63 — Bonadea tiene una visión

A la mañana siguiente de aquella noche, al levantarse Ulrich tarde y sado, se encontró con el anuncio de la visita de Bonadea; era la primera vez que se volvían a ver desde el día de la ruptura, Bonadea había llorado mucho durante la separación. Se había sentido ultrajada. Había redoblado como un tambor velado. Había tenido muchas aventuras y desilusiones. Y aunque, a cada aventura, el recuerdo de Ulrich la hundía en un pozo profundo, salía otra vez fuera después de cada desilusión, enojada e impotente, como el dolor desolado en el rostro de un niño. Bonadea silenciosamente había pedido a su amigo cien veces perdón por sus celos, había «castigado su maligno orgullo», como ella decía y al fin decidió proponerle un tratado de paz.

Se presentó amable, melancólica y hermosa y sintiendo mal de estómago. Él estaba en pie «como un gallo» ante ella. Su piel parecía de mármol, pulida por la importancia y la diplomacia de que ella le creía capaz, Bonadea no había notado todavía la energía y disposición de su rostro. Ella, por su parte, estaba dispuesta a retractarse con toda su persona, pero no se atrevía a ir tan lejos, y él tampoco hacía gesto alguno de invitación. Aquella frialdad le resultaba indeciblemente triste a Bonadea, pero magnífica como una estatua. De repente, tomó la mano abandonaba de Ulrich y se la besó. Ulrich acarició pensativo su cabello. Las piernas de Bonadea se plegaron de la manera más femenina del mundo y quiso caer de rodillas. Pero Ulrich la sentó amorosamente en la silla, trajo whisky con soda y encendió un cigarrillo.

—Una mujer no bebe whisky por la mañana —protestó Bonadea Por un momento encontró de nuevo fuerza para hacerse la ofendida y la sangre se le subió a la cabeza, pues le pareció que la naturalidad con que Ulrich le ofrecía una bebida tan fuerte y, según pensaba ella, de efectos tan irrefrenables, significaba una indirecta antipática.

Pero Ulrich dijo con amabilidad: —Te hará bien; todas las mujeres dedicadas a la política también han bebido whisky. Bonadea había dicho, como pretexto para visitar a Ulrich, que admiraba la Acción Patriótica y que de buena gana colaboraría.

Éste era su plan. Creía a la vez en varias cosas y las medias verdades le facilitaban la mentira.

El whisky era oro líquido y calentaba como el sol de mayo.

A Bonadea le parecía tener setenta años y estar sentada ante una casa en el banco del jardín. Iba envejeciendo poco a poco. Sus hijos crecían. El mayor tenía ya doce años. Era sin duda vergonzoso para ella andar detrás de un hombre al que apenas conocía, sólo porque tenía unos ojos con los que miraba como a través de una ventana. En este hombre, pensaba ella, se distinguen detalles que disgustan y podrían ser una amenaza; si uno los descubriera a tiempo, podría romper con él, avergonzarlo y posiblemente enfurecerlo; pero como esto no ocurre, ese hombre se posesiona cada vez mejor de su papel. Y uno mismo tiene la impresión de ser un escenario inundado de luz artificial; son ojos y bigotes de escenario, botones de vestidos de teatro lo que se tiene delante; los momentos que pasan entre la entrada en la habitación y el primer movimiento se desenvuelven en una conciencia que sale de la cabeza y tapiza de ilusión las paredes de la estancia. Bonadea no usó las mismas palabras, pensaba sólo parcialmente en palabras, pero mientras intentaba representarse la cosa, se sentía en seguida sometida otra vez a la metamorfosis de la conciencia. —Si hay alguien que pueda describirlo, será un gran artista. No, será un pornógrafo —pensó mirando a Ulrich. Porque nunca, en aquel estado, perdía ni por un solo momento la mejor voluntad y los más firmes propósitos de honradez; éstos esperaban fuera y no tenían nada que decir a este mundo transformado por los apetitos. Aquello resultaba un tormento para Bonadea cuando recobraba la razón. El cambio de conciencia mediante la embriaguez sexual que a otras personas parecía tan natural, cobraba en ella, debido a la profundidad y rapidez del delirio, como también del remordimiento una fuerza que la angustiaba en cuanto volvía al pacífico recinto de la familia. Se consideraba entonces como una loca. No se atrevía casi a mirar a los ojos de sus niños por miedo a dañar su alma candorosa con una mirada impura. Se estremecía cuando su marido le regalaba una tierna sonrisa y temía el desahogo de la soledad. Por eso se había propuesto en la semana de separación no tener otro amante que Ulrich; él la debía frenar y salvaguardar de otros desórdenes. —¿Cómo me he podido permitir hacerle reproches? —pensó ahora al volver a sentarse por primera vez ante él—; Ulrich es mucho más perfecto que yo. Le atribuyó el mérito de haberla hecho mejor en el tiempo de sus amoríos y se imaginó que en la próxima fiesta de beneficencia la debería presentar en su círculo social. Bonadea prestó silenciosamente un juramento y mientras reflexionaba sobre ello, apuntaron en sus ojos lágrimas de emoción.

