LA precisión, como exactitud humana, requiere también un exacto y obrar y lo exige en el sentido de una máxima demanda. Sólo aquí motivos para hacer una distinción.
En realidad no existe únicamente la exactitud fantástica (que en dad no existe todavía), sino también una pedante, y estas dos se diferencian en que la fantástica se atiene a los hechos y la pedante a las creaciones de la fantasía. La exactitud, por ejemplo, con que la singular inteligencia de Moosbrugger había sido conducida a un sistema de conceptos jurídicos de dos mil años de existencia era semejante a los pedantes esfuerzos de un loco que quiere pinchar con una aguja a un pájaro en raudo vuelo, pero no se preocupa en lo más mínimo del hecho, sino del fantástico concepto del derecho. En cambio, la precisión mostrada por los psiquiatras en su modo de proceder frente a la pregunta de si se podría dar o no a Moosbrugger la pena de muerte, era exacta desde todo punto de vista, porque no se arriesgaba a decir otra cosa sino que sus sintomas no correspondían a ninguna enfermedad hasta entonces conocida, y dejaba toda decisión en manos de los juristas. En aquella ocasión, el aula del tribunal ofreció verdaderamente un cuadro de la vida, porque los hombres vivientes que encuentran absurdo servirse de un automóvil de más de cinco años de rendimiento o el someterse a un tratamiento médico según los mejores métodos en uso desde hace diez años, y además dedican todo su tiempo voluntaria o involuntariamente a hacer progresar estos inventos y están ocupados, consecuentemente, en racionalizar todo lo que cae dentro de su esfera, prefieren dejar a sus mujeres —mientras éstas no se metan en sus negocios— la solución de los problemas de la belleza, de la justicia, del amor y de la fe, o sea, todos los juntos propiamente humanos; y si las mujeres no bastan para resolverlos todos, se confía su tratamiento a una casta de hombres que les hablan frases milenarias, del cáliz y de la espada de la vida, y ellos les escuchan distraídos, malhumorados y escépticos, sin creerlo y sin pensar en la posibilidad de que también se pudiera hacer de otra manera.
Hay, pues, en realidad dos mentalidades que no se combaten mutuamente sino que de ordinario —lo cual es peor— coexisten la una junto a la otra sin decirse palabra, a excepción de asegurarse recíprocamente que las dos son codiciables, cada cual en su puesto. La una se da por satisfecha con ser exacta y se atiene a los hechos; la otra no se contenta con esto, sino que mira al conjunto y hace derivar sus conocimientos de las llamadas verdades eternas. La primera gana en éxito, la segunda en extensión y dignidad. Está claro que un pesimista podría decir también que los resultados de la una no valen nada y los de la otra no son auténticos. ¿De qué nos van a servir en el día del Juicio universal, cuando se pesen las obras humanas, tres volúmenes sobre el ácido fórmico, y aunque sean treinta? Por otra parte, ¿qué sabemos del Juicio universal si no conocemos lo que puede evolucionar hasta entonces el ácido fórmico?
Entre los dos polos de esta doble negación pendía el desarrollo después de dieciocho siglos y antes de completarse los veinte, desde que la humanidad supo por primera vez que al fin de los días habrá un Juicio espiritual. Es un fenómeno experimentado: a una dirección sigue siempre la contraria. Aunque sea imaginable y deseable que una tal marcha atrás se efectúe como la rosca de un tornillo que al invertir su dirección se eleva, por causas ignoradas rara vez gana el desarrollo más de lo que pierde por desviación y destrucción. El doctor Arnheim tenía, pues, perfecta razón al decir a Ulrich que la historia del mundo nunca admite cosas negativas; la historia es optimista, siempre toma una decisión con entusiasmo, pero pronto se desvía hacia la contraria. Así, tampoco siguió a las primeras fantasías de la exactitud la tentativa de realizarlas, sino que éstas fueron dejadas en manos de los ingenieros y científicos, volviéndose ella de nuevo hacia una mentalidad más digna y de mayor amplitud.
