59 — Moosbrugger reflexiona

MOOSBRUGGER se había instalado entretanto de la mejor manera posible en su nueva prisión. Apenas se cerró la puerta, comenzaron a tratarle violentamente, a sus protestas le habían amenazado, si recordaba bien, con darle una paliza. Le habían metido en una celda individual. Para el paseo en el patio interior le ataban las manos y los ojos de los guardianes le seguían a todas partes. Le habían rapado la cabeza, aunque la condena no había entrado todavía en vigor, con el pretexto de tomar sus medidas. Le lavaron con un jabón maloliente para desinfectarle. Él era un diablo viejo y sabía que nada de aquello estaba permitido, pero detrás del portón de hierro no es fácil salvar la propia honra. Hacían con él lo que querían. Se hizo presentar al director de la cárcel y le expuso sus quejas. El director admitió que ciertas cosas no respondían al reglamento, pero que no eran castigos sino medidas de precaución. Moosbrugger protestó ante el capellán del establecimiento; pero éste era un anciano bondadoso que tenía en la cura de almas el inveterado defecto de rehusar el trato con delincuentes sexuales. Aborrecía tales pecados con la incomprensión de un cuerpo que no ha tocado siquiera su orla y estaba espantado de que Moosbrugger, con su porte sincero, despertara la debilidad de su compasión personal; le envió al médico de cabecera, mientras él mismo elevó al Creador, igual que en todos los demás casos semejantes, una gran súplica que no descendía a detalles particulares y que hacía alusión a las calamidades terrenas de manera tan general que en la oración se refería a Moosbrugger igual que a los librepensadores y ateos. El médico de la prisión dijo, sin embargo, que todo aquello de lo que se quejaba no era tan grave, le dio una confortable palmada en la espalda y no se dejó convencer por sus lamentos, pues si Moosbrugger había entendido bien, todo era inútil mientras la facultad no hubiera decidido si en efecto era enfermo mental o lo aparentaba solamente. Moosbrugger barruntaba malhumorado que todos hablaban como Ies venía en gana, y aquel modo de hablar les daba ánimos para obrar con él a su antojo. Tenía el sentimiento, propio de la gente simple, de que se debería cortar la lengua a la gente instruida. Miró al rostro cicatrizado del doctor, al rostro seco del sacerdote, al burocrático del austero administrador; se sintió observado por las miradas de los tres, cada uno con expresión diversa y en sus rostros advirtió algo inaccesible pero común a los tres y que había sido su enemigo de toda la vida.

La estipticidad que oprime por fuera a todo hombre, con su engreimiento en medio de toda la otra carne, era de tejas abajo de la cárcel y a pesar de la disciplina, algo más benigna; en ella todo vivía de esperanza y las relaciones de los hombres entre sí, aunque rudas y violentas, estaban oscurecidas por la sombra de la irrealidad. Moosbrugger reaccionó a la relajación, después de la lucha del proceso, con todo su robusto cuerdo. Creía ser un diente movido. Sentía comezón en la piel. Se consideraba contagiado y miserable. Era una tierna, melindrosa hipersensibilidad la que le aquejaba a veces; la mujer que yacía bajo tierra, la que le había jugado aquella mala partida, le parecía, cuando la comparaba consigo mismo, una media hembra grosera y malvada frente a un niño. A pesar de todo, Moosbrugger no estaba tan descontento; de muchos detalles pudo deducir que allí dentro era considerado una persona importante, y esto le halagaba. Incluso los cuidados, de que eran objeto todos los presidiarios por igual, le daban satisfacción. El Estado tenía que cuidar a los delincuentes por el hecho de haber cometido algún delito, debía alimentarlos, bañarlos, vestirlos, preocuparse de su salud, de su trabajo, de darles libros y de enseñarles a cantar, cosas de las que él no se había preocupado en la vida. Moosbrugger se complacía en aquellas atenciones, a pesar de su brusquedad, como un muchacho que consigue forzar a su madre, enfadada, a que se ocupe de él; pero no deseaba que aquel estado durara largo tiempo; la idea de que su condena pudiera ser reducida a cadena perpetua o a ser recluido otra vez en un manicomio le fomentaba esa rebeldía que nosotros sentimos cuando todos los esfuerzos por escapar de la vida nos conducen al mismo estado de aborrecimiento. Sabía que su defensor se estaba esforzando en reasumir el proceso y que él se debía someter otra vez a un nuevo reconocimiento, pero tenía la intención de oponerse y lograr que le mataran.

