CLARISSE dijo a Ulrich: —Hay que hacer algo por Moosbrugger; este asesino es musical.
Por fin Ulrich había aprovechado una tarde para hacer la visita que había tenido que aplazar por aquella detención con tan fatales consecuencias.
Clarisse vestía una falda ajustada a la altura del pecho; Walter estaba a su lado con una cara no del todo sincera.
—¿Qué dices? ¿Musical? —preguntó Ulrich sonriente.
Clarisse hizo un gesto festivo y se ruborizó. Sin querer. Como si la vergüenza oprimiese sus mejillas y tuviese que reprimirla con una expresión de regocijo. Finalmente se desprendió de ella:
—¡Conque… —dijo Clarisse— te has vuelto un hombre muy interesante!
No siempre era fácil entender lo que decía.
Había venido el invierno y había pasado también. Allí, fuera de la ciudad, quedaba nieve todavía; campos blancos y, de vez en cuando, como agua oscura, la tierra negra. El sol lo inundaba todo uniformemente. Clarisse llevaba una chaqueta de color naranja y un gorrito de lana azul. Salieron los tres de paseo y Ulrich tuvo que explicar a Clarisse escritos de Arnheim en medio de una naturaleza medio desértica tras el deshielo. Algunos de sus temas eran: las progresiones algebraicas, los anillos de benzol, el materialismo histórico y el universalismo, los puentes, sus soportes, la evolución de la música, el espíritu automovilístico, el 606, la teoría de la relatividad, la atomística de Bohr, la soldadura autógena, la flora del Himalaya, el psicoanálisis, la psicología individual, experimental y fisiológica, la psicología social y otros muchos adelantos que dificultan a una época enriquecida por ellos la producción de hombres enteros, buenos y normales. Pero en las obras de Arnheim todo era dado de una forma muy alentadora, pues aseguraba que aquello que se entendiera no significaba más que una extralimitación de las infructuosas fuerzas intelectuales, mientras que lo verdadero es siempre la sencillez, la dignidad humana y la inclinación a las verdades sobrehumanas que todos pueden adquirir a condición de vivir modestamente y en armonía con las estrellas. —Muchos sostienen hoy día teorías semejante —advirtió Ulrich—, pero a Arnheim se le da crédito porque se le puede presentar como un hombre rico y célebre que sabe lo que dice, que ha estado personalmente en el Himalaya, que tiene coche y lleva tantos anillos de benzol… como se le antoja.
Clarisse quiso saber cómo eran los anillos de benzol; le parecía haber oído alguna vez anillos de cornalina. —¡Eres muy divertida, Clarisse! —declaró Ulrich.
—¡Gracias a Dios que no tiene por qué entender de todas esas estupideces químicas!, salió a defenderla Walter; a continuación pasó a apoyar los libros de Arnheim que había leído. No quería asegurar que Arnheim fuese el non plus ultra, pero bien podía afirmar que era la mejor inteligencia de la actualidad, un espíritu nuevo. Un científico de primer orden, sin duda, pero al mismo tiempo algo más por encima del saber. Así terminó el paseo. El resultado fue: cabeza caliente y pies fríos, como si las desnudas ramas de los árboles, débiles y relucientes a la del sol invernal, se hincaran a manera de astillas en el tejido de la piel; el deseo de todos era una taza de café caliente y su sentimiento: el humano extravío.
Nieve derretida calaba el calzado, Clarisse se alegró de ver ensuciarse la habitación y Walter apretaba sus vigorosos labios femeninos buscando pelea. Ulrich dio noticias de la Acción Paralela. Al hablar de Arnheim se trabó otra vez la discusión.
—Te voy a decir lo que tengo contra él —repitió Ulrich—. «El hombre científico» es actualmente inevitable; ¡no se puede no querer saber! Y nunca ha sido tan grande como hoy la diferencia entre la experiencia de un especialista y la de un profano. Basta examinar la habilidad de un masajista o de un pianista; nadie lleva al hipódromo un caballo sin previa preparación. Únicamente en los problemas de la vida humana se cree cada uno competente para opinar y decidir y un viejo prejuicio afirma que hombre se nace y se muere. Cuando pienso que las mujeres de hace cinco mil años escribieron las mismas cartas de amor que las de hoy, no puedo leer una sin preguntarme si no deberían cambiar alguna vez.
Clarisse se manifestó inclinada a secundar su opinión. Walter, sin embargo, sonreía como un faquir, dispuesto a no pestañear mientras le atraviesan la mejilla con una aguja.
—Eso quiere decir que tú te niegas indefinidamente a ser hombre objetó.
—Algo así. Admitirlo tiene un desagradable sabor a diletantismo.