Ulrich recordaba todavía cómo «lo inseguro» había recobrado crédito. Cada vez se iban amontonando más quejas de gentes de profesiones inseguras, poetas, críticos, mujeres y los que ejercen oficios de una nueva generación; acusaban a la pura ciencia de parecerse a algo fatídico que destrozaba todas las obras dignas del hombre, sin poder después recomponerlas: exigían una nueva fe humana, el regreso a los modos primitivos de vida interior, vuelo espiritual y muchas otras cosas más de este género. Al principio, Ulrich había creído ingenuamente que eran jinetes caídos del caballo, los cuales gritaban y pedían que les dieran masajes con alma; pero poco a poco fue reconociendo que aquel grito repetido, tan raro al principio, hallaba un eco de mucha resonancia; la ciencia empezó ser considerada anacrónica; estaba imponiéndose un tipo de hombre poco preciso, dominador de la actualidad. Ulrich se había negado a tomar todo aquello en serio y se dedicaba desarrollar a su modo sus propias tendencias espirituales.
Del tiempo más remoto de la primera conciencia juvenil que, al confiarlo después, resulta muchas veces tan emocionante y estremecedor sobrevivían todavía hoy en su recuerdo toda clase de representaciones antes amadas, y entre éstas el lema de «vivir hipotéticamente». Este lema expresaba el valor y la involuntaria ignorancia de la vida en la que cada paso es un riesgo sin experiencia, el deseo de grandes relaciones y hálito de revocabilidad que siente un joven cuando entra en la vida con paso vacilante. Ulrich pensaba que no había por qué revocar nada de aquello. Lo hermoso y lo único cierto del que mira el mundo por primera vez es esa excitante sensación de haber sido elegido para algo. Si vigila sus propios sentimientos, no puede aceptar nada sin reservas; busca la posible querida, pero no sabe si aquélla es la verdadera; es capaz de matar sin estar seguro de que lo debe hacer. La voluntad de desarrollarse le prohíbe creer en las cosas consumadas; pero todo lo que le sale al encuentro finge estar completo. Barrunta: este orden no es tan firme como aparenta; ningún objeto, ningún yo, ninguna forma, ningún principio es seguro, todo sufre una invisible pero incesante transformación; en lo inestable tiene el futuro más posibilidades que en lo estable, y el presente no es más que una hipótesis, todavía sin superar. Qué mejor cosa podría hacer que mantenerse libre del mundo, en el buen sentido, así como un investigador mantiene su libertad de juicio frente a hechos que pretenden seducirle a creer prematuramente en ellos. Por eso duda hacer algo de sí; carácter, profesión, estabilidad son para él conceptos en los que se transparenta el esqueleto en que terminará. Busca otro modo de interpretarse a sí mismo; con una tendencia a todo lo que acreciente su interior —incluso si es algo prohibido moral o intelectualmente—; se siente como un paso libre para dirigirse en todas direcciones, pero es seducido por un contrapeso hacia el más próximo y siempre hacia adelante. Si alguna vez piensa tener auténtica inspiración, advierte que ha caído una gota de fuego incandescente en el mundo cuyo brillo cambia el aspecto de la tierra.
Más tarde, con el acrecentamiento de las facultades intelectuales, todo esto se había convertido en Ulrich en una idea que él ya no enlazaba con la vaga palabra «hipótesis», sino, por razones concretas, con el particular concepto de «ensayo». Aproximadamente, así como un ensayo trata un asunto bajo diversos puntos de vista a lo largo de sus capítulos —porque un objeto desentrañado pierde de golpe su volumen y se reduce a un concepto— así creía él poder mirar y tratar atinadamente el mundo y su propia vida. El valor de una acción o de una cualidad, incluso su carácter y su naturaleza, le parecían dependientes de las circunstancias que les rodeaban, de los fines a los que servían, en suma, del conjunto al que pertenecían, dispuesto unas veces de un modo y otras de otro. Ésta es, por lo demás, la simple descripción del hecho de que un asesinato nos pueda parecer ya un crimen ya una acción heroica, y la hora del amor como la pluma desprendida del ala de un ángel o de un ganso. Pero Ulrich generalizaba. Luego tenían lugar todos los acontecimientos morales en un campo de energía cuya constelación los colmaba de sentido; contenían además el bien y el mal, como un átomo contiene posibles combinaciones químicas. Eran, en cierto modo, aquello en que se convertían, y así como la palabra «duro», según haga la dureza referencia al amor, a la brutalidad, al celo o al rigor, indica cuatro diversas entidades, todos los acontecimientos morales le parecían, en significación, como una función dependiente de otra. De este modo se formaba un sistema infinito de dependencias que no tenían significados independientes, como aquellos que la vida ordinaria atribuye con rústica aproximación a los actos y propiedades; lo aparentemente firme se transformó en un cómodo pretexto para muchos otros significados; lo sucedido, en símbolo de algo que quizá no llegaría nunca a realizarse, pero que se sentía profundamente y el hombre, como compendio de sus posibilidades, el hombre potencial; la poesía inédita de su existencia se contraponía al hombre, como obra escrita, como realidad y carácter. Ulrich se sentía, según este modo de ver, capaz de toda virtud y de toda maldad; el que las virtudes sean consideradas —sin confesarlo— tan fastidiosas como los vicios en un orden social equilibrado le demostraba precisamente eso que sucede en cualquier parte de la naturaleza, o sea, que todo dinamismo tiende con el tiempo a un valor y término medios, a un equilibrio y a un entumecimiento. La moral en su sentido or-dinario era para Ulrich nada más que la forma senil de un sistema de fuerzas que no es posible confundir con la moral sin pérdida de fuerzas éticas.
