ÉSTE no fue más que el producto natural del influjo ejercido por la persona del doctor Arnheim.
Era un hombre de gran envergadura.
Su actividad se extendía sobre todos los continentes de la Tierra, así como sobre los del saber. Conocía todo: los filósofos, la economía, la música, el mundo, el deporte. Hablaba correctamente cinco idiomas. Los artistas más famosos del mundo eran amigos suyos, compraba el arte del futuro al por mayor y a bajo precio. Frecuentaba la Corte imperial y se entretenía con obreros. Poseía una villa ultramoderna, reproducida ya en todas las revistas de arquitectura, y también un viejo palacio tambaleante en el mercado del rastro aristocrático que parecía la cuna apolillada del pensamiento prusiano.
Tal capacidad comprensiva y receptiva va rara vez acompañada de productividad propia; pero Arnheim también en esto era una excepción. Una o dos veces al año se retiraba a su finca y escribía las memorias de su vida intelectual. Estos libros, buena parte de los cuales habían sido ya publicados, fueron traducidos a muchas lenguas; en un médico enfermo no se tiene confianza, pero lo que dice uno que sabe cuidarse a sí mismo tiene que encerrar una dosis de verdad. Ésta era la primera fuente de su fama.
La segunda brotaba del elemento científico. La ciencia goza de alto crédito, y con razón. Pero si un hombre da sentido a la vida consagrándose, por ejemplo, al estudio de las actividades renales, hay, en consecuencia, momentos —momentos humanísticos, se entiende— que evocan el recuerdo de la relación entre los ríñones y la nación. Por eso se cita en Alemania tan frecuentemente a Goethe. Si un académico quiere demostrar que no sólo posee erudición sino también un espíritu vivo y Prometedor, sepa que lo puede conseguir sobre todo mediante referencias a escritos cuyo conocimiento proporciona honor y promete dividendos como una acción bancaria en alza; por eso, las citas de los libros de Paul Arnheim disfrutaban de un favor siempre creciente. Las excursiones a los campos de la ciencia que efectuaba para sostener sus opiniones generales no siempre contentaban a los más exigentes. Mostraban ciertamente una gran erudición recreativa, pero el especialista advertía las pequeñas inexactitudes y equivocaciones reveladoras del diletantismo, así como basta observar la costura de un vestido para distinguir si está hecho a medida por un buen sastre, o es de baratillo. No se debe creer, sin embargo, que esto impedía a los especialistas admirar a Arnheim. Sonreían satisfechos de sí mismos; su persona les imponía por su modernidad, era un hombre del que hablaba la prensa entera, un rey de la economía; sus obras, comparadas con las obras intelectuales de los reyes precedentes, eran sin duda superiores; y aunque a veces podían advertirle que ellos opinaban, en la materia de su especialidad, de manera distinta que él, se manifestaban al mismo tiempo agradecidos de poder hacerlo y reconocían en su persona al intelectual genial, sencillamente universal, lo que, en boca de especialistas, vale tanto como declarar entre hombres que la hermosura de una mujer corresponde al ideal estético del gusto femenino.
La tercera fuente de ingresos para la fama de Arnheim estaba en la economía. No le iba mal con sus expertos capitanes; si ajustaba con ellos un contrato, los mejores bocados se los llevaba él. Sin embargo, no era considerado como un gran hombre de negocios; le llamaban «el príncipe heredero», para distinguirle de su padre que tenía un habla corta y torpe, pero que poseía como compensación un sensibilísimo sentido del sabor para los manjares del negocio. A éste le temían y veneraban; en cambio, sonreían cuando «el príncipe heredero» les presentaba sus condiciones y exigencias filosóficas, que no faltaban en ninguna de sus conversaciones, aun en las de temas más dispares. Se había hecho famoso porque en las reuniones del consejo de administración acostumbraba a citar poetas y afirmaba que la economía no se debiera disociar de las demás actividades humanas y que era necesario cultivarla, relacionándola íntimamente con los demás problemas de la vida nacional, intelectual e incluso de la vida particular. Pero de todos modos, aunque sonreían, no podían olvidar que Arnheim-hijo se hacía valer cada vez más ante la opinión pública, precisamente por esta manera de filosofar sobre los negocios. En las hojas informativas de finanzas, en las secciones de política y cultura de los periódicos más notables de todas las naciones, frecuentemente se hacía mención de él, de los trabajos de su pluma, de sus discursos, de sus visitas a un soberano o a una sociedad de artistas y en ninguno de los círculos de los más grandes empresarios había un hombre del que se hablara tanto como de él. No se crea, sin embargo, que los señores presidentes, consejeros de administración, directores generales y directores de banca, de hoteles, de fundiciones, de navieras, son tan malévolos como a veces aparentan. Prescindiendo de su sentido muy desarrollado de procreación, la razón