49 — Incipientes contrastes entre antigua y nueva diplomacia

EL trato con personas cuya especialidad era su rancio abolengo no constituía excepción a aquella regla. Arnheim disimulaba su propia distinción y se limitaba tan modestamente a la aristocracia intelectual, consciente de sus privilegios y limitaciones, que al poco tiempo los portadores de títulos de nobleza se conducían a su lado como si tuvieran las espaldas encorvadas por el peso de sus nombres. Quien mejor alcanzaba a verlo era Diotima. Ella descubrió «el secreto de todo» con la inteligencia de un artista que ve realizado el sueño de su vida de una manera que no admite retoques.

Diotima se había reconciliado ya con su salón. Arnheim le había prevenido contra toda excesiva estimación de las organizaciones externas; vulgares intereses materiales hubieran dominado sobre la recta intención; él daba más importancia a la sala.

El señor Tuzzi expresó sus temores de que por aquel camino no podrían superar el abismo de discursos.

Se había sentado pierna sobre pierna y cruzado ante ellas sus manos descarnadas, oscuras, de pronunciadas venas; con su bigotillo y su mirada meridional, parecía junto a Arnheim —en actitud dominadora y vestido con un impecable traje de tela suave— un carterista levantino al lado de un potentado. Eran dos eminencias opuestas; la austríaca que, siguiendo su gusto mucho más complicado, se permitía una postura negligente, no se consideraba inferior. El señor Tuzzi se dejaba informar con displicencia de los avances de la Acción Paralela, como si no le correspondiera enterarse directa e inmediatamente de lo que sucedía en su casa. —Estaría bien que se nos diera a conocer cuanto antes lo que se proyecta— dijo y miró a su esposa y a Arnheim con una sonrisa benévola, como queriendo significar: al parecer soy persona extraña. Después refirió que la obra conjunta de su mujer y del conde Leinsdorf estaba ya preocupando mucho a las autoridades. En la última audiencia con Su Majestad, el Ministro había intentado averiguar qué manifestaciones externas podrían contar con la augusta anuencia, o sea, hasta qué punto agradaría al Soberano el plan de promover, adelantándose al tiempo, una Acción pacifista de alcance internacional; ésta sería la única posibilidad —declaró Tuzzi— de dar forma política a la idea de Su Señoría sobre la universalización de Austria. Pero Su Majestad —continuó— con su típica conciencia y reserva, conocidas por todo el mundo, se había defendido enérgicamente en dialecto vienés: «¡Bah! No me gusta que me empujen hacia adelante»; y por lo tanto no se sabía si Su Majestad manifestó oposición o no.

Tuzzi hablaba sobre los pequeños secretos de su profesión con la delicada indelicadeza de quien al mismo tiempo se reserva los secretos mayores. Terminó diciendo que las embajadas deberían medir la atmósfera de las cortes extranjeras, porque la propia no era segura, y había que ganar terreno. En definitiva, las posibilidades eran muchas, desde la convocación de una conferencia de paz, pasando por un convenio de veinte monarcas, hasta una dotación al palacio de La Haya con cuadros de artistas austríacos o una institución benéfica para niños y huérfanos de trabajadores domésticos. Añadió la pregunta de qué pensaba la Corte prusiana sobre el jubileo.

Arnheim respondió que no estaba informado. El cinismo austríaco le repelía; el que tan elegantemente hablaba se sentía atado en presencia de Tuzzi como un político que quiere dar a entender que cuando se habla de asuntos de Estado se ha de emplear un tono frío y grave. De ese modo las dos contrastantes eminencias —el hombre público y el hombre privado— se presentaron, no sin intenciones de rivalidad, ante Diotima. Póngase un galgo junto a un dogo, un sauce junto a un álamo, un vaso de vino sobre un campo roturado, o un retrato en un barco de vela en vez de en un salón de exposiciones; en suma, compárense dos vidas selectas y características, la una frente a la otra; entre ambas se abre un vacío, una sima, una perniciosa ridiculez sin fondo. Eso sintió Diotima en sus ojos y en sus oídos sin entenderlo; asustada, dio un giro a la conversación, al mismo tiempo que declaraba resueltamente a su marido que ella, con la Acción Paralela, intentaba obtener, ante todo, un gran resultado espiritual y que, mientras estuviera ella en la dirección, apoyaría sólo los postulados de hombres auténticamente modernos.

Arnheim reconoció agradecido que al pensamiento se le había restituido su dignidad. Puesto que debía prevenirse ante ciertos peligros de itindimiento, no quería jugar con los acontecimientos que en gran parte justificaban sus encuentros con Diotima, así como tampoco está para bromas ni para jugar con su salvavidas un náufrago a punto de ahogarse. Pero admirado y no sin titubeos en la voz, preguntó a Diotima a quiénes pensaba elegir para el grupo de intelectuales directivos de la Acción Paralela.

Diotima no se había decidido todavía; los días de convivencia con Arnheim le habían inspirado tantas ideas e iniciativas que no había logrado resumirlas. Arnheim le había dicho y repetido que no importaba tanto el carácter democrático de las comisiones cuanto la personalidad y competencia de sus miembros; ella había pensado al oírlo: tú y yo, aunque no se decidiera así o lo reconociera nadie. Probablemente fue eso lo que le recordó el pesimismo de la voz de Arnheim, porque respondió:

”¿Existe todavía algo que se pueda llamar grande e importante para realizarlo en seguida?

