50 — Desarrollo ulterior. El señor Tuzzi se propone estudiar la persona de Arnheim

DIOTIMA había acertado. Desde el momento en que Arnheim notó que los senos de aquella maravillosa mujer —que había leído sus libros digiriéndolos en su alma— se enderezaron y conmovieron, accionados por un resorte inconfundible, él quedó cautivo de una turbación extraña. Para expresarla brevemente y con palabras suyas: era la turbación del moralista que inesperadamente encuentra el cielo en la tierra; si se quiere comprender su situación, basta imaginarse cómo nos iría si alrededor nosotros existiera solamente ese charco azul y sereno con flotantes espumas lechosas.

Bien considerado, el moralista es un hombre ridículo y desagradable, enseña el olor de aquella pobre gente resignada que considera a la al como su monopolio; la moral necesita grandes problemas para sacar de ellos su importancia y significado, y por eso Arnheim había buscado siempre el complemento de su propia naturaleza moralízadora en los acontecimientos del mundo, en la historia universal, en la interpretación ideológica de su propia actividad. Su ocupación favorita era trasladar los pensamientos a la esfera del poder y negociar sólo en conexión con los problemas intelectuales. Gustaba recoger ejemplos de la historia para darles nueva vida; la figura que representan las finanzas en la actualidad es semejante a la de la Iglesia católica, o sea, una potencia eficiente entre bastidores, transigente e intransigente en sus relaciones con las fuerzas dominantes. Frecuentemente comparaba su actividad con la de un cardenal. Esta vez había salido de viaje por simple capricho; y si bien no solía emprender nunca viajes impremeditados, no se acordaba de los motivos que le movieron a proyectar aquel plan, por lo demás interesante. El plan del viaje había surgido como una inspiración inesperada y como una decisión repentina, y era quizá por esta circunstancia de libertad que un viaje turístico a Bombay le hubiera parecido menos exótico que el que había hecho a aquella metrópoli austríaca. La idea, absolutamente inconcebible en Prusia, de haber sido invitado a desempeñar un papel en la Acción Paralela había hecho el resto y le había conducido a una disposición de ánimo fantasmagórica e ilógica, como un sueño cuyas contradicciones no escapaban a su sentido práctico, sin que éste desvirtuara el estímulo de la fábula. Probablemente hubiera podido conseguir el fin de su viaje con medios más sencillos y por el camino más corto, pero prefería considerarlo un viaje de vacaciones para la razón, y su espíritu de negociante le castigaba por tal evasión al mundo quimérico, diluyendo el punto negro de la moral (al que se debía haber entregado), en una grisácea generalidad.

Para una segunda meditación en la oscuridad, como aquella en presencia de Tuzzi, no se dio otra ocasión; la causa era que el señor Tuzzi andaba siempre con prisas, y Arnheim debía repartir sus palabras entre las más diversas personas que encontraba en aquel bello país con una asombrosa capacidad receptiva. Delante de Su Señoría llamó una vez «infructuosa» a la crítica y «ateo» al presente, dando a entender que sólo el corazón podría redimir al hombre de una existencia tan negativa y —para Diotima— añadió que únicamente las cultas regiones del sur de Alemania serían capaces de preservar al espíritu alemán —y quizá también al mundo— de los desórdenes del racionalismo y de la manía de calcular. En un círculo de señoras habló sobre la necesidad de organizar la ternura del sentimiento para salvar a la humanidad de la fiebre de armarse y de abolir el espíritu. A los hombres les comentó la sentencia de Hólderlin de que en Alemania ya no hay hombres sino profesiones. —Y nadie puede realizar algo en su profesión sin un sentido para la unidad superior; cuánto menos un financiero —así acabó su disertación.

Generalmente se le escuchaba con agrado, pues era hermoso ver que un hombre de tantas ideas tuviera también dinero; y la circunstancia de que ninguno de los que hablaban con él se iban con la impresión de que una empresa como la Acción Paralela fuese un asunto sospechoso, cargado de las más peligrosas contradicciones intelectuales, afianzaba en toados la convicción de que nadie hubiera sido tan apto como él para asumir la dirección de aquella aventura.

El señor Tuzzi no hubiera sido, sin parecerlo, uno de los principarles diplomáticos de su país, si no hubiera reparado en la presencia de Arnheim y de los motivos por los que estaba en su casa; no salía de su asombro. Pero no lo demostraba porque un buen diplomático no debe revelar nunca sus pensamientos. Aquel forastero le resultaba sumamente antipático, personalmente, pero, digámoslo así, también por principio; y el haber elegido el salón de su mujer como campo de operaciones con miras secretas Tuzzi lo consideraba una provocación. No había creído ni un solo momento en la explicación de Diotima de que el nabab visitaba tantas veces la ciudad del Danubio porque aquel clima de antigua cultura influía salutíferamente en su espíritu; se encontraba ante un problema que no sabía resolver por falta de datos, ya que con un hombre como aquel no había tenido nunca relaciones oficiales.