Deseaba, eso sí, que su despedida fuera digna de él; no en vano había consagrado la vida entera a luchar por sus derechos. En la celda individual Moosbrugger reflexionó sobre cuáles eran sus derechos. No sabía decirlo. Pero era aquello de que se le había privado o escatimado durante toda su vida. Cuando se ponía a pensar en este tema se le hinchaban las narices. Su lengua se arqueaba y se posaba en un movimiento similar al de un caballo a paso español; con tal solemnidad acentuaba su idea. —Derecho —pensó con extrema lentitud para definir aquel concepto y como si estuviera hablando con alguien—; el derecho consiste en conceder a cada uno lo suyo, ¿no es cierto? —y de repente se le ocurrió—: El derecho es la justicia. Así era: su derecho estaba en su justicia. Miró a su alrededor para sentarse en algún rincón, se volvió trabajosamente, empujó el catre sujeto al suelo y se echó en él perezosamente. ¡Le habían privado de justicia! Se acordó entonces de la maestra que había tenido a los dieciséis años. Soñó que algo frío le había pasado sobre el vientre y había desaparecido después en el cuerpo; había gritado, se había caído de la cama y al día siguiente sintió todo el cuerpo dolorido. Ya le habían dicho alguna vez los aprendices que cuando a una mujer se le muestra el puño con el dedo pulgar saliente entre el índice y el mayor, ella es incapaz de oponer resistencia. Estaba confundido; todos decían haberlo probado, pero cuando él pensaba en ello, sentía correr el suelo bajo sus pies o bien le parecía que la cabeza no se asentaba sobre el cuello del modo acostumbrado, o sea, algo anormal, inseguro. —¡Maestra! —dijo—, quisiera hacerle una cosa divertida… Estaban solos, ella le miró a los ojos, debió de leer algo en ellos y contestó: «¡Fuera de la cocina!» Entonces él le mostró el puño con el pulgar enlazado de la manera indicada. Aquel arte de encantamiento le dio resultado, pero sólo a medias; la maestra se puso colorada y, como un rayo, le golpeó en la cara con la cuchara de palo que tenía entonces en la mano; tan rápidamente accionó que a él no le dio tiempo para apartarse; volvió en sí al ver brotar la sangre de sus labios. Pero de aquel momento se acordaba perfectamente, pues la sangre invirtió de repente la marcha, se dirigió hacia arriba y se asomó a los ojos; él se abalanzó sobre la fornida moza que tan vergonzosamente le había ofendido; en aquel instante apareció por allí el maestro y lo que ocurrió desde entonces hasta que se encontró en la calle con las piernas temblorosas y recogiendo las ropas que le fueron lanzadas detrás de él, era como hacer jirones una gran capa roja. Así se habían reído de sus derechos. Moosbrugger se dio otra vez al vagabundeo, ¿Valen los derechos en la calle? No había hembra que no hubiera sido del derecho de algún tipo, ni manzana, ni lecho; y sus guardias y sus jueces eran peores que los perros.

Moosbrugger no veía claro por qué la gente le prendía y le echaba a la cárcel o al manicomio. Pasaba largos ratos escrutando ceñudamente el suelo y, con esfuerzo, los ángulos de la celda; hacía como uno al que se le ha caído la llave. Pero él no la encontraba; el suelo y los rincones se volvieron ligeramente grises y austeros con la claridad del nuevo día, después de haber sido como el fondo de un sueño donde de repente aparece un objeto o una persona al pronunciar alguien una palabra. Moosbrugger procuraba usar toda la lógica. Pero sólo conservaba recuerdo preciso de los lugares donde aquello había comenzado. Hubiera podido enumerarlos y describirlos. Una vez había sido en Linz y otra en Braila. Entretanto habían pasado los años. Lo último sucedió aquí, en la ciudad. Veía todas las piedras ante sí. Tan claras y distintas como no suelen ser generalmente las piedras. Recordaba también el mal humor que tenía siempre. Como si en las venas en vez de sangre tuviera veneno o algo parecido. Por ejemplo, trabajaba al aire libre y las mujeres pasaban cerca de él; no quería mirarlas porque le molestaban, pero pasaban de continuo; al final sus ojos las seguían a desgana y aquel lento movimiento de los ojos era como si se mezclara en su interior una masa de brea con cemento. De ordinario su pensamiento discurría pausado, las palabras le fatigaban, nunca encontraba expresiones suficientes y, a veces, en conversación con alguno, sucedía que el interlocutor le miraba extrañado y no comprendía el alcance de una palabra cuando Moosbrugger la pronunciaba despacio. Envidiaba a todos los hombres que habían aprendido a hablar con facilidad; se le trababan las palabras, como si tuviera goma en el paladar precisamente en los momentos en que más las necesitaba; en ocasiones pasaba un tiempo inmenso hasta que conseguía soltar una sílaba y seguía adelante. No había lugar a duda de que aquello obedecía a un defecto natural. Sin embargo, cuando afirmaba ante el tribunal que eran los francmasones, los jesuítas o los socialistas los que le perseguían de aquel modo, nadie le entendía. Los abogados hablaban efectivamente mejor que él y le ponían toda clase de objeciones, pero no tenían la menor idea del desenvolvimiento de la realidad.

