DE esta manera había llegado Moosbrugger a recibir la pena de muerte; sólo mediante la influencia del conde Leinsdorf y la simpatía de Ulrich existía todavía posibilidad de someter su estado mental a otro reconocimiento. Ulrich, sin embargo, no tenía la más remota intención de interesarse por la suerte de Moosbrugger. La desalentadora mezcla de crueldad y paciencia, propiedad integrante de tales hombres, le era tan desagradable como la mezcla de rigor y negligencia que es el distintivo de los juicios pronunciados contra ellos. Sabía bien lo que podía pensar él de sí mismo considerando objetivamente el caso, y qué medidas se podían tomar con tales hombres que no son ni para la cárcel ni para la libertad y para los que no hay ya sitio en los manicomios. Pero Moosbrugger era, además, consciente de que miles de otros hombres lo sabían y discutían incansablemente sobre cuestiones de tal género y que el Estado terminaría por matarle porque en aquel estado de perplejidad aquélla era la solución más clara, barata y segura. Podrá parecer un crudo proceder conformarse con esta medida, pero también los modernos medios de locomoción sacrifican más víctimas que todos los tigres de la India, y es evidente que el ánimo despiadado, desalmado e indolente con que lo soportamos nos proporciona, por otra parte, innegables éxitos.
Esta disposición de ánimo, tan lince para las cosas próximas y tan ciega para el conjunto, alcanza su mayor expresión en un ideal que podría llamarse el ideal de la obra de una vida, consistente en no más de tres tratados o compendios. Hay actividades espirituales que constituyen el orgullo de un hombre, pero no compendiadas en grandes volúmenes sino en pequeños tomos. Si descubriera alguno, por ejemplo, que las piedras, en circunstancias nunca observadas, son capaces de hablar, le bastarían pocas páginas para describir y explicar el hecho así desarrollado. Sobre un buen principio se puede escribir, en cambio, libros enteros, y esto no es sólo un asunto de erudición, pues significa un método que nunca llega a esclarecer los interrogantes más importantes de la vida. Las actividades humanas se podrían clasificar con el número de palabras que necesitan; cuantas más sean necesarias, peor se puede pensar de su carácter. Todos los conocimientos que ilustran la transformación de nuestra raza, desde el vestido de pieles al vuelo humano, llenarían, incluidas sus pruebas definitivas, no más de una biblioteca portátil; sin embargo, no sería suficiente una estantería del tamaño de la tierra para acoger todo el resto, excluida la ilimitada discusión mantenida no con la pluma sino con la espada y las cadenas. Surge espontáneo el pensamiento de que llevamos muy irracionalmente nuestro negocio humano, si no lo conducimos según esos métodos científicos tan ejemplares.
Así ha sido en realidad el clima y la disposición de un tiempo —de ífuna porción de años, apenas de decenios— que Ulrich había vivido en parte. En aquella era se pensaba así (aunque este «se» sea un dato voluntariamente impreciso) y no es posible decir cuántos ni quiénes pensaban así; era algo suspendido en el aire y no se sabía si se podría vivir con «exactitud». Hoy día habrá quien pregunte por su significado. La respuesta sería que se puede imaginar la obra de una vida compendiada lo mismo en tres volúmenes que en tres poesías que en tres actos de un drama donde la capacidad personal se ejercite al máximo rendimiento. Eso querría decir, pues, tanto como callar cuando no se tiene nada que decir; hacer sólo lo necesario cuando no se tiene nada especial que desempeñar; y, lo que es más importante, permanecer insensible cuando no se posee el indescriptible sentimiento de abrir los brazos y de ser levantado por una ola de creación. Se observará que, de ser esto así, debería acabar la mayor parte de nuestra vida psíquica, pero no sería en todo caso una pérdida muy deplorable. La tesis de que un gran consumo de jabón demuestra una especial limpieza no es aplicable a la moral, donde es más justa la otra proposición: que una exagerada manía de lavarse no indica una conciencia muy limpia. Sería un experimento interesante limitar el uso de la moral (de cualquier clase que sea). Contentarse con ser moral en casos excepcionales, cuando sea aconsejable; en todo lo demás, considerar el propio obrar como la necesaria estandarización de tornillos y lapiceros. Es cierto que entonces no se darían muchas cosas buenas, pero sí algunas mejores; no quedaría ningún talento, pero sí el genio; desaparecerían del cuadro de la vida las insustanciales reproducciones que resultan de la pálida semejanza entre las acciones y la virtud y en su lugar aparecería su embriagadora comunión con la santidad. En resumen, de cada quintal de moral quedaría un miligramo de esencia que, aún reducido a una millonésima de gramo, resultaría prodigiosamente perfecto.
Se argüirá que todo esto es una utopía. Sí, lo es. Utopía significa aproximadamente tanto como posibilidad; el hecho de que una posibilidad no sea una realidad quiere decir simplemente que las circunstancias a las que está en el presente ligada, no se lo permiten, pues de otro modo sería sólo una imposibilidad; si se la libra de sus ataduras y se la deja desarrollar, he ahí la utopía. Sucede algo parecido cuando un investigador observa la metamorfosis de un elemento en un fenómeno compuesto y saca sus conclusiones: la utopía es el experimento en que se observa la probable transformación de un elemento y los efectos producidos en ese complicado fenómeno que nosotros llamamos vida. Ahora bien, si el elemento estudiado es la misma exactitud, se le separa y se le deja desarrollar; si se le considera como hábito del pensar y como una postura de vida, y si se deja influir su fuerza sobre todo lo que tiene relación con él, se llega a un hombre en el que se forma una paradójica comparación de exactitud y vaguedad. Posee aquella incorruptible, voluntaria frescura que presenta el temperamento de la exactitud; pero fuera de esta propiedad, todo lo demás es indefinido. Las firmes circunstancias del interior, garantizadas por una moral, tienen poco valor para un hombre cuya fantasía tiende a cambiar; sobre todo, cuando la exigencia de una máxima y exactísima satisfacción se traspasa del cuerpo intelectual al de las pasiones, se obtiene, según queda indicado, el asombroso resultado de que las pasiones desaparecen y son reemplazadas por algo parecido a un fuego primitivo de bondad.
Ésta es la utopía de la exactitud. No se sabe en qué debe emplear este hombre su día, ya que no se puede permanecer continuamente en el acto de creación; ¿sacrificará a una imaginaria conflagración el fuego hogareño de sensaciones limitadas? Pero este hombre existe hoy día. Como hombre, en el hombre vive, no sólo en el investigador, sino también en el comerciante, en el organizador, en el deportista, en el técnico, aunque sólo de momento, durante las horas del día a las que no se llama vida sino profesión. Porque el hombre exacto que lo toma todo tan meticulosamente y sin prejuicios nada aborrece tanto como la idea de tomarse en serio a si mismo y, por desgracia, apenas cabe dudar de que consideraría la utopía de sí mismo como un intento inmoral cometido contra personas seriamente ocupadas.
Por eso Ulrich siempre había vivido bastante solo, vacilante entre si debía amoldar sus actividades al grupo más poderoso de actividades interiores o no; en otras palabras, surge la pregunta de si es posible encontrar un sentido y un fin a lo que sucedió y sucede con nosotros.