Pero Ulrich bebía su whisky con la parsimonia de un hombre que tiene que confirmar una resolución. Por el momento no le era posible presentársela a Diotima, le declaró.

Bonadea quiso saber naturalmente por qué no era posible y después, cuándo habría ocasión.

Ulrich tuvo que explicarle que ella no era una personalidad distinguida en el arte ni en la ciencia, así como tampoco en el mundo de la beneficencia, y que pasaría mucho tiempo hasta poder convencer a Diotima de la necesidad de su colaboración.

Bonadea había engendrado entretanto sentimientos especiales hacia Diotima. Había oído bastante de sus virtudes para no estar celosa; más bien envidiaba y admiraba a aquella mujer que aprisionaba a su amante sin transigirle inmoralidades. Atribuía al influjo de la prima el equilibrio Estatuario que le parecía observar en Ulrich. Ella se definía a sí misma con el apelativo de «apasionada», incluyendo en esta palabra su deshonor e interpretándolo como una honrosa justificación; pero admiraba a las mujeres frígidas con la misma sensación que experimenta un desdichado de manos perpetuamente húmedas al chocarlas con una mano especialmenie seca y hermosa. —¡Ella lo es! —pensó—. ¡Así es como ha transformado a Ulrich! Un barreno cruel le taladró el corazón; un barreno dulce sus rodillas: ambos, barrenando a un tiempo y en mutua contradicción, hicieron que Bonadea casi se desmayara al encontrar resistencia en Ulrich. Se jugó su último triunfo: Moosbrugger. A fuerza de recapacitar con tanto dolor se dio cuenta de que Ulrich tenía una especial predilección por aquella temible figura. A Bonadea, en cambio, le repugnaba la «brutal sensualidad» que, según su convencimiento, se deducía de las acciones de Moosbrugger; consideraba el asunto, sin conocerlo desde luego, exactamente igual que una prostituta que ve en un criminal sexual, con su franco sentimiento y prescindiendo de todo romanticismo burgués, un peligro para su profesión. Pero ella, incluidos sus inevitables defectos, necesitaba un mundo ordenado y verdadero y Moosbrugger debía ayudarla a reconstruirlo. Puesto que Ulrich sentía debilidad por él y ella estaba casada con un juez que podía proporcionarle útil información, había madurado en su desamparado estado el pensamiento de conjugar la debilidad suya con la de Ulrich, mediante la intervención de su marido; esta nostálgica idea poseía la fuerza consoladora de una voluptuosidad bendecida por un sentimiento de rectitud. Pero cuando se acercó a su marido para hablar de ello, éste se extrañó del interés de su esposa por los problemas jurídicos, aunque sabía que su mujer fácilmente se entusiasmaba por todo lo bueno y noble del hombre; como juez y cazador que era, le respondió con una evasiva, diciéndole que la única cosa de provecho que se podía hacer era extirpar de una vez y sin sentimentalismos todos los animales dañinos y se negó a dar más aclaraciones. Al hacer Bonadea un segundo intento algo más tarde, su marido le manifestó la opinión complementaria de que así como el parir es cosa de mujeres, el matar lo consideraba asunto de hombres y que, a través de su excesivo interés, podría hacerse sospechosa; en consecuencia se veía obligado a cerrarle el camino del derecho. Ella tomó así el camino de la gracia, el único que le quedaba, si quería ayudar a Moosbrugger para proporcionar una satisfacción a Ulrich y este camino pasaba, cosa no tan sorprendente como atrayente, por la casa de Diotima.

Bonadea se consideraba amiga de Diotima en espíritu y saciaba su deseo de conocer personalmente a su admirada rival, con el pretexto de un motivo urgente, en el caso de que fuera demasiado orgullosa como para hacerlo por una necesidad personal. Se había propuesto ganarla para la causa de Moosbrugger, lo cual no había conseguido Ulrich, según podía ella cotejar; su fantasía le pintaba la escena en hermosos cuadros. La alta y marmórea Diotima tendía su brazo sobre la ardiente espalda de Bonadea, profundamente inclinada por el pecado; Bonadea esperaba el momento de ungir aquel celestial, intacto corazón con una gota de anonadamiento. Éste era el plan que ella propuso a su perdido amigo.