”El distintivo de un tiempo que ha perdido la seguridad interior de épocas mejores —observó Arnheim— es la dificultad de adquirir el título superlativo de importantísimo y eminente.

El señor Tuzzi fijó sus ojos en un pequeño resto de ceniza caído sobre su pantalón, de modo que su sonrisa se pudo interpretar como consentimiento.

”¿Qué podría ser eso de hecho? —siguió Arnheim indagando—. ¿La religión?

El señor Tuzzi elevó la sonrisa; Arnheim no había pronunciado la palabra con el énfasis y el aplomo de días anteriores en compañía de Su Señoría, pero sí con sonora seriedad.

Diotima protestó contra la sonrisa de su marido y replicó: —¿Por qué no? ¡También la religión!

”Cierto; pero, puesto que se trata de tomar una resolución práctica: ¿piensa usted nombrar a un obispo para una comisión que persigue en la Acción un fin temporal? Dios, hoy día, está pasado de moda; no nos lo podemos representar vestido de frac, afeitado y peinado, sino que estamos acostumbrados a verle en actitud patriarcal. ¿Y qué existe además de la religión? ¿La Nación? ¿El Estado?

Diotima se alegró de oír hablar así a su marido, porque Tuzzi consideraba al Estado como asunto masculino sobre el que no trataba en presencia de mujeres. Entonces calló e hizo un gesto con los ojos dando a entender que sobre aquel tema habría todavía mucho que decir.

”¿La ciencia? —repuso Arnheim—. ¿La cultura? Queda el arte. En verdad le pertenecería a él reflejar la unidad de la vida y su orden interior, pero ya conocemos el cuadro que ofrece actualmente: anarquía general; extremos sin conexión. La nueva, mecanizada vida social y sentimental fue cantada épicamente, ya al comienzo, en las obras de Stendhal Balzac y Flaubert. Dostoievsky, Strindberg y Freud descubrieron los de-monios del subconsciente; nosotros, los que vivimos hoy, tenemos la sensación de que ya no nos queda nada más por hacer.

El jefe de sección Tuzzi declaró que cuando quería leer algo bueno recurría a Homero o a Peter Rosegger.

Arnheim comprendió la observación. —Debería usted añadir la Biblia. Con la Biblia, Homero y Rosegger o Reuter se puede bandear uno. Aquí nos encontramos en la médula misma del problema. Supongamos que apareciera en el mundo un nuevo Homero; preguntémonos sinceramente si seríamos capaces de escucharle. Creo que debemos responder negativamente. No lo tenemos porque no lo necesitamos —Arnheim estaba montado en la silla y galopaba—. ¡Si necesitáramos de él, lo tendríamos! Al fin y al cabo, en la historia del mundo no sucede nada negativo. ¿Qué puede significar que nosotros traslademos al pasado los hechos más grandes y fundamentales? Ni a Homero ni a Cristo ha dado nadie alcance en su posteridad; de superación, ni hablar. No hay libro más bello que el Cantar de los Cantares; el gótico y el Renacimiento preceden a los tiempos modernos como un paisaje alpino al comienzo de una llanura. ¿Dónde se encuentran hoy día figuras dominantes de relieve? ¡Qué asmático aparece el tipo de Napoleón junto al de los faraones, qué modestas las obras de Kant junto a las de Buda, la poesía de Goethe al lado de la de Homero! En resumidas cuentas, nosotros vivimos y debemos vivir para algo; ¿qué conclusión sacamos? Ninguna otra que… Aquí interrumpió Arnheim sus consideraciones y manifestó que no se atrevía a decirlo pues la única conclusión posible era que todas las cosas consideradas importantes y grandes no tienen nada que ver con aquello que constituye la fuerza más íntima de nuestra vida.

—¿Y cuál sería ésta? —preguntó el señor Tuzzi. (Contra la afirmación de que se da importancia excesiva a la mayor parte de las cosas no había tenido nada que argüir).

—Nadie lo puede afirmar hoy día —respondió Arnheim—. El problema de la civilización cabe resolverlo únicamente con el corazón, con la aparición de una nueva persona, con la visión interior y la voluntad pura. La razón no ha sabido hacer otra cosa que debilitar el gran pasado y reducirlo al liberalismo. Pero quizá no alcanzamos nosotros a abarcar la lejanía y calculamos con medidas demasiado imperfectas; a cada momento el mundo puede dar la vuelta.

Diotima había querido advertir que, en ese caso, la Acción Paralela no tendría nada que hacer. Pero el rostro oscuro de Arnheim arrebató intención. Quizá conservaba todavía restos de sus costumbres de cuando tenía que aprender «pesadas lecciones» y se quejaba si se veía en la obligación de leer los libros más recientes y de hablar sobre pintura moderna; el pesimismo en materia de arte le liberaba de muchas bellezas que en realidad no le habían agradado nunca; el pesimismo en materia de ciencia atenuaba su temor ante la civilización, ante el exceso de ramificaciones del saber y de sus influencias. Así el juicio negativo de Arnheim sobre los tiempos modernos fue para ella un beneficio que se hizo sentir inmediatamente. Su corazón quedó atravesado por el grato pensamiento de que la melancolía de Arnheim estaba relacionada de algún modo con ella.