Si aquello se prolongaba un poco, a Moosbrugger le entraba miedo. ¡Hágase la prueba de salir a la calle con las manos atadas y obsérvese lo que hace la gente! La conciencia de que su lengua o alguna otra cosa de más adentro estaba pegada como con cola le hacía sentir una sensación de dolorosa inseguridad que necesitaba días para disimularla. Pero de repente se encontraba ante un límite abrupto y, cabría decir, silencioso; sin nadie prevenirlo, surgía un hálito frío, o flotaba en el aire un gran globo que volaba hasta su pecho, y en el mismo instante experimentaba algo en sí mismo, en sus ojos, en sus labios o en los músculos de la cara; a su alrededor todo se contraía y se ennegrecía y, mientras se posaban las cosas sobre los árboles, saltaban de la maleza dos o tres gatos veloces. Aquel fenómeno sólo tardaba un segundo en desaparecer.

Entonces empezaba en realidad el tiempo del que todos querían saber y hablar sin descanso. Hacían las preguntas más absurdas y él, por desgracia, recordaba los acontecimientos muy vagamente, sólo en la memoria conservaban un sentido, porque aquellos tiempos eran puro sentido: a veces duraban minutos, otras veces resistían días enteros y en algunas ocasiones se prolongaban más, durando incluso meses. Para comenzar con éstos, ya que son los más sencillos y, según Moosbrugger, hasta un juez los podría comprender: él oía entonces voces o música, o un gemido y un zumbido, también silbidos y ruido de cencerros, o tiros, truenos, risas, gritos, charlas y susurros. Llegaban de todas partes; se paraban en los muros, en el aire, en los vestidos y en su cuerpo. Tenía la impresión de que los llevaba consigo en el cuerpo cuando callaba; y en cuanto salían fuera se escondían en las cercanías, no muy lejos de él. Mientras trabajaba, las voces le hablaban con palabras entrecortadas y breves frases, le injuriaban y le criticaban y, si pensaba alguna cosa, se expresaban de tal manera y con tal perseverancia que tenía que atenderlas, o decían maliciosamente lo contrario de lo que él deseaba. Moosbrugger se reía de que quisieran considerarle enfermo por eso; él mismo trataba aquellas voces y aquellos rostros como si fueran monos. Le entretenía oír y ver lo que hacían; eran mil veces mejor que los pesados y tenaces pensamientos de su cabeza; en definitiva, era natural. Dada la especial atención que prestaba a toda palabra referente a él, Moosbrugger sabía que aquello se llamaba tener alucinaciones, y estaba de acuerdo en disfrutar de aquella ventaja, frente a otros que no eran tan capaces; veía, en efecto, muchas otras cosas que otros no veían, hermosos paisajes y animales monstruosos, pero encontraba muy exagerada la impotancia que daban a todo esto y de aquí que, cuando el manicomio llegaba a resultarle demasiado desagradable, declaraba sin más que les estaba engañando. Los discretos le preguntaban si oía mucho ruido; la pregunta tenía poco sentido; naturalmente lo que oía era a veces tan fuerte como un trueno, otras veces tan leve como un murmullo. Tambien los dolores que le atormentaban podían ser insoportables o llevaderos, como una ilusión. Eso no era lo importante. A menudo no había podido describir exactamente lo que veía, oía o sentía; sin embargo sabía lo que era. Muchas veces resultaba muy confuso; los rostros venían del exterior, pero un destello de observación le decían al mismotiempo que procedían de sí mismo. Lo importante era justamente que las cosas estén dentro o fuera no tiene ninguna importancia; en su estado aquello era como agua clara a los dos lados de una transparente pared de vidrio.

En sus buenos tiempos, Moosbrugger no hacía caso de voces ni de visiones, sino que «pensaba». Lo decía así porque aquella palabra siempre le había impresionado. Pensaba mejor que otros, pues pensaba dentro y fuera. Sus pensamientos se cernían en su interior contra su voluntad. Decía que se le presentaban ya hechos, y sin perder su lenta flexibilidad viril, le excitaban las más insignificantes bagatelas, como sucede a una mujer cuando tiene leche en los pechos. Su pensamiento fluía entonces como un arroyo absorbido por cientos de arroyuelos triscantes a través de un prado.

