poderosa prima! —dijo— es un fenómeno curioso que unos busquen la salvación en el futuro y otros en el pasado. No sé qué se puede deducir de ahí. Su Señoría diría que el presente no tiene salvación.
—¿Proyecta Su Señoría algo relacionado con la Iglesia?
—De momento cree que en la historia de la humanidad no puede darse un retroceso voluntario. Pero lo grave del caso es que nosotros no Podemos esperar un progreso útil. Permítame decirle que es una situación muy digna de notar el que no adelantemos ni retrocedamos; el momentó presente también se considerará insoportable.
Mientras Ulrich hablaba así, Diotima se atrincheraba en su alto cuerpo, como una torre con tres estrellas en la guía turística.
—¿Cree usted, señora —preguntó Ulrich—, que un hombre que lucha hoy día por o contra una causa, si fuera proclamado mañana soberano absoluto del mundo ejecutaría en seguida aquello que ha estado exigiendo durante toda su vida? Estoy convencido de que esperaría algunos días.
Como Ulrich no seguía hablando, Diotima se dirigió a él sin responderle y preguntó con severidad: —¿Por qué motivo ha dado usted esperanzas al general respecto de nuestra Acción?
—¿A qué general?
—Al general Von Stumm.
—¿Aquel gordo pequeño que asistió a la primera asamblea? ¿Yo? ¡No le he visto desde entonces y no digamos nada de haberle dado esperanzas!
El asombro de Ulrich fue convincente y mereció una explicación. Pero debido a que tampoco un hombre como Arnheim puede decir una mentira, había que pensar que habría sido simplemente un malentendido; Diotima declaró en qué fundaba su suposición.
—¿Dice entonces que yo he hablado con Arnheim sobre el general Stumm? ¡Nunca! —aseguró Ulrich—. ¿Con Arnheim, yo…? Déjeme pensar un momento por favor. Reflexionó y de repente se echó a reír. —Sería muy halagüeño que Arnheim se viera precisado a sopesar cada una de mis palabras. Últimamente he conversado varias veces con él; en una ocasión mencioné, es cierto, a un general, pero en abstracto y sólo de paso, a modo de ejemplo. Dije que un general que por razones de estrategia envía batallones a la muerte es un homicida, si se piensa que también esos soldados son hijos de sus madres; pero cambia la apreciación si se relaciona el hecho, por ejemplo, con la necesidad de víctimas o con la indiferencia de la brevedad de la vida. Utilicé además otros muchos ejemplos. Pero tiene que permitirme usted una divagación. Motivos evidentes hacen que cada generación considere la vida como un dato fijo y firme, a excepción de los pocos cambios en que está interesada. Esto es útil, pero falso. El mundo podría tomar en cada momento todas las direcciones o, al menos, una cualquiera de ellas; lo lleva, por decirlo así, en sus miembros. Por eso un modo original de vivir sería el intentar alguna vez no comportarse como una persona determinada en un mundo determinado, donde yo diría que no hay más que dos o tres botones que apretar, lo cual recibe el nombre de desarrollo; más bien habría que intentar vivir como un hombre nacido para transformarse dentro de un mundo creado para la evolución, o sea, aproximadamente como una gotita de agua en una nube. ¿Me desprecia usted porque he vuelto a hablar de una manera confusa?
—«No le desprecio, pero tampoco le entiendo —exclamó Diotima—; ¡repítame su monólogo!»
—Me lo ha provocado Arnheim; él me ha detenido e impulsado a hablar —comenzó Ulrich—. «Nosotros los comerciantes», me dijo con una sonrisa maliciosa que contrastaba un poco con su porte apacible, originario en él y que le daba un cierto aire de majestad, «nosotros, los comerciantes no calculamos como quizá se imagina usted. Al contrario, nosotros (los altos dirigentes, se entiende; los pequeños puede ser que no cesen de calcular) aprendemos a considerar nuestras felices iniciativas como algo que se ríe de cuentas, de modo semejante a como prepara el éxito un político y, en fin, también un artista». Luego me rogó juzgara aquello que iba a decir con la indulgencia debida a lo irracional. Desde el primer día que me vio, me dijo él mismo, le he dado mucho que pencar, y usted, dignísima prima, le ha debido de contar también algo de mí, aunque no tenía por qué, me aseguró; me afirmó además que yo he elegido excepcionalmente una profesión muy abstracta e intelectual, que por muy dotado que sea, he cometido un error al dedicarme a la ciencia, que mi verdadero talento está, por mucho que me maraville, en el campo del trabajo y de la actividad personal.