Puede ser que en estas intuiciones se expresara una cierta inseguridad de vida; inseguridad es a veces sólo insuficiencia de aisladores; por lo demás, estará bien recordar que incluso una persona tan experimentada como la humanidad al parecer obra según principios muy semejantes. A la larga se retracta de todo lo que ha hecho antes y lo sustituye por otra cosa; también para ella se transforman, con el correr del tiempo los crímenes en virtudes y viceversa, construye grandes dependencias espirituales de todos los acontecimientos y los deja derrumbarse después de algunas generaciones; todo esto sucede, sin embargo, consecutivamente y no en una única vida; la cadena de intentos de la humanidad no muestra un ritmo ascendente, mientras que un consciente «ensayismo» humano encontraría aproximadamente su misión transformando en voluntad este indolente estado de conciencia. Muchas líneas de desarrollo indican que esto podría realizarse muy pronto. La ayudante de laboratorio de un hospital que, vestida de blanco, mezcla en una pulcra vasija de porcelana las heces de un paciente con ácidos, resultando un color purpúreo que compensa su atención, se encuentra también ahora, aunque sin saberlo, en un mundo más viable que el de la joven que se estremecía al ver lo mismo en la calle. El criminal que ha entrado en el campo floral de la fuerza de su acción se mueve sólo como un nadador arrastrado por una corriente impetuosa; todas las madres que han visto a su hijo en tales circunstancias lo saben; hasta ahora nadie lo ha creído porfío ha habido lugar para tales creencias. La psiquiatría llama a la alegría exagerada «desequilibrio eufórico», como si fuera un alegre malhumor, y ha descubierto que todas las gradaciones, la de la castidad y la de sensualidad, la de la crueldad y la de la compasión, la de la conciencia y la de la ligereza, desembocan todas en un estado patológico; ¡qué poca importancia tendría la vida sana, si su fin sólo fuera un estado intermedio entre dos exageraciones! ¡Qué indigente sería, si su ideal no fuera más que negación de las exageraciones de sus ideales! Tales conocimientos conducen, pues, a no ver en la norma moral la tranquilidad de cánones fijos, sino un equilibrio movible que en todo momento refiere dinamismo para su renovación. Se comienza comprendiendo cada vez mejor lo limitado que es considerar el carácter de una persona por sus tendencias a la repetición involuntariamente adquiridas; después hace responsable a su carácter de estas repeticiones. Se aprende a reconocer el juego alterno entre dentro y fuera, y precisamente la comprensión de lo impersonal del hombre abre nuevas pistas al elemento personal, revela ciertos modos fundamentales de comportamiento humano, muestra el instinto de construirse el yo que, como el instinto de los pájaros de construirse su propio nido, edifica su yo sirviéndose de diversos materiales de acuerdo con determinados procedimientos. Se está ya tan próximo a construir mediante influjos ciertas situaciones degeneradas como torrentes, que todo ello termina en la desidia social o en un gesto de ineptitud, si no se transforma al criminal en arcángel a tiempo. De tales casos se podrían citar muchos, esparcidos, sin conexión consumada, casos que, con mutua influencia para hacer sentir el cansancio de los acercamientos brutos realizados en circunstancias fáciles de aplicación, experimentan poco a poco la necesidad de transformar la moral, adaptada desde hace dos mil años al gusto variable en los fundamentos de la forma, y de cambiarla por otra con más adherencia a la movilidad de los hechos.
