CLARISSE escribe a Su Señoría y propone «el año de Nietzsche».
Ulrich tuvo que visitar entonces a Su Señoría dos o tres veces por semana. Tenía a su disposición una oficina alta, encantadora. Junto a la ventana había una gran mesa de escritorio de estilo María Teresa. De la red colgaba un cuadro oscuro con unos rojos, azules y amarillos lujosos que representaban unos caballeros hiriendo con sus lanzas las partes blandas de otros jinetes derribados; en la pared opuesta, una mujer con sus partes blandas cuidadosamente ceñidas por un corsé bordado en oro. No se explicaba por qué tenía que estar allí, sola y apartada, pues pertenecía seguramente a la familia Leinsdorf; su rostro joven maquillado se parecía al del conde, como una huella impresa en la nieve seca se parece a otra huella en arcilla húmeda. Ulrich tenía, por lo demás, pocas ocasiones de contemplar el rostro del conde Leinsdorf. La Acción Paralela había entrado desde la última asamblea en una fase de actividad tan intensa que a Su Señoría no le quedaba tiempo para dedicarse a las grandes ideas; llenaba el día en la lectura de solicitudes, en la recepción de visitas y en conversaciones, si no estaba de viaje. Así, había ya conferenciado con el Primer Ministro, con el arzobispo, con la cancillería de palacio y se había puesto en contacto varias veces con miembros de la alta aristocracia y de la noble burguesía. Ulrich no había asistido a aquellas conversaciones y sabía sólo que por todas partes se chocaba con la resistencia política del partido opuesto, por lo cual todos aquellos señores habían manifestado que tanto mejor podrían apoyar la Acción Paralela cuanto menos se oyeran sus nombres; por el momento, pues, se harían representar en las comisiones sólo por observadores.
Era alentador ver los progresos que realizaban las comisiones de semana en semana. Según había sido dispuesto en la sesión inaugural, habían dividido el mundo en diversas secciones, desde los grandes puntos de vista de la religión, de la instrucción, del comercio, de la agricultura y demás; en cada una de las comisiones tomaba parte un representante del correspondiente Ministerio y todas ellas se entregaron a la tarea de recibir, de acuerdo con las demás comisiones, a los representantes del pueblo y de las corporaciones de su incumbencia con el fin de coordinar sus deseos, sugerencias y ruegos y transmitirlos al comité central. De ese modo se confiaba en que harían afluir a este comité las principales fuerzas morales del país, organizadas y resumidas; por el momento podían estar satisfechos del aumento del tráfico epistolar. Los comunicados de las comisiones al comité central tuvieron que hacer, en breve, referencia a otros comunicados enviados con anterioridad y empezaron a encabezar sus escritos con una frase que cada vez adquiría más importancia: «Refiriéndonos a la carta número tal que figura en nuestro registro, haciendo a su vez referencia a otra precedente con el número cual en la línea que empieza por…»; en ella seguía un tercer número. Toda esta serie de cifras aumentaba en cada comunicado. Eran señales de un sano crecimiento. También las embajadas comenzaban a mandar informaciones oficiosas sobre la impresión causada en el extranjero por las demostraciones de fuerza del patriotismo austríaco; enviados especiales buscaban prudentemente oportunidad de informarse; delegados del pueblo preguntaban interesados por ulteriores planes y la iniciativa privada comenzaba a manifestarse con demandas de sociedades comerciales que se tomaban la libertad de hacer insinuaciones o buscaban un punto de apoyo para ligar su firma al movimiento patriótico. Era todo un aparato y, por serlo, tenía que trabajar, y porque trabajaba, empezaba a correr; cuando un automóvil eleva la velocidad en un campo libre aun sin estar nadie al volante puede hacer un determinado recorrido ofreciendo un espectáculo digno de consideración e incluso impresionante.
De ese modo la Acción Paralela recibió un fuerte impulso y el conde Leinsdorf lo sintió. Se ponía los lentes y leía la correspondencia con gran seriedad, desde el principio hasta el fin. Ya no llegaban proposiciones, ni los deseos de aquellas personas apasionadas y desconocidas que le habían inundado al principio, antes de que el asunto hubiera tomado rumbo definido; y aunque aquellas súplicas y demandas procedieran del seno del pueblo, iban firmadas por presidentes de sociedades alpinas, de confederaciones de librepensadores, congregaciones de mujeres, asociaciones profesionales, sociedades deportivas, clubes civiles y otras agrupaciones por el estilo, que pasaban del individualismo al colectivismo como un montón de basura en un remolino de viento. Aunque Su Señoría no siempre consentía todo lo que se exigía de él, veía un progreso considerable. Se quitaba las gafas, devolvía la correspondencia al consejero ministerial o al secretario que se la había entregado y la aprobaba con un gesto de cabeza sin decir palabra; sentía que la Acción Paralela se dirigía por buen camino y firme y que no tardaría en encontrar el mejor de los rumbos.
