51 — La casa Fischel

LEO Fischel era el director del Lloyd-Bank o, mejor dicho, su procurador con el título de director. Por motivos incomprensibles se había olvidado de responder a una invitación del conde Leinsdorf, por lo que no volvió a ser invitado. Incluso aquella primera convocatoria fue debida a relaciones de su esposa Klementine. Klementine de Fischel procedía de una antigua familia de funcionarios; su padre había sido presiente de la Contaduría del Imperio; su abuelo, consejero de Hacienda, y tres de sus hermanos ocupaban diversos cargos en diversos Ministerios. Veinticuatro años antes se había casado con Leo por dos motivos: en primer lugar, porque las familias de altos funcionarios poseen a veces más hijos que fortuna, pero también por romanticismo, porque, en contraste con la ahorradora limitación de su casa paterna, la banca le parecía una profesión moderna y liberal, y una persona culta del siglo XIX no basaba el valor de un hombre en el hecho de ser judío o católico; efectivamente le parecía, conforme al estilo del tiempo, signo de especial cultura situarse por encima de los ingenuos prejuicios antisemitas de la gente vulgar.

La pobre tuvo que experimentar más tarde que en toda Europa progresaba un espíritu de nacionalismo y con él una ola de persecución judía que transformó a su marido de liberal estimado en disgregador mortífero. Al comienzo ella se había sublevado con toda la indignación de su «magnánimo corazón», pero en el transcurso de los años fue desmoralizándose, influida por la persistente hostilidad ingenuamente cruel y la prevención general la intimidó. Además, en los desacuerdos cada vez más profundos entre ella y su marido —cuando él, por causas que se resistía a explicar, no pudo superar el grado de procurador y perdió toda posibilidad de ascender verdaderamente a director de Banco— respondía alzando los hombros a todo lo que le molestaba y aducía que el carácter de Leo no tenía afinidad alguna con el suyo, si bien, frente a los extraños, no renegaba de los principios de su juventud.

Estas desavenencias no procedían más que de su desconcierto; igual sucede a muchos otros matrimonios: aparece en ellos la infelicidad en cuanto desaparece la ofuscación de la felicidad. Desde que Leo había encallado su carrera en su oficio de gerente de bolsa, Klementine no podía excusar algunas de sus originalidades, como decir que su marido no se sentaba en una tranquila oficina de Ministerio, sino en el «telar zumbante del tiempo». ¡Quién sabe si no se había casado con él precisamente por aquella cita de Goethe! Las patillas en su rostro afeitado que una vez, junto con sus gafas entronizadas en la mitad de la nariz, le habían recordado a un lord le hacían pensar ahora en un agente de bolsa y ciertos modos de hablar y de gesticular empezaban a resultarle insoportables. Klementine intentó corregirle al principio, pero chocó con enormes dificultades, porque veía que en ninguna parte del mundo existían reglas para determinar si unas patillas evocan legítimamente la idea de un lord o de un corredor de comercio y para establecer si unos lentes tienen en la nariz, acompañados de un ademán, un puesto que expresa entusiasmo o cinismo. Además, Leo Fischel no era un hombre que se dejara corregir. Las críticas interesadas en transformarle en el bello ideal cristiano-germánico de un consejero ministerial eran para él bufonadas mundanas, indignas de un hombre sensato, pues cuanto más se escandalizaba su mujer por pequeñeces tanto más insistía él en las líneas directrices de la razón. Así la casa Fischel se transformó poco a poco en el campo de batalla de dos opuestas concepciones del mundo.

Al director Fischel le gustaba filosofar, pero no más de diez minutos al día. Se gozaba en reconocer el fundamento racional del ser humano, creía en su rentabilidad moral que imaginaba organizada al estilo de un gran Banco, y todos los días leía el periódico para informarse con satisfacción de los nuevos progresos de la vida. Esta fe en las inquebrantables normas de la razón y del progreso le permitía contestar con un encogimiento de hombros a los reproches de su esposa. Pero la desventura había querido que a lo largo de la vida de aquel matrimonio el humor del tiempo se apartara de las antiguas máximas del liberalismo, favorables a Leo Fischel, y de los grandes principios de la libertad de pensamiento, de indignidad humana y del librecambio, y razón y progreso fueron suplantados en los países occidentales por teorías racistas y tópicos callejeros; tampoco él quedó inmune. En un principio había negado sin rodeos aquel desarrollo, del mismo modo que el conde Leinsdorf acostumbraba a negar ciertas «manifestaciones desagradables de carácter público»; esmeraba a que desaparecieran por sí solas, y esta espera es el primer grado, apenas perceptible, de la tortura de la exasperación con que la vida castiga a los hombres de recto juicio. El segundo grado se llama ordinariamente, y así se llamó también en el caso de Fischel, «veneno». El veneno es el estilicidio de los nuevos conceptos en materia de moral, arte, política, familia, periodismo, bibliografía y tráfico, y va ya acompañado de un impotente sentimiento de irrevocabilidad y de una indignada negación que no puede sustraerse a un cierto reconocimiento de los hechos evidentes. Pero el director Fischel no se ahorró tampoco el tercero y último grado en que cada uno de los turbiones y aguaceros de novedades se unen en una continuada lluvia y, con tiempo, se hace uno de los más espantosos martirios que puede sufrir un hombre dedicando a la filosofía sólo diez minutos diarios.