Ulrich estaba convencido de que ya sólo faltaba la fórmula: aquella expresión que tiene que encontrar la meta de un movimiento en un instante feliz, a fin de poder recorrer el último trayecto; ésta es una expresión atrevida, todavía no justificada en el actual estado de cosas, una combinación de exactitud e inexactitud, de precisión y de pasión. Pero precisamente en los años en que debía de haberse sentido entusiasmado le ocurrió algo curioso. Él no era filósofo. Los filósofos son opresores sin ejército; por eso someten el mundo de tal manera que lo cierran en un sistema. Posiblemente es ése el motivo por el que existieron grandes filósofos en épocas de tiranía, mientras que en los tiempos de progreso y democracia no surgen filosofías convincentes, al menos a juzgar por las lamentaciones que se oyen. En consecuencia, hoy se ofrece demasiada filosofía, aunque en recipientes pequeños; incluso hay comercios que la sirven a granel; en cambio, tratándose de grandes tomos filosóficos, se manifiesta una declarada desconfianza. A esta filosofía se la considera absurda; ni Ulrich escapaba a esta sensación; después de sus experiencias científicas pensaba en ella incluso burlonamente. Esto influía en su conducta, de manera que todo lo que veía le inducía a reflexionar, a pesar de la prevención que tenía a pensar demasiado. Pero lo que en definitiva decidía su comportamiento era otra cosa muy distinta. Había algo en el ser de Ulrich que obraba de un modo distraído, paralizante, desarmador, contra el orden lógico, contra la voluntad inequívoca, contra los impulsos de la ambición concretamente dirigidos, y también esto estaba comprendido con el nombre por él elegido de «ensayismo», aun conteniendo los elementos que él, al correr del tiempo e inconscientemente había eliminado de aquel concepto. La traducción de «ensayo» mediante la palabra «prueba», según se suele hacer, contiene sólo aproximadamente la alusión esencial al modelo literario; pues un ensayo no es la expresión provisional o accesoria de una convicción que podría ser elevada a verdad en una oportunidad mejor y que también cabría reconocer como error (de este género son únicamente los artículos y composiciones que las personas letradas llaman «desperdicios de su escritorio») sino que un ensayo es la forma definitiva e inmutable que la vida interior de una persona da a un pensamiento categórico. Nada le es tan extraño como la irresponsabilidad y la mediocridad de las ocurrencias llamadas «subjetividad»; pero tampoco verdadero y falso, prudente e imprudente son conceptos aplicables a tales pensamientos protegidos en leyes no menos severas por aparecer suaves e inefables. No ha habido pocos de estos ensayistas y maestros de la vida interior, pero no hay por qué nombrarlos; su reino está entre la religión y la ciencia, entre ejemplo y doctrina, entre el amor intellectualis y la poesía; son santos con y sin religión, y a veces son también simplemente hombres enredados en una aventura.
