ARNHEIM fue el primero en salir del éxtasis. A su parecer, no era posible permanecer más tiempo en aquel estado sin caer en un vacío sordo, hueco, sereno, o sin sustituir el recogimiento por un tinglado de pensamientos y persuasiones que no eran ya de su incumbencia.
Un medio que mata el espíritu, pero que al mismo tiempo lo conserva enlatado para el consumo general, es el acto de mezclarlo con la razón, con las convicciones y con los procedimientos prácticos; así lo han usado con éxito todas las morales, filosofías y religiones. ¡Dios sabe, según queda dicho, qué es en realidad el espíritu! No hay lugar a dudas de que el ardiente deseo, aunque no sea más que de escuchar su voz, deja un margen amplísimo, una verdadera anarquía; tenemos ejemplos de ello en los delitos perpetrados por espíritus, digamos, químicamente puros. En cuanto un espíritu tiene moral, religión, filosofía, profunda instrucción burguesa e ideales en los campos del deber y de la estética, recibe como regalo un sistema de preceptos, condiciones y disposiciones de ejecución que debe observar antes de creer ser un espíritu digno de atención; su incandescencia es semejante a la de los altos hornos, conducido a través de un hermoso rectángulo de arena. Bien mirado, quedan sólo los problemas lógicos de interpretación, por ejemplo, si tal o cual acción está bajo la vigilancia de este o de aquel mandamiento, y el espíritu ofrece el aspecto tranquilo de un campo de batalla donde yacen inmóviles los muertos y se advierten sin esfuerzo los restos de vida que gimen o se levantan. Por eso el hombre acelera el paso cuanto puede. Si le atormentan crisis de fe, como sucede a veces en la juventud, se hace perseguidor de infieles; si le incomoda el amor, lo transforma en matrimonio; y si le arrebata el entusiasmo por alguna otra cosa, se sustrae a la imposibilidad de vivir permanentemente su fuego, comenzando así a vivir para ese fuego. Esto significa que rellena los muchos momentos de su día —cada uno de los cuales exige un contenido y un estímulo— no con el estado ideal, sino con la actividad necesaria para alcanzar su ideal, o sea, con los muchos medios, obstáculos e incidentes que le dan plena garantía de no tener más necesidad de alcanzarlo. Porque sólo los locos, los desequilibrados y los maniáticos pueden resistir largo tiempo al fuego del entusiasmo; el hombre sano debe contentarse con declarar que, sin una chispa de este misterioso fuego, la vida no vale la pena vivirse.
La existencia de Arnheim estaba saturada de actividad; era un hombre positivo y había escuchado, con una sonrisa complaciente y no sin comprender la actitud social de la senectud austríaca, el plan de fundar un «Comedor Francisco José» y el discurso sobre la relación existente entre el sentido del deber y las marchas militares; se guardó muy bien de reír, como hizo Ulrich, porque estaba convencido de que avasallar grandes pensamientos demuestra menos valor y superación que acomodar correctamente el propio pensamiento a los espíritus adocenados y algo ridículos.
Pero cuando Diotima, aquella figura clásica con cierto aire vienés, pronunció la dicción «Austria universal», dicción tan ardiente y también así tan incomprensible como una llama, sintió algo conmovedor.
La gente contaba una historia de él. En su casa de Berlín tenía una sala llena de esculturas barrocas y góticas. La Iglesia católica (a la que Arnheim profesaba un gran amor) suele representar a sus santos y a los abanderados del bien en actitudes de estático arrobamiento. En la casa de Arnheim los santos morían en todas las posiciones y el alma retorcía su cuerpo como un estropajo al que se le escurre el agua. Los brazos, cruzados como espadas, y los cuellos heridos, ausentes del mundo y reunidos en una habitación extraña, evocaban la idea de un conciliábulo catatónico en un manicomio. La colección era muy apreciada y atraía muchos artistas a la casa de Arnheim; con ellos conversaba él sobre temas eruditos, pero a menudo también se sentaba solo en su sala. La impresión que entonces experimentaba era distinta; se quedaba pasmado como ante un mundo medio loco. Sentía que al principio había ardido en la moral un fuego inefable y al contemplarlo un espíritu como el suyo, no podía menos de extasiarse en las brasas consumidas. Aquella oscura visión de lo que todas las religiones y mitologías expresan, al enseñar que las leyes elementales han sido transmitidas al hombre por los dioses, el presentimiento de un estado original del alma, que no debía de ser muy seguro y que sin embargo agradó a los dioses, dejaba un margen extraño de inquietud en torno a su dilatado pensamiento, por lo demás tan engreído. Arnheim tenía además un jardinero, un hombre profundamente sencillo, como él decía, y con él se entretenía frecuentemente hablando sobre la vida de las flores, porque de un hombre así se puede aprender más que de un sabio. Hasta que Arnheim un día se dio cuenta de que aquel obrero le robaba. Se puede decir que hacía desaparecer, con una especie de desesperado encarnizamiento, todo lo que pillaba, y ahorraba el producto para independizarse; éste era el pensamiento que le dominaba día y noche; pero una vez desapareció también una pequeña escultura que la policía descubrió en su poder. La tarde en que Arnheim fue informado del descubrimiento hizo llamar al hombre y se pasó toda la noche reprendiéndole por el descarrío de su apasionado instinto lucrativo. Se decía que él mismo se puso muy nervioso y que estuvo a punto de retirarse a llorar a una oscura habitación contigua. Sentía envidia de aquel hombre por motivos que no sabía expresar; a la mañana siguiente lo entregó a la Policía.
La historia había sido confirmada por amigos íntimos de Arnheim; y casi estuvo también él a punto de contarla al encontrarse ahora con Diotima, solos los dos en una habitación, sintiendo el arder silencioso del mundo alrededor de las cuatro paredes.