Moosbrugger bajó la cabeza y miró la madera entre sus dedos. —Aquí la gente llama a la ardilla gatito de la encina —se le ocurrió—; en Asia la llaman, en cambio, «zorro de los árboles». Uno que ha viajado mucho lo sabe. Los psiquiatras se intrigaban cuando, al mostrarle a Moosbrugger la figura de una ardilla, respondía: —Eso es un zorro o quizá una liebre; también puede ser un gato o algo así. Inmediatamente le preguntaban: —¿Cuántos son catorce más catorce? Y él les contestaba pensativo: —Aproximadamente de veintiocho a cuarenta.

Aquel «aproximadamente» les dejaba perplejos y Moosbrugger sonreía de satisfacción. Es muy sencillo; él sabe también que añadiendo catorce a catorce se llega a veintiocho, pero no está determinado que aquello sea la meta y no se pueda seguir adelante. La mirada de Moosbrugger se extiende un poco más, como la de un hombre al alcanzar la cumbre de una colina y ver que detrás de aquélla hay todavía otras colinas más. Y si la ardilla no es ni gato ni zorro y tiene dientes en vez de cuernos, como la liebre que devora el zorro, no hay por qué discutir ya que tiene un poco de todo y trepa sobre los árboles. Según la experiencia y convicción de Moosbrugger, no se podía separar una cosa completamente del resto, porque todo era interdependiente. Varias veces en su vida había dicho a una joven: —¡Tiene una boca de rosa…!, pero de improviso la palabra caía en las costuras y sucedía algo muy precario: el rostro se volvía gris, parecido a tierra cubierta de niebla, y sobre un largo tallo aparecía una rosa; entonces se hacía irresistible la tentación de coger un cuchillo y de cortarla o de darle un golpe para que se retirara otra vez a su sitio. Cierto que Moosbrugger no empuñaba inmediatamente el cuchillo; sólo lo hacía cuando no podía más. De ordinario empleaba toda su fuerza hercúlea en sostener el mundo.

Cuando estaba de buen humor podía mirar a un hombre a la cara y ver en ella su mismo rostro, así como se refleja en un charco entre pececitos y piedras claras; pero cuando estaba de mal humor le bastaba echar una ojeada a alguien para reconocer en él al hombre con el que había luchado toda la vida, aunque lo disimulaba. ¿Qué se le puede reprochar? Todos reñimos casi siempre con el mismo hombre. Si se fuera a indagar cuáles son las personas a las que nos sentimos tan insensatamente apegados, resultarían ser los hombres de la llave para la que nosotros hacemos la cerradura. ¿Y en el amor? Cuántos hay que miran de la mañana a la noche el mismo rostro amado, pero cuando cierran los ojos no saben decir cómo es. O también sin amor o sin odio: a cuántos cambios está sometida continuamente la cosa según el humor, la costumbre y el punto de vista. ¡Cuántas veces prende la alegría y se consume no dejando más que un resto de tristeza! ¡Cuántas veces un hombre ataca impasible a otro, e igualmente podría dejarle en paz! La vida se asemeja a una superficie que aparenta ser como debe, pero por dentro desfila la procesión. Moosbrugger sostenía siempre los pies sobre dos terrones juntos, esforzándose razonablemente por evitar todo lo que le pudiera perturbar; pero a veces decía alguna palabra y ¡qué revolución y sueños procedían entonces de tan calcinadas y frías palabras como «gatito de encina» y «labios de rosa»!

Sentado en el banco que le servía al mismo tiempo de cama y mesa, se lamentaba de la educación que no le había enseñado a expresar debidamente sus experiencias. La pequeña persona con ojos de ratón que desde bajo tierra le estaba costando tantos disgustos le sacaba de quicio, todos se ponían de su parte. Se levantó fatigosamente. Se sentía consumido como leña carbonizada. Tenía hambre; el menú de la cárcel no era suficiente para su enorme cuerpo y él no tenía dinero para mejorarlo. En semejante estado le era imposible recordar todo lo que querían saber de él. Había experimentado un cambio de semanas, de meses, cómo viene marzo o abril, y entonces había tenido lugar el acontecimiento. No sabía ya nada de cuanto estaba escrito en el expediente de Policía, y ni siquiera sabía cómo había llegado hasta allí. Los motivos, las reflexiones de que se acordaba, ya los había declarado ante el tribunal; pero lo que en realidad había ocurrido le parecía como si, de repente, él se hubiera puesto a hablar con fluidez en un idioma extraño, algo que le había hecho muy feliz, pero que no podía repetirlo.

—¡Todo esto tiene que terminar lo antes posible! —pensó Moosbrugger.