Nada hay, por lo demás, tan característico como la involuntaria experiencia adquirida mediante sabias y razonables tentativas de interpretar a tales ensayistas, de transformar la biología tal como es en ciencia de vida y de dar un «contenido» al movimiento de lo movido; de todo ello queda aproximadamente tanto como del delicado cuerpo colorado de una medusa extraída del agua y echada en la arena. La doctrina de los conmovidos se reduce a polvo, contradicción y necedad ante la razón de los no conmovidos, y sin embargo no se la puede considerar frágil e inconsistente para la vida, pues, si no, se debería decir también de un elefante que es demasiado delicado para sobrevivir en un espacio sin aire e inadaptado a sus necesidades vitales. Sería lamentable que estas descripciones evocaran a alguno la idea de un secreto, o también la de una músia en la que prevalecen los sonidos del arpa y los suspiros disimulados. Lo contrario es verdadero; Ulrich no proponía el problema fundamental como un borrador, sino que lo formulaba muy inocentemente en la siguiente forma: un hombre que desea la verdad llegará a sabio; un hombre que se quiere jugar la subjetividad llegará quizá a escritor; ¿qué debe hacer un hombre que quiera algo intermedio entre ambos? Tales ejemplos «intermedios» los ofrece toda norma moral, a saber, el conocido y sencillo mandamiento: no matarás. A primera vista se advierte que no es ni una verdad ni una subjetividad. Se sabe que nosotros lo observamos estrictamente en algunos aspectos; en otros, en cambio, nos concedemos muchas excepciones; pero en un gran número de casos de tercera categoría, o sea, en la fantasía, en deseos, en obras de teatro o en la lectura de periódicos vacilamos sin regla alguna entre tentación y aborrecimiento. A algo que no encaja en una verdad ni en una subjetividad se le llama exigencia. Esta exigencia se ha unido a los dogmas de la religión y a los de la ley, dándole así el carácter de una verdad derivada, pero los novelistas nos narran excepciones, empezando por el sacrificio de Abraham hasta la hermosa joven que asesina a su amante, y lo reducen de nuevo a subjetividad. Se puede, pues, agarrar las estacas o dejarse llevar de la amplia corriente; ¿pero con qué sentimiento? El sentimiento del hombre ante este precepto es una mezcla de obediencia ciega y de desconsiderado chapoteo en una ola de posibilidades (incluida la «sana naturaleza» que se resiste incluso a pensar en una transgresión, pero que, influida por el alcohol o la pasión, la comete sin más). ¿Se debe interpretar sólo así el mandamiento? Ulrich sentía que un hombre que desea con toda su alma hacer algo, no sabe si lo hace o lo deja de hacer. Y le parecía que acción y omisión pendían de todo el ser. Un deseo o una prohibición no le decían nada. Su adhesión a una ley de arriba o de dentro movía su razón a la crítica; más todavía: aquella necesidad llevaba consigo una devaluación de la razón que había que ennoblecer mediante el abolengo. En todo, callaba su pecho y hablaba su cabeza; pero él sentía que, de algún otro modo, su decisión habría podido coincidir con su felicidad. Podría ser feliz porque no mataba, o ser feliz porque mataba, pero nunca podría ser recaudador indiferente de una exigencia suya. Lo experimentado en aquel momento no era un mandamiento, era una región donde él había entrado. Entendió que, en ello, todo estaba decidido y que dulcificaba su sentido como la leche de las madres. Pero ya no fue el pensamiento quien se lo dijo, ni sentimiento alguno según el modo acostumbrado; era un «comprenderlo todo» y, sin embargo tan sólo como si el viento trajera de lejos el mensaje; éste no le pareció ni verdadero ni falso, ni razonable ni absurdo, sino que le conmovió, como si le hubiera caído sobre el pecho una ligera exageración salvadora.
Ya que no se puede hacer una verdad con las partes auténticas de un ensayo, tampoco se puede extraer una convicción de un estado semejante; al menos, mientras no lo abandone, así como un amante tiene que despojarse del amor para poder describirlo. La conmoción sin límites que a veces le turbaba estaba en contradicción con el instinto de actividad de Ulrich que apremiaba a límites y formas. Ahora ya es probableente justo y natural querer saber, pensaba, antes de dejar hablar al sentimiento; involuntariamente se imaginaba que aquello que él quería encontrar algún día, aunque no fuera verdad, no disminuiría en firmeza; pero en su caso particular era semejante a un hombre que se provee utensilios y luego pierde la intención de servirse de ellos. En cualquier momento en que le hubiesen preguntado, durante la redacción de unas obras de geometría o de matemática lógica o de ciencias naturales, sobre el fin que le movía, hubiera respondido que sólo hay un problema que merezca la pena de ser meditado: el de la rectitud de vida. Pero cuando se subleva largo tiempo una exigencia sin que le suceda nada, se adormece el cerebro, de igual modo que el