El consejero ministerial, que recibía de nuevo la correspondencia, la dejaba sobre una pila de otras cartas y una vez terminada la labor volvía a leer en los ojos de Su Señoría. Entonces la boca del conde solía decir: —Todo va estupendamente, pero no podemos decir ni que sí ni que no hasta que no sepamos algo concreto sobre lo esencial de nuestro objeto.
Esto ya lo había ya leído el consejero ministerial en los ojos de Su Señoría en anteriores ocasiones y coincidía con su opinión personal; sostenía en la mano un lápiz de oro con el que había escrito al final de cada unicado la sigla mágica «dif.». Esta abreviatura de «diferido», tan corriente en las oficinas de Kakania, significaba en lenguaje vulgar «reservado para decidirlo más tarde», y era un ejemplo de prudencia que enseñaba a no perder nada y a evitar precipitaciones. Diferida era, por ejemplo, la petición de un pequeño empleado rogando una ayuda extraordinaria para su mujer, para el tiempo que transcurre entre el parto y la capacidad del niño para ganarse la vida por sus propios medios. Esto no tenía otro motivo que el de dar tiempo a que la materia se regulara legalmente ya que el corazón de los superiores no quería rechazar la demanda; diferida era también la solicitud de una persona de oficio influyente a la que no convenía molestar con una negación; por principio, todas las demandas que aparecían por primera vez en una oficina eran diferidas hasta que se presentaba un caso análogo.
Pero estaría mal burlarse de aquella costumbre burocrática, porque fuera de las oficinas se difiere todavía más. ¿Qué significan, pues, las promesas incluidas en los juramentos de los reyes, de dar guerra a los turcos o a los paganos, cuando se piensa que en la historia de la humanidad nunca se ha borrado ni se ha acabado de escribir del todo una frase? De esto resulta, de vez en cuando, ese ritmo desequilibrado del progreso que se asemeja ilusoriamente a un buey volando. En los cargos todavía se pierde algo, en el mundo, nada. Así, la dilación es una fórmula fundamental del edificio de nuestra vida. Cuando a Su Señoría alguna cosa le parecía especialmente urgente, elegía un método distinto. Enviaba primero la proposición a la Corte, a su amigo el conde Stallburg, preguntándole si se podía tomar en consideración, como «provisionalmente definitiva», según él decía. Poco después, llegaba por lo regular la respuesta, declarando que no se podía dar a conocer todavía el criterio de Su Majestad y que parecía oportuno dejar pasar el tiempo hasta que se forjase una opinión pública; según la acogida que diera ésta a la proposición —teniendo en cuenta otras exigencias que podrían surgir eventualmente— se daría en seguida la cuestión por examinada. Las actas, en las que se había transcrito la demanda, pasaban a su correspondiente dicasterio y volvían de allí con la advertencia de que aquel servicio oficial no se consideraba competente para decidir tal punto; cuando ocurría esto, él conde Leinsdorf tomaba nota para presentar en la siguiente asamblea del comité central la idea de crear una subcomisión interministerial para el estudio del asunto.
Su Señoría sólo era inexorable en los casos en que los escritos no estaban firmados por el presidente de alguna sociedad o de una corporación religiosa, científica o artística, reconocida por el Estado. Una carta semejante llegó en aquellos días, remitida por Clarisse; en ella hacía alusión a Ulrich y proponía la proclamación de un «año nietzscheriano de Austria», abogando al mismo tiempo por el misógino criminal Moosbrugger; como mujer —escribía— se había sentido obligada a proponer aquella idea; debido también a la coincidencia de que Nietzsche había sido un enfermo mental, igual que Moosbrugger. Ulrich no pudo contener su enojo (que procuró disimular con una broma) cuando el conde Leinsdorf le mostró aquella carta; la reconoció inmediatamente por la caligrafía informal y cruzada por gruesos trazos transversales y por subrayados. El conde Leinsdorf, cuando se dio cuenta del apuro que estaba pasando Ulrich, dijo con seriedad y dulzura: —No deja de ser interesante. Diría que esa mujer es entusiasta y activa; pero todas estas proposiciones particulares deben pasar ad acta—, de lo contrario no llegaríamos nunca a un fin. Usted podría devolver esta carta, ya que, según parece, conoce a la señora que la ha escrito. ¿Es quizá prima suya?