ULRICH se llevó consigo la carta para hacerla desaparecer; por otra parte, no hubiera sido nada fácil hablar sobre ella con Diotima, pues desde la aparición del artículo sobre el «año austríaco», se sentía arrebatada por un entusiasmo desordenado. No solamente le entregaba Ulrich todos los documentos que recibía el conde Leinsdorf; el correo diario le traía además montones de comunicados y recortes de periódicos; los libreros le mandaban cantidades enormes de libros de muestra; el movimiento aumentaba en su casa, como aumenta el oleaje del mar cuando el viento y la luna se ponen de acuerdo. El teléfono no paraba de sonar y si no llega a ser por Raquel, que atendía a las llamadas con el celo de un arcángel dando ella misma las noticias, Diotima hubiera sucumbido bajo el peso del trabajo.
Aquella crisis nerviosa, que nunca llegó, pero que hacía temblar su cuerpo, proporcionó a Diotima una felicidad que jamás hasta entonces Sábía experimentado. Era un escalofrío, un estremecimiento de importancia, como si éste hubiera calado todo su ser; un crujido como el de la presión en una piedra coronadora del edificio mundial; un hormigueo como la sensación de la nada que se siente al divisar desde la cumbre de algún monte un amplio panorama. En resumen, era el sentimiento de la «posición» de la que tuvo, de repente, conciencia la hija de un modesto docente de grado medio y joven esposa de un vicecónsul burgués, que, no obstante su ascenso, seguía siendo en las partes más frescas de su ser. Tal sentido de la posición es uno de los estados fundamentales, aunque inadvertidos, de la existencia, como el no darse cuenta de que la tierra gira o de que nuestra persona contribuye algo a las percepciones. El hombre, peregrino en la geografía de una gran patria, de una religión o de un escalafón de renta, lleva gran parte de su vanidad bajo los pies, porque le han enseñado que no le es lícito darle cabida en el corazón y, a falta de una posición tal, se contenta incluso —cosa al alcance de todos— con situarse en lo más alto de la columna del tiempo sobre el soporte de la nada, es decir, vivir en el momento presente en que todos los predecesores están ya reducidos a polvo y los venideros no han llegado todavía. Pero si esta vanidad, que por lo común no es consciente, sube de repente de los pies a la cabeza, puede ocasionar una dulce locura, padecida a la de aquellas vírgenes que creen estar embarazadas con el orbe terráqueo. También el señor Tuzzi concedió a Diotima el honor de dejarse informar por ella sobre la marcha de aquel «movimiento» y de rogarle frecuentemente se dignara aceptar algún encargo; la sonrisa burlona con que antes había hecho acompañar al tema del «salón» la sustituía ahora por una digna seriedad. No se sabía todavía hasta qué punto agradaría a Su Majestad la idea de hacerle figurar a la cabeza de una Acción Pacifista de carácter internacional, pero Tuzzi asociaba a esta posibilidad la solícita recomendación de que Diotima no diera el más mínimo paso en el campo de la política exterior sin haber consultado antes con él. —Añadía inmediatamente el aviso de que, si la Acción pacifista llegaba algun día a cristalizar, se librara bien de mezclarse en complicaciones políticas. No era preciso, declaró a su esposa, rechazar una idea tan bella, ni siquiera existiendo la posibilidad de ponerla en obra, pero era absolutamente necesario mantener abiertas desde el principio todas las posibilidades, tanto de ejecución como de retirada. Explicó después a Diotima la diversidad entre una conferencia de desarme, otra pro pace, una reunión de monarcas y la ya mencionada decoración del Palacio de La Haya con lienzos de artistas austríacos; nunca había hablado a su esposa tan concretamente. A veces volvía al dormitorio con la carpeta de cuero bajo el brazo para completar sus explicaciones, por ejemplo, si se había olvidado de añadir que, según su opinión personal, todo lo que dependiera del concepto de «Austria universal» lo consideraba posible sólo en unión con una empresa pacifista o humanitaria, si no podía ser tachada de peligrosa, veleidosa o de algo parecido.
Diotima respondía con una paciente sonrisa: —Me esforzaré por tener en cuenta tus deseos, pero no debes exagerar la importancia que puede tener para nosotros la política exterior. En el interior del país está en auge el movimiento procedente de la anónima profundidad del pueblo; no sabes la cantidad de súplicas y proyectos que recibo yo al cabo del día.
Diotima era admirable; sabía librar las luchas que le tocaba librar en medio de enormes dificultades. En las consultas de la comisión central, compuesta por varios representantes de la religión, de la justicia, de la agricultura, de la educación pública y otros, todas las proposiciones encontraban una tenaz y temerosa resistencia que Diotima conocía ya por su marido de cuando éste no había puesto en las cosas el cuidado que después aprendió a poner; y a veces la impaciencia la desanimaba y no dudaba de que aquella resistencia del mundo indolente sería difícil de vencer. El «año austríaco» era para ella, evidentemente, el año de la «Austria universal»; las naciones austríacas debían aparecer como modelo ante las naciones de todo el mundo, para lo cual bastaba demostrar que la inteligencia, el espíritu, tenían en Austria su verdadera patria. Tan claro resultaba esto que para los cerebros torpes se necesitaba un contenido especial, integrado a una idea que, por su naturaleza más sensible que abstracta, fuera más fácil de comprender. Y Diotima estudiaba largas horas, buscando una idea que respondiera a aquellos postulados; naturalmente, la idea debía incluir también un símbolo de Austria; Diotima hacia curiosos experimentos con el ser de grandes ideas.