brazo sostenido en alto, y nuestros pensamientos duran tan poco en pie como los soldados en un desfile de verano; si deben esperar mucho en posición firme, caen al suelo desmayados. Dado que Ulrich se había formado ya a los veintiséis años un concepto de la vida, a los treinta y dos no le parecía completamente sincero. No había seguido ilustrando sus ideas y, aparte de un sentimiento de incertidumbre y expectación, como cuando se espera alguna cosa con los ojos cerrados, se manifestaban en él escasos movimientos personales desde que habían pasado los días de los temblorosos descubrimientos de un principio. Podía ser, sin embargo, un sentimiento subterráneo de este género lo que con el tiempo le fue retrasando en el trabajo científico e impidiendo empeñar en él toda su voluntad. Por él incurrió en una extraña escisión. No hay que olvidar que la mentalidad exacta es, en el fondo, más religiosa que la artística, pues se sometería a «Él» tan pronto como «Él» se dignara revelarse a ella en las condiciones que ella prescribe para el reconocimiento de «Su» existencia, mientras que nuestros humanistas encontrarían, si «Él» se manifestara, que «Su» talento no es suficientemente primitivo y «Su» visión del mundo no es tan comprensible como para poderle situar en un trono con atributos verdaderamente divinos. Ulrich no podía abandonarse tan fácilmente a vagas intuiciones, como todos los de esta especie; por otra parte, no podía dejar de ver que había vivido largos años inalterada exactitud contradiciéndose a sí mismo; y deseaba que le pucediera algo imprevisto, pues cuando se tomó sus «vacaciones de la vida», según él decía irónicamente, no poseía en ninguna de las dos direcciones nada que le pudiera dar paz. Quizá se podía añadir a su disculpa que la vida vuela en ciertos años increíblemente rápida. Pero el día en que se debe comenzar a vivir la última voluntad, antes de dejar detrás los residuos, queda muy lejano y no se deja aplazar. Esto se le había convertido en una clara amenaza y había pasado casi medio año sin cambio alguno. Esperaba, dejándose mover de un lado a otro, en la pequeña y loca actividad que había emprendido, hablando —hablaba de muy buena gana— y viviendo con la desesperada perseverancia de un pescador que echa la red en un río seco; no hacía nada que correspondiera a la persona que él representaba, pero sin poner en tal actitud una especial intención. Esperaba detrás de su persona, en cuanto esta palabra designa aquella parte del hombre que es modelada por el mundo y por el historial de la vida; y su tranquila desesperación, encauzada por detrás, se elevaba cada día más. Se encontraba en el estado más lastimoso de su vida y se despreciaba a sí mismo por sus omisiones. ¿Son las grandes pruebas privilegio de grandes naturalezas? Hubiera querido creerlo, pero no era justo, ya que también las más simples naturalezas nerviosas tienen sus crisis. Así, no le quedaba en el gran estremecimiento más que aquel resto de imperturbabilidad que todos los delincuentes y héroes poseen y no es valor, no es voluntad ni confianza, sino simplemente un tenaz apego a sí mismo, difícil de extirpar, como la vida de un gato, incluso cuando ha sido ya despedazado por los perros.
Si alguno quiere imaginarse cómo vive un hombre de éstos cuando está solo, se puede decir, a lo más, que los iluminados cristales de las ventanas miran por la noche a la habitación, que los pensamientos, una vez usados, se acomodan como los clientes en la sala de espera de un abogado que no les satisface. O quizá que Ulrich, en cierta ocasión, abrió por la noche las ventanas y miró los desnudos troncos de los árboles que le parecieron serpientes cuyas sinuosidades, entre el manto de nieve de las copas y del suelo, se presentaban extraordinariamente negras y lisas; de repente le entraron ganas de bajar al jardín en píjama como estaba; quiso sentir el frío en el cabello. Desde abajo apagó la luz, para no quedar en el hueco iluminado de la puerta; sólo de su despacho penetraba un rayo de luz en la sombra. Un camino conducía hasta la reja del portón desembocando en la calle; otro lo cruzaba, destacado en la oscuridad. Ulrich se dirigió despacio hacia él. Y las tinieblas, trepando hasta lo más alto de los árboles, le recordaron fantasmagóricamente la gigantesca figura de Moosbrugger; las plantas desnudas le parecieron extrañamente corpóreas, feas y húmedas como gusanos y, a pesar de todo, tan impresionantes que hubiera querido abrazarlas y postrarse ante ellas con el rostro bañado en lágrimas. Pero no lo hizo; el sentimentalismo del impulso le hizo retroceder en el mismo momento en que le conmovió. A través de la espuma láctea de la niebla pasaban de largo, del otro lado de la reja del jardín, algunos caminantes retrasados; les habría podido parecer un loco, con su traje rojo entre los troncos negros; apretó el paso y volvió relativamente contento a su casa, porque, si había algo reservado para él, tenía que ser otra cosa.