Leo aprendió que el hombre puede tener en muchas cosas opiniones diversas. El instinto de tener razón, una necesidad que es casi sinónima de dignidad humana, comenzó en la casa Fischel a cometer excesos. Este instinto ha producido, a través de miles de siglos, miles de admirables filosofías, de obras de arte, libros, hazañas y partidismos, y si este admirable, pero también fanático y monstruoso instinto innato de la naturaleza humana, se contenta con dedicar diez minutos a la filosofía de la vida o a la discusión sobre los problemas fundamentales de la convivencia doméstica, es inevitable que estalle, como una gota de plomo derretido, en innumerables puntas y aguijones que pueden ocasionar heridas dolorosísimas. Explotaba a la pregunta de si debían despedir o no a la muchacha de servicio, o de si se debían presentar en la mesa los palillos de dientes; pero de cualquier modo que explotara, poseía siempre la cualidad de reintegrarse inmediatamente a dos concepciones de la vida con inagotables detalles.

El problema se hacía llevadero durante el día, pues el señor Fischel lo pasaba en la oficina; por la noche, sin embargo, era personal, lo cual empeoraba enormemente las relaciones entre él y Klementine. Hoy día, con lo complicado que se ha vuelto todo, sólo en un campo puede ser uno competente; él lo era en las letras de cambio y los valores, razón por la que de noche se inclinaba a una cierta condescendencia. Klementine seguía punzante e inflexible, porque se había formado en una atmósfera de responsabilidad y constancia, en una familia de empleados; consciente, pues, de su posición social, no le concedía habitación separada para no reducir todavía más la vivienda, de por sí insuficiente. Los dormitorios ponen a un hombre en trance de actuar como un comediante; al apagarse las luces, tiene que representar ante unos palcos invisibles el papel simpático, demasiado conocido, de un héroe con la misión de apaciguar y encantar a un león rugiente. Hacía años que la oscura sala de espectadores no le había concedido el más mínimo aplauso ni había dejado escapar una señal de repulsión, y se puede decir que esto trastorna el funcionamiento de los nervios más fuertes. Por la mañana, durante el desayuno que, según una respetable tradición, acostumbraban a tomar juntos, Klementine aparecía rígida, como un cadáver congelado y Leo contraído de resentimiento. Su misma hija Gerda notaba algo de ello todos los días y se imaginaba la vida conyugal llena de amargura y repugnancia, como una lucha de dos gatos en la oscuridad de la noche.

Gerda contaba entonces veintitrés años y era el objeto de lucha preferido entre sus dos progenitores. Leo Fischel pensaba que había llegado la hora de buscarle un buen marido. Gerda, sin embargo, le decía: «Estás anticuado, papá». Habla elegido sus amigos en un enjambre de coetáneos cristiano-germánicos, sin probabilidad de conseguir una colocación, pero que despreciaban el capital y decían que ningún judío ha demostrado todavía capacidad para establecer un gran símbolo de la humanidad. Leo Fischel los llamaba majaderos antisemitas y quería prohibirles la entrada en su casa, pero Gerda le contestaba: —Tú no entiendes, papá; todo esto es puramente simbólico. Gerda era nerviosa anémica y se exaltaba fácilmente si no se tenía miramientos con ella, por eso Fischel toleraba aquellas relaciones de su hija, así como también soportó en su casa a los pretendientes de Penélope (Gerda era además el rayo de luz de la vida de su padre), pero no lo soportaba callando, puesto que no tenía tal naturaleza. Él creía saber en qué consista moral y las ideas sublimes y lo repetía en cada ocasión para influir positivamente en Gerda. Gerda respondía siempre: —Sí, papá, tú tendrías perfecta razón si esto no se considerara hoy día desde un punto de vista distinto al tuyo. ¿Y qué hacía Klementine cuando Gerda hablaba? ¡Nada! Callaba poniendo un rostro compungido; pero Leo podía estar seguro de que Klementine secundaba a sus espaldas la voluntad de hija, como sí supiera en qué consisten los símbolos. Leo Fischel tenía motivos para suponer que su cabeza de buen judío era superior a la de esposa, y nada le indignaba tanto como ver que ella sacaba provecho de las locuras de Gerda. ¿Por qué no podía hacerse de un momento a otro capaz de pensar modernamente? ¡Aquél era el sistema! Entonces se acordaba de lo que ocurría cada noche. Aquello no era ya degradación del honor; aquello era el honor arrancado de raíz. De noche el hombre sólo viste un pijama, e inmediatamente debajo está su carácter: no hay nada que lo defienda, ni sus conocimientos ni su habilidad profesional; corre riesgo toda su persona. ¿Por qué, cuando se hablaba del pensamiento cristiano-germánico, Klementine ponía cara de mirarle como si él fuera un bárbaro?