Era ostensible que Diotima vivía en una gran época, que daba a luz grandes pensamientos; pero es increíble lo difícil que resulta realizar lo más grande e importante, tan pronto se hayan dado todas las condiciones necesarias para ello, salvo una: qué es eso que se busca. Siempre que Diotima casi se decidía por una idea, tenía que reconocer que también sería grande realizar su contraria. Así era, y no había quien lo pudiera impedir. Los ideales tienen extrañas propiedades, entre otras la de transformarse en su contrario cuando se les quiere seguir escrupulosamente. Tales fueron, por ejemplo, los de Tolstoi y Berta Suttner —dos escritores cuyos pensamientos se hicieron casi igualmente famosos en su tiempo. Pero ¿cómo puede el hombre —pensaba Diotima— procurarse, sin emplear la violencia, aunque no sea más que un pollo asado? ¿Y qué se hace entonces con los soldados, si se les prohibe matar tal como ellos exigen? Quedarían sin empleo y los pobres y los criminales se sentirían a sus anchas. Tales proposiciones habían sido presentadas; se decía además que se habían recogido firmas. Diotima no hubiera podido imaginarse una vida sin verdades eternas, pero ahora se daba cuenta de que cada verdad eterna es doble o triple. Por eso el hombre sensato —en este caso el señor Tuzzi, que así salvaba también en cierto modo su honor— siente una desconfianza profundamente enraizada respecto a las verdades eternas; no negará jamás que son indispensables; está convencido, sin embargo, de que las personas que las toman al pie de la letra están locas. A su juicio —que se lo prestaba a su esposa con ánimo de ayudarle—, los ideales humanos presentan exigencias excesivas y conducen a la ruina si no los toma uno en serio. Tuzzi adujo, como primera prueba de ello, que en las oficinas donde se trata de asuntos serios las palabras «ideal» y «verdad eterna» brillan por su ausencia; si a un empleado se le ocurriese emplearlas en algún documento, andaría cerca de conseguir unos días de vacación para que se sometiera a un reconocimiento médico. Pero Diotima, si bien escuchaba entristecida, recobraba al final de tales momentos de debilidad nuevas fuerzas para entregarse con ahínco a sus estudios.
Incluso el conde Leinsdorf se maravilló de su energía intelectual cuando por fin encontró tiempo para hablar con ella. Su Señoría quería una manifestación del corazón del pueblo. Deseaba sinceramente conocer la voluntad popular y aquilatarla con prudentes intervenciones de arriba, porque pretendía presentarla algún día a Su Majestad, no como una donación del bizantinismo, sino como un signo de reflexión de los Pueblos arrastrados por la corriente de la democracia. Diotima sabía que Su Señoría seguía firme en su idea del «Emperador pacífico» y en la brillante manifestación de la Austria auténtica, si bien no rechazaba radicalmente la proposición de la Austria universal, en cuanto expresaba el sentimiento de una familia de pueblos, dispuestos en torno a su patriarca. De esta Familia excluía Su Señoría oculta y silenciosamente a Prusia, aunque él no tenía nada que reprochar al doctor Arnheim y lo había calificado de persona interesante ante Diotima. —No queremos nada de patriotismo en desuso —amonestaba él—; debemos inyectar inquietud a la nación, al mundo. La idea de celebrar un «año austríaco» la encuentro muy bella y he ordenado a los periodistas que dirijan la fantasía del público hacia ese tema. ¿Pero ha reflexionado usted alguna vez, señora, qué se puede hacer en el año austríaco? ¿Lo ve? Ahí está. Es necesario saberlo. Hay que esperar también alguna ayuda de arriba, si no, se sobrepondrán los elementos sin razón. Y yo no dispongo de tiempo para reflexionar y concretar algo.
Diotima vio que Su Señoría mostraba interés y respondió vivamente: —¡La Acción debe culminar en un gran signo o en nada! Eso es cierto. Tiene que conmover el corazón del mundo, pero ha de ser influida también por las altas esferas. El año austríaco es una idea estupenda; a mi parecer, sin embargo, el año universal es todavía mejor: un año de la Austria universal, con motivo del cual el espíritu europeo pueda ver en Austria su auténtica patria.
—¡Despacio, despacio! —advirtió el conde Leinsdorf, que se había espantado ya muchas veces ante la temeridad de su amiga—. Sus ideas son siempre un poco demasiado audaces, Diotima. Usted misma ha dicho alguna vez que nunca puede ser uno suficientemente prudente. ¿Qué piensa que podemos hacer en este año austríaco?
Con aquella pregunta sin rodeos, que caracterizaba la manera de hablar del conde Leinsdorf, había tocado precisamente en el punto más doloroso de Diotima. —Señor conde —dijo ella después de haber vacilado un poco—; esa pregunta a la que usted quiere que yo responda es la más difícil del mundo. Tengo proyectado reunir lo antes posible un círculo de hombres eminentes, poetas, pensadores; esperaré a las sugerencias de esta asamblea para decidirme después.
—¡Está muy bien! —exclamó Su Señoría de acuerdo con la dilación—. ¡Muy bien! Nunca se puede ser demasiado circunspecto. ¡Si supiera usted todo lo que tengo que oír cada día…!