—Pero yo quiero hacerte otra concesión —prosiguió Ulrich después de haber reflexionado un poco—: los especialistas no acaban nunca de especializarse. No solamente no alcanzan nunca el fin, sino que no pueden ni imaginar la coronación de su actividad. Quizá ni siquiera la desean. ¿Se puede pensar, por ejemplo, que el hombre tendrá todavía alma cuando haya aprendido a entenderla y tratarla perfectamente bajo el aspecto biológico y psicológico? A pesar de todo, aspiramos a alcanzar ese estado. Ahí está. El saber es una actitud, una pasión. En el fondo, una actitud ilícita, pues, como el alcoholismo, la lujuria y la violencia, así también el afán de saber forma caracteres desequilibrados. No es cierto que el investigador busque la verdad; es la verdad la que le busca a él; él tiene sólo la pasión, la embriaguez en hechos que dibujan su carácter y nada le importa que de sus descubrimientos proceda un todo, algo humano, perfecto, o lo que sea. Es un ser contradictorio, enérgico y sufrido. «¿Y qué?» —preguntó Walter. —¡Pues nada!
—¿No te parece que eso nos debería bastar? —Yo me daría por satisfecho —dijo Ulrich tranquilo—. Nuestra opinión sobre lo que nos circunda, e incluso sobre nosotros mismos, cambia cada día. Vivimos en un período de transición. Posiblemente durará hasta el fin del planeta si nosotros no afrontamos mejor que hasta ahora nuestros más profundos cometidos. Sin embargo, cuando nos toque andar en la oscuridad no nos pongamos, como niños, a cantar de miedo. La ficción de saber cómo debemos comportarnos aquí abajo es efectivamente una canción para distraer el miedo; tú puedes poner el grito en el cielo; no es más que miedo. Por lo demás, estoy «convencido de que nosotros andamos al galope. Estamos aún lejos de nuestra meta, ésta no se acerca, ni siquiera alcanzamos a divisarla; todavía perderemos muchas veces el camino y tendremos que cambiar de caballo, pero un día, pasado mañana o dentro de dos mil años, comenzará a moverse el horizonte y se echará bramando encima de nosotros».
Mientras tanto había oscurecido. —Ya nadie puede verme la cara —pensaba Ulrich—; ni yo mismo sé si estoy mintiendo. Había hablado como cuando se resume en un momento de inseguridad el resultado de una certidumbre de decenios. Se acordó de que aquel sueño de juventud que estaba contando a Walter hacía tiempo que se había esfumado. Era mejor no seguir hablando.
—Pero nosotros no debemos —repuso Walter con aspereza— renunciar a dar un sentido a la vida.
Ulrich le preguntó para qué necesitaba un sentido. Según él, se podía seguir así.
Clarisse descargó una risotada. No lo hizo maliciosamente: se le había hecho graciosa la pregunta.
Walter encendió la luz, no pareciéndole necesario que Ulrich tuviera ante Clarisse la ventaja de la oscuridad. Una luz irritante cegó a los tres. Ulrich comentó obstinado: —Lo que se necesita en la vida es el convencimiento de que nuestro negocio va mejor que el del vecino. Esto quiere decir: tus cuadros, mi matemática, la mujer y los hijos de fulano o de mengano; todo aquello que le asegura a un hombre no ser de ninguna manera extraordinario; ¡pero que esa forma de no ser en manera alguna extraordinario, no pueda ser fácilmente igualada!
Walter no había vuelto a sentarse. Le inquietaba algo. El triunfo. Gritó: —¿Sabes lo que dices? ¡Cielos! Eres un auténtico austríaco; predicas la filosofía del «¡Viva la Pepa!».
—Probablemente no es tan calamitoso como tú crees —replicó Ulrich—. De la apasionada necesidad de precisión, rigor y belleza puede derivar la conclusión de que es preferible cantar el «¡Viva la Pepa!» a tomar en serio los esfuerzos de un espíritu nuevo. Te felicito por haber formulado el mensaje mundial de Austria.
Walter quiso contestar. Pero se dio cuenta de que aquello que le había hecho levantarse no era solamente la sensación del triunfo, sino también —¿cómo se dice?— el deseo de retirarse un momento. Vaciló entre estas dos sensaciones. Pero las dos no se podían conjugar, así es que desprendió su mirada de los ojos de Ulrich y se dirigió a la puerta.
Cuando quedaron solos, Clarisse exclamó: —Ese asesino es musical. O sea que… —se detuvo un poco, después siguió enigmáticamente—: No se puede decir nada, pero tú tienes que hacer algo por él.
—¿Qué debo hacer, pues?
—Liberarlo.
—¿Estás soñando?
—¿No piensas que las cosas son tal como has explicado a Walter? —preguntó Clarisse y sus ojos parecieron exigir una respuesta cuyo contenido no pudo él adivinar.
—No sé lo que quieres —dijo Ulrich.
Clarisse le miró caprichosa a los labios; luego volvió a repetir: —A pesar de todo, deberías hacer lo que te he dicho; quedarías transformado.
Ulrich la contempló. No comprendía bien. Quizá dejó pasar por alto alguna frase, una comparación o semejanza que hubiese dado sentido a sus palabras. Resultaba muy extraño oírla hablar tan sin sentido, como si tratara de hacer una broma.
Pero en aquel momento regresó Walter. —Te puedo conceder… —comenzó. La interrupción había apaciguado la conversación.
Volvió a sentarse en el taburete del piano y miró satisfecho a sus zapatos sucios de tierra. Pensó: —¿Por qué no tienen tierra los zapatos de Ulrich? Ésa es la última salvación del hombre europeo.