Tuzzi estaba perplejo desde que Diotima le había expuesto su plan de reservar a Arnheim un puesto directivo en la Acción Paralela y se le había quejado de la oposición de Su Señoría. No estimaba mucho ni a la Acción Paralela ni al conde Leinsdorf, pero había encontrado la política de su mujer tan sorprendente y desagradable que en aquel momento estuvo a punto de echar abajo toda su educación viril de muchos años de trabajo, y de la que estaba orgulloso, como se derrumba un castillo de naipes. Empleó esta comparación interiormente, porque nunca Se Permitía comparaciones, considerándolas un recurso demasiado literario y causante de malas relaciones sociales; pero esta vez estaba estremecido.

La posición de Diotima mejoró en días sucesivos gracias a sus caprichos. Se había vuelto suavemente agresiva y había hablado de una nueva clase de hombres que no pueden dejar despreocupadamente a los profesionales la responsabilidad intelectual del curso del mundo. Después había hablado de la delicadeza femenina que puede ser a veces un don profético y puede conducir la mirada hacia objetos situados más allá del campo visual de la profesión periodística. Por fin dijo que Arnheim era un europeo, que su ingenio era universalmente reconocido, que la manera de llevar los negocios en Europa es muy poco europea y demasiado material, y que el mundo no hallará paz hasta que no sea animado por el cosmopolitismo austríaco, así como la antigua cultura de Austria alimenta las raíces de diversos idiomas en el suelo de la Monarquía.

Nunca se había opuesto tan radicalmente a la opinión de su marido, pero el señor Tuzzi se contuvo de momento, porque tampoco él había dado jamás a los esfuerzos de su esposa más importancia que a las cuestiones de costura; se sentía feliz viendo que los demás la admiraban; poco a poco se inclinó a mirar todo aquel asunto con mayor indulgencia y aproximadamente así como se mira a una mujer agradable que se ha ceñido con una cinta demasiado llamativa. Se limitó a repetirle con seria cortesía los motivos por los que el mundo masculino excluía la posibilidad de confiar públicamente a un prusiano el cuidado de los intereses austríacos; admitió, por otra parte, que podía ser ventajoso estrechar la amistad con un hombre tan extraordinario y aseguró a Diotima que no adivinaba sus pensamientos si creía que no le era agradable ver a Arnheim tantas veces en su compañía. Esperaba que hablando así se le presentaría mejor ocasión de tender lazos al intruso.

Sólo cuando tuvo que reconocer los éxitos de Arnheim en todas partes, Tuzzi retrocedió y advirtió a su esposa que la encontraba demasiado entusiasmada por aquel hombre; echó de ver nuevamente que Diotima no respetaba ya su voluntad como antes, le contradecía y calificaba sus preocupaciones de devaneos. Como hombre, decidió no luchar contra la dialéctica de una mujer, sino que optó por esperar la hora en que sus previsiones triunfaran por sí solas; pero pronto experimentó un violento choque. Una noche le turbó algo parecido al llanto, infinitamente distante; al principio apenas le molestó; no sabía siquiera lo que era, pero la distancia espiritual fue disminuyendo hasta que, de repente, la amenazadora inquietud zumbó en sus oídos, y se despertó del sueño tan bruscamente que se incorporó en la cama. Diotima estaba acostada al lado y parecía dormir, pero él veía de alguna manera que velaba. La llamó a media voz por su nombre, repitió la pregunta e intentó volver su espalda con tiernos dedos. Pero al hacerlo y al levantar Diotima la cabeza sobre los hombros en la oscuridad, le miró enojada y desafiante con unos ojos en los que se advertía que había llorado. Desafortunadamente, Tuzzi se dejaba vencer nuevamente por el sueño, se dejó caer de espaldas sobre la almohada y el rostro blanco de Diotima flotó en las sábanas frente a él, como una caricatura dolorosa que Tuzzi no pudo comprender. —¿Qué ocurre? —refunfuñó medio dormido en débil voz de bajo; recibió la respuesta clara, de enfado, desagradable, hundiéndose en su somnolencia como una moneda brillante en el agua. —Tienes un sueño tan agitado que no hay quien pueda dormir a tu lado —dijo Diotima bruscamente; su oído lo captó, pero estaba ya lejos de despertarse para constestar.

Sintió sólo que había sido objeto de una grave injusticia. Dormir tranquilo constituía para él una de las virtudes principales de un diplomático, pues era al mismo tiempo condición indispensable de todo éxito. En este punto Tuzzi era intocable, de modo que tomó la advertencia de Diotima como una seria ofensa. Comprendió que en ella se estaba operando algún cambio. No se le ocurría, ni siquiera en sueños, sospechar que su mujer quebrantara su fidelidad; sin embargo, no le cabía la menor duda de que aquel conflicto personal estaba relacionado de alguna manera con Arnheim. Durmió de rabia, por decirlo así, hasta la mañana siguiente, y se despertó con el firme propósito de vigilar a aquella persona tan molesta.