65 — De las conversaciones de Arnheim y Diotima

ARNHEIM llegó entonces precisamente de uno de sus viajes y se puso a disposición de Diotima; ella sintió su corazón aliviado.

—Hace unos días tuve oportunidad de hablar con el primo de usted a propósito de los generales —le anunció él inmediatamente con el semblante de un hombre que indica una situación crítica, pero que no quiere revelar de qué se trata. Diotima pensó que aquel primo suyo, con su espíritu de contradicción y falta de entusiasmo en favor de la gran idea de la Acción, secundaba la peligrosa posición del general, y Arnheim prosiguió:

—Yo no quisiera exponer la cosa burlonamente en presencia de su primo —dijo él, y con estas palabras dio un giro a la conversación— pero es asunto mío hacerle comprender a usted algo que, como profana, no puede conocer por sus propios medios: la relación entre negocios y poesía. Me refiero al negocio en general, el negocio mundial al que mi nacimiento me predestinó; es una actividad afín a la poesía, tiene partes irracionales, místicas incluso; estoy por decir que los negocios tienen poesía de modo especial. Fíjese usted bien; el dinero es una potencia extraordinariamente intransigente.

—Todo aquello a lo que el hombre se consagra con toda su alma está mezclado probablemente con una cierta intransigencia —respondió Diotima algo indecisa, pensando al mismo tiempo en la primera parte de la conversación que había dejado incompleta.

—Sobre todo, el dinero —repuso Arnheim inmediatamente— Algunos necios piensan que es un placer tener dinero. En realidad es una tremenda responsabilidad. No hablemos de las innumerables vidas que dependen de mí, de su suerte y destino que están casi representados en mi persona; permítame decirle sólo que mi abuelo comenzó el negocio con el acarreo de basuras en una pequeña ciudad renana.

Al oír Diotima estas palabras sintió un repentino escalofrío, como de imperialismo económico; pero fue una equivocación, pues ella no estaba exenta de los prejuicios de su círculo social y como el negocio de la basura lo había asociado a la idea de un estercolero, según el sentido que se daba en su tierra a aquellas palabras, la valiente confesión de su amigo le hizo sonrojarse.

—Con aquella empresa ennoblecedora de desperdicios —continuó— mi abuelo puso el fundamento al prestigio de los Arnheim. Pero todavía mi padre aparece como self-made man; hay que tener presente que áa cuarenta años convirtió aquella empresa en un negocio mundial. Había frecuentado únicamente la escuela de Comercio, pero comprendió de un golpe de vista el tinglado del mundo comercial; ahora sabe antes que nadie todo lo que es necesario saber. Yo he estudiado Economía y todas las ciencias habidas y por haber; a él le son desconocidas; es, pues, inexplicable cómo se las arregla para no equivocarse nunca. Éste es el secretó de la vida sencilla, enérgica, noble y sana.

Arnheim había dado a su voz, al hablar de su padre, una unción desacostumbrada, reverencial, como si se hubiera abierto una ligera hendidura en el tono sosegado de su instructivo discurso. A Diotima le llamó atención. Ulrich le había descrito ya los rasgos del viejo Arnheim y le había dicho que era un hombre pequeño, ancho de espaldas, con un rostro huesudo y una nariz aplastada, vestido siempre con una chaqueta abierta por detrás como la cola de una golondrina, y que colocaba sus acciones con la prudencia y frialdad con que un ajedrecista mueve sus peones. Sin esperar respuesta, Arnheim continuó después de una breve pausa: —Cuando un negocio adquiere expansión, como los muy pocos de los que estoy hablando aquí, no hay un asunto de la vida con el que no esté enlazado. Es un cosmos en pequeño. Quedaría usted admirada si supiera sobre cuántas cuestiones (en apariencia no comerciales) artísticas, morales, políticas, tengo que tratar en mis entrevistas con el gerente. Pero la empresa no apunta ya tan alto como en sus comienzos a los que yo definiría como tiempos heroicos. También para los negocios, a pesar de su prosperidad, existe un límite de crecimiento, igual que para toda vida orgánica. ¿Se ha preguntado usted alguna vez por qué ningún animal, en la actualidad, supera la estatura de un elefante? El mismo secreto se encuentra en la historia del arte y en las extrañas relaciones de vida de los pueblos, culturas y tiempos.

Diotima se arrepentía ahora de haberse asustado ante el tema del ennoblecimiento de los desperdicios y se quedó sin saber qué hacer.

—La vida está llena de tales misterios. Hay poderes contra los que la razón es impotente. Mi padre está en comunicación con ellos. Pero una persona como su primo… —dijo Arheim—, un hombre activo con la cabeza llena de problemas sobre cómo se podrían cambiar y mejorar las cosas no puede comprender esto.

A la segunda mención del nombre de su primo, Diotima dejó escapar una sonrisa, expresando que en Ulrich no cabía la pretensión de ejercer influjo alguno sobre ella. La piel de Arnheim, uniforme, un poco amarillenta, lisa en la cara como el pellejo de una pera, se enrojeció un poco sobre las mejillas. Sintió una maravillosa necesidad —provocada por Diotima desde hacía largo tiempo— de confiarse abiertamente a ella hasta en lo más recóndito de su ser. Pero se contuvo nuevamente, tomó un libro de la mesa, leyó su título sin descifrarlo, lo dejó otra vez y con su voz acostumbrada, que en aquel momento estremeció a Diotima como el movimiento de un hombre que toma la ropa para vestirse, revelando así que había estado desnudo, dijo: —Me he apartado demasiado de mi propósito. Lo que tengo que decirle en relación con el general es que lo mejor que puede hacer usted es realizar lo antes posible sus propios planes y empujar nuestra Acción aportando a ella el influjo de preclaras inteligencias y sus representantes calificados. Pero no necesita rechazar sistemáticamente al general. Quizá tenga buena voluntad; ya conoce usted mi principio de que no se debe perder ocasión de dotar de espíritu a una esfera de simple poder.

Diotima estrechó la mano de Arnheim y resumió la conversación en esta frase de despedida: —Le agradezco su sinceridad.

Arnheim retuvo indeciso aquella tierna mano en la suya y vaciló pensativo un momento, como si se hubiera olvidado de decir algo.