Pero Ulrich no estaba aquel día para dejarse ganar por la idea de salvar a Moosbrugger. Conocía los nobles sentimientos de Bonadea y sabía lo fácilmente que ella convertía el enardecimiento de una hermosa idea en pánico de un incendio propagado por todo el cuerpo. Le declaró que no tenía la menor intención de mezclarse en el procedimiento judicial de Moosbrugger.

Bonadea le miró con bellos ojos ofendidos; en ellos nadaba agua sobre hielo, como en el paso de invierno a primavera.

A todo esto, Ulrich no había cesado de agradecer aquel encuentro pueril y hermoso en que él, tendido sobre el asfalto sin sentido, fue objeto de las atenciones de Bonadea; ella le había socorrido en cuclillas, había sostenido la cabeza y de los ojos de aquella joven mujer había goteado, sobre su conciencia adormecida, la insegura, aventurada impresión del mundo, de la juventud y de los sentimientos. Buscó, pues, una manera de mitigar el doloroso desaire diluyéndolo en una larga conversión. —Suponte —le dijo— que atraviesas por la noche un parque grande y que se te acercan dos bribones; ¿pensarías tú que son personas dignas de lástima y que la sociedad es la culpable de su rusticidad?

—Pero yo no paso nunca de noche por un parque —se apresuró a antestar Bonadea. —¿Y no exigirías su detención si vieras cerca un policía? —Le pediría que me protegiese. —Eso quiere decir que detendría a los otros.”No sé qué haría con ellos. Por de pronto, Moosbrugger no es un bribón.

—Bien; imagínate ahora que trabaja como carpintero en tu casa, estas sola con él y de repente empieza a mover los ojos de un lado a otro.

Bonadea se defendió: —¿Cómo quieres que piense en eso? ¡Es horrible!

—De acuerdo —dijo Ulrich—. Pero quiero demostrarte que las personas que pierden fácilmente el equilibrio resultan muy desagradables. La imparcialidad frente a ellas se puede permitir únicamente cuando es otro el que recibe los golpes. En tal caso, ya se sabe, se pone en movimiento toda nuestra ternura y entonces son ellos las víctimas de un orden social y del destino. Tienes que admitir que nadie se hace responsable de sus culpas, si las juzga con sus propios ojos; a lo más, son equivocaciones o malas atribuciones de un complejo que por eso se hace menos bueno, y naturalmente tienen perfecta razón.

Bonadea encontró algo que arreglar en la media y se sintió obligada a mirar a Ulrich con la cabeza un poco inclinada hacia atrás, de modo que en sus rodillas, a hurtadillas de sus ojos, hizo su aparición toda una vida de contrastes, puntillas, medias lisas, dedos fibrosos y el delicado y tenso esmalte de la piel.

Ulrich encendió un cigarrillo y prosiguió: —El hombre no es bueno, sino que es siempre bueno; hay una diferencia enorme, ¿la ves? Muchos sonríen ante esta sofística del amor propio, pero deberían sacar la conclusión de que el hombre no puede hacer nada malo; sólo lo puede obrar. Una vez establecido esto, nos encontraríamos en el preciso punto de partida de una moral social.

Bonadea, dando un suspiro, estiró otra vez la parte derecha de su chaqueta, se incorporó e intentó apaciguarse con un sorbo de aquel pálido fuego de oro.

—Y ahora te explicaré —añadió Ulrich sonriente— por qué, por mucho que quiera uno sentir la suerte de Moosbrugger, no se puede hacer nada por él. En el fondo, todos estos casos son como el extremo de un hilo; si se tira de él, se puede soltar el tejido entero de la sociedad. Te voy a poner primero unos argumentos de pura razón.

Bonadea perdió de modo inexplicable un zapato. Ulrich se agachó para recogerlo, y el pie, con sus dedos calientes, fue como un niño pequeño al encuentro del zapato que sostenía Ulrich en su mano. —Déjame que lo haga yo misma —dijo Bonadea presentándole el pie.

—Ante todo están los argumentos psiquiátrico-jurídicos —siguió Ulrich incontenible, mientras de la pierna de su amiga le subía a la nariz el vaho de su disminuida responsabilidad—. Sabemos que los médicos están a punto de encontrar el modo de impedir la mayor parte de estos crímenes; sólo falta que pongamos nosotros los indispensables medios financieros. Éste es todavía un argumento social.