íntima de su vida es la del dinero, y esta razón está provista de dientes muy sanos y de un óptimo estómago. Todos están convencidos de que el mundo iría mucho mejor si se dedicara al juego libre de la oferta y la demanda, en lugar de preocuparse tanto por la construcción de acorazados y bayonetas y del trato de majestades y diplomáticos desconocedores de las ciencias económicas; pero puesto que el mundo es como es y ya que, según un antiguo prejuicio, una vida que redunda primero en ventaja propia y, a través de ella, en bien de los demás es menos estimada que la caballerosidad y las ideas políticas, y por ocupar los empleos estatales un plano moral más elevado que los privados, fueron ellos los últimos en olvidarlo y se aprovecharon notoriamente de las ventajas que ofrecían al bienestar público las negociaciones armadas acerca del trazado de fronteras y el reclutamiento militar contra huelguistas. El negocio conduce por este camino a la filosofía, pues sólo los criminales se atreven hoy día a hacer daño a los demás hombres sin filosofar. Así se acostumbraron a ver en Arnheim-hijo una especie de nuncio apostólico de sus asuntos. Con toda la ironía que se reservaban para sus caprichos, se sentían satisfechos de tener en él a un representante capaz de defender sus intereses, tanto en una conferencia episcopal como en un congreso de sociólogos; terminó por ejercer sobre ellos un influjo semejante al de una mujer hermosa y culta que desdeña la eterna actividad comercial del marido, pero que es útil para el negocio al ser admirada por todos. Ahora basta imaginarse el efecto producido Por la filosofía de Maeterlinck o de Bergson, al ser aplicada a los problemas del precio del carbón o de la política sindical, para calcular la medida del triunfo que Arnheim podía alcanzar en asambleas de industriales o en las oficinas directrices de París, de San Petersburgo o de Ciudad del Cabo, si se presentaba en ellas como enviado de su padre, haciéndose escuchar desde el principio hasta el fin. Los resultados eran tan imponentes como inefables y de todo aquello surgía la fama de su superioridad y de su mano maestra.
Mucho se podría hablar todavía sobre los éxitos de Arnheim. Digamos algo de esos diplomáticos que efectuaban negociaciones económicas —importantes, aunque extrañas para ellos— con la prudencia de hombres a los que se les confía el cuidado de un elefante poco digno de confianza. Arnheim en cambio trataba al elefante con la despreocupación de un guarda indígena. También podríamos hablar de los artistas a los que rara vez fue útil, pero que, a pesar de todo, tenían la impresión de tratar con un mecenas. Por fin, de los periodistas que tenían derecho a ser presentados los primeros, porque mediante sus elogios y propaganda consiguieron hacer de Arnheim un gran hombre sin advertir el efecto inverso: en realidad les había colocado una pulga en la oreja y ellos creían oír el crecer de la hierba. La cristalización de sus éxitos era en todas partes igual; rodeado de la fascinación de la riqueza y de la fama, tenía que alternar con personas que le aventajaban en sus respectivas especialidades; no obstante, admiraban éstos su erudición, sorprendente en un profano como él, y les intimidaba ver unidos en su persona varios mundos de los que no tenían ni noción. Así se les hizo natural que apareciera ante una sociedad de especialistas como una enciclopedia, como un todo o un entero. De cuando en cuando se cernía sobre él una especie de edad weimariana o florentina de la industria y del comercio, la hegemonía de poderosas personalidades, empeñadas en extender el bienestar y obligadas a adquirir atributos para coordinar y dirigir las diversas producciones técnicas, científicas y artísticas. Las aptitudes para ello las sentía él en sí mismo. Poseía el talento de no mostrarse superior en los detalles y en los asuntos demostrables, pero siempre conseguía salir a flote en cualquier situación, gracias a su equilibrio, automáticamente renovado, el cual es quizá la cualidad fundamental de un político; Arnheim estaba además convencido de que aquello era un misterio profundo. Lo llamaba «el secreto de todo». También la belleza de una persona no consiste en algo particular y demostrable, sino en un hechizo que aprovecha incluso pequeñas fealdades; del mismo modo, la bondad y el amor, la dignidad y la grandeza de un hombre son casi independientes de sus acciones y están dispuestos a ennoblecer a éstas. Misteriosamente, la vida fija sus detalles. La gente menuda reúne virtudes y defectos; el gran hombre confiere a sus atributos categoría. Si el secreto de sus éxitos radica en el hecho de no poder explicarlos atendiendo a sus méritos y a sus cualidades, aquella existencia de una fuerza por encima de cualquiera de sus externas manifestaciones es precisamente el secreto que encierra la grandeza de la da. Así había escrito Arnheim en uno de sus libros; mientras lo redactaba, creyó tocar lo sobrenatural por la extremidad de su manto, ilusión que proyectó en el texto.