—¿Ah sí? —dijo Diotima.
—Yo soy del parecer de usted, señora —se apresuró Ulrich a contestar—. Para nada soy más incapaz que para mí mismo. —Usted bromea siempre en vez de consagrarse a la vida —opinó Diotima enojada todavía por lo de las carpetas.
—Arnheim sostiene lo contrario. Yo siento necesidad de sacar para la vida conclusiones de mis pensamientos, dice él.
—Usted bromea y es negativo; anda siempre al borde de lo imposible y rehuye siempre toda decisión sería —precisó Diotima.
—Estoy convencido —repuso Ulrich— de que el pensar es un distintivo independiente; y la vida real, otro. La diferencia entre los dos es la actualidad demasiado grande. Nuestro cerebro tiene ya miles de años de existencia, pero si hubiese pensado sólo la mitad de las cosas y la otra mitad la hubiera olvidado, su fiel retrato sería la realidad. Lo único que se puede hacer es negarle nuestra participación espiritual.
—¿No equivale eso a afrontar con demasiada ligereza los propios deberes? —preguntó Diotima sin intención de ofenderle, sólo como un monte mira a un arroyuelo que corre a sus pies—. Arnheim ama también las teorías, pero yo creo que no deja pasar una sin indagar todas sus posibilidades. ¿No le parece a usted que el sentido de todo pensar es una concentrada capacidad de aplicación?
—No —dijo Ulrich.
—Quisiera saber qué le ha respondido Arnheim.
—Me ha dicho que el espíritu es hoy un débil espectador del verdadero desarrollo, porque esquiva los grandes problemas que la vida le presenta. Me ha invitado a considerar las producciones de las artes, las pequeñeces en que se ocupan las distintas Iglesias, la estrechez del campo del saber. Y tenía que pensar que al mismo tiempo la tierra se está dilacerando. Entonces me confió que deseaba hablar conmigo precisamente de estas cosas.
—¿Y qué le respondió usted? —preguntó Diotima con ansiedad, creyendo adivinar que Arnheim había querido reprochar al primo su actitud indiferente frente a los asuntos relacionados con la Acción Paralela.
—Le he contestado que la realización me atrae siempre menos que lo no realizado, y con ello no me refiero sólo al futuro, sino igualmente a lo pasado y perdido. Me parece que nuestra historia se repite cada vez que realizamos una parte de alguna de nuestras ideas: tanto gozo nos proporciona que nos olvidamos de completarla. Grandes instituciones son a menudo esbozos desaprovechados de ideas; y por lo demás, también algunas personas. Eso le dije. La dirección del diálogo había cambiado algo.
—Usted se mostró pendenciero —dijo Diotima picada.
—Me hizo saber en qué concepto me tiene, sabiendo que rehúyo las resoluciones en favor de una necesitada ordenación general de los pensamientos. ¿Quiere que se lo repita? Me considera un hombre que se acuesta en el suelo teniendo al lado una cama preparada para él. Un derroche de energía. Algo físicamente inmoral, añadió refiriéndose a mi. Me ha instado a que comprenda que algunas difíciles metas intelectuales sólo se pueden conseguir utilizando la influencia de las potencias económicas, políticas y espirituales. Él considera más ético para su persona el fese de ellas que el desentenderse. Me ha instado mucho. Me ha citado a un hombre muy activo en actitud de defensa, en espasmódica actitud de defensa. Yo creo que tiene algún motivo, no muy confesable, para querer ganar mi estima.
—Desea serle útil —exclamó Diotima en tono sancionador.
«Oh, no —contestó Ulrich—. Yo soy un pequeño guijarro y él una espléndida y barriguda bola de cristal. Pero me da la sensación de que me tiene miedo».
Diotima no respondió. Ulrich podía haberse mostrado insolente en sus palabras, pero a Diotima le parecía que la conversación referida no era así como debía haber sido de acuerdo con la impresión que Arnheim le había causado. Esto le produjo incluso inquietud. Aunque consideraba Arnheim incapaz de intrigas, sintió aumentar su confianza en Ulrich y le preguntó su opinión acerca del asunto relacionado con el general Stumm.
—¡Mantenerle alejado! —contestó Ulrich, y Diotima no pudo ahorrarse a sí misma el reproche que significaba sentirse halagada por la respuesta.