El hombre es un ser que resiste tan mal las sospechas como el papel de seda la lluvia. Desde que Klementine había comenzado a no ver hermosura en Leo, no le podía ni ver; y, desde que se le hizo sospechoso, él vislumbraba, con cualquier motivo, una conspiración en su casa. Con todo, Klementine y Leo, como todos los que se dejan influir por las costumbres y la literatura, tenían la impresión de depender el uno del otro en sus pasiones, caracteres, destino y acciones. En realidad, la vida consta en su mitad, por lo menos, no de acciones sino de teorías adquiridas de pareceres con sus respectivas contradicciones, y de impersonalidad hinchada por aquello que se ha oído y se sabe. La suerte de aquellos dos esposos dependía en gran parte de la supeditación desordenada, confusa y tenaz a pensamientos que no representaban su opinión privada, sino la pública por la que habían cambiado la suya, sin que pudieran hacer nada en contra. Al lado de esta dependencia, la parte personal de ambos era minúscula, un superávit excesivamente valorado. Y mientras se persuadían de llevar una vida privada y se ponían en duda recíprocamente carácter y voluntad, la desesperante dificultad radicaba en la irrealidad de aquel conflicto que ellos disimulaban con todas las asperezas posibles e imaginables.

La desgracia de Leo Fischel estaba en no saber jugar a las cartas y en no hallar diversión en cumplimentar a chicas guapas; cansado del trabajo, padecía la enfermedad de un amor declarado a la familia, mientras su mujer, que no tenía nada que hacer sino representar el seno de aquella familia, no se dejaba seducir por halagos románticos. Leo Fischel se sentía acometido a veces por ataques de asfixia contra los que no se podía combatir, y que le invadían por todas partes. Era una célula del organismo social que cumplía celosa y diligentemente su deber, pero que recibía savia envenenada. Y aunque aquello estaba por encima de sus necesidades filosóficas, él, desamparado de su esposa, comenzó, como hombre que está envejeciendo y no encuentra motivos para abandonar la moda de su juventud, a barruntar la profunda vanidad de la vida, la amorfa deformación de las cosas, la lenta pero incesante revolución que hace girar todo consigo.

Una de aquellas mañanas en que tenía su pensamiento ocupado en asuntos familiares, Fischel se había olvidado de responder a la carta de Su Señoría y muchas de las mañanas que siguieron tuvo que escuchar la descripción de los acontecimientos desarrollados en casa de la señora Tuzzi, ocasión que bien podía haber aprovechado para introducir a Gerda en la mejor sociedad. El mismo Fischel no tenía la conciencia muy tranquila, porque también su director general y el gobernador del Banco Nacional habían acudido a la asamblea; pero, como se sabe, los reproches se rechazan tanto más violentamente cuanto más indeciso es el sentimiento entre la culpabilidad y la inocencia. No obstante, cada vez que Fischel intentaba, con la superioridad del hombre que trabaja, burlarse de aquella Acción Patriótica, recibía la contestación de que un ficiero acomodado, como Paul Arnheim, pensaba de una manera pletamente distinta. Parecía increíble que Klementine y Gerda —que por lo demás se oponía naturalmente a los deseos de su madre— hubiese llegado a saber tanto de aquel nabab y, debido a que también en el Banco se decían cosas admirables de él, Fischel se vio precisado a defenderse, pues no les podía argumentar en contra, ni tampoco afirmar, de un hombre con tantas relaciones profesionales, que no había por qué tomarle en consideración.

Cuando a Fischel no le quedaba más remedio que armarse en su defensa, hacía una contramina, es decir, oponía el silencio más inescrutable a todas las alusiones referentes a la casa Tuzzi, a Arnheim, a la Acción Paralela y a sus mismas equivocaciones; luego se hizo informar sobre la vida de Arnheim y esperó disimuladamente a que sucediera algo que revelara de golpe el vacío interior de todo e hiciera precipitarse la alta cotización de aquella encumbrada familia.