Ulrich miraba a su vez las piernas de Walter por encima de sus zapatos; llenaban unos calcetines de algodón y tenían la forma impropia de las flojas piernas de muchacha.
”Es de apreciar que un hombre actual tenga aspiraciones a ser un hombre entero —dijo Walter.
”Eso ya no se da —opinó Ulrich—. No tienes más que echar una ojeada al periódico. Está lleno de una inmensa opacidad. Se habla de tantas cosas que ni la inteligencia de Leibniz sería capaz de abarcarlas. Pero nadie se da cuenta; hemos cambiado. Ya no existe un hombre completo frente a un mundo completo, sino que un algo humano se mueve en un común líquido nutritivo.
—Exacto —dijo inmediatamente Walter—. Ha desaparecido la culmina completa en el sentido de Goethe. Pero, como consecuencia, cada idea va acompañada hoy día de otra idea contraria; y cada tendencia, de una opuesta. Toda acción y su revés encuentran en la inteligencia sus más sutiles argumentos; uno puede tanto defenderlas como condenarlas. No entiendo cómo puedes justificar esto.
Ulrich se encogió de hombros.
«Hay que retirarse a la soledad» —dijo Walter en voz baja.
—También se puede vivir así —le contestó su amigo—. Es posible que estemos de camino hacia un Estado-hormiguero, o hacia alguna otra concepción anticristiana de la distribución del trabajo.
Ulrich pensó que lo mismo era ponerse de acuerdo que discutir. En la cortesía se transparentaba el desprecio, como un manjar exquisito en gelatina. Sabía que sus últimas palabras tenían que haber molestado a Walter, pero sentía el deseo de hablar con una persona con la que podría ponerse de completo acuerdo. Semejantes conversaciones las habían mantenido ya en otro tiempo. Una fuerza secreta extraía ahora las palabras del pecho y todas daban en el blanco. Pero si se hablaba con aversión ascienden como niebla de una superficie helada. Miró a Walter sin rencor. Estaba seguro de que también tenía la impresión de que, cuanto más se extendían en la discusión, tanto más deformaban su misma opinión interior; Pero ellos no tenían la culpa. —Todo lo que se piensa es simpatía o antipatía —pensó Ulrich. En aquel momento le pareció esto tan ardoroso a punto que sintió un apremio corporal, semejante a la conmoción tangible de dos personas estrechamente abrazadas. Se volvió a mirar a Clarisse.
Pero Clarisse había dejado de escuchar, por lo visto, desde hacía muchísimo tiempo; había cogido el periódico de la mesa de enfrente y se había puesto a averiguar por qué le divertía tanto aquello. Sentía el periódico entre sus manos, teniendo ante sus ojos la inmensa opacidad de la que había hablado Ulrich. Los brazos desplegaban la oscuridad y se abrían solos. Formaban, con el tronco del cuerpo, dos brazos de una cruz y de ellos colgaban las hojas. Ella sentía placer, pero las palabras para describirlo no acudieron a su mente. Sabía sólo que miraba al periódico sin leerlo y le parecía que Ulrich tenía algo de bárbaro y enigmático, una fuerza afín a ella misma; no se le ocurría nada más concreto. Sus labios se habían abierto como para una sonrisa, pero inconscientemente, en una tensión libremente entorpecida.
Walter siguió con voz apagada: —Tienes razón al afirmar que hoy no hay ya nada serio, razonable o por lo menos transparente; pero ¿por qué no quieres comprender que la culpa la tiene precisamente el creciente racionalismo que todo lo apesta? Los cerebros han adquirido la manía de hacerse cada vez más razonables y de especializar y racionalizar más que nunca la vida y al mismo tiempo se han vuelto impotentes para imaginar lo que será de nosotros cuando logremos subdividir, tipificar, mecanizar y regular todo. Así no se puede adelantar.
—¡Dios mío! —respondió Ulrich impasible—; el cristiano de los tiempos del monaquisino no tuvo más remedio que ser creyente, aunque no podía figurarse más que un paraíso que, con tantas nubes y arpas resultaba algo aburrido; y nosotros tememos el paraíso de la razón que nos recuerda los bancos alineados, las reglas y las horrendas figuras de yeso del tiempo de la escuela.
—Me da la sensación de que la consecuencia de todo esto será una orgía desenfrenada de la fantasía —añadió Walter pensativo. En aquello había algo de cobardía y astucia. Pensó en la irracionalidad de Clarisse y, mientras habló de la razón que termina en excesos, pensó en Ulrich. Los otros dos no lo creyeron, lo cual le causó el dolor y el triunfo del incom— prendido. De buen grado hubiera rogado a Ulrich que no entrara más en su casa, si hubiera sido posible sin provocar la sublevación de su mujer.
Los dos hombres miraron a Clarisse en silencio.
Ella advirtió de pronto que ya no discutían, se frotó los ojos y, con cariño, hizo unos guiños a Ulrich y Walter, que, inundados de luz amarilla, la observaban sentados, como en un armario de cristal, ante la ventana, débilmente teñida de azul por tenues rayos del resplandor crepuscular.