—Por favor, déjate de argumentos —le rogó Bonadea al pronunciar él por segunda vez la palabra «social»—. Cuando en casa se habla de esto, me marcho siempre de la habitación; me mata de aburrimiento.

—Bueno —accedió Ulrich—; he querido decir que así como la técnica transforma desde hace tiempo cadáveres, inmundicias, restos y venenos en cosas útiles, también la técnica psicológica estaría casi a punto de conseguirlo. Pero el mundo retrasa demasiado la solución de estos problemas. El Estado da dinero para cualquier tontería, pero no suelta un céntimo para resolver los más importantes problemas morales. Esta es su naturaleza, porque el Estado es el ser humano más estúpido y malvado que existe.

Lo dijo convencido; pero Bonadea intentó conducirle a lo esencial de la cosa. —Querido —repuso lánguida—; ¿no es lo mejor para Moosbrugger que permanezca irresponsable?

«Ejecutar a algunos responsables sería probablemente más importante que preservar de la ejecución a un irresponsable» —contestó Ulrich.

Entonces empezó a pasearse ante ella. Bonadea le encontró revolucionario e incendiario; logró cogerle una mano y se la apretó sobre el pecho.

—Bien —dijo él—, ahora te voy a esclarecer la cuestión bajo el aspecto sentimental.

Bonadea le desplegó los dedos y extendió su mano sobre los senos. La mirada que le dirigió hubiera conmovido un corazón de piedra; poco después, Ulrich creyó tener en el pecho dos corazones que palpitaban desiguales, como golpean en desacuerdo las campanas del mostrador de un relojero al dar la hora. Juntando toda su fuerza de voluntad, Ulrich puso orden en el pecho y le dijo dulcemente: —¡No, Bonadea!

Bonadea casi se echó a llorar y Ulrich le habló en tono persuasivo: ¿No es una contradicción que te excites tanto por esto que casualmente acabo de contarte, mientras que ni te das cuenta de los millones de graves injusticias que se cometen cada día?

—Pero eso está fuera de lugar —protestó Bonadea—. Yo sé sólo una cosa y es que sería una mala persona si permaneciera indiferente.

Ulrich le dijo que no tenía por qué preocuparse, que era mejor que estuviera impetuosamente tranquila. Se separó de Bonadea y se sentó a cierta distancia de ella. —Hoy día sucede todo «entretanto» y «provisionalmente» —observó— y así tiene que ser. La escrupulosidad de nuestra razón nos coacciona a adoptar una postura de irresponsabilidad. Entonces tomó nuevamente whisky y acostó las piernas sobre el diván. Empezaba a sentirse cansado. —Toda persona —declaró— reflexiona sobre la vida, pero cuanto más medita, tanto más se restringe campo. Cuando adquiere madurez, tienes delante a un hombre que conoce un determinado milímetro cuadrado como, en todo el mundo, a lo sumo otras dos docenas de personas; ve que todos los demás, que no lo conocen tan bien como él, dicen insensateces a propósito del asunto y no se atreve a moverse porque, en cuanto se aleja él mismo una micra de su lugar, dice los mismos disparates. Su cansancio se hizo ahora de oro pálido, como la bebida que esperaba sobre la mesa. —Yo mismo estoy diciendo tonterías desde hace media hora —pensó; pero aquel estado de disminución era agradable. Sólo temía que a Bonadea se le ocurriera sentarse junto a él. Contra ello puso un único remedio: hablar. Había apoyado la cabeza y estaba tendido como una figura yacente de la capilla medicea. De repente tuvo una idea y en aquella postura sintió su cuerpo electrizado por un fluido grandioso, suspendido en su inmovilidad y notó que aquella sensación era más vehemente que él mismo; por primera vez, de lejos, le pareció comprender aquella obra de arte que hasta entonces había sido para él una cosa extraña. Y en vez de hablar, calló. Bonadea también sintió algo. Fue un momento indescriptible. Algo elevado, teatral, los unió a los dos y, de pronto, quedaron mudos.

—¿Qué ha quedado de mí? —pensó Ulrich amargamente—. Quizás un hombre valiente e invendible que se ilusiona en no respetar más que unas pocas leyes exteriores por amor a la libertad interior. Pero esta libertad interior consiste en poder pensar en todo, en saber por qué no necesita acomodarse a la condición humana y nadie tiene idea de las cosas por las que se debe dejar influir. En aquel modo de tan deficiente felicidad, en que se rompía la pequeña ola del sentimiento que le había embestido por un segundo, hubiera estado dispuesto a admitir que no poseía más que la capacidad de descubrir dos lados en cada cosa, aquella ambivalencia, distintivo de casi todos sus contemporáneos, tendencia de su generación y acaso también de su destino. Sus relaciones con el mundo se habían vuelto mortecinas, espectrales y negativas. ¿Qué derecho tenía él para tratar mal a Bonadea? Siempre se repetía entre los dos la misma insidiosa conversación. Surgía de la interior acústica del vacío en el que un disparo resonaba con doble intensidad y no cesaba de enrollarse; le dolía no poder hablarle más que de aquella forma; para definir aquel tormento que sentían los dos le vino al pensamiento el bonito nombre de «barroquismo del futuro». Se levantó para decirle algo amable. —Se me ha ocurrido ahora una cosa —dijo Ulrich dirigiéndose a Bonadea dignamente sentada—. Es una cosa rara. Una distinción curiosa; el hombre responsable puede variar sus obras; el irresponsable, nunca.

Bonadea dio una respuesta muy significativa: —¡Bah! Ésta fue la única interrupción y el silencio se cerró de nuevo.

A Bonadea no le gustaba que en su presencia Ulrich hablara de asuntos abstractos. No obstante sus propias faltas, se sentía, con razón, como una más entre una multitud de personas semejantes a ella; era susceptible a lo insociable, exagerado y rústico del modo en que Ulrich obsequiaba con pensamientos, en lugar de hacerlo con sentimientos. De todos modos, se habían unido en ella delito, amor y tristeza en un círculo de ideas extremadamente peligroso. Ulrich no le parecía ya tan amedrentador y perfecto como al principio del encuentro renovado; pero, en compensación, había adquirido algo pueril que soliviantaba su idealismo, como un niño que rehúsa salvar un obstáculo para arrojarse en los brazos de su madre. Hacía muchísimo tiempo que sentía por él un enternecimiento relajado, sin vínculos de ningún género. Pero desde que Ulrich rechazó su indicación, se impuso rigurosas reservas. Todavía conservaba el recuerdo de la última visita, de cómo se había desnudado allí mismo y de cómo se había tendido sobre el diván; hizo, pues, el propósito, exigido por las circunstancias, de permanecer hasta el fin con el sombrero y los velos para darle a entender que tenía delante a una mujer que en caso de necesidad sabía dominarse tan bien como su rival, Diotima. Bonadea no acertaba ya a animar con la «gran idea» la profunda emoción que sentía al lado de su amante; claro que esto mismo se podría decir por desgracia de toda la vida, de muchas emociones y poco sentido; pero Bonadea no lo sabía y buscaba expresar algún otro pensamiento. A sus imaginaciones sobre Ulrich les faltaba la dignidad necesaria, y probablemente buscaba otra más hermosa y romántica. Pero ideal moderación e indecorosa atracción, atracción y un terrible miedo a ser atraída antes de tiempo, se mezclaban con el impulso de callar que hacía vibrar las acciones inhibidas y el recuerdo de la gran tranquilidad que la había unido por un segundo a su amante. En definitiva aquello se desarrolló como cuando la lluvia está suspendida en el aire y no puede caer: un aturdimiento extendido por toda la piel y que aterraba a Bonadea con la idea de poder perder el dominio de sí misma sin darse cuenta.

De repente saltó una ilusión corporal: una pulga. Bonadea no supo fue realidad o imaginación. Sintió un escalofrío en el cerebro, una sensación increíble, como si se hubiera desatado un pensamiento de las sombrías ataduras de los demás, pero habría sido sólo imaginación; al mismo tiempo, un auténtico, inequívoco escalofrío en la piel. Contuvo la respiración. Exactamente como si se oyera en la escalera un tristrás ascendente, a pesar de que se sabía que no había nadie en ella; sin embargo el tristrás seguía oyéndose. Bonadea comprendió con la rapidez y claridad de un rayo que aquello era una involuntaria continuación del zapato perdido. Significaba un pretexto desesperado para una mujer. Además, en el momento en que quiso ahuyentar al mal espíritu, sintió un fuerte pinchazo. Dio un pequeño chillido, se puso colorada e instó a Ulrich a que la ayudara en la búsqueda. Las pulgas muestran predilección por los mismos parajes que los amantes; la media fue examinada de arriba abajo, hubo que desabrochar la blusa por el pecho. Bonadea declaró que procedía del tranvía o de Ulrich. Pero la pulga no apareció ni se encontraron huellas.

—¡No sé lo que era! —dijo Bonadea.

Ulrich sonrió con una amabilidad inesperada.

Bonadea comenzó entonces a llorar, como un niña que se ha portado mal.